Yo
nací en una ciudad levítica, crecí a la sombra de la torre de una catedral
gótica, me dieron en el rostro los sones de sys campans, escuché salmos y
cantos de ronda bajando hacia la
Hontanilla , dejando atrás la judería vieja, pasando el arco
del Socorro. Tiré varetas por las mismas trochas que recorrió Pablillos. Conocí
las huellas o las marcas en el camino que dejaron las cáligas de los hoplitas
de las legiones romanas, las sandalias de los franciscanos y las zapatillas de
los santos. Había una roca cerca de una fuente en mi barrio que tenía una cruz
de hierro ya mohosa donde se sentaba Fray Juan cuando subía jadeante desde su
convento al beaterio a confesar a las monjes y
donde dicen que Teresa de Jesús se sacudió el polvo de su calzado
despidiéndose a la francesa para no volver más. La Fundadora era de armas
tomar, Dicen que dijo:
-De Segovia, ni el polvo de zapatilla.
Las
lenguas de las cotorras mal hablaban de que tenía un lio con su frailuco y
medio pues era de corta estatura quiero decir san Juan de la Cruz. Que el refrán
advierte que entre santa y santo pared de cal y canto. Claro que santa Teresa
era abulense y los de Ávila y Segovia la ciudad rival nunca nos llevamos bien
del todo que se diga. Cuando jugaba la Gimnastica con la Unión Deportiva
salía la gente a palos en el Campo del Peñascal. Procedemos de una estirpe
mística muy devota y a la vez socarrona y pagana aunque de cristianos viejos
como el que más. Otros historiadores señalan, al contrario, que somos la mayor
parte de raíz de ahí nuestra complicación mental pues de Segovia ni la burra la
novia nos achacan los que nos quieren mal. Vaya usted a saber pues se asegura
que todos los israelitas de Burgos cuando salieron mal con los de aquella otr
ciudad castellana se vinieron a acoger bajo los arcos del acueducto. Se
bautizaron en masa y se hicieron hidalgos y caballeros de vieja estampa más
papistas que el papa y más españoles que el pupas.
He
de decir a tal respecto que nuestro amor a la Virgen de la Fuencisla tan arraigada en nuestras vidas arranca
de una pobre judía (nuestra querida virgen debiera ser la abogada contra la
violencia de género) a la que su marido acusaba de andar tonteando con un
capellán, el sanedrín quiso dilapidarla pero luego cambió de parecer. Hombre
sería mucho mejor tirarla por un barranco que nunca faltan por ahí por
tejadilla y ahí en eso en peñas escarpadas que marcan las orillas de lo que otrora
fuera mar, una mar prehistórico. Y por ahí la defenestraron aquellos malditos.
María del Salto se encomendó a Nuestra señora y Ésta la recogió en su manto
como si fuese su regazo maternal se tratase. Ella estaba allí al pie de las
peñas donde las aves alzan sus nidos y donde un pueblo de amor transido
vibra en tu Honor. Me he puesto a escribir una novela que es la historia de
mi vida y me sale una salve.
Total
que nuestros antepasados se bautizaron en masa y las aguas del Rasemir se convirtieron en un gran Jordán
donde los del Pueblo elegido tornó sus ojos a Cristo. En cierta manera los
segovianos nos sentimos un pueblo elegido. Elegidos para la palabra y para el
dolor. Si la cruz es un privlegio a nostros nos signaron con ella desde el
principio hasta tal punto que sólo a nosotros se nos permite hablar mal de la
ingratitud de los elegidos. De raíz conversa eran los coronel y los Davila
incluso el propio Torquemada prior del convento de Santo domingo presentaba un
origen nada preclaro y converso era Pablillos y el gran historiador Colmenares
otro que tal. Que nos nos vengan con alicantinas. Lo que pasó pues pasó.A qué
ton eso de meter la reja en la
Historia como si fuera la vertedera de un labrador honrado
que labra sus campos por La Lastrilla. Los mandiles eran los asesores y los
confesores de la Reina
Católica y los pincernas de su hermano el infausto Enrique IV
que a mí me parece que no era tan impotente como le arguyen aunque aquel rey
todo hay que decirlo se aficionó a las costumbres moriscas y estaba rodeado por
una corte de jenízaros andaluces. Todos los de la Guardia Mora. Converso era el sacristán de san Facundo el
que entregó las hostias para que las arrojase a la caldera y la sagrada forma
empezó a subir y subir por los tejados dando la vuelta giratoria a todo el
poblado hasta ir a parar a la celda de
un novicio dominico del convento de Santo domingo que iba a recibir el
Viático.. el fraile era tambien marrano como María del Salto como la mayor
parte de los obispos, deanes y capellanes que ejercieron en Segovia y como
judíos fueron los conquistadores que acompañaron a Colón. ¿Fue verdadera o
fingida su conversión? Eso pertenece a los misterios archivados en los anales
de nuestra historia. España es al fin y al cabo una locura. Pero una locura
maravillosa.
En
la mescolanza de los sonidos que bajan de arriba o suben por abajo ecucho los
ecos de mi niñez perdida: los cantos infantiles de la rueda y el corro, el son
de los viejos romances. Veo subir la cuesta que lleva a la Puerta del Socorro a muchos
peregrinos camino de Compostela con la calabaza y el bordón pardas hopalandas. Pardo
era el color con los que se vestían los campesinos de la gleba y negro el de
los caballeros los clerigos y los domines. Pardos eran los picos de las putas.
De las famosas meretrices de Segovia. En mis primeros años conocí los últimos
suspiros de Castilla la
Vieja. Era un país absolutamente a la España de hoy. Pardos
son mis ojos y pardo soy yo hijo de la luz y de la noche. Parda humildad semi
franciscana. Don Pablos me estaba haciendo señas desde la otra ventana y traía
un libro en la mano aquel protodiacono de los pícaros y me insinuaba tolle et lege. La primera foto que me
hicieron en la alameda fue acompañado de un libro. Tenía un libro en la mano el
pelo rubio y la barriga algo abultada.
Pero no maldigamos a los tiempos creyendo el
pasado fue mejor pues eso supone una blasfemia un querellarse contra los
designios misteriosos del Criador. Yo me forjé una idea heroica del mundo.
Caballeresca. Había que salir en pos de un ideal a la búsqueda de ínsulas
baratarias a desfacer entuertos defender a los humillados y ofendidos y
pelearme contra los gigantes que luego resultaron solo aspas de molino
harinero. ¡Qué cosas! Acaso me sumí en un romanticismo trasnochado pero eso ya
nada importa.
La
sombre de aquella catedral acariciadora y benigna hizo de mí un exaltado de la
cruz hasta llegar a la convicción de que sin cruz ni cristianismo no son
posibles ni la el amor ni la belleza. Acaso en parte llevase razón pero la cruz
no debería jamar imponerse por la espada ni a la fuerza. Bajo el arco oscuro y
olendo un poco a húmeda bodega del postigo aquel por donde pasaban los carros y
los areneros de Espirdo y los panaderos de Encinillas que subían a vender su
mercancía a la ciudad o los curas de teja, breviario y balandrán arrebujado
como un tapabocas sobre el pescuezo para no apañar frío en las tarde heladas habían
cabalgado los guerreros de la edad media (Segovia enclavada sobre un castro que
es todo un baluarte siempre conservó un aire militar, fraguamos país en la
lucha contra el moro o peleando en nosotros mismos acabada la reconquista) pero
tambien los picaros y los perailes.
Subían pobres de solemnidad y detrás mujerucas
arrebujados en sus mantones. Peleamos contra el sarraceno pero acabamos
adquiriendo muchas de sus costumbres en realidad. Todo en la vida es
circulación. Ir y venir. Subir y bajar. El eterno metisaca del nacer y morir
del engendrar del parir. Arillos concéntricos de la nada. Relojes de sol y
clepsidras. El arco del socorro impetérrito entendía poco de cronómetros. Tempus fugit. Pero da igual. La estancia
del hombre sobre la tierra no es más que un soplo.
Habían
clavado una lápida en lo alto del pasadizo que decía al fran escritor humorista
don Francisco de Quevedo autor del Buscón que era de Segovia natural.
Efectivamente en una de las casas del cantón tuvo el verdugo municipal su
residencia y al lado vivían los corchetes y alguaciles. El corregidor un poco
más arriba. Creo que era el mismo edificio donde una comadrona que se llamaba
doña Aniana Dios la tenga en su regazo me sacó del vientre de la Juani que las pasó moradas
pues la criatura que alumbró pesaba seis kilo doscientos gramos y esa criatura
era yo.
Ahora
bien tachar de escritor humorista a don Francisco de Quevedo el poeta más serio
y profundo de la lengua castellana que sólo pasó al conocimiento del pueblo por
sus chistes verdes o los relativos a la coprología (pedos, privadas, eructos y
otras bellaquerías que entre dos piedras feroces salió un hombre dando voces
adivina quien es pues píntale de verde) me parece un poco precipitado pero
acaso responda a una venganza de la historia que ha sido contgando y manejada
por quien ha sido contada y don Francisco que acaso fuera de la misma estirpe
de los manipuladores acusó a los judios y a los venecianos de ser los grandes
conspiradores contra la corona de Castilla. Eso nunca se perdona. Claro está.
Aquel
letrero contra el cual disparamos algunos cantazos en nuestra furia iconoclasta
y llevados de la ignorante clastomanía de la juventud (hay que destruirlo todo,
no dejar títere con cabeza) lanzamos algunas pedradas y todavía está ahí la
señal. Mi cantazo hizo una esquilar en un ángulo pero aún se puede leer. La
leyenda también le pareció a don –camilo José Cela cuando cruzó por allí un
bruma de mal gusto indicio de la estulticia de nuestras fuerzas vivas.
Pablillos
pudo ser uno de mis compañeros de juego aquellos niños con los pantalones con
remiendo que no gastaban calzoncillos y un solo tirante de mi cuadrilla. Con
los que jugaban conmigo al chito a la malla a guardias y ladrones al zorro pico
zaina. Juntos entrabamos en las casas deshabitadas en los hospitales de sangre
abandonados donde todavía quedaban vendas y jeringuillas y sondas sobre las
camillas. De uno en uno nos daba miedo explorar aquellos recintos. Podría haber
fantasmas. Y la leyenda clavada en la Puerta del Socorro pienso al cabo de
muchos años que selló mi destino. Sus letras gordos pesan aun sobre mi cabeza.
Yo iba para santo. Quería ser cura y acabé en escribidor que es una profesión
por decir algo y que guarda cierta relación con todo lo relacionado con la
picaresca.
Naciera
yo a la sombre de aquella catedral divina que se erguía sobre las casuchas de
mala nota y las escalerillas donde estaban las puertas marcadas del barrio
sefardita. Pienso si mis orígenes no me habrán predeterminado. ¿Habrán sido
maldición o bendición? ¿Trajeron suerte o fueron una desgracia semejantes
premisas del que busca y se afana y doce al año que viene en Jerusalén, reza
salmos, eleva sus ojos al cielo al dio y siempre vuelve sobre sus pasos. Ir y
venir que llaman acarrear. Girar y girar. Y venga dar vueltas. Vano empeño eso
de buscar la arcadia. El paraíso y el infierno yacen en el fondo de nostros
mismos. Son estos empeños frutos de la vanidad y de la locura humana. Cristo
sin embargo nos sonríe. Está en las historia. Aunque nos elija solo para el
dolor. No para el triunfo ni para la fama o la honra- esa sabiduría me la
comunicó Pablillos- porque no somos otra cosa que carne de dolor. Eso no lo
entienden ni las mujeres ni algunos paisanos míos. Todos ellos no leyeren jamás
el Libro del Bendito Job. Por eso se desperran y no encontraran jamás consolación.
De esta forma me apareé a mi yugo y me resigné
a mi suerte. A veces me parece que he triunfado que soy un elegido que el Santo
de los Santos ha escuchado las plegarias de este pobre miserable. Por todo eso
y por mucho más muchas gracias, Señor.
En
los terraplenes de los adarves de la muralla donde crecían hierbas ociosas,
lampazos y parietarias, estaba el edificio. Le llamaban la Casa de la Troya. Acaso este
título de una novela de Pérez Lujín definiera el continente y el continente y
el contenido fisico así como el carácter de sus moradores. Fue la casa del Gran
Matarife. Algún escudo con los atributos heráldicos del Santo Oficio debieran
de andar por allí cosa que espantaba a algunos transeúntes a los que
entraba el canguis y de repente se
persignaban arreando el paso. Hubo habladuría de que oyeron ruidos de cadenas y
clamores de almas en pena pero no era en nuestro edificio sino en la finca
colindante donde nadie vivía. Sólo algún gato pero de noche todos los gatos son
pardos y algunos de estos bichos pudieran resultar gatos inquisitoriales. Hay
que andar siempre con la mosca en la oreja. ¿Fantasmas a mí? No gracias. Temo
mucho más a los vivos que a los muertos pero no se puede ir contra corriente ni
desbaratar las creencias del populacho. Del rey y la inquisición chitón. Asi
que ojo al cristo que es de plata. Paso corto y vista larga.
Entonces
no sabíamos lo que era eso. No había aparecido aun en nuestras carnes la
llamada del sexo que todo lo desbarata, ni bebíamos vinos aunque nos mofásemos
con los borrachos muy frecuentes por aquellos contornos y en aquella porque en
Segovia había más tascas y tabernas que iglesias y oratorios que ya es decir ni
habíamos empezado a alternar ni a tomar café. Nuestros pulmones y nuestros
bandullos estaban todo lo limpios que se puede estar a los cinco o seis años
asi como nuestros pensamientos y nuestras almas por más que nos diga que el ser
humano viene al mundo con el sello del pecado y siente una proterva inclinación
a hacer daño y a mal pensar.
Tambien
es verdad que estábamos en estado salvaje o acaso fuéramos el buen salvaje
roussoniano limpio de polvo y paja. Triscábamos por la vereda, saltábamos de
una peña a otra temerarios en nuestra osadía y despreciando el precipicio que
mediaba entre ambas rocas. Jugábamos a la guerra en batallas de moros y
cristianos como podía ser menos en
cualquier ciudad española. Organizábamos dreas con los chavales de San Andrés
parroquia a la que pertenecían los que Vivian en la puerta ulterior del Arco.
Los de la citerior éramos de San Millán. Había verdaderas guerras campales a
cantazo al final de las cuales alguna ventana quedaba con los cristales hechos
zarzamillo y los dueños traían al delincuente de la oreja abriéndole a su padre
el libro de reclamaciones por daños y perjuicios.
-Son tres reales por el cristal que rompió
tu chico.
Y
el progenitor ya estaba esperándonos con el cinto. Aquella noche no había cena
o mejor dicho cenábamos de la correa y
de los vergajos. Pero Eros y Tanatos no habian asomado aun la oreja y de la
política únicamente hablaban los mayores y de sus conversaciones colegiamos la
tristeza y desolación las vidas truncadas y los muertos que trajo aparejados
aquella contienda fratricida. Las mulas de la inquisición nos traían al fresco. Hacía muchos
años que habían dejado de transitar aquellas sendas. El tizne del demonio sigue
ensuciando aun algunas almas negras. No comprendo ese afán de los españoles por
cuestionar nuestra historia y entregarnos a disquisiciones que a ninguna parte buena
conducen y sólo sirven para enfrentarnos los unos con los otros. Debe de ser
porque aun llevamos la ley del ojo por ojo y el diente por diente marcada a fuego
en nuestros entresijos displicentes. Buena gana de elucubrar con ucronías y
futurismos. Nosotros ajenos a todo eso jugábamos al trompo y a las canicas como
si tal cosa.
Aspiraba
a llegar a kas estrellas siempre buscando el plano ideal el que marcara la
aguja del pararrayos catedralicio allá arriba por encina de los ojos de la
torre. Los días de fiesta yo veía sacristanes en camisa volear las campanas
sudando oprimidos bajo el peso de los badajos pero había que anunciar el magno
acontecimiento de la pascua. Abajo en la plaza los de las charangas lanzaban
voladores y don Francisco de Quevedo los ojos cegatos los pies zopos pero la
lengua suelta y acerada de un cofrada subía hacia el enlosado muy fatigado el
hombre. Se acababa de entrevistar con el Domine en la casa donde no se come ni
se bebe. He seguido los pasos de aquel cojo divino genial y tabernario yendo
por el mundo un poco telumante de libros y de literatura pegando palos de ciego
y de que me cerraran altísimas puertas.
-A los profetas ya no os hacen caso.
-Mientras no nos ahorcan seguiré
apostrofando.
-No eres más que la voz que clama en el
desierto. Cabezazos contra un muro. Mira que eres testarudo.
Por
la calle pasaban algunas monjas un panadero morisco y un cristalero que iba a
componer una vidriera que había derribado uno de los pedriscos que suele haber
en esta ciudad por las fiestas de San Pedro. Todos se los veía muy afanados las
monjitas con los ojos bajos el morisco muy altanero y que no le quedaba en la
boca ningún diente portaba a la cabeza una bandeja como una herrada. Por allí
cerca estaba el obrador paredaño al convento de las claras. Don Francisco que
iba ya harto de vino entró en un cuchitril socavado como una bodega en los
mismos bajos del temple al lado de una ebanistería. La entrada de la bodega
ostentaba en el dintel un laurel báquico y un letrero que ponía: “más vale aquí
mojarse que enfrente ahogarse! Y justo enfrente acurrucado en el lecho del
valle donde estaban los pegujares y los tablares lindamente labrados por los
hortelanos moriscos con sus arriates y sus caballones adosados en perfecta
simetría bajaba el Rio clamores bastante crecido de corriente salvo en agosto. También
lo decían el rio Mierdero porque en él desaguaban las letrinas de la ciudad.
Sumirse en él debiera de ser buena tortura. Don Francisco llevaba sobre el chaleco una enorme cruz colorada. Era de
la orden de Santiago y aun borracho aparecía siempre en compostura. El mosto
nunca le hizo perder la condición de caballero. Me hubiera gustado a mi ser el
escudero de aquel sublime beodo. Sus libros aun me siguen emborrando de
sabiduría, de piedad y de risa.
Aspiraba
a alcanzar ls estrellas. Siempre buscando el plano ideal. Mi vida se enmarcaba
en el rectángulo de aquel ventanal balcón que daba a la acera. Esta condición
de niño humilde ha marcado mi camino. Anduve casi todas las sendas, hice muchas
descubiertas por muchas tierras, pero sobre todo exploré todos los libros y
caté los mejores vinos de la tierra. In vino veritas. Sangre de Cristo. Desde
lo hondo del jarro el jocundo espiritu de Pablillos el mejor amigo que hubo en
mi infancia me hacia momos. Y no eran burlas. Eran señas. Asi cogía fuerzas y
cargaba con la gran luna del espejo para irla pasando a lo largo del camino.
Y
las campanas tan… tan… tan. Los moros las aborrecían y es una de las muchas
cosas que me fastidian de su religión aparte de que no permita beber de lo
mejor que da la vida ni comer jalufo wl que no toquen campanas nunca en lo alto
de los minaretes. La voz del almuédano nunca tendrá los timbres maravillosos y
por eso he llegado a la conclusión de que el cristianismo es la religión
verdadera. Sin campanas no puede haber dios y yo escuché muchas horas su dulce
repicar. Invitan a la paz, la armonía, el civismo. Algún sacristán en aquellas
tenidas en lo alto de la torre se asomaba a descansar y a echar un cigarro
contemplando el magnifico panorama que brinda la ciudad. Debía de ser un
hombrón pero desde abajo parecía muy pequeñito.
-Baja un poco el acelerador. No te entusiasmes
tanto.
-La pasión siempre nos vuelve a los hombres
ridículos. Ya se muy bien lo que me
quieres decir, zampabollos.
-Piensa mal y acertarás.
-Desde luego
Mi
vida iba a ser no tardando mucho un descarrilamiento a la carta. Fracasos
sentimentales. Problemas laborales trifulcas de todo tipo. Originales para publicar
devueltos. Fui un vagabundo sin suerte. Una novia me dejó a la puerta de la
iglesia otra me divorció. No sé qué mal hice. No tienes vista. Eres un poco
patán. Fracasos sentimentales situaciones decepcionantes. Por los cafés hice el
ridículo y hasta las putas se reían de mí en los prostíbulos. Sin embargo yo
les decía aguardad que yo escriba. Dadme papel y tinta. La literatura me transformaba
en una arcángel. Entonces armado de la flamígera espada de la palabra me
convertía en una arcángel invencible, desalmenaba a mis enemigos, les dejaba
sin argumentos y sin palabra en la boca. Había una fuerza en mí. Quizás fuera
la potencia de la fe.
Descarrilamientos
a la carta. Fui pegando bandazos pero estos fracasos son algo exterior hay que
fijarse en lo que va dentro no en el
accidente sino en la sustancia. Mi vida osciló a péndulo entre realidades
consecutivas y suposiciones metafísicas. Fui don quijote y sancho. Pero ser
español significa estar sujeto a esa condición de metamorfosis.
Aquella
fue la ventanal de mi infancia un balcón que daba a la calle pues vivíamos en
un piso bajo. Dicen que no eres de donde naces sino de donde paces y yo pací en
muchas partes pero el haber visto la luz primera a la sombra de la catedral y
haber abierto los ojos a los paisajes que cercan la urbe fue algo definitivo.
Como un sacramento que imprime carácter.
El
recuerdo de aquellos años trae hasta mía-recuerdos de un viejo- aromas de la
infancia lejana. Percibo en mezcolanza el eco de sonidos de bronce de la
campana
Aquellas
navidades fueron tristes cuando Juanlo se murió. Yo he nacido a la sombra de la
espira de una catedral del gótico tardía, alta ebúrnea, encaramada mirando a
las estrellas o en dialogo permanente con el añil de los cielos límpidos de
Segovia. Cuando voleaban las vísperas de las grandes fiestas todos los pájaros abandonaban helgaduras de
los huecos de la muralla donde posaban sus adarajas los canteros romanos y
ahora era habitáculo de golondrinas y de las perennes chovas de Segovia de un
altanero y lejano piar y salíanb corriendo mientras se alegraban los rostros y
las conversaciones se fundían con el sonido del bronce de la campana gorda que
sonaba sólo en dos ocasiones el Día de la Resurrección y el 15 de la Virgen en la solemnidad de
Nuestra Señora. Ese día al correr de los años me casé yo. Si la torre de la Dama de las Catedral con sus
flamígeros pináculos me parecía inalcanzable las paredes de la muralla romana
junto a uno de cuyos cubos se adosaba casi la casa de vecindad donde vine al
mundo me poarecía poco menos que inexpugnable.
-Tan. Tan.tan.
El
mundo se llenaba del gozo de las vísperas. Ese toque de vísperas o el son más
convencional y perfunctorio del anuncio de las horas canónicas los llevo
metidos en los tímpanos del alma. Campanas que tocan a veces solas en la
memoria. Los niños salíamos a la calle y nos subíamos a las peñas de piedra
caliza-en las margas y oquedades sobre las que se alzaban los cimientos de la
ciudad aparecían a veces fósiles y animales disecados de formas extrañas,
moluscos, valvas, camarones y caracoles que recordaban que un día Segovia fue
mar precisamente allí donde se alzaba aquella hermosa y grandiosas catedral,
para ver tocar. Los bultos de los sacristanes que accionaban las cuerdas y los
badajos desde lo profundo de la cuesta del socorro parecían figuritas de un
Belén. Unos puntitos blancos en mangas de camisa.
El
haber visto la luz por primera vez bajo la sombra de aquel impresionante gótico
tardío creo que imprime carácter. Dejaría en mi ánimo un enervamiento, una
tensión hacia la verdad y hacia la belleza que constituyen el principal legado
del cristianismo. Para mi la religión es una búsqueda y una añoranza del
paraíso. Sin esta noción estética que proyecta sobre el mundo la sombra del
ideal como la de aquel cimborrio que lanza su sombra al páramo y el valle no es posible la vida ni la
esperanza. Era hermosa aquella catedral que el mundo debe al genio de Gil de
Hontañón. Airosa y joven. Siempre que vuelvo a mi ciudad la encuentro moza como
una novia. Un mojón clavado en la llanura que inspira elevación recogida y
oración. Cada vez encuentro al mirarla algo desconocido. Produce endiosamiento.
Y
otra cosa. Está dedicada a la
Virgen. Forja una noción protectora desde la lejanía. Anduve
luchando muchos años con las sombras del mundo añorando esa claridad que
siempre tuvo la luz de Segovia algo único. Nostálgico del manto de protección
de Nuestra Señora que los rusos denominan pokrov
en una fiesta especial que designan como el Día del Manto. Desde aquel
ventanal del número cuatro de San Valentín yo aprendía a mirar a lo alto a
escuchar las campanas y a ver como avanzaba la sombra protectora de la torre
con el girar del sol sobre el horizonte como un manto protector de la virgen
sobre Segovia. Me hubiera gustado ser menos entusiasta y enardecido pero
aquella sombra y aquel manto me hicieron como soy. En la muralla había un
sillar romano en el que se leía una inscripción. Iuvenalis Iuvenale decía la inscripción. Lo demás estaba borrado
por la lluvia que erosionaron el granito. Podía ser una piedra miliaria o acaso
aquella piedra formó parte de un templo a algún dios derruido. La muralla
romana fue derruida por Almanzor. En la reconstrucción se aprovecharon todos
los materiales. Tambien me intrigó aquel letrero. Segovia romana inspiró mi
inclinación hacia la latinidad lo que es lo mismo que la catolicidad. Vengo de
un origen donde universalidad quiere decir tambien altruismo y un cierto sentido
caballeresco / romancesco de la existencia. Tales antecedentes me recluyen e incluyen.
Mirar hacia lo alto a la catedral. Había un cipres intramuros que eclipsaba la
vista en parte de ka torre. Las tardes de primavera era un nido inmenso de
todas las aves del cielo y a mano izquierda estaba el Arco del socorro con el
escudo que mandó esculpir el emperador Carlos V en la cara norte y una talle de
la virgen de las Nieves en la otra. El postigo había sido derruido en parte
pero quedaron en parte los ojos oscuros de los matacanes de vigilancia y las
saeteras de lo que debió de ser el cuerpo de guardia.
Yo miraba continuamente para la cuna vacía y
seguía becando a mi hermano por todos los rincones de la casa. En el hornacho bajo el fregadero. La lumbre estaba puesta toda la tarde. Hizo mucho frío aquel invierno del 47 y hubo
fuertes nevadas pero los días fueron alargando, se hicieron más largos y
fríos. Estábamos de luto pero venían
visitas y nuestra casa era un filandón de gente a dar el pésame. Hay que sobreponerse... llegó el abuelo del
pueblo con un saco de patatas y judías que madre vendía al estraperlo pero mi
madre la Juani
que sabía cómo ahorrar la peseta era mujer de buen corazón y gran parte de los
víveres que criaba el abuelo Benjamín en el huerto, en el judiar o que trillaba
en la era o molía en los molinos harineros iban a parar a los necesitados de
nuestra vivienda. La puerta del sargento
Parra y la Juani
estaba abierta y hasta hacían cola y pedían la vez en espera de un socorro. La cola todo hay que decirlo no era tan
nutrida como en el pasillo largo y hediondo que conducía hasta la puerta de la Felisa que recibía a sus
visitadores-usuarios en bata de cola.
Las vecinas se hacían lenguas de la generosidad de mi progenitora.
-Ay, señora Juanita, qué buena es usted!
-Ni mucho menos, Macrina. Tiene
que ser unos por otros.
A
su lado no había pobres aunque mi madre tenía su geniecito. Cuando rompía un
vaso o tiraba la leche que traía el machacante del cuartel me zurraba cola
zapatilla. El óbito de Juan José había
supuesto un duro golpe para ella y creo que empezó a padecer de los
nervios. Yo había quedado como el rey de
la casa. Sin embargo, siempre tuve la
sensación de ser aborrecido porque al poco tiempo quedó encinta y nació otro
hermano el tercero que siempre sería su favorito. Al cabo de mucho tiempo pienso que aquel
trauma de no ser querido de ser infravalorado o despreciado ha sido un lastre
psicológico en mi vida. Y muchos de los
padecimientos psíquicos e inseguridades que me han azotado tuvieron su origen
en este interregno entre la muerte de Juanlo y el alumbramiento de Zacarías
cuando mi madre tuvo un grave padecimiento de tipo nervioso. No sé.
Por otra parte tuve la sensación de que mi padre se volcaba con los de
fuera y a mí me golpeaba al menor pretexto.
Yo fui uno de tantos niños maltratados de la postguerra. En las fotos de aquella época que conservo
aparezco con los ojos tristones y siempre con un libro en la mano. Esto de los libros fue síntoma. A los libros me aferré de por vida. Los clientes-usuarios de la Felisa aumentaban con el
paso de los días y debió de irla bien en su negocio el más antiguo del mundo
pues al poco tiempo se mudó a una casa más lujosa en la calle Gascos. Era una mujer rubia, alta y muy simpática. Siempre me daba caramelos puesto que el hijo
del señor Silvino el militar en la
Casa de la
Troya era toda una autoridad y me besuqueaba pero a mí no me
complacían los achuchones de la Felisa. Llevaba
los labios pintados y el aliento le olía vino que tiraba para atrás. Desde entonces las magdalenas me inspiraron
compasión y una cierta curiosidad. Yo no
sería nunca de los que tiraran la primera piedra. Tampoco los inquilinos de nuestro bloque que
hacían la vista gorda. Pobre mujer. A su marido un oficial republicano murió en
el Ebro. Tuvo que dedicarse al arte
seguramente no por vicio sino por pura necesidad. Tenía una hermana la Concha que iba a vender
caramelos por toda Segovia. En las
ferias en las procesiones en el âseo Nuevo o en el Salón sonaba la voz
aguardentosa de aquella mujer metida en años y en carnes que vendía chuches y
el pirulí de la Habana
por un real.
-A ral... a
ral... ral.
Era
su santo y señas y las buenas gentes de mi ciudad compadecidas se rascaban el
bolsillo e iban a comprar a la
Concha un cucurucho.
La percepción que tengo de aquel entonces era un vivir como
hermanos. No había pasado más de un
lustro de finalizar la contienda y allí no se hacían distinciones entre
republicanos y nacionales. Se hablaba de
paz de lumbre de trabajo. Pero las
marcas de aquella guerra terrible quedaron tal vez marcadas en el interior de
las almas. La señora Segunda que me daba
cacahuetes por ejemplo. La recuerdo
jorobada y pequeñita subida sobre un tuero del fregadero de su cocina que daba
al patio con pozo de brocal y vistas al Pinarillo. Le habían matado al marido
en la guerra y a un hijo. Vivían de lo
que sacaba Gabriel el cojo que vendía pipas y cigarrillos en la estación. Todos los días se le sentía bajar por la
escalera a rastras. Se protegía las
manos con una especie de almohazas para no herirse y con rodilleras y subía a
su triciclo con un pedal de mano y con su cesta pedaleaba los dos kilómetros
que distaban entre el barrio de la
estación y el Arco del Socorro. Era el
único que miraba a los militares con cierta prevención. Sin embargo, le quería mucho por ser hijo de
la señora Segunda una santa él decía.
-Lo pasado pasado, Gabriel, hay que echar todo eso en el olvido.
-Ya. Pero es muy difícil
renunciar a las ideas, mi sargento.
Sin
saber que responder mi padre le ofrecía la petaca y fumaban amigables el
soldado de Franco y el paralítico republicano.
Gabriel vendía pipas en el andén y cuando regresaba a casa escribía
poemas. Yo tengo sus manuscritos que
desgraciadamente no vieron la luz. Por
aquella escalera bajaba Taito que era
aprendiz de albañil y la
Tía Carnerita gorda como una tinaja y la voz ronca de
aguardiente dejando un rastro de olor.
Uno de sus hijos era ciego y vendía los veinte iguales para hoy y una
hija la Carmen
había tenido un hijo de soltera, Constantino
que era de mi edad. Lo había engendrado
un italiano del que nunca más se supo pero la Serafina la hija mayor de la Carnerita cuidaba de
todos ellos. Fregaba suelos se levantaba
a las cinco de la mañana para asistir y
por el verano vendía helados en un puesto que tenía en el Azoguejo. Estaba cargada de hijos y tenía a su marido en
la cárcel. iba a verlo al penal de Cuellar algunos jueves en los coches de línea
de Galo Álvarez. Tengo que decir que mi
padre que estuvo destacado en la guardia de soldados que vigilaba el castillo
le llevaba paquetes de comida y lo
recomendó al coronel Tomé para que saliera en libertad alegando motivos de
buena conducta y además el Iglesias el marido de Serafina carecía de delitos de
sangre. Este hombre llegó a ser en
Segovia muy popular pues era buen recitador y en muchos salones de actos se le
invitaba como rapsoda. Su tour de force
era el Piyayo de Ganbriel y Galán.
Aquella ventana de mi infancia oreaba horizontes
de melancolía pero nunca el odio que ha aparecido casi setenta años después a
menos que ese rencor estuviera soterrado o haya saltado a la palestra de forma
interesada a instancias de esas fuerzas oscuras que tienen una trayectoria
invisible pera tan malignas como frecuentes en nuestra historia. Esas fuerzas son las que envenenan la
convivencia entre españoles.
Otro
de los personajes que subían y bajaban por la escalera de la casa de San
Valentín era un guardia civil padre de otro amigo al que aludiré después puesto
que el señor Juan, muy serio y muy guardia civil, cuando pasó a la reserva fue
contratado como portero del seminario de Segovia. Le recuerdo siempre serio inmerso en un gran
mutismo introducido en su tronera. En
toda la tarde se leía de arriba abajo el Adelantado de Segovia. Aquella sequedad aquella seriedad escondían
un buen corazón pero tambien un
entendimiento cargado de experiencias pesimistas sobre la inclinación al mal de
la naturaleza humana que él había vivido a través de su oficio de policía en
años muy duros. Era un hombre enorme
alto bien parecido con unas anchas hombreras.
Bajaba las escaleras lentamente com el máuser en bandolera la capa y el
tricornio. Infundía un poco de respeto
aquel honrado número de la Benemérita pero daba la impresión de estar amargado
por cuestiones que ya he detallado en otro capítulo de esta historia de mi
vida. A la puerta le esperaba el otro
número con que hacía la mayor parte de los servicios y salía mauser y escarcela
al hombro de correría. Se llamaba Belinchón. Pese a su apellido en aumentativo el guardia
Belinchón era pequeñito vivaracho y locuaz.
La pareja era un contrapunto.
Parecían la ele y la i pero toda una pareja de la Guardia Civil
circulando por los caminos de España. Acostumbrados
a ver mucho y a pasar fatigas y sinsabores.
Paso corto vista larga y ojo al cristo que es de plata como se suele
decir. Casimiro el guardia mi vecino
era de rango inferior a Belinchón que lucía una galón rojo en forma de ángulo
por lo que antes de iniciar el servicio tenía que cuadrarse y darle la nopvedad
como subalterno.
-Sordenes. Sin novedad, mi cabo.
-Pues adelante con los faroles.
Y
La L y la I transfigurados en pareja de la GC desparecían por el postigo
del Socorro. Pero antes una paradita en
la tienda del Tío Juvenal que solía invitarles a café de puchero y una copa de
coñac. Se agradecía pero se
rehusaba. La Benemérita no prueba el
alcohol cuando está de servicio. Se les
respetaba y acaso se les quería pero también se les temía. El guardia Casimiro le contaba una vez a papá
en una de las pocas ocasiones en que éste rompió su reserva y su mutismo que el
peor servicio para ellos no era la lucha contra el maquis. Era la cuerda de presos. Alguna vez mirando atrás en su hoja de servicio
fue cuando tuvo que conducir desde Puerto de Santa María
hasta Chincilla a tres penados que iban a ser reos de muerte.
-Parra, eso sí que es duro. Se
te parte el corazón. Nunca
te acostumbras- le decía.
Por
eso aquella tristeza en el rostro del guardia Casimiro. La guerra le pilló en Madrid. Un guardia civil tiene que ser siempre leal a
su gobierno. Luego cuando vio aquel
desbarajuste se pasaría a los nacionales.
Sus ojos estaban cansados de tanto testimonio de tristeza de tanto ir y
venir en interminables retenes por los caminos.Cuantos secretos encerrados en
el macuto de un guardia civil! Luego
regañaba mucho con su mujer por causa del Antoñita al que nunca consiguió meter
en vereda como declararé después.
De oscurecida pasaban los grandes rebaños de
la mesta. Mil. Diez mil ovejas. Creo que hasta cien mil cabezas pasaron por
el portón camino del fielato para el pesaje y la alcabala. Detrás venía el morueco o carnero padre con
un cencerro. A los flancos, guardando la
línea, excelentes guardianes de la majada, los mastines, algunos de ellos de
una alzada pareja a la de un buche que obedecían las órdenes de los rabadanes,
todos con boina, calzados con albarcas y con piales y zaragüelles. Parecían soldados que la mesta siempre estuvo
algo militarizada. Por las noches se sentía ladrar a lo lejos el ladrar bronco
y profundo de aquellos perros que desafiaban no sólo al lobo con sus carlancas
sino también a la luna. Contemplaba yo
aquel tránsito impresionante de cabezas de ganado, un mar de ovejas. Siempre
había sido así. Desde la edad media
hacían vereda delante de aquella casa e iban a pernoctar al Pinarillo cerca del
cementerio judío donde estaba el osario o cementerio judío. En plena cañada real. Costumbre establecida desde las merindades.
Aquel olor aquel tamo que los animalitos levantaban al cruzar la puerta del
Socorro de la vieja ciudad amurallada me impregnó del sentir de la historia de
mi país. Un pueblo bronco y mágico y
comunero que siempre tuvo muy arraigado el sentimiento de la libertad. Entraban por la de San Cebrián e iban a dar
al puente de Santi Spiritus que cruzaba el Clamores. La vida seguía y poco a poco dejé de pensar
en mi hermanito muerto aunque de tarde en tarde cuando me traían de en cá la
señora Antonia la catalana miraba para la cuna suya recién hecha. Sobre el dosel lloraba un angelito triste
pero las sabanas estaban limpias y las almohadas como esperándole. Al final de aquellas navidades los Reyes me
trajeron un caballito de cartón. Era así
de grande tan grande como los mastines de los pastores trashumantes. Era muy bonito de color gris, los ojos
saltones, una silla roja y andaba sobre ruedas.
Tacatatacata. Con el juego venía
una fusta. Es lo que me hizo más
ilusión. Me pasé dos días cabalgando y
no quería bajar del carretón ni a tiros.
Mi alazán tordo gris cabalgaba todos los horizontes. Los Reyes vinieron ricos. También me trajeron un camión de bomberos que
arrastraría yo por la acera al pie de la muralla. La hija de la Macrina que era mi amiga
me acompañaba en aquellas veladas de la ilusión. A ella la habían echado una cocinita y una
muñeca con la que jugamos a los papás y a los médicos. Pero la hija de la señora Macrina no me
gustaba. La que verdaderamente me
gustaba era otra: era la hija del subteniente Casado compañero de mi padre.
Vivían detrás de la
Plaza Mayor cerca
del obispado y según la costumbre en aquellos años las familias se solían hacer
visitas los domingos y fiestas de guardar.
El visiteo a medida que fue subiendo el nivel de vida y fuimos siendo
más rico fue sustituido por el chateo: recorrer diferentes bares de tapas más
vulgarmente conocido como alternar. En
la postguerra no daba para tales dispendios de salir a tomar algo. Ese algo se tomaba en casa. Siempre con algo más de fundamento. Se llamaba Merceditas la hija del subteniente
y creo que fue mi primera novia mi amor precoz.
Cuando llegaban las visitas a nosotros nos gustaba meternos debajo de
las faldas de mesa camilla y nos contábamos cosas. Hacíamos lo que veíamos hacer a los mayores y
nos hablábamos sentados en el hueco del brasero. También venían los Tinaqueros que tenían un jijo que se llamaba
Cipri y era de mi edad. Él me enseñço a
jugar al guá. Tenía mucho tino con las
canicas que llevaba en una bolsa prendida a la cintura algunas de ellas de mármol.
Cipriano sabía silbar muy bien entre dientes.
Me enseñó pero ese silbo maravilloso que hacía él nunca lo pude
copiar. Yo decía cositas a Merce en
nuestro escondite de la mesa camilla mientras los mayores hablaban de sus cosas
y jugaba a las bolas con el Cipri o a los carreristas. Los corchos de la cruz blanca dentro metíamos
un cromo de nuestro ciclista preferido que solía ser Berrendero o Trueba el
ganador de la Vuelta
a España torneábamos un cristal a molde del agujero del corcho y luego se pegaba con jabón y ya estaba listo para
dispararlo por una carretera de arena hecha removiendo la tierra con las dos
manos en horizontal y hacíamos puertos de montaña y todos con sus
correspondientes bajadas temerarias. El
que golpeando al carrerista con un golpe del dedo índice y pulgar llegaba con
su cromo a la meta el primero ése ganaba.
El que se salía de la pista quedaba descalificado. Así eran los primeros juegos de infancia en
la solana de la Puerta
del Socorro. Veía pasar la vida desde mi
ventana balcón en el piso bajo pero exterior del número 4 de San Valentín. Sólo tenía un dormitorio el comedor y una
cocina con los techos muy altos pegada a la escalera con una leñera tenebrosa
donde yo pensé que habían encerrado durante mucho tiempo a mi hermanito. La ventana daba a la muralla. El primer paisaje que vieron mis ojos fueron
aquel muro de sillares romanos que arrancaban justamente de la espalda de los
peñascos de calizas sobre los cuales se eleva la ciudad. Los grajos y los vencejos anidaban en las
socarrenas o hendiduras que dejaban los andamios. Las tardes de primavera eran una fiesta de
alas negras recortadas de golondrinas en vuelo versátil y exhibicionista
alegrando con sus trinos la atardecida.
Si
alzaba la vista contemplaba a el capitel augusto de la Dama de las Catedrales una
saeta volando al firmamento. Todo era verticalidad e imperial arquitectura. El
lugar parecía comunicarte una fuerza interior y un grito de llamada: citius, altius fortius. Os quiero a
todos escaladores atletas del Señor. Esa fuerza de la mirada hacia las cosas latía
dentro del fanal de un ojo oculto. Era como el grito de una fe ancestral.
Aquel
edificio del gótico tardío fue la sede de mis primeras vivencias. De la mano de
mi padre subíamos a misa por las viejas callejuelas de la judería casas
humildes que parecían acurrucarse bajo el amparo de aquella torre mágica. Los
domingos a las once había misa cantada. Tarareaban Tercia los canónigos detrás
de la reja del coro de impresionante labra luces apagadas. Por los vitrales
policromos de las grandes ventanas encaramadas penetraba una luz lechosa y
sobre el gran facistol donde yacían los vetustos y desencuadernados becerros
antes de la misa cantada el ángel de
los salmos pasaba las páginas. Me impresionaron de siempre y con algo de ellos
mi alma quedaría marcada para siempre aquellos librotes, aquella salmodia.
Abrid señor mis labios. Dios de Israel seas mi baluarte contra quienes me
persiguen. Y los herrajes de cierre y las letras gordas pautando melismas
gregorianos. Allí se reclinaban las claves de una música olvidada. El precentor
se acercaba con paso leve y cantaba una antífona. Respondía el coro con desgana
pero haciendo valer en medio del cansancio la virilidad de los siglos. En medio de la monotonía de la
historia las oraciones sonaban. De tanto pasar página los extremos de los
cantorales llevaban la marca de los dedos que tocaron los cantorales sagrados.
Sentados en sus reclinatorios o apoyados sobre las misericordias de fina labra
aquellos religiosos de capas negras y blancos sobrepellices cumplían la rúbrica
y el decoro. Una ausencia se pagaba con una multa de tres pesetas. Siete veces
al día. La impronta de los dedos sobre un ángulo de la página hacían estar en
los hombres que habían cantado las Horas desde el siglo XII. La familiaridad
con el trato divino les había convertido en seres escépticos y deponentes.
Cantando era una forma que tenían de arremeter contra las embestidas de la Bestia
que acosaba a una humanidad en aflicción: guerras, hambrunas, discordias,
muerte, enfermedad, fracasos. Tus alabanzas salgan de mi boca, Señor siete
veces al día. Te alabaré desde la aurora hasta el ocaso. ¿Y tu, dios mío, qué
me das? Una protección dispensas yo no la veo. Abre, señor, mis labios pero
abre también mis ojos. El órgano prorrumpía en sones mayestáticos al final del
oficio. En lo alto de la cúpula
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