BALADA TRISTE DE NAVIDAD. AQUELLA NOCHEBUENA EN QUE PERDÍ A MI
HERMANITO
antonio parra
Se llamaba Juan José y era el que me seguía. Antes venía Henar la mayor. Dios también se
la llevó. Angelitos al cielo. Por aquellos días de posguerra no paraba de
sonar en los campanarios el cimbel del oficio del párvulo. El entierrillo. La lúgubre música de bronce del campanil se
perdía por el horizonte. Eran entierros blancos. Sólo se había muerto un niño. Los sacerdotes oficiaban todo de blanco. El luto por los infantes pero en aquellos
decesos la muerte de guante blanco mostraba sus garras, no menos contundente y
cruel. Vidas que se cortan nada más nacer.
El filo de la guadaña tétrica que yugula un hilo en ciernes. Nunca comprenderé el dolor de los inocentes. Parece ser, sin embargo, que en la vida
moderna tiene un papel relevante Herodes y todos los días es 28 de
diciembre. Suena a clamor la campana. La espada de sus soldados entra a degüello
contra los que tuvieron culpa ninguna y acaso por eso porque sus vidas no
presentan mancilla son sacrificados.
Esto es algo más que un mito.
Toda una realidad de la existencia humana.
En la
tradición eclesiástica visigótica era la más pequeña de la torre, la de los
niños, en los campanarios españoles y recibe el nombre de cimbalillo, y los
rusos la denominan la kolokolcha
(campanita).
Por aquellos
días de hambre y de muchas enfermedades, cuando no había sido descubierta la
penicilina un simple catarro una diarrea llevaba para el otro mundo seres que
aún no habían empezado a vivir. La muerte de mi tierno hermanito al que
amortajaron no con una cruz sino con un angelito entre los dedos frágiles fue
el precedente de unas navidades tristes de unas navidades que para mí
supusieron un trauma toda la vida. Señor
por qué? por qué?
Es una duda
escabrosa que acecha al depósito de la fe pero estas dudas se resuelven con el
principio de que la naturaleza es pródiga y selectiva. De millones de óvulos sólo uno fecunda. De miles de flores del manzano únicamente
unas pocas se colman. De las semillas
que lanza el sembrador sobre el surco sólo germinan un 80 por ciento. De los cigoñinos en el nido de la torre que
suelen ser dos uno sobrevive y es su hermano más fuerte el que lo arroja al
vacío. La naturaleza elige a los más
fuertes y a los que más luchan. Principio de selección biológica. Inexorables leyes terribles de la naturaleza
y violencia desde el principio que me hacen arrodillarme a los pies del
Crucifijo y preguntarle:
-Señor por qué? Tú no puede ser el asesino. Eres el dador de vida. Sin embargo, una
visita al oncológico infantil de cualquier hospital o un repaso a los miles de
negritos que mueren desnutridos en el África es para qué los hombres de buena
fe nos hagamos la pregunta de qué pecado habrán cometido.
No es Dios la bondad y la potencia infinita?
No hay respuesta, desde luego. Es el silencio de Dios. Su rostro se oculta. Ese silencio divino
alienta un misterio teológico que ha afligido a muchos santos y esa cuestión
pertenece al arcano de sus inescrutables designios. Cuando llegan las nochebuenas yo me pongo triste y pienso en mi hermanito.
Fue por las
fiestas de la patrona. Vino mi padre del
cuartel. Trajo con el machacante un saco de chuscos para todos los que vivían
en aquella finca de alquilados: los carneritos, Gabriel el cojo al que habían
fusilado un hermano por socialista, la señora Antonia Sabaté la de Lérida que
vino refugiada a Segovia- vinieron en una camioneta de Intendencia tras la
batalla del Ebro contando horrores y suplicios- de donde era su marido con su
familia después de un bombardeo en que sus hijos Quico, Agus, la Juani se
agarraban a sus faldas y gritaban en catalán:
Mame... mame.
En el piso de arriba habitaban la Maruja y la Carmen
dos solteronas muy beatas. De vez en
cuando invitaban a merendar chocolate con picatostes al deán de la catedral u
otros miembros del cabildo. Cuando
cruzaban el portal los niños ibamos a besarles la mano. Los curiales nos dispensaban de esta
obligación al ver nuestras narices cubiertas de mocos.
-A jugar niños, darse ligeros.
Algún canónigo se dignaba regalarnos caramelos o una
estampita para que fuésemos buenos.
Abajo del
todo en el sótano que daba la huerta recibía la Felina que había sido
miliciana. Ella vivía en un cuarto de
atrás y ahora ejercía el oficio más antiguos del mundo. Una hilera de hombres hacían cola en el
descansillo los domingos delante de su puerta.
Mamá nos había prohibido que bajásemos por aquella escalera.
Matías, un extremeño que no sabía decir
paladar decía el cielo de la boca u era algo zopo por lo que en la batería le
apodaban el tuercebotas que así se llamaba el machaca o asistente de papá entre
las vecindonas repartió los chuscos y algún salazón, varias latas de sardinas, unos
arenques, un poco del rancho frío, las sobras de Mayorías, entre los vecinos y
en la Casa de la Troya hubo fiesta con los aguinaldos de Santa Bárbara. Hubo jolgorio en la corrala mientras Juanín agonizaba por primera y última vez.
Agus la
catalana quería llevarme con ella a su casa pero yo me resistía a salir, me
agarraba a los barrotes de la cuna del niño.
Cuando había nacido Juan José me dijeron que la cigüeña lo trajo volando
por los aires en un cajón y yo cuando veía una cigüeña apuntaba al cielo y
decía... esa... esa ha sido. Busqué
también como loco el cajón donde vino.
Dentro de la hornacha debajo de la cama turca. En los altillos. Y nada.
Se había criado Juano sano y
rollizo. Pesó al nacer casi cinco kilos
y yo le hacía carantoñas, le quería mucho pues cuando mi madre le daba la
papilla siempre caía alguna cucharadita.
-Mamá ¿me das un poco?
- Ten.
Aquel
condimento sabía muy dulce. El niñín
engordó. Era muy sonriente y
risueño. Hacía ajitos y gracias. A serrín a serrán los mozucos de san Juan y
hasta comprendía el juego del puño-puñete-quítale y vete.
Pero un día
empezó a toser. Su frente ardía pore la fiebre. El cuello se le quedaba rígido.
Era la meningitIs que enseñaba sus dientes carnívoros de una ferocidad
irreparable. Los atacados por el temible virus no duraban ni cuarenta y ocho
horas. Éste aguantó casi una semana. En
plena noche se encendía la bombilla del cuarto de mis padres habitación única
pues vivíamos con derecho a cocina. A mi
hermanito no se le pasaba la tos. Se le
agarrotaban los pulmones. Un llanto
infinito que traspasaba el corazón. Papá
decía ay hijo ay mi hijo. Y mi padre lo
tomaba en brazos y lo arrullaba en una manta
paduana de esas de los soldados con las que pelaban guardias e
imaginarias antiguamente los centinelas de España.
-Ay mi niño. Ay mi hijo. Se nos
muere, se nos muere, Juanita.
Mi madre sentada en el borde de la mama no decía
palabra mientras mi padre estaba paseando por la habitación.
El pequeño
debía de sufrir y mi padre ea... ea... ea acunandolo sobre sus brazos. Las toses iban a mal. Nunca olvidaré aquella
tos perruna con sintomas de asfixia. Eran más graves y prolongadas las
congestiones. Por la casa empezó a oler a boticas. Un practicante militar venía de vez en cuando
a ponerle una inyección en la barriguita, el paciente se revolvía de
dolor. Y la cocina de carbón ardía día y de noche. Para calentar agua y las planchas de hierro y
para las cataplasmas. Que me lo medio abrasaron al pobre hijo. De nada servían estas curas de caballo. Juano se nos moría. Yo no sabía lo que esta palabra significaba
pero ne la imaginaba algo horrible, tenebroso. Hasta que una mañana vino de
urgencia don Samuel el médico (recuerdo bien la marca de aquel coche negro en
que giraba visita a sus dolientes; era un Balilla italiano) y dio el
diagnóstico fatídico: meningitis. Aquella prognosis era una condena a muerte y
mejor que Dios se lo llevara porque si sobrevivía el meningitis quedaría tonto
o paralítico.
No había
nada que hacer. Mi madre lo arropó en la
manta y lo subió hasta los franciscanos donde había un san Francisco
milagroso. Pasó al niño por le habito
del santo. Pero no había nada que hacer.
No era esa la voluntad de Dios. Al poco el enfermito entró en
agonía. Mi padre seguía paseándolo por
toda la casa arropada en aquella manta cuartelera que había batido tantas
escarchas y cubierto a muchos muertos cuando la guerra y aplacado el dolor de
tantos heridos:
-Ay mi niño. Que se me muere mi niño.
Vinieron las convulsiones de la agonía y al poco
tiempo expiró pasada una tos ronca como perruna y luego se fue con una sonrisa
en los brazos del que le había engendrado.
Angelitos al cielo. Trajeron los de la funeraria un ataúd blanco y a
Juan José lo amortajaron con su faldón de cristianar una rebequita con unas
cintas azules y se llamó a un fotógrafo pues era entonces costumbre retratar a
los niños que se morían. Mi padre siempre llevaría durante muchos años aquel
retrato en la cartera. La casa dejó de oler a boticas y a cataplasmas y se
inundó de flores y de coronas parta los muertos. La luz de diciembre bañaba los muebles de la
humilde sala llena de avíos melancólicos.
Luego a primera hora de la tarde no se me olvida se paró delante de la
casa un coche de caballos negros.
Aquellos jamelgos eran enormes. Una alzada gigantesca que casi llegaba
hasta los cielos pero héticos, casi famélicos, el cochero de las pompas
fúnebres no les daba mucha cebada y por los cuartos traseros se les salían los
ijares. Estaban los animalitos en los
puros huesos. Con unos penachos de
plumas negras parecían buitres de mal agüero.
Y dentro de aquel carruaje introdujeron el blanco y minúsculo féretro de
mi hermano.
-Adónde le llevan, mamá?
Entre sollozos pobre mujer contestó a mi pregunta:
-Al cielo, Antoñito, al cielo.
-Volverá pronto verdad?
-Claro hijo pues claro.
-Y el cielo donde está?
-Ahí arriba. Estará bien con Dios y la Virgen y su ángel
de la guarda.
Mi madre empezó a musitar en un llanto que era
alarido la famosa plegaria: cuatro esquinitas tiene mi campana cuatro
angelitos que me acompañan
En ese instante vino Agus la catalana y casi a
rastras me sacó del velatorio. Yo daba patadas.
No me quería mover de allí.
-Yo quiero ir también al cielo,
Agustina, con el niño. Yo quiero ir con
Juano (le habíamos empezado a llamar así) para que no se lo llevan los hombres malos en el carro
negro.
Apañé una
perra morrocotuda, una de las llantinas peores de mi vida. El llanto y los berridos me duraron dos horas mi
pico pero ni Agus ni la señora Antonia la leridana se atrevieron a darme un
azote. Hablaban en catalán evidenciando su pena y su compasión hacia mí. Cuando regresé a mi hogar la cuna de mi
hermanito estaba vacía pero como recién hecha como si mi madre fuera a acostar de un momento a otro a
nuestro niño que se había ido para siempre.
Yo creía que
mi hermanito no podría estar mucho tiempo en el cielo y estar lejos de mí que
le hacía ajitos le hacía aserrín aserrán campanitas de san juan y hasta probaba un cacho de su papilla
cucharadita cucharadita viene pues yo también me crié bastante hermoso y
rollizo. Si la cigüeña lo había traído
en un cajón y ahora se lo habían llevado en una caja Juanjo no debería de estar
muy lejos. Levanté las colchas a las
camas, miré debajo de los cojines, descorrí la cortina de la hornacha, alcé la
tapadera de la tinaja pero para mi desconsuelo mi hermano no estaba allí.
Al día siguiente cayó una gran nevada. Segovia se revistió de un manto de albor
purisimo igual que el de la capa del cura que había oficiado el
entierrillo. Miré al cielo azul purisimo
tras la nevasca y contemplé la belleza del cielo. Pensé que aquel debía de ser un buen
lugar. Y entendí porque mi hermano no
quería volver. Estaba jugando con los
ángeles en el cielo.
Fueron unas navidades tristes, sin embargo, sin
portal de Belén y cerca de la cuna vacía las de hace sesenta y dos años. Sin cantos sin pandereta. Estábamos de luto. De luto blanco.
El
nacimiento y el entierro de mi hermano fueron las primeras cosas que recuerdo
de mi vida. Vivencias asociadas a dos
palabras el cajón de la cigüeña y la caja mortuoria. Símbolo del hombre en su elipsis por la
tierra de la cuna a la sepultura.
Angelitos al cielo. Juano donde
quiera que esté sabrá que le eché de menos toda mi vida. Tenía tan sólo año y medio menos que yo. Hubiéramos sido dos buenos amigos. Ay, ay mi hijo. Oigo la voz de mi padre quien desde el cielo
también le llama.
3 de diciembre de 2008
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