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domingo, 13 de noviembre de 2022

 

ABORTO MENCÍA MENTÍA

 

Teigitur se levantó aquella mañana de humor contento por estar vivo. Mientras pulía el diamante de sus escritos (novelas no verlas ya iba dicho) pero la escritura formaba parte de su fisiología. Don Igitur era un alumbrado de un misticismo a la deriva en los inicios del siglo XXI. Cuando fatigado de escribir cargaba su pipa o abría las páginas porno de la Red. El Masturbatorio General el chat del striptease supino era su portal favorcito. Cuerpos divinos imágenes de un profundo aburrimiento. Cuando hacía clic al ratón creía caer en el infierno o ascender al paraíso según su mire. Las mozas runflantes exhibían lo mejor de su anatomía. Jugaban con la pagina hacían pendular sus generosos pechos, nos pasaban la pluma por el pico el ojo ciego y el ojo divino sexo anal y vaginal. Entretanto, pocas de las modelos hablaban. Emitían gemidos de gata en celo, suspiros, perversas jaculatorias de la entrega, sustituyendo el pene viril por un consolador de plástico. Evidentemente, se trataba de un tease. Tomaban el pelo al cliente con sus alaridos y lo que parecía tormento era fingimiento majadero. Dame mas... OH my God. Hasta en aquellos escaparates vaginales de las sacerdotisas del amor unipersonal sonaba la palabra dios durante los orgasmos espasmódicos largos, cortos o simulados. Johnis y apaniguados sexuales echaban una moneda al cepillo y conseguían un privado que de menos nos hizo dios acabando con dolor de huevos o masturbándose al unísono. Con todo y eso, el septuagenario prefería aquellas imágenes de las páginas porno a las imágenes que llegaban por la red de la guerra de Ucrania, las feroces luchas y bombardeos de Lugans, Donets y Zapariya. 

Eros y Tanatos de la mano iban de camino paseando su impudicia su placer y su dolor, porque en la vida está la muerte y todos venimos de un gargajo, por la Tierra. Y nada se diga de los discursos de nuestras políticas las parrafadas sin sustancia de los charlatanes radiofónicos y televisivos más conspicuos o las arengas de esa ministra de los pelos a la que llamaban Parlapuñados o las obrepciones de la titular de la cartera de Igualdad una tal Irene (muévete despacín que ya me viene) que quería implantar condones en las guarderías porque decía que los párvulos tienen derecho al sexo. A esa tía ya la condenó Nuestro Señor Jesucristo, es necesario el escándalo, mas, ay de aquel por quien provenga mejor atarle a una rueda de molino y sumirlo en la mar. La política en este país se había convertido en una asignatura concomitante a la pornografía y a la corrupción de costumbres. Aquellos políticos aquellas infernales ministras a juicio de Teigitur eran más impúdicas y arrastraban mayor culpa que las putas que mostraban sus peludos coños en Internet por un token. 

Por las noches, cuando, insomne, bajaba a la bodega sin ganas de beber vino sólo hacer clic, se iluminaba la pantalla y aparecía la rusa. Aparecía Machenca la pelirroja, la mujer más hermosa de San Petersburgo toda una beldad que confundía con sus cantos de sirena a los bateleros del Volga y a los marinos que subían y bajaban por el Dnieper. Blanca como la leche hombros de perfectas cadencias, ojos de esmeralda y una sonrisa irónica de dulce mirar compasivo, altas piernas, muslos triunfales, senos generosos como los de la loba capitolina que amamantara a Roma. 

Hablaba en ruso y en mal inglés. Simulaba el lirio de la castidad y se comportaba como una insaciable Mesalina. Pese a lo cual sus apariciones le hacían olvidar la anafrodisia prostática que padecía, las desilusiones de que los políticos ineptos y buscones (las ministras del ramo le parecían mucho más lujuriosas que estas pobres magdalenas cibernéticas) que iban a independizar a Cataluña y balcanizar a la península ibérica o los malos tratos de su esposa. Mencía no paraba de darle caña. Lo trataba como una piltrafa. La hermosa rusa era para él un nenúfar en medio de la charca de la aflicción. El sexo para la nueva ética era un juego, una actividad fisiológica como defecar o mear. Tan intrascendente como ir al baño o beberse un vaso de agua. Los nuevos moralistas abogaban por la idea de que no había sido otorgado por la naturaleza gracias a la píldora del día después como remedio para la perpetuación de la especie, sino como instrumento de placer. No obstante, a nuestro pensionista educado en la rigurosidad moral de otros tiempos un pasaporte al infierno. El ventalle de la depravación soplaba sobre la sociedad degenerada anunciando la llegada del anticristo, pero no podía resistirse a los encantos de la rusa, aquellas ubres pendulares de vaca lechera, tolón- tolón, aquel hermoso mirar de madreperla y los contemplaban como el niño travieso que veía a sus padres hacer el amor por el ojo de la cerradura. Los usuarios espetaban obscenos mensajes por el chat: nena quiero que seas mi mujer, ponte debajo y te haré mellizos, ay no me los muestres más que me matarás, qué delicia esos dos péndulos marcando la hora del amor. Sin embargo, aquella noche apreció el pobre viejo un detalle que le turbó penosamente, recordándole circunstancias amargas de su vida conyugal. Sobre uno de los muslos de la modelo aparecía un enorme moratón, seguramente la marca de una batalla erótica con su cohén o alguno de sus amantes casuales, porque debían de gustar a la rusa los jóvenes ardientes y bien dotados. Recordó que en cierta ocasión un renegrón así, fruto de un mordisco o de una dentellada, apareció en uno de los pechos en los glúteos y en los cuadriles de su esposa al desnudarse.

 Preguntó: ¿Qué es eso?. Me di con la puerta. Teigitur guardó silencio, pero con aquel cardenal entró en dudas sobre la fidelidad de su media costilla. Se sintió un desahuciado por los dioses, un hombre al agua. La equimosis no podía haberse producido en tantas partes del cuerpo a la vez.

 Mencía mentía, su mujer lo engañaba y, como todos los carnudos, el marido es siempre el último en enterarse. Tuvo pesadillas. Veía estigmas por todas partes. Se volvió taciturno e introvertido. 

Aquel detalle supuso para él todo un colapso anímico. Empezó a beber, a frecuentar las tascas y ampararse en los burdeles de la calle la Ballesta. No hacía el amor a las pupilas simplemente paga sus servicios y les contaba su historia y una de ellas, Guadalupe, en un lupanar que llaman el Kiss le dijo compasiva: “Ay hijo, hijo, esas son heridas de guerra. A mí también me pasó con uno que me apretó con furia. Vigílala. Esas marcas son el resultado de un bullen polvo. Ella te está poniendo los cuernos”. 

Obtenida tal declaración, no volvió a portar más por la calle de la Ballesta. Guardó su ignominia en sus adentros y se sintió un fracasado en la vida, pero tuvo el coraje de poner pecho a las dificultades y seguir adelante en su matrimonio, verdadero infierno portátil, por mor de la prole. 

Sus hijos no tenían la culpa de aquel desastre. ¿Cómo pudo Mencía caer tan bajo? Se preguntaba. Ella debía de estar pasándolo bien en el ministerio. Era secretaria del jefe de negociado. 

Al poco de las pesquisas, pues ciertos eran los toros, ella quedó preñada y parió su quinto hijo. 

Teigitur tampoco dijo ni media palabra. Se limitó a pagar el bautizo. El acoso sexual es la pandemia de nuestra sociedad y es endémica sobre todo en los ministerios donde prendió con fuerza el virus y es por esto por lo que todos los días nos tenemos que desayunar con la noticia de un uxoricidio en Alcorcón, en Getafe o en Brunete. 

Vigílala, pero Teigitur, paciente y manso cordero, no la vigiló, siguió uncido a la gamella y labrando su deshonor como un buey duendo.

 Se dio al vino pero aguantaba bien el alcohol y nunca llegó al hogar parlando con las farolas de la calle o haciendo eses por el arrabal. Con una copas de más comparecía alegre o más sobrio que un fiscal. 

Su mujer, ínterin, debía de pasárselo bien en la oficina. El bochornoso episodio colmó su espíritu de  desolación, se le apagó el instinto y dormían en habitaciones separadas. No quería tenderse en su cama matrimonial porque la cuestión sonaba a sacrilegio. Le daba grima aquel lecho de Procusto porque había sido formado en el honor calderoniano inviolable. Teigutur, en vez de tomarse las cosas por la tremenda, se dio al vino,  (no le gustaba aquella excusa de la maté porque era mía) evitando convertirse así en una vulgar historia de violencia de género que casi a diario publican los periódicos y nos tienen a los españoles en vilo.

 Otro día llamaron por teléfono del ministerio. Creyó escuchar una voz varonil. ¿Mencía por favor? Le entregó el auricular al ama y ésta colgó de repente medio sofocada con un “luego te llamo”. La cosa siguió y seguía hasta tal punto que ella volvió a quedarse en cinta. “Ya tenemos cinco” “Donde comen cuatro comen cinco” exclamó Teigitur. “No, yo me lo quito” dijo ella. “Eso es un crimen, Mencía”. “!Hago con mi cuerpo lo que me da la gana!”. 

El gobierno había aprobado la ley del aborto. Su media costilla se deshizo del niño gratis en el hospital de Valdemoro. Nuestro pobre viejo de desesperación se entregó al aguardiente que aquella noche regresó al piso donde vivían en la calle Leganitos tuteando y llamando putas a las farolas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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