DON JULIÁN MI RECTOR. LLANTO POR UN
SACERDOTE BUENO
Antonio Parra
Estoy seguro de que cuando don Julián
García Hernando haya hecho su entrada triunfal en el Cielo, todas las capillas
de la gloria se habrán puesto de consuno a entonar una maravillosa melodía. Me
entero de su muerte que ha sido suavísima, no un trauma sino un tránsito, a
través de José Antonio Alonso “Remondo” y no puedo disimular mi seguridad de
que su sombra protectora nos acompañará a los que fuimos sus seminaristas desde
el Paraíso donde nos aguarda el ojo vigilante, aquel rostro adusto pero también
aquella sonrisa que hacía desvanecer todas las sombras, todos los miedos.
La boca del Justo convoca a la
justicia “et folium ejus non defluet”, me acuerdo de un salmo no sé por
qué. Los hombres buenos son árboles de hoja perenne. Os justi vocabitur sapìentia
et lingua ejus loquetur judicum. Por eso allá arriba a la vida de don
Julián cantarán los ángeles en dulce concento. Sonarán el arpa y los violines y
hasta es posible que las dulzainas moriscas de su Campaspero natal.
Otro más que se ha encaramado al
aceitera. Otro que ha subido al cielo.
Decíamos en aquellos años cuando uno la
palmaba o bien que había dejado de fumar o había pegado un brinco hasta el
negro chapitel de la torre de la iglesia del seminario que parece tal que una
aceitera y apuntaba, aguja inexorable hacia el más allá. Allí subían las almas
de los seminaristas fallecidos cuando el desarrollo y el eco de nuestros
latines. El filo de esa alcuza de nuestra alma mater arrasaba las estrellas y
la verdad es que nos enseñaron a mirar la muerte como un salto a la felicidad a
la vida plenitud de los cuerpos gloriosos porque creíamos que la muerte no era
el final sino mero tránsito, un pasaporte.
Así pues, otro que se ha ido en este año
de San Casiano, que es como denominan los rusos a los bisiestos, para allá. ¿Y van?
Esta semana dimos tierra a otro profesor
mío, Luis Cencillo de quien arriba les hablé. Otro justo ya lo he dicho pero heterodoxo y don Julián García Hernando de
Campaspero y formado en Valladolid y Salamanca, era ortodoxo, un indiscutible
santo un sacerdote ejemplar y un verdadero hijo de Domingo García y Sol aquel presbítero catalán que fundó a los operarios
diocesanos.
Desde la década de los 70 y cuando se
operó la gran desbandada don Julián hizo un mutis por el foro y se dedicó a lo
que más le llenaba: la oración puesto que su perfil era el de un monje. A sus
monjas- creo que fundó las Carboneras con Pérez Platero- a sus charlas y a sus
pobres.
Le escribí un par de veces y él me contestó
puntual pero por esas casualidades de la vida hice pereza y no fui a verle como
me recomendó. Un día al salir de la Hemeroteca iba yo tarareando en el metro
pues creo que era la fiesta de difuntos el Dies Irae de Tomas Celano alzo los
ojos y allí me encuentro a mi antiguo rector que me miraba con ojos a la vez
entusiastas y reprobadores viajando en el mismo vagón. No era un espectro.
-Parra
no lo haces mal pero la última estrofa se canta en un tono distinto. Es “pie
Jesu Domine, dona eis réquiem” y no se dice sempiternam como en el responso.
¿Estamos?
Habían
pasado siete lustros desde la última vez que nos vimos y a mí me parecía que
nos acababamos de saludar antes de ayer. Era el de sierre, algo más cano y
acartonado , de poquito pelo
-Muy
bien, don Julián, usted sí que sabía mandar y decir las cosas.
Me
quedé bocas pero aquel encuentro no era una visión. Era don Julián de sotana y
con dulleta vivito y coleando. Ya no
llevaba la teja que acostumbraba sino una boina pero su voz metálica
y armoniosa tan bien timbrada cuando nos dirigía las charlas en el refectorio
era la misma de entonces; siempre aquella voz poderosa que nos hacía acusar
respeto.
Era pequeño pero recio. Aparentemente muy frío
pero tenía que dominar sus sentimientos. A mí siempre me inspiró amor pues su
familia y la mía eran de un pueblo cercas. Él conocía a mi padre y un tío mío,
Ursino el falangista, que hizo la guerra en la centuria de José Antonio Girón,
sirvió en Campaspero. Y me habló de su familia.
Eran
muy pobres. Su madre no se si quedó viuda en la guerra pero hay que ver a don
Julián cuando venía visitarle su madre aquella viejita de ojos pitarrosos con
haldas negras y con manteo cómo se transfiguraba y en sus labios florecía una
sonrisa que no era la de hombre duro a la que nos tenia acostumbrado. Sabía el
rector imponer respeto.
Aquel
viejo seminario con casi setecientos alumnos que era el cupo de inscritos aquel
mes de octubre en que yo llegue a la portería siguiendo al maletero que me
llevaba el baúl tenía que refrendarse en la disciplina. Es verdad que éramos
hijos de muchas leches. Aquellos buenos operarios diocesanos nos dieron lo
mejor que tenían, sabían y podían.
De
algunos guardo un muy grato recuerdo: José del Moral el maestro de capilla, don
Valeriano Pastor, don Mariano el
prefecto que “subió a la aceitera” al poco de
ingresar y fue un memorable entierro un día de sol de otoño con la caída
de la hoja, don Fernando Revuelta, el deán, don José Pedro Carrero el extremeño
de Cañaveral de las Limas, don Marciano Monroe un vallisoletano que era un
cepo, tenía la mano ligera y fumaba tabaco bueno. El chester y el camel de su
petaca servía de sahumerio para combatir los malos olores de allá adentro
porque aquel viejo caserón olía a patatas viudas y a mierda por todo el
recinto.
Éramos muchos tios y la gripe del año 57 fue
milagro que nos llevara a media comunidad por delante. El seminario era un
colegio de pobres y nosotros pudimos estudiar gracias a las becas de algunas señoras
de nuestro pueblo y a la liberalidad de una Iglesia a la que seguimos amando
pero que es extinta. Y sobre todo a las economías de aquellos buenos
clérigos.
Don Julián de la mano de Marciano Monroy que
era el ecónomo y un lince para los
negocios administraba el peculio con algunas rentas del obispo y las donaciones
de alguna beata que dejaba sus fincas para el seminario. Mas, no salían las
cuentas que habían de salir porque pagábamos muy poco. Total que se adecentó el
viejo caserón aquella pocilga a la que se refirió don Saturnino el cura de
Castro de Fuentidueña.
Los
lavabos sustituyeron a las palanganas y a las bacinillas de debajo de la cama
fueron arrinconadas por wateres como dios manda y urinarios de loza. El primer
año teníamos que romper el hielo para lavarnos la cara con una lavada de gato.
Subsiguientemente las cosas mejoraron.
Gracias a don Julián nos pusieron duchas y
calefacción en los dormitorios corridos y en las salas de estudio que en
Segovia hacía un cuto que pelaba aquellos inviernos. Y empezamos a hacer gimnasia
y deporte porque antes por aquello de la modestia había que jugar al fútbol con
sotana y a mi me echó la bronca por quitármela “El Gallego”. Vino a mi como un
buitre el bueno de don José Maria y aquel réspice coram pópulo- nunca olvidaré
la cara de aquel cabronazo con un tonillo de afilador orensano y mira que era
compostelano ni de Lugo ni de Orense pero me vino lanzando carallos como uno de
esos gallegos chambones y sin civilizar- me hizo sentirme desnudo como si me
faltase la hoja de parra que tapó las vergüenzas de Adán cuando fue hallado en
renuncio y expulsado del paraíso y yo debajo de la sotana iba con mi camisa de
estraza y mis bombachos. Hoy a mis hijas cuando les hablo de la modestia virtud
cristiana me parece que piensan que no están ante su padre sino ante un extra
terrestre. Eso ya no existe
Bueno;
como todo en la vida lo había bueno y malo. Pasamos ratos deliciosos y otros
terribles que nos dejaron huella para toda la vida. Sin embargo de don Julián
que acaba de fallecer muy longevo recuerdo gratos recuerdos y mucha gratitud.
Fue otro staretz al igual que Cencillo. A la sombra de la Aceitera y
mirando para la sierra a través de las almenas de la muralla de la huerta que
nos protegía del mundanal ruido y abrevaba nuestros sueños adolescentes quedó
fraguada mi alma.
Con él aprendí a amar a la Iglesia española
sobre todo aquella que hizo el milagro de la colonización de Hispanoamérica.
Era un americanista experto y también me quedó huella de su amor por la
liturgia. Durante el octavario, después de Navidades, por la unión de las
iglesias en la iglesia grande solía invitar a un archimandrita griego que
celebraba la misa según el rito bizantino. Ese amor por Oriente a él se lo debo.
La ortodoxia ha salvado mi fe en el Salvador y me mantuvo al pairo durante la
mar recia de muchos sopapos, mucho más crueles que los que administraba don
Marciano sin descomponer el gesto, contratiempos y bofetadas que da la vida.
Descanse en paz y que él nos asista desde el cielo.
También, hasta donde sé y por la virtud que de
él emanaba y conocí lo tengo por santo. Otro que se fue a cantar vísperas a la
Torre de la Aceitera. Otro que se encaramó al chapitel buido y prolongado de
los largos silencios. Que nos aguarde allá arriba muchos años.
Sufrió como muchos sacerdotes de su generación
las persecuciones y mudanzas de los tiempos. Que para todos han sido moviditos.
Me escama que no lo hicieran obispo, acaso porque fuera don Julián hombre
rectilíneo y de una espiritualidad. No comulgaba con ruedas de molino ni se podía
ir con mariconadas a él que era teólogo y canonista eminente. Pero hay muchos
que incomprensiblemente y a redropelo seguimos en la misma demanda mirando
hacia la meta que nos enseñaron nuestros maestros y don Julián García Hernando
fue para mí el mejor de ellos. Un rector en el pleno sentido de la palabra.
Aparte de sacerdote un hombre de bien y un padre en aquellos hermosos y
turbulentos años que determinaron de por
vida.
miércoles,
09 de julio de 2008
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