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lunes, 12 de marzo de 2018



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EL PURGATORIO, BENEDICTO XIII EL PAPA LUNA, EL CISMA DE OCCIDENTE Y SANTA CATALINA DE SIENA
 
 
A partir de la preocupación sobre los últimos trances nace una cosmogonía que se centra sobre la preocupación que ata la vida humana al más allá. Vivimos en perpetua y tenaz tensión trascendente.  De otro modo, la religión - lo que “religa” en sentido etimológico - carecería de sentido. ¿Cuál es él propósito de todo esto? ¿Es absurdo todo cuanto rodea a la condición humana? Santa Catalina al descubrir el Purgatorio halla una tercera vía, pero también tiende un puente hacia lo dantesco. Era una imaginación genuinamente italiana. Después de su viaje de tres días por las regiones de ultratumba vuelve para describirnos un mundo envueltos en llamas, donde se escucha el gemir y los ayes de los amarrados en blanca para toda la eternidad. También parece ser que vio al Padre Eterno, a Cristo con sus atributos de gloria, embutido en la toga de justo juez. Hasta Santa Catalina, se tenía una noción un tanto más vaga de lo que ocurre después de la muerte. San Odilón, abad de Cluny, promovió la fiesta de Todos los Santos para orar por los que fallecían y a los que, en virtud de los rescates presentados por la sangre, pasión y muerte del Salvador, se creía en el Paraíso. Gozando de la luz de Dios. Empero, el argumento de la monja dominica de Siena aquilata un poco más y advierte que entre los corderos de Jesucristo y los cabritos de Satanás hay una categoría intermedia de clasificados, que no han lavado todavía sus culpas lo suficiente para presentarse ante el trono del Padre. La filosofía del Purgatorio, de la que nadie se había atrevido a hablar hasta entonces, es una caja de resonancia de los dictados de las religiones hindúes sobre la reencarnación. El alma, para llegar a Dios, ha de experimentar diferentes vidas y mutaciones. La existencia de ese lugar equidistante entre la luz y la sombra de los benditos y los malditos, lo que se llamaba limbo o seno de Abraham antes, confirma la sospecha de que lo que hay detrás de la muerte pertenece al terreno de la alegoría. La Biblia no se expresa de una forma contundente respecto a los novísimos y, sí, utiliza un leguaje metafórico: gehena, estercolero, el lugar del llanto y del crujir de dientes, etc. No todo es tan simple como a primera vista parece. Hay también que estudiar el contenido de los mensajes y visiones de Catalina a la luz de la época en que fueron formuladas.
Su filosofía refleja el ambiente de luchas entre güelfos y gibelinos y la agonística de trono y altar en que vive la península transalpina del siglo doce al quince. Italia y toda la cristiandad vivían en ese ambiente de tensiones, un auténtico purgatorio. Esa proyección escatológica será una constante fija en el “ Weltanschaung”[1] medieval. Al socaire nacen los grandes himnos de la liturgia de Difuntos el Dies Irae y el  Liberame, Domine.

Bien se conoce que el ser humano arrastra cadenas. A la sazón, la vida era dura, breve a causa de las múltiples plagas y enfermedades y sujeta siempre a los arbitrarios designios de un déspota, que pudiera portar tiara (güelfos) sobre sus sienes, o corona regia (gibelinos). Fuera el emperador, el papa, el rey, el dux o el conde o el señor del castillo al cual estaba sujeta la behetría, el pueblo vivía en régimen de vasallaje. Los hermeneutas y tratadistas medievales se impregnan de esta cosmogonía o visión falsa de Dios, en la cual la Trinidad aparece como un señor justiciero, de horca y cuchillo, con derecho de pernada incluso. ¡Qué lejos está de la visión que proyecta sobre nosotros la Biblia de que Dios es amor!  Por eso, los santos de aquel tiempo que, a través de la iluminación y de las gracias particulares, frecuentan el trato con el Ser supremo, a duras penas conseguirán zafarse de estos prejuicios del tiempo en que viven. Ni tampoco de la complicada y retorcida psicología italiana con sus filias y sus fobias.
El Padre Eterno luce su majestad en lo alto sosteniendo un globo terráqueo en la mano diestra. Aparece sentado con tiara y vestido de capa pluvial. Cristo bendice. Es un joven maduro con la barba partida en contraposición a su Padre siempre representado como un anciano. El Espíritu vuela en forma de paloma de la que se irradia un flujo de rayos concéntricos del sol que arrasa. Por antonomasia, es el vivificador. 
Al contrario, al diablo se le representa hirsuto y tiznado de hollín como un negro[¿prejuicios racistas?] , que agita el rabo entre carbones encendidos y a la agachadiza se acerca o huye al infierno. San Miguel entra en escena en su atuendo de guerrero (galea, yelmo, espada y una loriga de cuero) trayendo el ponderal o balanza con el que pesa las almas. Santa Águeda muestra sus pechos tostados. Santa Catalina mártir apoya sus dedos en la rueda. Un cochinillo yace a los pies de San Antón. El distintivo de Santa Inés es una guirnalda. A cada santo de la lista le corresponde una cosa inanimada como instrumento de santificación.
No hay que perder de vista tampoco in hecho irrecusable: la descubierta del Purgatorio corre paralela a un tiempo de mortandades y epidemias; 1348 es el año fatídico de la Muerte Negra. La guadaña de la peste bubónica esquilmó las tres cuartas de la población europea. Aquel flagelo se creyó obra de un castigo venido desde lo alto. La doctrina del tercer lugar, en el cual expían la culpa los pecadores, pero del que el alma sale al cabo de un tiempo — antes era el limbo de los justos o el seno de Abraham, o la Laguna Estigia donde aguarda Aqueronte, según las religiones mitológicas— en definitiva venía como anillo al dedo a los predicadores que desde el púlpito no se cansaban de fustigar la depravación de costumbres de los prelados de la curia. Este es un tiempo en el cual triunfa la Retórica.
Otro dominico, Vicente Ferrer, iba recorriendo las iglesias de la cristiandad exhortando al arrepentimiento y defendiendo al que él creía el papa legal, el de Aviñón, su paisano el valenciano, Benedicto  XIII, mientras que Catalina de Siena enarbolaba la causa del papa romano, Gregorio XI.
Muchos vieron en la gran mortandad que sobrevino el año 1348 una seña del enojo divino con los cristianos a causa del Cisma de Occidente.
 La palabra purgatorio se las trae. He aquí que encuentra fácil arraigo. Se empieza hablar de que dentro de la comunión de los santos hay tres cabezas: militante, triunfante y purgante.  Los condenados al estercolero de Jerusalén o gehena no cuentan.

En tiempos de cambios como fue el final del XIV los adivinos y agoreros incrementan su prestigio. De la curación o de la predicción de dolores inminentes, reales o imaginarios, pero temibles siempre, viven los videntes charlatanes en sus vaticinios propicios o infaustos para una humanidad que ni se corrige ni enmienda. Siempre fue igual. A veces el sacerdote viene a ocupar el puesto del hechicero tribal. La teología de la comunión santificante, siempre maravillosa, vino a dar el espaldarazo a un negocio que andaba en baja. Las animas benditas se lo pagarán y ellas nos perdonen, pero todo hay que decirlo; el purgatorio incrementa las ofrendas del cepillo a barrisco. Los sufragios se combinan con enjuagues. Hallaron una verdadera mina. Cristo jamás habló del purgatorio. Él es el perdón. Cuando se refiere a la “gehena” o estercolero de la Ciudad Santa lo hacía en sentido traslaticio. No cabrán lugares inmundos en la Iglesia de los pobres. El infierno y el purgatorio pertenecen al lenguaje altisonante de los ricos. Su ambición, su soberbia, su cólera, su afán de poder ya ha hecho de este mundo una caldera constante de Pedro Botero. El Dante Alligheri ya avisaba cuando puso al papa Bonifacio VIII en el orco a cuyas puertas hay escrito un epígrafe: “Quienes entréis acá, abandonad toda esperanza”. Le estuvo bien empleado. Porque, a pesar de ser papa, era un hombre maligno.  Era francés...  
Todo esto se comprende a la luz de la lucha de la Investiduras, del cisma de Occidente, en el cual los italianos siempre barrían para casa, y del escándalo de las Indulgencias. No eran pecados de Cristo sino de su Iglesia. Para perdonar a estos papas y obispos indignos quizá fuera inventados la doctrina del tercer lugar con sus repulgos maravillosos. Siempre será mejor que la nada o que el horno crematorio.
 Dios elige para el dolor.
Pocos sabrán entender estas razones y apostillas. A la Iglesia no se la hace de menos porque se expongan puntos de vista, que son el resultado de a investigación y de la hermenéutica apologética, porque el amor de Dios y la revelación no son estáticos sino evolutivos. Es como el descorrimiento del velo de un gran escenario. El lenguaje divino se articula de manera contradictoria. Se mueve por otras coordenadas. Mide con diferentes patrones. Nuestros imperativos categóricos de conciencia son incapaces de percibir ese timbre misterioso en que vibra el aliento del Señor. Dios escoge al que quiere, pero lo elige para el dolor. Su elección se transforma en gracia paciente. La paciencia ante las adversidades reviste una de las señales incontrovertibles de la santidad. Es su gran santo y seña.
A la bendita de Siena los propios frailes y hermanas de la Orden Tercera, cuando entraba en éxtasis, la echaban de la iglesia de la Misericordia a puntapiés. Catalina permanecía impávida ante las calumnias. Igual que una columna dórica. No alzaba la voz incluso cuando estuvo en juego su propia virginidad y reputación, como cuando iba a asistir a aquella enferma de cáncer la cual la acusaba de ser mujer mundana, pagando con moneda de ingratitud todos sus desvelos. Los recursos y ardites del gran embustero carecen de límites. Se disfraza para arremeter en las ocasiones más impensadas e increíbles.
Otra vez, la llamaron puta y borracha. Solía tomar vino a las comidas y lo recomendaba a los enfermos como medicina. A un tinajero de Florencia, proveedor de algunos conventos, cuando se le acabó la mercancía, la propia Catalina hizo un milagro semejante al de las Bodas de Canán. Hizo que de la canilla de una cuba afluyese vino, igual que de una fuente irrestañable. Durante tres años no hubo vendimia, pero las existencias del milagroso tonel no se acababan nunca. A tan acerada invectiva, tan corriente en aquellos días, como ahora, respondió con una frase épica:
— Benditos los prostíbulos y las tabernas de mi Dios.
Sentía Catalina una gran admiración por María Magdalena, pero, defensora a ultranza de la continencia que nunca se desgranó la flor de su pureza, le daban mucha pena las mujeres de la calle, tanto como los beodos, porque todo el mundo se metía con ellos, porque eran la irrisión. A todos recordaba que Jesús comía y bebía y se trataba con publicanos y pecadores. He aquí un ser puro que de nuevo desenmascara a los fariseos, los que se precian de incontaminados. Ahí está una de las pruebas fehacientes del amor por el Esposo. Benditos los prostíbulos y las tabernas del Señor.

Asida a la roca de la oración, Dios permitía que su sierva fuese mal tratada por los demonios. Tales vejaciones cobraban apariencias diversas, porque los recursos del Embustero son inagotables. Unas veces eran tormentos físicos. Cuando avistaban la ciudad de Florencia una tarde, en que regresaban cansadas al convento ella, Alessia y la hermana Lisa, el diablo entró en el cuerpo del asno en que cabalgaba la santa y dio con sus huesos en tierra. Quedó maltrecha y tuvieron que llevarla malherida. Otras, el maligno actuaba por conducto de personas de su entrono, casi todos de vida consagrada, que criticaban sus ayunos y calificaban sus arrobos de burdos montajes, para cebar el monstruo de su vana gloria.
Tuvo detractores y enemigos numerosos entre el clero y los miembros de la Orden de Predicadores, en la que era profesa, que no perdían ocasión de menoscabarla y dejarla en ridículo. Italia era por aquellas fechas un semillero de intrigas y de odios. Florencia se había levantado contra Pisa. Venecia le había declarado la guerra a Roma y Génova no quería saber nada de Milán. Por causa de las pasiones políticas, la cristiandad era una casa dividida. Los caminos estaban trufados de forajidos y de asaltantes. La confusión reinante entre güelfos y gibelinos, ya consignada, —aparte de una tensión religiosa entre la Santa Sede y los burgos libres— existía la codicia por las rentas de la Iglesia que hizo que los papas huyeran a Aviñón.
En Florencia, adonde iba con las bulas papales, como embajadora de la Silla Apostólica, un día, quisieron matar a Catalina. Salió ilesa milagrosamente de aquel percance ocurrido en 1373. Siguió postulando por el regreso de los papas a la Ciudad Eterna, pero las repúblicas de Venecia y Florencia eran refractarias a aceptar la soberanía pontificia sobre un elevado número de bastiones que pagaban pechas al Dux y a los condotieros. Eran los últimos coletazos del duelo trono altar que tuvo en pie de guerra a los cristianos de occidente durante el Sacro Imperio. Decían que la diaconisa del papa era una mala mujer, una loca histérica que fingía comunicaciones con Jesucristo y que tenía tratos, al igual que Gregorio XI, con el diablo.
Estas voces señalaban que su padre era un borracho y que había nacido en el seno de una familia en la cual vinieron al mundo nada menos que un cuarto de centenar de vástagos. Eso era cierto. Catalina hacía el número vigésimo cuarto. Su padre, Jacobo, murió relativamente joven y tuberculoso, quien sabe si como resultado de esos excesos nupciales. Por lo que toca a su madre Teca, ésta era una sencilla y pobre mujer que tenía mucho miedo a la muerte.  Lo veremos adelante.
— A nosotros no nos engañas. Sabemos quién era tu padre, un cornudo, que le daba al cristal y tu madre, una odalisca que no hizo en su vida más que parir —así le habló a la santa el diablo durante una de las frecuentes comparecencias ante Catalina, a la que intentaba perder, a sabiendas de que la obra que ésta intentaba acometer mediante una reforma eclesial por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, le iba a suponer la pérdida de muchos adeptos.
En Florencia su persona se convirtió en blanco de las invectivas del alto clero. La persecución contra ella en aquella ciudad fue terrible.
Otra en su lugar, ante tan graves insultos, hubiera tomado las de Villadiego, o quizás intentado arrancarle la lengua al bellaco que los profería. Catalina de Siena, una verdadera amazona en la lucha contra los malos espíritus, ni descompuso el gesto. Este silencio, tanta paciencia, era  signo evidente de que ella había bebido del cáliz del dolor, ese vaso de elección que al principio sabe ácido y repugna como un vomitivo, pero que acaba siendo paladeado como delicioso néctar.  Aguardó a que pasase la tormenta y regresó a Roma cuando en el Conclave de 1378 Urbano VI sucedía a Gregorio XI.

El lenguaje de Dios— conviene repetirlo —- llega de forma insólita, y por conductos inexplicables. Sólo lo escuchan los que sufren, porque Él amó a Job y encuentra en la paciencia de los crucificados su mejor baluarte: “patientia opus perfectum”[2]. Habla por boca de los pequeños y despreciados, por ser la humildad agradable a sus ojos. Esto es un aserto incomprensible para los ojos de la carne. Por lo pronto, suscita sonrisas de autosuficiencia y mofas aviesas que mortifican y santifican a sus siervos. Pero la verdad será alguna vez descubierta y atestiguada. La longanimidad de la monja de Siena es la longanimidad de Job. Con ella a flor de labios todos los justos de la historia desafiaron al diablo.
Ella vivió en una coyuntura histórica en el cual el poder temporal había establecido pactos y asensos con el Vicario de Cristo, que permanecía aherrojado por cuestiones de estado, y prisionero en las querellas del siglo. Su incómoda actitud no conformista con las manipulaciones de las que era objeto por el rey de Francia el romano pontífice se transforma en grito de rebelión para reformar la Iglesia, morigera las costumbres disolutas de las personas consagradas.
Pese a lo cual, las Catalinas de Siena de hoy  (no se las ve, pero están en alguna parte) siguen siendo el hilo conductor de la voz del Señor. Los eclesiásticos, lejos de mostrar unos deseos fervientes de reformas, inculcadas desde el mandato del Vaticano II, y convertirse a Cristo, se devanan por el poder. Nadie pudo ahogar su voz de la misma forma que los medios más poderosos de comunicación se verán inermes para hacer callar a aquellos que piden un cambio de rumbo. Ellos sufren. Son tachados de locos y de visionarios, pero ellos denuncian los pactos con el diablo. Porque Jesús, a lo que parece, no fue tentado en vano, hace pensar en aquellos papas prisioneros de Aviñón.

Con palabras de Ajab al profeta Miqueas “ tus profecías no anuncian sino el mal y calamidades “[3]  acusaron a la bendita toscana de ser el aguafiestas de su siglo. Sin embargo, ella con su espíritu de clarividencia predijo que se acercaba un tiempo nuevo, de grandes carismas. Lo cual así fue, porque los papas retornaron a la Ciudad Eterna desde el Sur de Francia y la cristiandad conoció una era de esplendor y de influencia como no ha conocido jamás. Tres siglos de gloria ininterrumpida. Lo mismo puede decirse en la tesitura actual. María no nos abandona. Pasarán los tiempos de tinieblas. Serán glorificados todos aquellos que en nuestros países mal llamados demócratas, de los que viven a la sombra del gran consenso, y se enfrentan solos y desamparos como los primeros cristianos en el circo, a las garras y colmillos de la Bestia.
 Comuniones místicas.
Singular prestancia cobra así esta monja fundadora[4] y reformadora, a la luz de los acontecimientos de 1999. Esta doctora de la Iglesia no fue sólo un epítome de las cristianas virtudes que practicó hasta el paroxismo sino un aviso a los navegantes. No pasarán. No se saldrán con la suya, porque la Iglesia no es un papa, ni un obispo, ni una cuadrilla de seglares o de algún que otro alumbrado, sino que pertenece a la inspiración verdadera del Espíritu Santo. La sangre de los mártires que se vierte en el más absoluto anonimato y oscuridad les grita a los impostores el consuetudinario golpe de atención, el clarín de llamada:
- Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Sus secretarios ponían por escrito el contenido de sus revelaciones o el tenor de lo que conversaba durante sus encuentros con el Amado. Se refería sin cesar a la necesidad de una transformación. Quería una Iglesia moza y moderna, no aletargada en las disputas feudales. Hablaba de la iniquidad
 


[1]Weltanschauung: visión del mundo (alemán), ideario, sistema de valores filosóficos
[2] Carta de Santiago, I. 4
[3] IV Libro de los Reyes. XII. 8
[4]Creó las Hermanas de la Penitencia, de la Orden Tercera de Santo Domingo
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