EL PURGATORIO, BENEDICTO XIII EL
PAPA LUNA, EL CISMA DE OCCIDENTE Y SANTA CATALINA DE SIENA
A partir de la preocupación sobre
los últimos trances nace una cosmogonía que se centra sobre la preocupación que
ata la vida humana al más allá. Vivimos en perpetua y tenaz tensión
trascendente. De otro modo, la religión
- lo que “religa” en sentido etimológico - carecería de sentido. ¿Cuál es él
propósito de todo esto? ¿Es absurdo todo cuanto rodea a la condición humana?
Santa Catalina al descubrir el Purgatorio halla una tercera vía, pero también
tiende un puente hacia lo dantesco. Era una imaginación genuinamente italiana.
Después de su viaje de tres días por las regiones de ultratumba vuelve para
describirnos un mundo envueltos en llamas, donde se escucha el gemir y los ayes
de los amarrados en blanca para toda la eternidad. También parece ser que vio
al Padre Eterno, a Cristo con sus atributos de gloria, embutido en la toga de
justo juez. Hasta Santa Catalina, se tenía una noción un tanto más vaga de lo
que ocurre después de la muerte. San Odilón, abad de Cluny, promovió la fiesta
de Todos los Santos para orar por los que fallecían y a los que, en virtud de
los rescates presentados por la sangre, pasión y muerte del Salvador, se creía
en el Paraíso. Gozando de la luz de Dios. Empero, el argumento de la monja
dominica de Siena aquilata un poco más y advierte que entre los corderos de
Jesucristo y los cabritos de Satanás hay una categoría intermedia de
clasificados, que no han lavado todavía sus culpas lo suficiente para
presentarse ante el trono del Padre. La filosofía del Purgatorio, de la que
nadie se había atrevido a hablar hasta entonces, es una caja de resonancia de
los dictados de las religiones hindúes sobre la reencarnación. El alma, para
llegar a Dios, ha de experimentar diferentes vidas y mutaciones. La existencia
de ese lugar equidistante entre la luz y la sombra de los benditos y los
malditos, lo que se llamaba limbo o seno de Abraham antes, confirma la sospecha
de que lo que hay detrás de la muerte pertenece al terreno de la alegoría. La Biblia no se expresa de una forma contundente
respecto a los novísimos y, sí, utiliza un leguaje metafórico: gehena,
estercolero, el lugar del llanto y del crujir de dientes, etc. No todo es tan
simple como a primera vista parece. Hay también que estudiar el contenido de
los mensajes y visiones de Catalina a la luz de la época en que fueron
formuladas.
Su filosofía refleja el ambiente de
luchas entre güelfos y gibelinos y la agonística de trono y altar en que vive
la península transalpina del siglo doce al quince. Italia y toda la cristiandad
vivían en ese ambiente de tensiones, un auténtico purgatorio. Esa proyección
escatológica será una constante fija en el “ Weltanschaung”[1]
medieval. Al socaire nacen los grandes himnos de la liturgia de Difuntos el Dies
Irae y el Liberame, Domine.
Bien se conoce que el ser humano
arrastra cadenas. A la sazón, la vida era dura, breve a causa de las múltiples
plagas y enfermedades y sujeta siempre a los arbitrarios designios de un déspota,
que pudiera portar tiara (güelfos) sobre sus sienes, o corona regia
(gibelinos). Fuera el emperador, el papa, el rey, el dux o el conde o el señor
del castillo al cual estaba sujeta la behetría, el pueblo vivía en régimen de
vasallaje. Los hermeneutas y tratadistas medievales se impregnan de esta
cosmogonía o visión falsa de Dios, en la cual la Trinidad aparece como un señor justiciero, de horca y
cuchillo, con derecho de pernada incluso. ¡Qué lejos está de la visión que
proyecta sobre nosotros la Biblia de que Dios es amor! Por eso, los santos de aquel tiempo que, a
través de la iluminación y de las gracias particulares, frecuentan el trato con
el Ser supremo, a duras penas conseguirán zafarse de estos prejuicios del
tiempo en que viven. Ni tampoco de la complicada y retorcida psicología
italiana con sus filias y sus fobias.
El Padre Eterno luce su majestad en
lo alto sosteniendo un globo terráqueo en la mano diestra. Aparece sentado con
tiara y vestido de capa pluvial. Cristo bendice. Es un joven maduro con la
barba partida en contraposición a su Padre siempre representado como un
anciano. El Espíritu vuela en forma de paloma de la que se irradia un flujo de
rayos concéntricos del sol que arrasa. Por antonomasia, es el vivificador.
Al contrario, al diablo se le
representa hirsuto y tiznado de hollín como un negro[¿prejuicios racistas?] ,
que agita el rabo entre carbones encendidos y a la agachadiza se acerca o huye
al infierno. San Miguel entra en escena en su atuendo de guerrero (galea,
yelmo, espada y una loriga de cuero) trayendo el ponderal o balanza con el que
pesa las almas. Santa Águeda muestra sus pechos tostados. Santa Catalina mártir
apoya sus dedos en la rueda. Un cochinillo yace a los pies de San Antón. El
distintivo de Santa Inés es una guirnalda. A cada santo de la lista le
corresponde una cosa inanimada como instrumento de santificación.
No hay que perder de vista tampoco
in hecho irrecusable: la descubierta del Purgatorio corre paralela a un tiempo
de mortandades y epidemias; 1348 es el año fatídico de la
Muerte Negra. La
guadaña de la peste bubónica esquilmó las tres cuartas de la población europea.
Aquel flagelo se creyó obra de un castigo venido desde lo alto. La doctrina del
tercer lugar, en el cual expían la culpa los pecadores, pero del que el alma
sale al cabo de un tiempo — antes era el limbo de los justos o el seno de
Abraham, o la Laguna Estigia donde aguarda Aqueronte, según las religiones mitológicas—
en definitiva venía como anillo al dedo a los predicadores que desde el púlpito
no se cansaban de fustigar la depravación de costumbres de los prelados de la
curia. Este es un tiempo en el cual triunfa la Retórica.
Otro dominico, Vicente Ferrer, iba
recorriendo las iglesias de la cristiandad exhortando al arrepentimiento y
defendiendo al que él creía el papa legal, el de Aviñón, su paisano el
valenciano, Benedicto XIII, mientras que
Catalina de Siena enarbolaba la causa del papa romano, Gregorio XI.
Muchos vieron en la gran mortandad
que sobrevino el año 1348 una seña del enojo divino con los cristianos a causa
del Cisma de Occidente.
La palabra purgatorio se las trae. He aquí que
encuentra fácil arraigo. Se empieza hablar de que dentro de la comunión de los
santos hay tres cabezas: militante, triunfante y purgante. Los condenados al estercolero de Jerusalén o
gehena no cuentan.
En tiempos de cambios como fue el
final del XIV los adivinos y agoreros incrementan su prestigio. De la curación
o de la predicción de dolores inminentes, reales o imaginarios, pero temibles
siempre, viven los videntes charlatanes en sus vaticinios propicios o infaustos
para una humanidad que ni se corrige ni enmienda. Siempre fue igual. A veces el
sacerdote viene a ocupar el puesto del hechicero tribal. La teología de la
comunión santificante, siempre maravillosa, vino a dar el espaldarazo a un
negocio que andaba en baja. Las animas benditas se lo pagarán y ellas nos
perdonen, pero todo hay que decirlo; el purgatorio incrementa las ofrendas del
cepillo a barrisco. Los sufragios se combinan con enjuagues. Hallaron una
verdadera mina. Cristo jamás habló del purgatorio. Él es el perdón. Cuando se
refiere a la “gehena” o estercolero de la
Ciudad Santa lo hacía
en sentido traslaticio. No cabrán lugares inmundos en la Iglesia de los pobres. El infierno y el purgatorio
pertenecen al lenguaje altisonante de los ricos. Su ambición, su soberbia, su
cólera, su afán de poder ya ha hecho de este mundo una caldera constante de
Pedro Botero. El Dante Alligheri ya avisaba cuando puso al papa Bonifacio VIII
en el orco a cuyas puertas hay escrito un epígrafe: “Quienes entréis acá,
abandonad toda esperanza”. Le estuvo bien empleado. Porque, a pesar de ser
papa, era un hombre maligno. Era
francés...
Todo esto se comprende a la luz de
la lucha de la Investiduras, del cisma de Occidente, en el cual los italianos
siempre barrían para casa, y del escándalo de las Indulgencias. No eran pecados
de Cristo sino de su Iglesia. Para perdonar a estos papas y obispos indignos
quizá fuera inventados la doctrina del tercer lugar con sus repulgos
maravillosos. Siempre será mejor que la nada o que el horno crematorio.
Dios elige para el dolor.
Pocos sabrán entender estas razones
y apostillas. A la Iglesia no se la hace de menos porque se expongan puntos de
vista, que son el resultado de a investigación y de la hermenéutica
apologética, porque el amor de Dios y la revelación no son estáticos sino
evolutivos. Es como el descorrimiento del velo de un gran escenario. El
lenguaje divino se articula de manera contradictoria. Se mueve por otras coordenadas.
Mide con diferentes patrones. Nuestros imperativos categóricos de conciencia
son incapaces de percibir ese timbre misterioso en que vibra el aliento del
Señor. Dios escoge al que quiere, pero lo elige para el dolor. Su elección se
transforma en gracia paciente. La paciencia ante las adversidades reviste una
de las señales incontrovertibles de la santidad. Es su gran santo y seña.
A la bendita de Siena los propios
frailes y hermanas de la Orden Tercera, cuando entraba en éxtasis, la echaban
de la iglesia de la Misericordia a puntapiés. Catalina permanecía impávida ante
las calumnias. Igual que una columna dórica. No alzaba la voz incluso cuando
estuvo en juego su propia virginidad y reputación, como cuando iba a asistir a
aquella enferma de cáncer la cual la acusaba de ser mujer mundana, pagando con
moneda de ingratitud todos sus desvelos. Los recursos y ardites del gran
embustero carecen de límites. Se disfraza para arremeter en las ocasiones más
impensadas e increíbles.
Otra vez, la llamaron puta y
borracha. Solía tomar vino a las comidas y lo recomendaba a los enfermos como
medicina. A un tinajero de Florencia, proveedor de algunos conventos, cuando se
le acabó la mercancía, la propia Catalina hizo un milagro semejante al de las
Bodas de Canán. Hizo que de la canilla de una cuba afluyese vino, igual que de
una fuente irrestañable. Durante tres años no hubo vendimia, pero las
existencias del milagroso tonel no se acababan nunca. A tan acerada invectiva,
tan corriente en aquellos días, como ahora, respondió con una frase épica:
— Benditos los prostíbulos y las
tabernas de mi Dios.
Sentía Catalina una gran admiración
por María Magdalena, pero, defensora a ultranza de la continencia que nunca se
desgranó la flor de su pureza, le daban mucha pena las mujeres de la calle,
tanto como los beodos, porque todo el mundo se metía con ellos, porque eran la
irrisión. A todos recordaba que Jesús comía y bebía y se trataba con publicanos
y pecadores. He aquí un ser puro que de nuevo desenmascara a los fariseos, los
que se precian de incontaminados. Ahí está una de las pruebas fehacientes del
amor por el Esposo. Benditos los prostíbulos y las tabernas del Señor.
Asida a la roca de la oración, Dios
permitía que su sierva fuese mal tratada por los demonios. Tales vejaciones
cobraban apariencias diversas, porque los recursos del Embustero son
inagotables. Unas veces eran tormentos físicos. Cuando avistaban la ciudad de
Florencia una tarde, en que regresaban cansadas al convento ella, Alessia y la
hermana Lisa, el diablo entró en el cuerpo del asno en que cabalgaba la santa y
dio con sus huesos en tierra. Quedó maltrecha y tuvieron que llevarla
malherida. Otras, el maligno actuaba por conducto de personas de su entrono,
casi todos de vida consagrada, que criticaban sus ayunos y calificaban sus
arrobos de burdos montajes, para cebar el monstruo de su vana gloria.
Tuvo detractores y enemigos
numerosos entre el clero y los miembros de la Orden de Predicadores, en la que era profesa, que no
perdían ocasión de menoscabarla y dejarla en ridículo. Italia era por aquellas
fechas un semillero de intrigas y de odios. Florencia se había levantado contra
Pisa. Venecia le había declarado la guerra a Roma y Génova no quería saber nada
de Milán. Por causa de las pasiones políticas, la cristiandad era una casa
dividida. Los caminos estaban trufados de forajidos y de asaltantes. La
confusión reinante entre güelfos y gibelinos, ya consignada, —aparte de una
tensión religiosa entre la Santa Sede y los burgos libres— existía la codicia por
las rentas de la Iglesia que hizo que los papas huyeran a Aviñón.
En Florencia, adonde iba con las
bulas papales, como embajadora de la Silla
Apostólica , un día,
quisieron matar a Catalina. Salió ilesa milagrosamente de aquel percance
ocurrido en 1373. Siguió postulando por el regreso de los papas a la
Ciudad Eterna , pero
las repúblicas de Venecia y Florencia eran refractarias a aceptar la soberanía
pontificia sobre un elevado número de bastiones que pagaban pechas al Dux y a
los condotieros. Eran los últimos coletazos del duelo trono altar que tuvo en
pie de guerra a los cristianos de occidente durante el Sacro Imperio. Decían
que la diaconisa del papa era una mala mujer, una loca histérica que fingía
comunicaciones con Jesucristo y que tenía tratos, al igual que Gregorio XI, con
el diablo.
Estas voces señalaban que su padre
era un borracho y que había nacido en el seno de una familia en la cual
vinieron al mundo nada menos que un cuarto de centenar de vástagos. Eso era
cierto. Catalina hacía el número vigésimo cuarto. Su padre, Jacobo, murió
relativamente joven y tuberculoso, quien sabe si como resultado de esos excesos
nupciales. Por lo que toca a su madre Teca, ésta era una sencilla y pobre mujer
que tenía mucho miedo a la muerte. Lo
veremos adelante.
— A nosotros no nos engañas.
Sabemos quién era tu padre, un cornudo, que le daba al cristal y tu madre, una
odalisca que no hizo en su vida más que parir —así le habló a la santa el
diablo durante una de las frecuentes comparecencias ante Catalina, a la que
intentaba perder, a sabiendas de que la obra que ésta intentaba acometer
mediante una reforma eclesial por arriba y por abajo, por dentro y por fuera,
le iba a suponer la pérdida de muchos adeptos.
En Florencia su persona se
convirtió en blanco de las invectivas del alto clero. La persecución contra
ella en aquella ciudad fue terrible.
Otra en su lugar, ante tan graves
insultos, hubiera tomado las de Villadiego, o quizás intentado arrancarle la
lengua al bellaco que los profería. Catalina de Siena, una verdadera amazona en
la lucha contra los malos espíritus, ni descompuso el gesto. Este silencio,
tanta paciencia, era signo evidente de
que ella había bebido del cáliz del dolor, ese vaso de elección que al
principio sabe ácido y repugna como un vomitivo, pero que acaba siendo
paladeado como delicioso néctar. Aguardó
a que pasase la tormenta y regresó a Roma cuando en el Conclave de 1378 Urbano
VI sucedía a Gregorio XI.
El lenguaje de Dios— conviene
repetirlo —- llega de forma insólita, y por conductos inexplicables. Sólo lo
escuchan los que sufren, porque Él amó a Job y encuentra en la paciencia de los
crucificados su mejor baluarte: “patientia opus perfectum”[2].
Habla por boca de los pequeños y despreciados, por ser la humildad agradable a
sus ojos. Esto es un aserto incomprensible para los ojos de la carne. Por lo
pronto, suscita sonrisas de autosuficiencia y mofas aviesas que mortifican y
santifican a sus siervos. Pero la verdad será alguna vez descubierta y atestiguada.
La longanimidad de la monja de Siena es la longanimidad de Job. Con ella a flor
de labios todos los justos de la historia desafiaron al diablo.
Ella vivió en una coyuntura
histórica en el cual el poder temporal había establecido pactos y asensos con
el Vicario de Cristo, que permanecía aherrojado por cuestiones de estado, y
prisionero en las querellas del siglo. Su incómoda actitud no conformista con
las manipulaciones de las que era objeto por el rey de Francia el romano
pontífice se transforma en grito de rebelión para reformar la Iglesia , morigera las costumbres disolutas de las
personas consagradas.
Pese a lo cual, las Catalinas de
Siena de hoy (no se las ve, pero están
en alguna parte) siguen siendo el hilo conductor de la voz del Señor. Los
eclesiásticos, lejos de mostrar unos deseos fervientes de reformas, inculcadas
desde el mandato del Vaticano II, y convertirse a Cristo, se devanan por el
poder. Nadie pudo ahogar su voz de la misma forma que los medios más poderosos
de comunicación se verán inermes para hacer callar a aquellos que piden un
cambio de rumbo. Ellos sufren. Son tachados de locos y de visionarios, pero
ellos denuncian los pactos con el diablo. Porque Jesús, a lo que parece, no fue
tentado en vano, hace pensar en aquellos papas prisioneros de Aviñón.
Con palabras de Ajab al profeta
Miqueas “ tus profecías no anuncian sino el mal y calamidades “[3] acusaron a la bendita toscana de ser el
aguafiestas de su siglo. Sin embargo, ella con su espíritu de clarividencia
predijo que se acercaba un tiempo nuevo, de grandes carismas. Lo cual así fue,
porque los papas retornaron a la Ciudad Eterna desde el Sur de Francia y la
cristiandad conoció una era de esplendor y de influencia como no ha conocido
jamás. Tres siglos de gloria ininterrumpida. Lo mismo puede decirse en la
tesitura actual. María no nos abandona. Pasarán los tiempos de tinieblas. Serán
glorificados todos aquellos que en nuestros países mal llamados demócratas, de
los que viven a la sombra del gran consenso, y se enfrentan solos y desamparos
como los primeros cristianos en el circo, a las garras y colmillos de la
Bestia.
Comuniones místicas.
Singular prestancia cobra así esta
monja fundadora[4]
y reformadora, a la luz de los acontecimientos de 1999. Esta doctora de la
Iglesia no fue sólo un epítome de las cristianas virtudes que practicó hasta el
paroxismo sino un aviso a los navegantes. No pasarán. No se saldrán con la
suya, porque la Iglesia no es un papa, ni un obispo, ni una cuadrilla de
seglares o de algún que otro alumbrado, sino que pertenece a la inspiración
verdadera del Espíritu Santo. La sangre de los mártires que se vierte en el más
absoluto anonimato y oscuridad les grita a los impostores el consuetudinario
golpe de atención, el clarín de llamada:
- Y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella.
Sus
secretarios ponían por escrito el contenido de sus revelaciones o el tenor de
lo que conversaba durante sus encuentros con el Amado. Se refería sin cesar a
la necesidad de una transformación. Quería una Iglesia moza y moderna, no
aletargada en las disputas feudales. Hablaba de la iniquidad
[2] Carta de Santiago, I. 4
[3] IV Libro de los Reyes. XII. 8
[4]Creó las Hermanas de la Penitencia , de la Orden Tercera de
Santo Domingo
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