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jueves, 15 de abril de 2021

CINCO LUSTROS SIN PERICO BELTRÁN

 

LA MUERTE DEL ÚLTIMO BOHEMIO


Antonio Parra




Yo le llamaba mi “capellán”. Se nos ha muerto Perico. Perico Beltrán. El día de Santo Matías, las noches igualan a los días, 24 de febrero, saliendo de la Plaza de Celenque, y en la que baja hacia Arenal, casi a la puerta del Santo Niño del Remedio, me topé por última vez con Pedro Beltrán, ojos grandes y flavos, buena percha para el cine pero no daba la altura necesaria para galán, por eso hubo de conformarse con secundarios: llevaba un abrigo marrón claridad de doble pechera, pasado de moda -era la prenda de vestir que caracterizaba a los ministros y ejecutivos lustros atrás- recuerdo en el ropero de sus buenos tiempos, algo gastado, pero muy limpio. En los tiempos más duros de la bohemia y de la briba, por la que este murciano de buen vivir a salto de mata y sin molestar pasó como la luz sobre el légamo o por un cristal sin romperlo y sin marcharlo, aunque a Alfonso “El Cerillas” que paz descanse le dio algunos sablazos, siempre portó alto el pabellón de la dignidad.

Nunca lo vi con los zapatos manchados de barro. Era un señor con aires de califa o de caíd de los reinos de taifa. Nació en la huerta murciana y hablaba como el tío Marchena, un melonero de Cuatro Caminos que yo conocía y que tenía cara de bota de vino de Jumilla y que cuando le hablabas siempre te contestaba con una ah interrogativo. Esa interjección interrogante era como responder con nueva cuestión al preguntante, al modo de los gallegos. Y la verdad es que los murcianos se parecen algo a los gallegos. De punta a punta. Los extremos se tocan.

Pedro en los últimos años cobró el aspecto encarnado de los hipertensos y siempre te contestaba con ese ah de su paisano de Jumilla. Empezaba a quedarse sordo. ¿Qué tal estás, Perico?

- ¡Ah!

Y te escrutaba con esos dos ojos potentes. Pues no miraba. Hacía radiografías. Y te ajigolabas un poco creyendo haber cometido una impertinencia al preguntarle por su salud. Le gustaba el vino pero iba a él con moderación. Como un rey, que era, no como un buey. La cabeza era lo que más destacaba en la disposición de su cuerpo algo petizo. Y tenía una cabeza prócer cincelada con señorío. Elegancia del sur. Un Abderramán sin chilaba injerto en pícaro. Cineasta. Guionista. Escritor. Fernando Fernán Gómez para el que fabricó el gran éxito con el libreto de su cinta Pícaros decía que Pedro era genial pero desordenado y bohemio y no había manera de hacer gavilla de él. Genio en el que se entreveraba su bondad natural con su descreencia y la fatiga de tanto luchar. Fue también pan de los pobres y socorro de desvalidos. Yo le vi una vez darle mil duros a una actriz enferma que fue muy guapa y famosa y que en los ochenta acabó teniendo por todo refugio las escaleras de la boca de metro de Callao. La ex actriz murió y Pedro Roldán fue objeto de una larga entrevista en Telemadrid.

Resonaron en mi mente, al ver a Perico, amparo de la pobreza vergonzante, lacra de una sociedad solidaria pero poco caritativa y cristiana con el prójimo inmediato, las palabras de una novela rusa: “Dios perdonará. Perdonará eternamente a los borrachos”. Y recordé un cuento de Chejov en que la pordiosera Afasia muere aterida de frío en la puerta de una catedral. Todos se sienten culpables y el archimandrita, arrepentido, predica un sermón con el cadáver de la mujer de cuerpo presente. Exequias solemnes. Mientras habla el prelado, se esparce por toda la iglesia olor a rosas y los harapos y arambeles viejos con que se arropaba la mendiga se convierten en túnicas de seda. Al fondo se escucha la música de los coros y sonidos de arpa. Era la pobre menesterosa que hace su entrada en el Paraíso bella y hermosa con los cabellos de oro como fue en su juventud, escoltada por una legión de Tronos y Dominaciones.

Al final nos examinarán sólo de amor, dice san Juan de la Cruz. Creo que para Pedro Beltrán esta añagaza condicionante haya sido sólo un trámite. Porque él era compasivo e inclinado a la misericordia y habrá alcanzado esa corona que en el cielo se otorga a los “perdedores” (aunque pienso que no era un perdedor, vivió como le dio la gana) y a los que han hambre y sed de justicia.

Y en estas le pregunté:

- ¿Adónde vas, Pedrito?

-Ah

-¿Hace mucho que no te veo por el Gijón?

-Ah

Y siguió su camino. No me extrañó nada este mutismo pues me habían dicho que se había quedado sordo como una tapia. Debía también de padecer uno de sus habituales ataques de asnea puesto que su gesto era de dolor. Le encontré más viejo y con andares renqueantes, la mirada perdida barruntando tal vez la eternidad. Aquella conversación de sordos fue nuestra despedida. Yo creía que iba a entrar a rezar un padrenuestro en la capilla del Santo Niño del Remedio. Porque con Perico, aunque se proclamaba ateo convencido, y eso que había sido cura o al menos largos años seminarista, nunca se sabía cómo iba a reaccionar. Hacía las cosas sin que se enterara la mano derecha lo que hacía la izquierda este murciano. No creía en dios pero creía en los hombres. De últimas, ni eso. Se le veía cada vez más escéptico y cabreado. Todos lo habían abandonado. Los unos y los otros.

Me dio una impresión de soledad y él, al que le había conocido siempre joven, porque pocos pensarían que llegaría a octogenario, siempre con sus aires jacarandosos de misacantano, y complejo de Peter Pan porque se consideraba el eterno adolescente que nunca creció, me pareció por primera vez un anciano. ¿Adónde iba Pedro Beltrán, aquel bohemio con fama de buena persona? Pues por la senda que andamos todos y cuya meta final nos convierte a todos en lo mismo: en polvo. Al pobre y al rico. Al malvado y al santurrón hipócrita. Pasó un semáforo, lo perdí de vista. Iba en derechura a abrazarse con la Gran Niveladora.

No transcurrieron ni dos semanas de nuestro último encuentro y el cuerpo sin vida del actor, autor y viejo contertuliano fue encontrado en una pensión de mala muerte por otro actor, Gabino Diego.

Desapareció Pedro de mi vista para siempre en la clara mañana de Santo Matías en un Madrid lleno de vida. Nunca cogía el metro. Solía ir paseando a los sitios. Se asfixiaba. Creo que padecía enfisema. Con frecuencia abría repetidamente la boca para cobrar aire y aliviar su disnea. ¡Ah! Y me lo encontrado bastantes veces por las calles del Madrid de los Austrias, lo mismo que a otros personajes que deben de haber desaparecido - no los he vuelto a ver ¡malo!- como ese zamorano enfermo de elefantiasis que narraba en cafeterías de la plaza Canalejas o la calle La Cruz para el que quisiera escuchar cómo intentó una vez acabar con la vida de Franco. Beltrán no atentó contra el anterior jefe del Estado pero era un antifranquista frenético.

Así y todo, un servidor que se confiesa seguidor hasta el final del Caudillo pero al que repatean ciertos franquistas acomodaticios u olvidadizos/tornadizos, obra muerta del bajel de España navegando a la deriva y son contra estos cómitres contra los que saco el látigo porque sólo se mueven a golpe de rebenque, pudo entablar si no amistad cierta conocencia con él. Peripatéticos literarios éramos. Excéntricos. Supervivientes de aquel mundo de los cafés. De la “Granja del Henar” al “Bilis Club o Cervecería Inglesa” de Clarín y de Fornos, a Pombo, de Gómez de la Serna. O la Fontana de Oro de Galdós y otro que había en la calle del Turco donde mataron a Prim y cuyo nombre no recuerdo. A mí siempre me ha intrigado este Madrid y lo he pateado de a hecho. Es una villa donde nunca te sientes solo. Esa luz impresionante. Ese aire fino de la sierra que parece acariciar los muros y barre las calles. De Sol a Cibeles y Puerta de Alcalá. Ventas del Espíritu Santo donde la villa mejor de Castilla (villa por Madrid, decía el refrán, Madrid en Castilla y ciudad por ciudad, Lisboa en Portugal y tanto por tanto, Medina del Campo) se volvía trajinante y arriera. No pasaba de Lista.

Por el sur tampoco trasponía los adarves del puente Toledo. Carabanchel quedaba a esa mano y los cementerios que son la cárcel definitiva que nos aguarda. También Perico era algo supersticioso y me dijo que no le gustaban los carabancheles. Por algo sería. Estuvo preso en Ocaña y en la de Carabanchel. Nunca hablamos mucho de su vida pero decía que esa parte de la Villa y Corte era la que menos le gustaba. Cuando salió de presidio, se convirtió en habitual de las tabernas aunque era comedido y muy poco tabernario Pedrito. Los bares eran su casa. Contertuliano ameno y de conversación intrascendente, medía el gesto. Su aspecto siempre fue el de joven de misacantano que con los años pasó a ser el de curita postconciliar- yo le llamaba “Páter” y él nunca me negó que hubiera sido cura. Pero no lo digamos muy alto no sea que un tipo, que tiene una fobia inexplicable y muy poco cristiana hacia los seminaristas, él que se las da de tan católico y tan poseedor de la verdad – debe de pensar que España es su finca- nos descascarille con uno de sus habituales anatemas.

-A mí la legión, mi Páter.

-Pues vale.

-¿Hace un chato?

-¡Cómo no!

Nunca te lo despreciaba. Otra cosa era pagar una ronda. No porque fuera tacaño sino porque siempre andaba a la última. Le gustaba tapear y batir la zona o lo que llamaba estaciones ¿etílicas? Y tapeaba bien pues comía poco. Velis nolis se acostumbró a no tener que cenar. Era un superviviente del gran boom económico de los setenta. Un naufrago del Café Gijón. Uno de tantos. Mientras en las ventanas de los pisos de Madrid se colocaba el cartel de “se vende” y en los solares del extrarradio, esas urbanizaciones y colonias que nacieron como hongos en el cinturón verde de la capital, las abeurreas fatídicas de los especuladores que convertían en hormigón y ladrillo las viejas huertas y los campos de trigo (adiós a nuestro jardín de los cerezos) hicieron su acto de aparición y otros ganaban dinero y se peinaban con gomina, cultura del pelotazo, unos cuantos bohemios decadentes y con cara de sueño como salidos de un drama de Chejov nos acogíamos detrás de las talanqueras del Gijón. Para ponernos a cobro de las cornadas del vivir.

Este es un país de cuernos. Cuernos de carnero. De búfalo. De cabrito chiquito y de macho cabrío, scilicet.: cabrón. Hay quien los lleva afilados como un ñu. Y otros romos y toscos y con poderío como los de los bueyes duendos que fatigaban el polvo de las calellas y sebes de mi tierra. Resignación trabajosa la suya. Pero a veces sueltan mucha flema por el moro y el carretero ha de ponerles, animalitos, un bozal. Caminan parsimoniosos y aparentemente fatigados bajo el yugo pero ojo cuando les pica la mosca, deshacen la cincha y sueltan la cuerna. Este es un país de cabrones malpensados. El carnero amurca por detrás y el buey traidor como buen castrado suelta derrotes hacia las posaderas buscando el bulto. Cornadas mortales de necesidad de implacable desabrido y resabiado cornúpeta.

La vida nacional a veces se parece a un tentadero. España en venta y otros ganando dinero y nosotros teníamos que hurgarnos en el monedero para pagar la consumición del amigo. Éramos los leales. Los que intentábamos entender y reconciliar a las dos Españas. En parte creo que fracasamos. En aquella primera transición. Porque, izquierdas y derechas andan otra vez al copo, aunque por fortuna este furor no responde por ahora a las vivencias del hombre de la calle, se trata de una lucha por el poder –económico, mediático, administrativo, cosas de los políticos- y una mano negra, la de un asesino de Eta ha puesto en suerte sobre el ruedo a un Mihura de mucho cuidado.

Pedrito no verá esta faena. Es el quinto toro. Y no hay un quinto malo. Que Dios reparta suerte. Y que descanse en paz el último bohemio. Ya me dirás si allá en el cielo quedan todavía dinosaurios. Y si tienen cuernos. ¿Y a qué hora es la misa que dice San Pedro y que concelebrarás también tú? Valor, amigo. Requiescat in pace




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