LIBRO QUINTO
Los sermones evangélicos se han
convertido en mensajes comerciales compra esto, adquiere lo otro, venga a
nuestras rebajas. Son las homilías de un tiempo. La moralina del consumo, la
verga de don Venancio, que anuncian por la tele que mida dos palmos por lo
menos. Vivimos un tiempo de vacas gordas en la abundancia pues la vida se ha
hecho más fácil y cómoda con los nuevos inventos. La tecnología es la gran
sustituta de la teodicea. Aviad pronto, chiquitos, y no os quejéis tanto que
nunca vivisteis mejor ni lo tuvisteis más a huevo. Pues también es verdad
¡cáspita! A los dos nos une un estrecho vínculo de amistad y compartimos la
afición por la literatura, vivimos enterrados entre libros y nos fustiga la
misma comezón desalentadora por un
tiempo que se va mientras nos resistimos a abandonar la partida. Este tapete
verde de la vida nos hipnotiza viendo morir al mundo en que vivimos y la
destrucción de nuestros sueños. Ya somos viejos pero hemos sobrevivido a la
peste pandemita y podemita que asuela toda la tierra. Aunque con diferentes
ideas los dos hemos sido periodistas. Somos en una palabra el yin y el yen,
hecho carne. Encarnamos la tesis y la antítesis sin que nuestras diferencias
políticas empañen el vínculo de nuestra amistad subliminal de coloquios entre
las sombras que suenan a dolor de atrición y de arrepentimiento. También nos
une al amor a un Cristo heterodoxo que circula por nuestros redaños barra libre
y poco tiene que ver con ese Jesús usurpado y trastocado por los vaticanos. Él
es el que no desaparecerá. Está en la historia cuyas palabras no pasarán. Al
menos eso es lo que esperamos. Yo me propongo escribir la historia del pobre
Soguillas al que unos dan por loco; otros dicen que es un santo mártir de la
causa y para la mayor parte, sintiéndose indiferente, que es uno del montón
atravesando el Mar Rojo del cambio de hora y de era... Envejecer es regresar a la infancia y no sé dónde estoy, sumido en
esta vorágine de los afanes y los días. Febrero fue un mes fasto sin
estridencias ni derivados del alcohol. Lucho contra el vicio. Baco me retuvo
desde la infancia a causa de la sopilla que me daba el abuelo como un
curalotodo. ¿Vencí a la dipsomanía secuela, madre que tú me dejaste con tu desamor?
Me perdí por las tabernas y las timbas jugando al rentoy o haciendo el tonto
por las barras de los tugurios del distrito rojo, buscando el amor que nunca me
diste. Una vez me encontré subiendo por Moyano un niño que era el doble mío de
una fotografía que yo conservo de los cuatro años, estaba apoyado en el pretil
de la bajada de san Cebrián con un libro en la mano, sobre un paisaje de
tablares huertanos y de cipreses. El niño era mi alter ego, son pere craché que dicen los franceses,
su madre iba delante, una rubia despampanante pero ya había engordado. En ella
reconocí a la esquinera de la calle Ballesta que comía pipas y altramuces
mientras aguardaba a los clientes. Ay Madrid ¡qué extraño eres, matas a un
hombre y no apagas un candil! Como se rezagaba, al tiempo que nos miramos, su
madre lo llamó:
— Date prisa, Adeodato.
Adeodato era el nombre del hijo
que tuvo san Agustín en sus relaciones con una esplendorosa etíope. La chica de
las pipas era una beldad pueblerina. Una rubia con la que me ocupé una
malhadada tarde en un bar de ambiente de la Ballesta, la chica hablaba con
acento vallecano, iba en minifalda bonitas piernas y la hice el amor. ¿Subimos?
Un ratito. Sí. Dejó de comer pipas al subir la escalera de la pensión y bien me
acuerdo de lo que dijo: “quiero que me dejen preñada”. Me dio un golpe el
corazón el chico podía ser mío yo la miré y ella siguió su camino pero volviendo varias veces la
cabeza atrás. En noches de insomnio se me representa la cara de Adeodato el
hijo fornecino que nació de aquel polvo rápido en una casa llana de la
Ballesta. Fui pecador. A veces me acuerdo de él, rezo por él y siento dolor de
atrición. Azoté las esquinas de la calle del pecado y en mis horas
penitenciales el nombre de Adeodato suena como un golpe de la disciplina de mis
muchas flagelaciones interiores y arrepentimientos. Creo que aquel día estaba
beodo. No sabía lo que hacía y sin
embargo dejé que obrara la naturaleza, engendré un hijo. Una gran pregunta he
aquí que puede echar por tierra toda la teología de la predestinación. ¿Ese
niño bastardo estaba en el pensamiento divino desde toda la eternidad? Escuché
una voz. Mi ex se dirigía mediante el recuerdo a mi atribulada conciencia:
─Llenaste el mundo de
bastardos. Yo te perdono.
Mi madre no. Creo que me estaba
echando una bronca desde el nicho mortuorio donde la tapiamos una tarde de
Agosto. Aderita vivía en Cornualles pero no quería saber nada de mí. Hice
varios intentos de entablar contacto pero fracasaron. Deri ¿dónde estás amor?
¿Qué fue de ti? Fui hijo en rebeldía desde la primera
leche que mamé. Ayer fui al cementerio y coloqué un ramo de guirnaldas sobre tu
tumba, hice la consuetudinaria ofrenda de las Protelias a Diana, canté sus
nenias cinerarias. Quemé granos de olíbano como ofrenda a los dioses e invoqué
a la virgen Oh María madre mía oh refugio del mortal amparadme y guiadme a la
patria celestial. Me acordé de Aderita mi único
amor a la que tú despreciabas.
Fue
una boda perfecta en la Inglaterra que amé. Al cabo de muchos años cunde en mí
el arrepentimiento y el dolor que pude causar a estas personas sobre todo al
señor que luce una sonrisa elegante al lado de su esposa Mary Joseph. Los
contrayentes, un oficial de los Fusileros Reales y la guapa y esbelta Nicola.
Mi hija Helen es la que asoma la cabecita al lado de los novios como un hada.
Al padrino de inconfundible aspecto marcial no lo conozco. Falta una persona a
la que causé mucho daño. Rezo por ellos y me comunico con ellos. Graham y Mary
están en el cielo. Y mi Helen “altar girl” preciosa. Espero encontrarles en la
otra vida. Toda la eternidad estaré rogando a Dios perdón. Ellos me lo dieron
todo y yo lo tiré por la borda. He aquí la nostalgia de una hermosa boda en un
tiempo feliz. O Lord, forgive me. Me marcó casi desde
que era doncel cuando visitaba el pueblo para dar culto a los muertos en el
camposanto de la Torre. Vivo cantando réquiem aeternum y solazándome con las
estrofas del Dies Irae El quietorium o columbario donde se guardan las
cenizas de papá, del abuelo, del tío Perico y del pobre Agustín
estaba dentro de la helgaduras de los huecos de paloma del columbario y aquello
me recordó a las catacumbas de los primeros cristianos; polvo en espera de la
resurrección polvo pecador y enamorado el eco de las risas de las voces de los
llantos de los que se fueron, hoy convertidos en ceniza que avienta el viento.
Di voces para expresar mi dolor y arrepentimiento:
— ¿Alguien ahí?
El tío Pedro tocaba el
armónium, me pareció ver sus dedos gafos pulsar el teclado del armonio como
cuando al final de las misas de tres curas interpretaba la marcha Real desde el
coro y el abuelo Benjamín afilaba las hoces antes de la siega, percibí el
bamboleo de los carros cuyos cubos cantaban al subir la cuesta de las Siete
Revueltas y Elpidio sentado en el trillo cantaba en tono de prefacio las
jocosas diferencias vernáculas, poniendo a cada pueblo un mote y su
correspondiente retahíla haciendo un recorrido por la contornada todas las aldeas,
villas y anejos de la Villa y Tierra:
“Castro los chivos Torreadrada las Cabras, Membibre para molinos,
Aldeasoña no vale nada, Sacramenia para albarcas, Requejar cagaberros que se
crían en Peñacolgada donde se caga y se mea la zorra cuando a ella la viene en
gana”.
Todo ello en el tono de prefacio de las misas
de difuntos en latín. La melopea infinita sonaba a lo largo de la tarde dorada
bajo el sombrero del Elpidio
que era de paja mientras arreaba la yunta en la trilla; cuando al mulo le
entraban ganas de evacuar lanzaba un juramento y arrimaba una lata vieja de
escabeche bonito que le servía de zambullo:
─So, macho. Hoy debéis de haber
comido aceite de ricino porque no me explico tanta cagada─ decía el rapaz,
aguantando el tiro de las dos bestias. La tarde daba soñarrera, zumbaban cerca
de la troje los tábanos. A un macho le picaba la mosca, soltaba coces de manera
intempestiva. Los trilladores se dormían sobre su rudimentario vehículo que
inventaron los romanos y vendían por toda la península los tratantes
cantalejanos. Eran los operarios de la hora undécima y yo admirada el alabeo de
aquel apero dotado de una batería de pedernales en los bajos que tronzaban la
paja y las cabezas de las espigas. Lo hacían garbosos y ancestrales carpinteros
de Cantalejo gente lista y sufrida como ellos solos que parlaba una gacería
incomprensible para los que no habían nacido en aquel pueblo cabeza de las
comunidades de Villa y tierra. El mejor de todos los trilleros era Rufino
Virseda héroe de la batalla de Brunete. Lo cogieron los rojos prisionero...
consejo de guerra y condena a muerte pero él era tan simpático, tan mañero y
con don de gentes que se granjeó la amistad de los cabos de vara de la
república. El general Miaja le nombró machacante particular, le limpiaba las
botas y le servía el desayuno. Al final de la guerra en Cantalejo lo dieron por
muerto pero cuando le cantaban el gorigori todos quedaron sorprendidos cuando
el trillero Rufino cruzaba el cancel del templo donde se oficiaban sus
funerales. He conocido la tecnología del arado romano de la hoz la zoqueta el
dalle y el trillo y ahora mis amigos me mandan mensajes por guasaps, puedo
contemplar televisión interactiva y los americanos se proponen colonizar Marte.
Es evidente que el mundo ha cambiado muchísimo. Es también innegable que los
artífices del desarrollo de la ciencia aplicada han sido judíos. Esto
constituye el misterio de un oculto y misterioso designio. Tú tienes una
obsesión con esa gente. Por favor no seas antisemita. Ellos han ganado la partida
del progreso y la modernidad. No digas ni palabra de lo que piensas sobre el
Shoah aunque tus reservas sean verdad. Es una actitud impolítica. Te conviertes
en un apestado. Hay que ser más diplomático.
El mulo, el animalito, si
hubiera podido hablar le hubiera explicado al amo que las granzas del pesebre
estaban un poco tomadas de saín pero nada dijo. No era la burra de Balaán. El
Elpidio, recogidas las boñigas, las sacaba fuera de la parva y las tiraba a un
montoncillo estercolero que después serviría para abonar la suerte. Más de un
trallazo se había llevado el Elpidio de su abuelo el tío Aquilino cuando le
cogió in fraganti dejando a la yunta cagar y mear en la parva pues las manos
van al pan, chiquitos. La tarde se hacía menos larga, cantando por Antonio
Molina o por Angelillo. Lo del prefacio era Canto gregoriano a la manera
aldeana. ¿Quién anda ahí? ninguna respuesta daban. Era mi imaginación que
percibía los sonidos, los olores de hacía más de medio siglo. Dando vueltas por
el mundo yo siempre regresaba a este cotarro donde debió de haber un monasterio
muy antiguo que hubo de ser evacuado y la iglesia destruida con una torre
cortada a bisel como la punta de un cúter. Quedaba el campanario de ojos
fantasmales que parecía un obispo sentado en su cátedra y mis ojos contemplaban
el cielo radiante del páramo. Quedaba sólo el ábside de la iglesia visigoda.
Era el ombligo existencial. El somo donde se levantaban las ruinas de San
Gregorio constituyó el epicentro de su vida. De allí irradiaban los fulgores de
la cuestión irremediable centrada en los dos supuestos paralelos: el amor y la
muerte. Los cantos de resurrección se conjugaban con los responsos mortuorios
millones de veces sonando en aquel risco. Abajo, marcaban el paso los danzantes
al son del tambor y la dulzaina en las noches de ronda y de arrebolada
ancestrales costumbres que en estos tiempos del rock a las juventudes no dicen
nada. San Frutos pasó la hoja del calepino que estaba leyendo en piedra y que
no acabará de leer hasta el día del Juicio por la tarde. Entonces sonará la
trompeta y se alzarán los muertos con los mismos cuerpos y las almas que
tuvieron. Es lo que dice la Biblia
Soplaba una brisa que arrancaba
las hojas del espino milenario y la torre románica con sus dos ojos grandes que
miraban para el pueblo de forma enigmática advirtiéndole de los Novísimos.
Caronte aguarda, la torre de la antigua iglesia de San Gregorio miraba para la
aldea las cavidades vacías del campanario fijándose bien ofrecían el perfil de
una guadaña. El quietorium siempre en calma. Allí sepultaron a un quincurión
romano que desvió ruta cuando su falange se dirigía a Uxama. Tuvo la culpa el
vino de aquel extravío, confundir los miliarios el soldado o hacerse la picha
un lío extraviándose por el andurrial. Se equivocó la paloma. Se equivocaba
Cinco de sus vélites vinieron a recogerlo y querían reportarlo en andas hasta
la cohorte pero el centurión dijo: “enterradlo en la Foncalada y que la tierra
le sea leve”. Allá excavaron un cipo conmemorativo. Luego quemaron incienso a
los dioses. Aquellos páramos guardaron para siempre el perfil augusto de Roma.
Siglos adelante los templarios fundaron en aquel monte sagrado un ara. El vino
de la tierra fue la causa de aquel desvío. Paró en una bodega (caupona) de Sacramenia de las que abren
sus fauces en el cerro internándose en la montaña y honró a Baco con profusas
libaciones y subió hasta Foncalada dando tumbos. Al legionario romano los campos
se volvieron del revés; la tierra arriba y las estrellas a sus pies le hablaban
con emisiones catódicas a millones de kilómetros de distancia. Parece que se
reían y es que temblaban de la
pítima que cogió al perder
camino. ¿Será esa la estrella de mi destino? Se preguntaba el quirite borracho
que perdió la senda y las piedras de los miliarios de la estrada. Caldos
exquisitos de la tierra. Vinos traidores. Pero ¿qué sería de la vida sin vino?
Baco aleja siquiera perentoriamente los pesares y zozobras del vivir. Mi
Aderita a la que traicioné me confortaba insuflándome al oído el veredicto de
mi condena.
─Eres un fracasado. Todo te
sale mal porque cometiste el gran pecado de desamor. No busques disculpas ni
añagazas, ni eches la culpa a los judíos. En mi vida fuiste el sacerdocio del
mal
─Te di un hijo: Helen the shining one.
Me dieron ganas de llorar. La
torre de san Gregorio estaba hueca, los peldaños de la escalera de caracol por
donde se subía muy desgastados lo menos una cuarta alabeadas de profundidad, de
las pisadas de los siglos, sus campanas se las llevaron los sarracenos para
convertirlas en lanzas contradiciendo el veredicto de Isaías: Convertiré las
saetas en rejas de arado. Grité entonces en alemán un salmo penitencial:
─Es reue mich. Mucho me pesa, pesame, Señor, de haberos ofendido.
─Mis plegarias no eran
escuchadas
─Gospodi achisti grieji nas – murmuré en ruso con las palabras en eslavónico del
canon penitencial de la misa de san Juan Crisóstomo
La cencellada de la noche
castellana heló sus huesos y sucumbió arrecido antes de alcanzar los castros de
aquella tierra alta. Porque mucho me impresionaron a mí desde niño
aquellas cavidades ojos vacíos de un campanario sin campanas que se llevaron
los soldados de Murat, cuando la francesada me hablaban del destino misterioso
que a todos aguarda y no cesaba de darme golpes de pecho en un acto de
contrición. Una urraca voznaba sobre el espino adyacente al camposanto. Alcé
los ojos a lo alto. Sobre el cielo nítido planeaba el halcón que merodeaba el
palomar. Ya se sabe que la ralea o presa del halcón es la paloma, la del azor
la perdiz y la del gavilán el jilguero y yo era in pobre jilguero perseguido
por los ojos puntiagudos del gavilán. Mi existencia fue un episodio. Caí entre
las garras de las aves de presa (los curas, los políticos, las mujeres) como un
pardillo. Muy altaneros todos, y yo humilde y acongojado, sin saber hacia dónde
tirar. ¿Dónde encontraré refugio? ¿Cómo me zafaré de mi propia inconsciencia?
Quizás salvé siguiendo las leyes de la casualidad y del instinto. Esta
explicación no era suficiente. Un arcángel tocaba la lira en lo alto del cerro.
Era él quien me puso a cobro de las acechanzas de los numerosos enemigos. La
Virgen Santísima enjugaba las lágrimas del llanto mío. De su mano pude cruzar
los arroyos torrenciales y ramblizos, aunque a la ramera y al juglar la vejez
les viene el mal. Puede que todo ello no fueren sino excusas para justificarme
porque a lo largo de la existencia me había topado con muchos leguleyos y a los
rábulas se les vence dando la vuelta al argumento. Es reu mich. Gopspodi achisti grieji nash. De pensamiento palabra y
obra u omisión pequé yo. Mi confiteor sonaba rotundo y solemne aquella mañana
del 12 de marzo cuando la iglesia latina celebra el tránsito de san Gregorio Magno.
Fue el que introdujo en la iglesia la dulzura del canto gregoriano. ¡Cuántas
veces habré pulsado la cuerda de sus melismas y entonado las estrofas del
Veni Creator, el himno a cuyo
compás fui consagrado presbítero hace muchísimos años
Mucho me pesa, Señor de haberte
ofendido. Y mi abuelo asomó el gallo. Por las tapias del cementerio se alzaban
las cabezas de gente que yo conocí, sombras distantes cabe la puerta cerrada
del cementerio y el hastial solemne de sillares como nuevo y tenían más de diez
siglos. Habían exhumado los restos de mi hermana Henar fallecida en 1941. Parte
del antiguo templo había sido destruido. Uno de los lienzos de pared mostraba
las adarajas o quixaras devastados por la morisma. Aquella era una tierra de
frontera y el antiguo templo sucumbió a una razzia de primavera del moro
Almanzor que pasó por allá tocando el tambor. Traté de explicar esto a mis
paisanos rabaneros por las fiestas de san Pedro cuando di una conferencia pero
me cortaron a medio discurso. Alegó el alcalde que era muy largo el sermón.
Dijeron que el parlamento era muy largo. Nadie es profeta en su tierra. Bajé
besando las cruces del calvario a un pueblo en quietud que me resultaba extraño
retomando los pasos perdidos de la infancia. Escuchaba los carros cargados de
hacinas, los cantos de la gente que iba a la siega, el son de las esquilas de
los asnos castrones, cuando a media tarde llegaba el molinero de Fuentidueña
con su recua, los costales de harina cargados a lomos de los burros y el gruñir
de los marranos en el henil. Las mujeres encinta tenían por costumbre la
víspera de San Andrés acudir a la cohorte para escuchar los gruñidos de la
cerda. Si el primer bramido era del lechón niña tendremos, pero si el gruñido
partía de los hocicos de la marrana la preñada pariría un churumbel más guapo
que las pesetas. Corté el cordón umbilical del cariño pero sigo unido a tu amor
como el arado a la esteva, aun estando desencajadas las belortas y la reja sin
filo de la esteva desencajada. ¿Con estos bueyes cómo ir a arar sin aguijada ni
tralla en lucha contra los elementos y contra todos? Soy yo, parlando
desde una época que pasó, hombre de ayer que no encentra resquicio pero no
maldigo a los dioses, feliz de haber llegado a viejo cuando mi infancia parece
que fue ayer. Hados perversos al ostracismo me condenaron y todos se ríen de
mí. Ya lo hicieron con Job. Mi libro de cabecera son las páginas del bestiario
del arte románico. Propalo quimeras, redacto fantasías porque he visto dar
vueltas a la cabeza furibunda de la medusa quimérica y
hermafrodita, melena de león el cuerpo de cabra y la cola de dragón, vagina de
mujer y bálano viril las ubres las arrastra por detrás y por delante, pega
bandazos a diestra y siniestra como el destino cruel y proclama al igual
que el pregonero de la gran manifestación del ocho de marzo la emasculación
liberadora a petición de los Coños Grandes Widecunts. En la fiesta de las
vaginas las Euménides nos cantan las marzas. Las gomias marimachos van seguidas
de la peste en la gran cabalgata de la Reina Ester. Tiempo de voraces tarascas
aniquiladoras. Una reina putona que le cortó a Haman la cabeza después de
hacerle el amor quiere enmendarle la plana a la doncella de Nazaret. Desfilan
gritando consignas y escupiendo gargajos contra la religión estas cabronas que
se educaron con las ursulinas, se ríen de la maternidad con un no es no y con
mi cuerpo yo hago lo que me da la gana. Son los postulados de una sexualidad
insaciable e irascible sin control. Carmen Fernández del Toro, la gran bollera,
encabeza la gran manifestación. Entran en las iglesias y descabezan las
imágenes de la Virgen María. Irrumpió en España la furiosa iconoclastias. Los
buharros bailan mientras tanto en la plaza del Carmen su rigodón banderas arco
iris desplegadas al viento. Yo no iré nunca a esa demostración. Lo mío es la
fábula, el placer y el arte de las tres verdades que se fraguan en
mi imaginación y en mi ilusión inventora. Hijos sí padres no. Pero esto es
trágala, chiquitos. Nos adentramos en el reino de las quimeras del
que nadie vuelve con el cuerpo en condiciones. El alazán apocalíptico trota al
paso entre gritos y consignas y reportajes in situ de las reporteras de la
Telebasta. Allá van las féminas de la exaltación arrastrando sus pies enfermos
de quiropedias, vientres caídos los ojos con ptosis les supuran las legañas, y
sus labios malos que piden la lanceta del cirujano que les haga una
quiloplastia. Mujeres de silicato saltan a la red opíparos bustos hinchados
artificialmente. Acampa en el prado el sindicato de las peores furcias. Es la
hora de los coños grandes despiadados. Es cosa de arreglar todos esos morros
caídos a causa del desenfreno, les gusta demasiado chuparla. Hijos sí maridos
no. Felaciones, queremos felaciones Vivan los vientres de alquiler. Las
cotorras se suben a los árboles empuñando el micrófono con punta de alcachofa y
largan sermones preñados de visceral oratoria anti viril. Es el tiempo de
Acuario. Vengan los marimachos, mujeres al poder. Empoderarse es una palabra
nueva. Estoy triste con este desvarío pero me consuelo cantando el evangelio
mirando para Aquilón. El quiasmo de la cruz de Constantino se
perfila sobre el horizonte. Ellas no vencerán pues su grito es contra la vida.
La espada de Miguel acabará con el libertinaje pero han conseguido ponernos a
todos el bozal pandémico. En los cinco continentes seis mil millones de seres
humanos respiran a través de la mascarilla ¿Madre por qué callas, por qué no te
enfrentas y levantas el pendón de la verdad? Ahí tenemos al preste Zabulón
haciendo misa en las campas de Iraq. Su antecesor fue el responsable de la
muerte de Hussein y de la gran efusión de sangre porque lo mandaba el Gran
Sanedrín y en el Vaticano os callabais por la cuenta que os tiene. ¿Y el holocausto
de Siria y las aguas del Éufrates y del Tigris que bajan tintas de sangre de
las víctimas de estas guerras? Madre no calles más. Los enemigos de la iglesia
se esconden bajo el halda de tu sotana blanca. Deja de sonreír con tu cara
asnal y de mover tu inmenso culo que emite cuescos con olor a mate. Dice que el
catolicismo no es la religión verdadera pues ahora sí que estamos buenos. Uno
no se desunce tan fácilmente de los genes. Hoy dije mi misa como de costumbre y
quedé en paz conmigo y con el mundo dispuesto a trovar, aun con cierto rezago,
las vivencias del pasado a título de inventario nada más, sin ánimo de lucrarme
o por prurito artístico pues soy un escritor fracasado. Todo se fue por la
posta. En el entierro de la sardina di a la tierra lo que es suyo: mis sueños
redentores. Sigo siendo cura. Mis manos fueron ungidas por el obispo. Me separé
de la iglesia con el Vaticano II. La Virgen me apartó de esa patulea de
clérigos fornicarios vagabundos y borrachos. Tuve un amor o muchos amores pero
fui leal y nunca cometí adulterio con la sacristana ni con la mujer de
cualquier feligrés incauto, esos curas que miran con ojos de fauno y ponen en
la cabeza el mirmillón como un saliente Príapo protuberante en el casco. Con
todo y eso la clemente Venus madre de todos los hombres me devolvió a ese
epicentro mágico (okolos), el tete
manantial de vida. Venimos de ese flujo que se derrama en esas eyecciones
guarras que las meretrices en pantalla tienen a gala mostrar coram populo. Hijos somos de un
excremento líquido y nos cagamos cuando exhalamos el último suspiro. Orgullosas
de que les vino el latigazo consolador de pilas en ristre volviendo los ojos de
placer para poner los dientes largos de los mirones que pagan un euro por
contemplar el lastimoso espectáculo de estos estertores venéreos. ¿Y qué dicen
las feminoides? Nada. Estamos en la era de Acuario. Ya dijo Protágoras que el
hombre es la medida de todas las cosas cuando yace con hembra placentera sobre
todo. De esa creencia se mofaba Plauto en sus comedias. ¿Existen los dioses del
Olimpo? ¿Serán las religiones una excrecencia de la mitología pagana? las
religiones separan pero estas hetairas liberticidas nos vuelven a los hombres
de toda calaña iguales. Son cosas del rasero igualitario que endereza lo
torcida y hará llanuras de las montañas, de acuerdo con las pautas del terror del
milenario. No sé pero a mí me gusta rezar la misa según el canon gregoriano. Mi
alma se llena de una tranquilidad venida de lo alto cuando me dispongo a
consagrar. Luego me reconozco pecador. Para distraerme pulso los portales porno
de la red y miro para las hembras y ¡qué hembras¡ Señor! Venus nació de la
espuma y el primer hombre fue extraído del barro. Fuimos concebidos en la
inmundicia y rodeados de corrupción y hedentina cadavérica nos vamos. Estoy
asustado de semejantes visiones lúbricas, grandes vergas de todos los tamaños y
colores, clítoris rasgados o en escuadra. ¿No les dará vergüenza? Los cóhenes y
macarras de este gran puterío cinético hacen caja y no dan abasto; cada vez hay
más mujeres en el mundo empeñadas en no esconder sus galas naturales lo que les
dio Natura unas por prurito otras por coqueteo otras por necesidad como las
viudas milf, puesto que el porno manda. Recordemos que este es el tiempo de
Acuario una constelación húmeda que otorga el mando a las hijas de Eva. El
hombre se siente desterrado e impotente. Sexo y más sexo y exhibiciones
procaces donde toda la lujuria tiene cabida. Aúllan algunas como lobas. Otras
más precavidas gimen imitando a las gatas en el celo de enero. Aguardando el
vestigal o denario con que Roma pagaba a sus putas. Hoy es fácil irse de picos
pardos. Basta con un clic. Abrimos internet y, ala, allá están las señoras
meretrices muy emperejiladas. Hay una rusa que es la mujer más perfecta que yo
alcancé a ver a lo largo de mis muchos años de vida. Es muda y cuando recibe la
moneda del mirón o sienten la explosión de una sacudida en sus entrañas, lanza
un mayido, un alarido con su voz de trapo, un cuerpo perfecto de la Jengibre
una hermosa ucraniana con el pelo de estopa a la que apodan Gingerbread nunca
vi carnes tan blancas piel tan pigarga ni
ojos tan azules. Está encinta y trata de disimular su gravidez poniéndose
bañadores negros. Es una superdotada. Despliega sus senos al aire y calculo han
de pesar media arroba. Su mirada es entre triste y divertida. Todos los
televidentes muestran curiosidad por saber quién fue el afortunado que dejó la
huella de su virilidad en útero tan precioso y ella dice que fue en el privado
de un chat, un soplo aleteando por internet en sus alternancias binarias del
yin y el yen. ¿Por virtud del espíritu santo? No lo creo. La preñez no fue
virtual sino a efecto de un contacto, físico un polvo salvaje aunque haya dice
que va a parir un hijo cibernético. ¿Será Billy Gates el padre de la criatura?
Hay ciertos códigos éticos en tiempos de perversión de infecundidad y carestía
que nos cominan a “fazer linaje” como diría el otro. Por mucho que se empeñen higienistas
y moralistas nunca podrán acabar con el trato torpe ni el comercio de la carne.
Siempre habrá féminas que se desentiendan de los grandes principios éticos y
entreguen sus donaires a cambio de un puñado de dólares. Esta mujer, aun
desnuda sin embargo, parece el paradigma de la castidad. En otras congéneres el
espectáculo se convierte en algo brutal libidinoso que incita al asco ante
semejante perversión coprológica. Al verlo muchos se acordarán de la sentencia
de Job. Tengo que insistir por ese cabo que me asusta la promiscuidad y falta
de recato sobre la mierda en que nacemos y envueltos en ella nos vamos, hijos
somos de una eyección excretoria, de una secreción vaporosa y hormonal… “Et in corruptione genuit mihi mater mea”.
Pienso, madre, que tú no me pariste en el dolor pero no en el alfaque de los
bajíos de la secreción vaginal. Yo soy un tío que mamé buena leche y de
calidad. “A éste lo crías con polvos finos, Felicitas” oí decir al tío Matías
el sacristán que era un borracho empedernido. Tú no te colocaste en la cabeza
el “pallolium”, la mantilla corta, con la cual iban las mujeres de
la vida caminando por las calles de Roma. A uno que me llamó una vez hijo de
hetaira le hinché los morros.
Yo conocí a la tía Apolonia, ya
muy viejecita y encorvada. Al final de la misa se quedaba rezagada haciendo un
recorrido por las imágenes de las capillas de la iglesia de san Pedro, gira
espiritual que podría alargarse hasta media hora, a veces tres cuartos y a mí
me encargó el cura don Frutos cerrar la iglesia. Al no ser mi intención
distraerla de sus piadosas plegarias a todos los santos de la corte celestial
que a ella bendecían desde su peana: san Isidro Labrador, la Virgen de Fátima,
el Resucitado que donó mi pobre abuelo Benjamín cuando sanó aparentemente del
cáncer de próstata, san Gregorio papa, la Virgen de los Dolores y sobre todo
san Pedro, instalado en un trono del altar mayor debajo de la cara excelsa del
Padre eterno que se asomaba entre nubes de purpurina ostentando la esfera
armilar, o hacía sonar el manojo de pesadas llaves… Vamos tía Apolonia, vamos.
Aquella espera me hacía pensar en un cuento que se dejaba caer en labios de los
atrevidos y salaces en los filandones del invierno. Se trataba de un cura que
tenía un lío con la mujer del herrero. Estos se comunicaban por medio de toques
de campanas. Un repique de siete badajadas significaba que el campo estaba
expedito y que el buen párroco podía acercarse a la herrería a cortejar su
dama. Dos toques seguidos que no. Que había moros en la costa. El romance tuvo
prosapia y rigor de modo que los toques se convertían en una composición
musical. Desde la torre el amante enviaba un mensaje a su adorada en aquellas
fechas que no había internet:
─Mariquita, mi señora, ven que
ya es hora.
La mujer del herrero subía a la
rectoral que perdía el culo a ponerle los cuernos al herrero con el cura. Las
comunicaciones se prolongaron durante algún tiempo. Mas, he aquí que el herrero,
que se estaba oliendo la tostada, interceptó los avisos desde el campanario, y
descifró el lenguaje críptico de la misma. Así que una tarde que estaba en la
fragua afilando una reja candente le mandó a su mujer que se sentase en la
bigornia. Al sentir el calor del hierro candente sobre sus posaderas pegó un
brinco que casi alcanza hasta el techo.
─Ay
─¿Está calentito eh? ─ exclamó
el herrero entre carcajadas.
En aquel momento sonó desde la
torre la llamada del amor. El párroco se estaba empezando a impacientar.
Repique que campanas:
─Mariquita encantadora, ven que
ya es hora.
Y desde abajo para que le
escuchara todo el pueblo con su vozarrón:
─Tiene el culo quemado, no
puede ahora
Algunos quieren estar en misa y
repicando. No puede ser.
Entonces se me acercó la tía Polonia, la hermana del
cura don Cirilo. Sus ojos eran muy azules, el pelo blanco como la nieve, no
tenía dientes, y se parecía por la blancura al hopo de algodón que hilaban las
mujeres de Requejar a la puerta. Dúctil sonrisa y un lobanillo en la comisura
del labio donde le había crecido un matorral de pelos negros.
─Ya es hora de encerrar. Vamos,
sí, hijo sí. Tengo tantas obligaciones, tantos difuntos que encomendad, que no doy abasto, tanta gente que me aguarda
ahí en eso (miró para el camposanto en el cerro), tanta gente que se me murió
que son centenares de padrenuestros de Réquiem. ¿Eres tú el Quintín el nieto
del tío Benjamín? ¿El que va para cura? De guaje te llamábamos el Soguillas
─Soy
Salimos al cancel y a la puerta
de la iglesia tomándome de la mano me dijo:
─Mira para arriba, Quintín,
hijo. Dirás lo que ves
─La torre de San Gregorio el
campanario sin campana. Se las llevaron los franceses para fundirlas y
convertirlas en balas de cañón. Ya no la bolean los mozos ni tocan a clamor por
los difuntos o rebato cuando se produce un fuego.
─Así es pero yo te voy a contar
un milagro que ocurrió el día de la Pascua de Resurrección. Habíamos venido mi
hermano y yo don Cirilo Sanz de Roma en peregrinación de ver al papa León XIII.
Era domingo de Gloria. Nos levantamos todos sobresaltados porque escuchamos el
sonido de la campana gloria que había mandado bendecir un rey muy antiguo el
rey Alfonso VII el emperador. Entonces el pueblo estaba arriba. Era un ribab
o fortaleza para defendernos los del sarraceno. Ese rey santo había
ordenado construir un cordón de monasterio en número de 24 desde Sacramenia a
Osma y Berlanga de Duero. Los musulmanes atacaron y destruyeron el villar la
iglesia quedó destruida pero las campanas seguían tocando a misa. Cuando los
franceses se las llevaron se dejó de escuchar el clamor en toda la contornada.
Mi hermano que era muy devoto de san Gregorio le pidió que antes de morir
querría oír aquel sonido. El Señor nos concedió esa gracia y aquella pascua de
resurrección bolearon a gloria como nunca habían sonado. Mi hermano dijo una
misa de acción de gracias y predicó un sermón en el que dijo: el diablo nos
arrebató las campanas pero no pudo con nuestra fe. Mientras esté ahí el
cementerio de san Gregorio seguiremos creyentes. ¿Te ha gustado, Soguillas?
─Como no, tía Apolonia, usted
lo cuenta que parece que lo ha vivido. Es cosa muy de tener por milagrosa que
las campanas toquen solas,
La anciana dibujó una sonrisa y
se alejó paso a paso. Había sido muy guapa de moza y tuvo muchos pretendientes
a los que dio calabazas porque creía que sirviendo al cura era como si
profesase de monja y se consagrara a Dios.
Yo tomé el pesado manojo de
llaves y los llevé a la rectoral. Don Frutos el cura en mangas de camisa cavaba
en la cerca al lado del molino. Sudaba como un pavo.
─¿Quieres almorzar?
─No me vaga. Tengo que hacer un
mandado a mi tía Paulina. He de ir a la fuente a llenar la botija.
Le conté la historia al párroco
según la tía Apolonia me había referido y don Frutos muy gnómico sin dar un
cuarto al pregonero pronunció este veredicto citando all padre Astete en su
catecismo:
—Fe es creer lo que no vimos
Desde aquel día cada año cuando
llega la Pascua Florida dentro de mi alma yo escucho las campanas de
Resurrección que bolearon en el campanario de San Gregorio resistente al paso
de los siglos. No he perdido el sentido del humor, tampoco la fe en lo que no
vimos.
El somo donde se levantaban las ruinas de San Gregorio constituye
el epicentro de su vida. De allí irradiaban los fulgores de la cuestión
irremediable centrada en los dos supuestos paralelos: el amor y la muerte. Los
cantos de resurrección se conjugaban con los responsos mortuorios millones de
veces sonando en aquel risco. Estaba convencido de que la religión no es sólo
una relación con lo desconocido y el más allá, sino también puro arte, Y los
humanos no podemos vivir sin esa parte artística de nuestra tradición
histórica. Abajo marcaban el paso los danzantes al son del tambor y la dulzaina
en las noches de ronda y de arrebolada, ancestrales costumbres que en estos
tiempos del rock a las juventudes no dicen nada. San Frutos pasó la hoja del
calepino que estaba leyendo en piedra y que no acabará de leer hasta el día del
Juicio por la tarde. Entonces sonará la trompeta y se alzarán los muertos con
los mismos cuerpos y las almas que tuvieron. Es lo que dice la Biblia
El abuelo Benjamín allí estaba mirándome asomaba el gallo
sobre las tapias de la iglesia de San Gregorio convertida en solemne casa de
todos. Parecía yo verle cojear camino de misa. Tenía la pata chula por el reuma
a causa de la humedad del arroyo que discurría a la puerta de casa. Fue a una
curandera y le recetó ponerse en la rodilla la piel de un conejo. A los tres
días olía a rayos. Y no era el reuma. Era la próstata que se le llevó por
delante interfiriendo los huesos; los oncólogos lo denominan metástasis. Se
sentaba en un banco del lado del evangelio compartido con el Tío Gregorin y el
Tío Bernardo. Al darle de alta en el hospital de la Misericordia después de su
primera operación prostática se creía curado del todo y regaló a la iglesia de
Fuentesoto un Resucitado. Sin embargo, la prostatitis volvió a la carga en
medio de inmensos dolores que soportó con paciencia “Es como si los perros me
estuvieran mordiendo los cojones, hijo” me decía y yo le ayudé a bien morir.
Leyéndole la Recomendación del alma. Los tres: Gregorin, Bernardo y Benjamín
eran quintos y los más veteranos del pueblo después del Tío Paulete que estuvo
en la contienda de Cuba y nos leía bajo el bardal libros de autores del 98.
Cuando la guerra los tres se hicieron de Acción Popular el partido de Derechas.
Gil Robles les dejó en la estacada. Mi abuelo Benjamín era muy religioso sin
ser beato, fe profunda de converso judío, esos que no cambian. Su adscripción a
la religión católica no fue óbice para que un día saliera al encuentro de un
cura muy malo que tuvimos en el pueblo que se llamaba don Amancio, cuando se
enteró de que aquel cuervo abusaba de mi tía Rosario. Fue a por él y el cobarde
huyó en un burra camino de Hontalvilla de donde era natural. Escribió el abuelo
al obispo y el obispo que se llamaba Pérez Platero le mudó de parroquia pero no
le suspendió a divinis ni
le quitó las caras dimisorias. Aquel Amancio era bueno y barato en
cuestión de mozas. Al coro de Acción Católica se las pasaba por la piedra
invitándolas ora al confesonario ora a la rectoral. Hacía a pelo y a pluma
porque según supe también cierto que otro monaguillo incauto cayó en sus
garras. Desde entonces he tenido prevención contra la clerigalla y a pesar de mis
órdenes sagradas creo que lo del celibato es una regla para engendrar expósitos,
una perfecta añagaza porque han convertido el sexto mandamiento en mandato de
poder y abusos sexuales. Es una ley contra natura que sólo unos pocos son
capaces de sobrellevar a costa de acabar tarados. Caparse por Jesucristo sería summum bonum para alcanzar el
monte de las bienaventuranzas cuya cúspide únicamente unos pocos escalan y a
estos tarados hay que canonizarlos santos. Mi tía Rosario acabó en un convento
de Adoratrices. Fuimos a verla a Barcelona. A mí me quería mucho. Luego colgó
los hábitos y se casó con un guardia civil mi tío Manahén ese sí que era un
santo por aguantarla. Pues allí estaba mi abuelo apoyado en su cachava, calada
la gorrilla hasta las orejas y mirándome con severidad. Sólo me sacudió el
polvo una vez que fuimos a melones y a mí me pilló el guarda y él tuvo que
pagar una multa de dos pesetas.
─Te las sacaré de culo, granuja.
Yo alegué que fueron los
otros los que me indujeron a entrar en el vedado porque yo era un niño muy
inocente e incauto. Aún recuerdo aquella noche de luna llena cuando yo me había
quedado en el corral sin atreverme a entrar en casa.
─ Pasa, hijo, que es hora de cenar
─ No quiero, no me da la gana
─ Como que no quieres, no te da la gana. Ven acá
Me cogió e las orejas y aquella noche cené de la cayada avuncular.
Fueron cinco cintazos en las nalgas. No me dio más, pero desde entonces no se
me ocurrió ir a sandías ni a peras ni melones, ni a por moras a
Peñacolgada. El abuelo Benjamín los tenía bien puestos. Era un labrador cabal,
el que araba más recto en toda la comarca, el que sabía binar las tierras
imbuido de una sabiduría ancestral. Un jueves vino a visitarme al seminario
antes de morir y me recomendó ser aplicado y diligente, no hacer mal a nadie
pero defenderse cuando te agreden. Nunca te dejes pegar “No quiero que te tomen
por tonto”.
.
─Eres un fracasado. Todo te sale mal porque cometiste el gran
pecado de desamor. No busques disculpas ni añagazas, ni eches la culpa a los
judíos. En mi vida fuistes el sacerdocio del mal
─Te di un hijo: Helen,
the shining one.
Me dieron ganas de llorar. La torre de san Gregorio estaba hueca,
sus campanas se las llevaron los sarracenos para convertirlas en lanzas,
contradiciendo el veredicto de Isaías: Convertiré las saetas en rejas de arado.
Grité entonces en alemán un salmo penitencial:
─Es reue mich. Mucho me
pesa, pesame, Señor, de haberos ofendido.
─Mis plegarias no eran escuchadas
─Gospodi achisti grieji nas
– murmuré con las palabras en eslavónico del canon penitencial de la misa de
san Juan Crisóstomo
La cencellada de la noche castellana heló sus huesos y sucumbió
arrecido antes de alcanzar los castros de aquella tierra alta
mucho me impresionaron a mí desde niño aquellas cavidades ojos vacíos de un
campanario sin campanas, que para colmo tocaban solas, que se llevaron los
soldados de Murat cuando la francesada, me hablaban del destino misterioso que
a todos aguarda y no cesaba de darme golpes de pecho en un acto de contrición.
Una urraca voznaba sobre el espino adyacente al camposanto. Alcé los ojos a lo
alto. Sobre el cielo nítido planeaba el halcón que merodeaba el palomar. Ya se
sabe que la ralea del halcón es la paloma, la del azor la perdiz y la del
gavilán el jilguero y yo era in pobre jilguero perseguido por los ojos
puntiagudos del gavilán. Mi existencia fue un episodio fallido. Caí entre las
garras de las aves de presa (los curas, los políticos, las mujeres) como un
pardillo. Muy altaneros todos y yo humilde y acongojado sin saber hacia dónde
tirar. ¿Dónde encontraré refugio? ¿Cómo me zafaré de mi propia inconsciencia?
Quizás salvé siguiendo las leyes de la casualidad y del instinto. Esta
explicación no era suficiente. Un arcángel tocaba la lira en lo alto del cerro.
Era él quien me puso a cobro de las acechanzas de los numerosos enemigos. La
Virgen Santísima enjugaba las lágrimas del llanto mío. De su mano pude cruzar
los arroyos torrenciales y ramblizos, aunque a la ramera y al juglar la vejez
les viene el mal. Puede que todo ello no fueren sino excusas para justificarme
porque a lo largo de mi existencia me había topado con muchos leguleyos y a los
rábulas se les vencen dando la vuelta al argumento. Es reu mich. Gopspodi achisti grieji nash. De pensamiento palabra y
obra y omisión yo pecaba. Mi confiteor sonaba rotundo y solemne aquella mañana
del 12 de marzo cuando la iglesia latina celebra el tránsito de san Gregorio
magno. Fue el que introdujo en la iglesia la dulzura del canto gregoriano.
¡Cuántas veces habré pulsado la cuerda de sus melismas y entonado las estrofas
del Veni Creator, el
himno a cuyo compás fui consagrado presbítero hace muchísimos años¡
Mucho me pesa, Señor de haberte ofendido. Y mi abuelo asomó el
gallo. Por las tapias del cementerio se alzaban las cabezas de gente que yo
conocí, sombras distantes la puerta cerrada del cementerio y el hastial solemne
de sillares como nuevo y tenían más de diez siglos. Habían exhumado los restos
de mi hermana Henar fallecida en 1941. Parte del antiguo templo había sido
destruido. Uno de los lienzos de pared mostraba las adarajas o quixaras
devastadas por la morisma. Aquella era una tierra de frontera y el antiguo
templo sucumbió a Una razzia de primavera del moro Almanzor que pasó por allá
tocando el tambor. Traté de explicar esto a mis paisanos rabaneros por las
fiestas de san Pedro cuando di una conferencia pero me cortaron in medias res alegando que el sermón era
muy largo. Razonó el alcalde que era muy largo el sermón. Dijeron que el parlamento
mío se perdía en disquisiciones porque me había propuesto agotar la materia
antes de lanzar el pregón de las fiestas patronales. Nadie es profeta en su
tierra. Bajé besando las cruces del calvario a un pueblo en quietud que me
resultaba extraño retomando los pasos perdidos de la infancia. Escuchaba los
carros cargados de hacinas, los cantos de la gente que iba a la siega, el son
de las esquilas de los asnos castrones, cuando a media tarde llegaba el
molinero de Fuentidueña con su recua, los costales de harina cargados a lomos
de los burros, y el gruñir de los marranos en el henil. Las mujeres encinta
tenían por costumbre la víspera de San Andrés acudir a la cohorte para escuchar
los gruñidos de la cerda. Si el primer gruñido era del lechón, niño tendremos;
pero si el gruñido partía de los hocicos de la marrana la preñada pariría una
hembra El quiasmo de la cruz de Constantino se perfila sobre el horizonte..
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