SAN ANTÓN
LA GALLINA PON
Dio gracias a Adonai por haber salido con bien del intento
de envenenamiento en el mesón de la Puñalada. Un signo. Hay que mirar a las
estrellas donde se inscribe nuestro destino en busca de señales. Los dioses
mandan desde el firmamento un aviso. Y, ya con el alta médica en el bolsillo,
al abandonar el hospital enclavado en los cerros de Majadahonda se veía la
sierra cubierta de un manto níveo bajo los arcos del austero monumento a
Mota y Marín, aquellos dos valientes rumanos, voluntarios de la Guardia de
Hierro, que dieron su vida por España allí en aquellos recuestos por donde
Madrid se urbaniza y dejó de ser campo. De modo que volvió a su casa que estaba
a unas manzanas del centro médico, respirando hondo y pisando fuerte ufano de
haber sobrevivido. La internista asturiana le hizo una transfusión de sangre
con un fármaco antídoto de neutralización de la belladona. El Analecto y
la Abamita vaya un par de cabrones quisieron darle el pasaporte. Que se jodan.
Entre potas pucheros anda el Señor pero también se esconden los asesinos. Así y
todo estaba muy dolorido y quemado por dentro. Les hubiera pegado a los dos un
tiro, si no hubiese temido a volver a la cárcel.
En su esconce todo seguía igual. Un cuadro del Arcángel san Miguel le saludó bajo la puerta. Vuelve a casa, pan perdido. En la calle, la rutina de siempre, los mismos ruidos. Allí le aguardaban sus libros de rezos, sus estampas de vírgenes y sus rosarios colgados de la pared y las linternas y palmatorias para alumbrarse de noche. Había meses que le cortaban la luz por falta de pago y estos hachones magnéticos le hacían buen servicio cuando se iba la corriente.
Uno de los rosarios era enorme medía dos metros y los dieces enjaretados en un cordel de esparto los cinco misterios con los cinco gloriapatris rematando en una cruz fabricada con la roña de la corteza de un pino santo que talaron para ayudar a los creyentes en la devoción de santo Domingo los jerónimos del Parral de Segovia, carpinteros a lo divino que hacían bancos y cruces para las parroquias. Pero este sarta piadosa tenía cierto valor histórico porque había pertenecido a Sor María de Agreda a Gumersindo Manahén Arije le inspiraba gran devoción esta mística doctora que escribió más de veinte tomos sobre la Virgen y los escribió de rodillas. Fue muy conocida en el siglo XVII por sus deliquios, levitaciones y éxtasis místicos, ya que, supuestamente, había recibido del Altísimo el don de la bilocación.
Mediante dicha gracia ayudó y consoló en sus noches tristes a los misioneros de Nueva España, así que mientras la priora de Ágreda en alma oraba sentada en el coro de su convento su cuerpo era transportado por los ángeles al Nuevo Mundo. Testigos presenciales la vieron bautizar a los indios de Guanajuato y gracias a sus dotes los mexicanos conocieron las doctrinas de Jesucristo. Fue a visitarla el rey Felipe IV a su regreso de su triunfal campaña en las guerras de Cataluña fue aplastada la rebelión de los barceloneses levantiscos y la monja y el rey se hicieron amigos. Es copiosa la correspondencia que se conserva de las cartas entre el monasterio y Palacio. En ellas sor María amonestaba con dolor pero sin acrimonia al monarca por sus excesos y amorosos desvaríos. Felipe IV tuvo fama de mujeriego. No paraba de sofaldas damas de la corte e incluso aguadoras de Madrid y actrices tan famosas como la Calderona. No se paraba en barras y a veces profanaba el sagrado recinto de los beaterios tan abundantes por aquel entonces en la capital del reino:
En su esconce todo seguía igual. Un cuadro del Arcángel san Miguel le saludó bajo la puerta. Vuelve a casa, pan perdido. En la calle, la rutina de siempre, los mismos ruidos. Allí le aguardaban sus libros de rezos, sus estampas de vírgenes y sus rosarios colgados de la pared y las linternas y palmatorias para alumbrarse de noche. Había meses que le cortaban la luz por falta de pago y estos hachones magnéticos le hacían buen servicio cuando se iba la corriente.
Uno de los rosarios era enorme medía dos metros y los dieces enjaretados en un cordel de esparto los cinco misterios con los cinco gloriapatris rematando en una cruz fabricada con la roña de la corteza de un pino santo que talaron para ayudar a los creyentes en la devoción de santo Domingo los jerónimos del Parral de Segovia, carpinteros a lo divino que hacían bancos y cruces para las parroquias. Pero este sarta piadosa tenía cierto valor histórico porque había pertenecido a Sor María de Agreda a Gumersindo Manahén Arije le inspiraba gran devoción esta mística doctora que escribió más de veinte tomos sobre la Virgen y los escribió de rodillas. Fue muy conocida en el siglo XVII por sus deliquios, levitaciones y éxtasis místicos, ya que, supuestamente, había recibido del Altísimo el don de la bilocación.
Mediante dicha gracia ayudó y consoló en sus noches tristes a los misioneros de Nueva España, así que mientras la priora de Ágreda en alma oraba sentada en el coro de su convento su cuerpo era transportado por los ángeles al Nuevo Mundo. Testigos presenciales la vieron bautizar a los indios de Guanajuato y gracias a sus dotes los mexicanos conocieron las doctrinas de Jesucristo. Fue a visitarla el rey Felipe IV a su regreso de su triunfal campaña en las guerras de Cataluña fue aplastada la rebelión de los barceloneses levantiscos y la monja y el rey se hicieron amigos. Es copiosa la correspondencia que se conserva de las cartas entre el monasterio y Palacio. En ellas sor María amonestaba con dolor pero sin acrimonia al monarca por sus excesos y amorosos desvaríos. Felipe IV tuvo fama de mujeriego. No paraba de sofaldas damas de la corte e incluso aguadoras de Madrid y actrices tan famosas como la Calderona. No se paraba en barras y a veces profanaba el sagrado recinto de los beaterios tan abundantes por aquel entonces en la capital del reino:
─Eso que su merced realiza, Majestad no sólo ofende a Dios y le
conduce al infierno también está muy feo─ le reconvenía la madre superiora de
las concepcionistas de Agreda.
─Ya lo sé, reverenda madre, pero no puedo. No puedo.
El cuarto de los Felipes, decía el doctor Marañón, tenía una libido
desbocada, era insaciable. Si hubiese sido reina hubiera padecido de furor
uterino. En todo caso su sensualidad se parecía a las de las mujeres. Sus
biógrafos no ocultan que llenó el reino de bastardos. Engendró a más de de
setenta hijos naturales y hasta podría ser que llegara a tirarle los tejos a
sor María que era bastante guapa pero no consta porque era una santa y devolvió
escandalizada los billetes enamorados que el rey le mandaba hablándole muy
seriamente de las penas del infierno y del cruel destino reservado a los
concupiscentes en las Calderas de Pedro Botero. A don Gumersindo le hacían reír
estas cosillas. Pensaba que el catolicismo en su rama conversa está obsesionado
con las llamas infernales y con el sexo pero él ya no era joven para escandalizarse
por tales asuntillos. Mirando las cosas con cierta distancia y sin
apasionamiento, la misión de los reyes es engendrar muchachos y la obligación
de las reinas parirlos. Ardua tarea porque muchas de aquellas pobres y tristes
reinas morían de sobreparto y no alcanzaban la edad provecta. De este peligro
nos advierte una visita al pudridero del Escorial donde se amontonan las
sepulturas de recién nacidos perro España y yo somos ansí, señora. Que quieren
vuescerdes que yo faga. El rey Felipe no lo podía remediar trigger
happy de bragueta pero nunca probaba el vino, la probaba la caza y
tenía un gusto exquisito por la pintura. San Antón la gallina pon y hasta san
Antón pascual son. El padre Ángel estaba solemne y más orondo con un ocho que
no le cabía un piñón por culo bendiciendo a los burros, los perros y garos del
todo Madrid. Abrió las puertas del templo en la calle Hortaleza a los nobles
brutos Dios le perdone porque ese clérigo asturiano culo de mal asiento que
tiene un sexto sentido para sacarle la pasta a los famosos desconoce que a las
fieras no les está permitido pisar sagrado y un día de San Antón yo vi a un
gran danés tan enorme como un oso andar por la predela olisquear las vinajeras
de la credencia en el altar mayor. El perrazo entre gruñidos y ladridos se puso
a cantar la epístola de la misa del día a los desamparados de Madrid. Su
aspecto era feroz como el de un Rotweiler. Creo que aquel bicho era la vera
efigie del diablo que se le había colado al padre Ángel entre los vuelos de sus
sotana ínfulas animalistas y buenismo pero no vamos ahora a sacar las cosas de
quicio.
FUEGO AMIGO
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