Pedro Menéndez de Avilés
VISITANDO una reserva de los indios navajos, invitado por el
gobierno norteamericano en 1978, bien
que lo recuerdo en Arizona y recorriendo un desierto de cactus que se alzaban
majestuosos e infernales en la distancia como monumentos al dios Príapo dentro de aquel
paisaje lunar, salió a recibirnos uno indio que al escucharnos hablar en
español a un colega colombiano y a mí empezó a gritar:
-Castilla… Castilla.
Aquel indio y aquel escenario me
retrotrajeron a un mundo de hacía cinco siglos cuando pasaron por allí los
exploradores españoles a la búsqueda de El dorado, las fuentes de la eterna
juventud así como Las siete ciudades encantadas de Cíbola. Los
descendientes de aquellos indios navajos, cortadores de cabelleras, las tribus
más feroces, evangelizados por los franciscanos aun se acordaban. En medio del
pueblo había una ermita rural con su espadaña entre cuatro paredes
enjalbegadas.
Fray Junípero Serra un humilde
franciscano cojo y todo porque pisó un escajo y se le gangrenó la pierna llegó
hasta casi Oregón. Solía decir aquel pobre fraile menor en su lengua menorquina “donde irá el buey que
no are”.
Y a la pata coja fue descubierto un continente; se cristianizaron
la Florida, California, Nuevo México y aledaños de la cuenca del Mississippi
que decían los conquistadores que habían estado en Viena defendiendo las
banderas del emperador contra el turco “era río mayor que el Danubio”. En el
Nuevo Mundo todo era grande: las montañas. Los lagos, las altísimas secoyas,
los calores tórridos y los hielos de los inviernos frigidísimos. Los cronistas
de Indias ya referían los estragos que causaban huracanes y ciclones de forma
cíclica por esas latitudes. Latitudes inmensas que causan estupor y no se
comprende cómo llevarse pudo a cabo tamaña empresa que algunos evalúan como la
mayor obra que hizo el hombre después de la Creación que hizo Dios. Es lástima
que nuestra narrativa o nuestro cine no haya abordado esta gesta desde un plano
rigurosamente histórico. Nuestros historiadores siguiendo la pauta marcada por
los anglosajones no hacen semblanzas sino caricaturas de aquellos esforzados
capitanes, soldados, nautas, científicos estudiantes de la flora o la fauna de
América, o simples misioneros.
La palabra “conquistadores” tiene
connotaciones peyorativas, casi denigrantes, en el idioma de Shakespeare.
Debían de estar locos aquellos
tíos que cruzaron ríos a nado o pegaron brincos como el de Alvarado al
descubrir el cañón del Colorado en una de sus primeras incursiones den los
Estados Unidos que ellos creían que será una isla. La quijotesca ínsula
Barataria de Cervantes puesto que habían leído demasiadas novelas de
caballerías.
Posteriormente cuando bajé hasta la Florida y me encontré con el fuerte
de San Agustín allí levantado para defender a la población indígena de los bucaneros
ingleses y de echar fuera de aquellos territorios a los hugonotes del almirante
Coligny esta fascinación fue creciendo al estudiar la biografía de Hernando de
Soto y sobre todo del Adelantado Pedro
Menéndez de Avilés el asturiano que era el mejor navegante de su tiempo
(condujo la expedición del rey Felipe II en sus nupcias reales con María Tudor
y navegó aquellos mares vigilante de la flota lanera que iba desde Laredo hasta
Flandes).
Bojó en su capacidad de Almirante
de la Escuadra los mares cántabros desde
Finisterre a Santoña Dicho monarca le nombraría almirante de la Flota de Indias. Su cuñado Gonzalo Solís
de Merás, nacido en la villa de Pravia, redactó un memorial en lo que se
reflejan los hechos portentosos de la biografía portentosa del asturiano
descubridor de instrumentos de precisión que ayudarían a los navegantes en sus
singladuras y que inventó la zabra una embarcación ligera semejante al patache
francés y al dinghy britanico mucho
más versátil y maniobrera que el galeón para las singladuras sobre el Atlántico.
Los historiadores fijan el lugar
de nacimiento de este lobo de mar en Santa Paya.
Pero, al socaire de mis investigaciones sobre
la vida en la España de
los Austrias, descubrí sobre el dintel de una casa blasonada en la villa
pixueta, convertida en pescadería, a la misma vera de san Pedro de la Ribera un escudo que cita Gómez
Tabanera en su libro. Lleva un conjunto de seis cuervos pasantes, tres roeles,
un bajel y, por remate, un lambrequín empenachado.
Siendo el caso a la vista de
tales pruebas que Pedro Menéndez fuera nacido en Cudillero.
En el Archivo de Indias, que yo
también cotejé, dando cuenta y razón en otro artículo, de Sevilla se cita como
lugar de nacimiento la alquería praviana de Santa Paya. Que era el quinto de
veinte hermanos y que don Pedro, que ya desde niño sentía la llamada de la mar.
Su padre, al objeto de amarrarlo en Asturias, lo casa con una prima a los doce
años─ en Valladolid con doña María de Solís─ y lo manda a allá a estudiar.
Sin embargo, la llamada de la mar
era más fuerte que la de los libros porque como se decía en el siglo de oro los
jóvenes españoles sólo tenían tres salidas: Iglesia, Mar o Casa Real esto es:
hacerse curas, embarcarse en la flota, o ir a la corte a servir al rey. Se sabe
que su expedición de descubierta de la
Florida fue realizada en tres secciones; zarpó una de Cádiz,
otra de Avilés, otra de Laredo y otra la
Concha de Artedo una playa con mucho abrigo y donde había
atarazanas de los carpinteros de ribera hoy desaparecidas.
En cualquier caso don Pedro
Menéndez de Avilés resulta una figura poco conocida y minusvalorada entre
nosotros, por aquello de la Leyenda Negra pero al que honran todos los años en
Tampa y en Pensacola y en toda la Florida, el segundo estado más grande de la
Unión, el día de San Agustín 28 de agosto. En honor al santo patrón de Avilés
bautizó la nueva ciudad bajo su advocación. Católico a machamartillo y martillo
de herejes, desalojó a los luteranos de aquellas tierras recién descubiertas
del Nuevo Mundo librando a sus habitantes de las guerras de religión asoladoras
de Europa.
El duque de Alba sí se lo había
advertido al Rey Prudente desde Flandes instando al monarca a no permitir que
aquellas tierras fueran evangelizadas por protestantes.
Fin del capítulo primero