DIACONÍAS
por
Millán Tirso Sacramenia Artedo
Garrafatina.
Existen
palabras tan evocadoras como un elixir de eterna juventud. Me ocurrió estos
días de atrás de un mes de junio en el dique seco, cuando leyendo a un paisano
mío, Antonio Martínez Menchén, me he encontrado con un sustantivo que es una
gema espiritual por todo lo que tiene de sensual y de nostálgica del año del
hambre: gelatina. Lo único que queda indemne a los estragos de la vida es el
verbo mozo, incólume a las fatigas y transportes del cambio de mentalidad y a
las mutaciones biológicas del Río de Demócrito.
Se trata de un
modismo segoviano autóctono, no viene en el diccionario de la Real. Es el fruto
del algarrobo disecado. Su sabor era dulce y su
presentación de color negro arrugado. Me recuerda a tardes muy largas de
los inviernos de la niñez, al puesto de pipas de la Isabel que acudía con su
cesta a los recreos, con sus cucuruchos de papel a perra chica, siempre
changarreando con su cesta de bollos fríos detrás de los seminaristas, los de
los misioneros claretianos, maristas y en el capítulo femenino, jesuitinas y
concepcionistas domingos y jueves por la tarde.
Tiene las connotaciones evocadoras de la venta
ambulante de cesta de mimbre y torrijas por un duro con que acudía en pos de
los seminaristas y de los cadetes que barzoneaban su asueto en tardes que daban suelta aquella zabarcera del barrio del Cristo del
Mercado que había perdido al marido y dos hijos en El Ebro, la Isabel. A la Isabel le gustaba su cuartillo de vino a
las comidas y una copita de orujo después. Cuando no había bebido demasiado,
era una persona tratable pero a veces se enzarzaba en disputas con el personal,
lanzaba soflamas contra el clero, regalaba el género o perdía el canastillo que
le había regalado el Tío Braguetita, el del obrador de las monjas.
La cadena de alimentación
anímica, que ha de ser una de las funciones primigenias de la buena literatura
me ha ofrecido, servida en el manjar de las frases ordenadas, todo aquel tiempo
que fue de finales de los cuarenta y comienzo de los sesenta. He sentido un
torrente de emoción subiendo por mi espinazo al leer el primer cuento de este
autor poco conocido, pero magistral en fondo y forma, de una vividura casi
melliza a la mía en el viejo colegio de los claretianos cuyas tapias zagueras
colindaban con los cipreses del camposanto del Santo Ángel.
Durante las
clases de Gramática mirando a través de los ventanales de las aulas cuyos
alfeizares por los extremos mostraban una marca blanca de recudir sobre su
superficie los borradores de tiza, veíamos ascender por la pina ladeada,
vigilada por las torres de ojos vacíos como cuévanos de san Justo y del
Salvador, los coches de respeto escoltados por las comitivas del duelo. La
multitud acompañante - pues verdaderamente por aquellos días cualquier sepelio tenía
toda la categoría de acontecimiento social- iba hablando en voz baja y era
impresionante el silencio, que quebraba sólo el zabucar de las pisadas sobre la
gravilla del camino de tierra abombada que conducía a las verjas de hierro de
la Casa de Todos, la última morada de los residentes en aquella ciudad en la
cima de un cerro que por detrás la escarpada tajadura del valle del Rasemir
(así llamo yo al río Eresma en mis libros)desafía a los vientos intercadentes
de Cronos. Abría el cortejo la cruz alzada. Lo cerraba el preste con capa
pluvial de riguroso con bordes amarillos o blancos, según la costumbre en el
rito mozárabe.
La muerte tenía
un presencia totalizadora en aquella Segovia de nuestra nacencia y de nuestros
pecados.
De la misma
manera que hoy se la oblitera y se esconde a los difuntos o se los maquilla en
esos velorios del crematorio de la M30 ambientados con música polifónica de
aséptico repertorio para los fallecidos en la duda sobre el más allá, entonces
eran los funerales un acontecimiento social donde no cabían escepticismos
herejes.
Hasta eso; todo
gozaba de un sentido. La vida llena de penurias y necesidades y también la
muerte perfumada de vaharadas de incienso y el aroma, para esconder aquel olor
dulzón y algo pestífero de los gusanos empezando a obrar su función tan macabra
como inevitable, de los jacintos
injertos en las coronas mortuorias, que llevaban siempre las dos fimbrias
moradas bajo el lemnisco con la consabida leyenda de “fulanito de tal, tus
hijos no te olvidan”.
¡Qué va! No era
más que un decir. Una vez despedida la
carroza que tiraba el tronco de aquellos
bridones negros - yo diría jamelgos- con un penacho de plumas de ave, pasadas
por el tinte funerario, empezaba la inmensa cuenta atrás, la infinita andadura
del olvido.
Muchas veces,
estando en la clase de Francés, mientras don Lisardo se paseaba arriba y abajo
de la clase por la hilera de pupitres, el dedo pulgar introducto en la sisa del
chaleco provenían desde allende los olmos centenarios del patio, justo donde la
buena de la Isabel tendía su cesta de pipas y garrafatinas arropada en un
mantón negro aguardando a la peña de clientes con calderilla bastante para
asaltar su humilde tenderete, se perdía el eco de las estrofas del “Libera me,
Domine” o del famoso himno compuesto por Tomás Celanno- estoy hablando del
“Dies Irae”- confundiendose la fantasmal ráfaga de las exequias oficiadas por
un preste de capa pluvial al que ayudaban un par de monagos también de luto,
con el poderoso vozarrón de don Lisardo, al que llamábamos, no sé por qué
Chichi Bobote, cuando se apellidaba Zubiaurre, y era vasco francés,
conjugandonos el verbo “aimer”. Todo un símbolo, porque también entonces en la
España que nos tocó padecer no es que se amara en exceso que digamos. Por estos
tesos la gente se quiere poco. ¿Cómo andamos de amores? ¡Bah! Pamplinas. En
Castilla se solía dar a estas cuestiones un sentido práctico. Era un invento de
los poetas que no nos puede librar de la gamogénesis o reproducción sexual con
el que venimos al mundo los mamíferos. ¡Lo que son las cosas: después de tanta
lagotería, los que ibamos para académicos hemos acabado hemos rematado en
zabarceras, que lo tuyo es la venta ambulante, niños! Vanidad de vanidades.
También los que se creían mucho y se daban tono acabaron donde todos criando
aulagas tras la imponente muralla coronada de cipreses sobre un mogote
berroqueño erguido sobre el Eresma que es río hirsuto por aquellos roquedos y
pasa como pidiendo perdón a los de mi pueblo llevando menos agua que güisqui,
anda coño. La muerte no era más que el episodio final de ese ciclo de azarosos
encuentros de la naturaleza, la resultante de un apareamiento de grado o
violento. El amor no existe. Los
griegos, tan sabios, nunca hablaron de él, lo desconocían en el sentido al que
se afinan hoy nuestros calendarios y relatos del corazón, las vivencias de la
tele pasión; para los griegos lo importante era la amistad, el convite, la
lealtad, la elocuencia, la cítara y el arpa ¿Cómo se puede uno, decían,
encalabrinar de una gorda cualquiera si las mujeres no tienen alma? Desconocían
esa actitud deferente hacia la mujer que
llamamos amor. Pues, si el amor no existe, la muerte tampoco. Aquí lo único que
hay con fuerza es el Logos.
Las codas de la
secuencia famosa de difuntos sonando en la proximidad de las sabinas y de los
cipreses, las garrafatinas de la señora Isabel, que eran manjar de dioses, pura
ambrosía, los palmetazos y coscorrones de monsieur Bobote forman parte de una
manifestación sonora, olfativa y táctil de entierros, procesiones, notas
necrológicas y peticiones del oyente por EAJ49, Radio Segovia.
Todo ese perfil
de evocaciones llovidas en tromba desde la quima de los árboles de pan y
quesillo de nuestra memoria, por gracia del cielo, se me han presentado así, de
golpe, con la lectura de este libro de relatos, que lleva por titulo
“Inquisidores”.
Hasta he
escuchado el chirrío de los vencejos quebrando el azul diáfano que tenían las
tardes de mayo, y a las chovas crascitar majestuosas y augurales desde los
clavijeros de la muralla latina o de los campanarios románicos escalonados de
socarrenas. Voznaba el cuervo y la golondrina mística y encantadora clamoreaba
con su argentino piar de vicetiple llenando la sonochada de los impresionantes
estrofas de su vuelo musical que lo convierte en pájaro misterioso, entrañable
e inaccesible. Se retiñía el aire de sonoridades entusiastas al bolear a gloria
o tocando a muerto. Hasta el sexo no podía faltar en esta comitiva de
recuerdos, puesto que Eros y Tanatos terminan siempre por enunciar su acomodo
inextricable.
El sexo, del
que no se hablaba tanto como ahora, pero que se practicaba con más empeño,
porque viene a ser el consuelo secreto de los muertos de hambre en los tiempos
de guerra y de postguerra, era para nosotros aquella casa misteriosa en la
calle de Cantarranas con las puertas y las ventanas herméticamente cerradas con
una lamina de cinc, a prueba de cantazos y de misiles. Se iba allí a espiar la
ocasión; cierta vez, vimos saliendo por el callejón a un alférez de la i.p.s.
(Milicias Universitarias)abotonándose los herretes de su guerrera que parecían
desdobles de la cresta de un gallo, y calándose la gorra en la que lucía la consuetudinaria bombeta de
Artillería, con una sonrisa de oreja a oreja mientras bajaba por la escalera al
paso de la oca como el que vuelve victorioso de la guerra, en plan miles
gloriossus. Algo debe de tener el agua cuando la bendicen.
Aquella ciudad
levítica desoyendo los consejos
apacibles de Cristo Dios era de las que se atrevía a tirar la primera y
también la última piedra contra aquellas pobres magdalenas emparedadas justo
junto a un convento de clarisas bajo la férula de una madama a la que llamaban
la Farela, experta conocedora de las artes celestinescas. Dilapidar los vanos
de su vivienda inexpugnable constituía una de las diversiones predilectas de
aquellas pandas de arrapiezos salvajes que merodeaban por la ciudad sin saber
qué hacer, como perros atraíllados, como lobos en jauría en las tardes del
verano en que pica el tábano del deseo y algo que no se sabe qué es lo que es
(prurito de la cópula, clarín de la naturaleza), dentro de los trillones de
células, torrente biológico de la sangre que despierta, está llamando a la
puerta. Es fácil bufar y pecar con hambre de hembra a las cinco de la tarde de
cualquier día del mes de agosto. “Cuidado, que te vas al infierno, hermano, que
te condenas”. “Ay, ay, no lo puedo remediar padre”. “¿Hijo, y cuántas veces?”
“Creo que he perdido la cuenta; no me sujeto, no lo puedo remediar, soy un caso
perdido ¿estaré malo?”
Todo dependía
de si en el fielato de la penitencia te dabas con un gorra de plato que fuese
laxista o un rigorista que tomase los cánones de la Moral católica al pie de la
letra o asumiese una interpretación ancha de la norma en lo que se refiere a
las faltas de la pureza. Te podrías dar con un canto en los dientes si no hacía
uso de la salvilla o escupidera que había en aquellos armatostes a media luz,
las caras muy juntas como para bailar el tango, los había que apretaban las
carnes y hasta como si quisieran dislocarte el brazo, cajones de madera, verja
del perdón, cámara de torturas al que ibamos a descargar el saco y con frecuencia
punto de encuentro del trato torpe, pecado nefando y rinconcito donde algún que
otro presbítero incontinente pecaba pelando su pava, por aquello de “mi olla y
mi misa y mi María Luisa”, con su barragana, que los curas por aquel entonces
tenían buen cartel. Éstos solían ser los más recomendables a la hora de buscar
una reconciliación con Dios puesto que no solían darle importancia a nuestras
ofensas. Te soltaban siempre el mismo rollo de carrerilla con el azacán de la
urgencia de acabar y te despachaban con par de avemarías de penitencia.
A los
iluminados con pocas tragaderas había que evitarlos como a la peste. Eran los que te echaban el aliento en plena
cara, una nortada de ajo y de regüeldos de puchero enfermo sobre tus mejillas.
Nunca he
conseguido averiguar del todo bien cuál es la diferencia que demarca al dolor
de atrición y al de contrición, aunque
el asunto me consta que fue piedra de toque de no pocos altercados en siglos
pretéritos entre bolandistas y jesuitas y que hasta se llegó a escribir honoris
causa el célebre soneto “No me mueve mi Dios para quererte”. En esos versos
conversos está explayada la filosofía de los contritos que se arrepienten de
sus pecados por haber ofendido a Dios, bondad infinita, y los atritos que
exhiben un dolor imperfecto, sólo temen al palo. Cuestiones de matiz, no de
principio, con las que los curas se han pasado años y años haciendo
prestidigitación filológica- teológica. Aunque no hubiera infierno te temiera y
aunque no hubiera cielo yo te amara. Pues eso; el hilo de demarcación es
endeble. Orbita en torno a la frontera entre la caridad y el miedo. Pero yo
sigo albergando mis reservas y aquí las promulgo de corazón contrito y
atrito. A ver que me lo expliquen.
Contrito y
atrito yo estaba pero siempre volvía a las andadas. Mi sexo se encendía siempre
al pasar por la puerta verde misteriosa cerrada a cal y canto de la cuesta de
Cantarranas.
Cuando
contemplo al cabo de los años aquellos desahogos y aquellos escrúpulos, porque
aquello no tenía solución como la serpiente que se muerde la cola, “padre, otra
vez” “y ahora me ha venido”, “ no le des importancia, son cosas del desarrollo,
te estás poniendo la cara perdida de granos y es porque te masturbas, cara de
listo” “¿y cómo lo sabe, don Dimas?” “porque lo estudié, anda a ver, o es que
te crees que uno no ha sido cocinero antes que fraile”.
Peccata minuta.
El padre Dimas era de los que te despachaba en un santiamén, no mostraba
asombro ninguno, ni se enfurecía contigo o te llamaba motes, a diferencia de
otros.
Tales
aberraciones no han sido detrimento lustros adelante de mi amor por la Iglesia
ni han ensombrecido la fe de Cristo bajo la cual quisiera morir.
Se trataba de
cuestiones del régimen interno interdisciplinario de la casuística más propios
de la iglesia esotérica o administrativa y que adelanto en prolepsis será un
concepto a explayar en las páginas de este libro donde se pretende separar los
ámbitos de cuestiones que pertenecen a la policía de la guarda de las
costumbres más que a la economía de salvación o cuerpo místico.
La confesión
auricular o exomologesis no pertenece al depósito de la fe ni es fuerza de
decálogo. Sólo una disposición burocrática y un adminículo de ayuda psicológica
al pecador que ha perdido el rumbo y desconfía de su salvación.
Hasta el IV
Concilio de Letrán en 1215 era prácticamente desconocida. San Agustín, san
Crisóstomo, san Jerónimo y otros padres santos no se confesaron nunca. ¿Fueron
al cielo? Claro que sí. En la edad media las absoluciones y las penitencias
eran públicas y de carácter libre, no había que hacer una enumeración explicita
de las faltas. Después de Trento hubo no pocas peleas entre laxistas de san
Juan Eudes y rigoristas de san Carlos Borromeo. Los que secundaban una
recitación pormenor en género y en especie contra el decálogo, haciendo una
tortura de la vida espiritual, punto por punto, y los casuistas de manga ancha
sin referencias tan explícitas. Por ese cabo hay santos como Carlos Borromeo,
el napolitano Alfonso María de Ligorio y el cura de Ars, tan tenebrosos dentro
de su trono de culpas que es el cajón del confesonario, fielato morboso, donde
se pecha la alcabala de la eternidad, ese para siempre y para siempre recitado
por los que torturaron nuestra infancia y salcocharon de pecado nuestra vida
alegre e inocente, que dan miedo. Deberían estar fuera del catalogo y deberán
cuenta a Dios del terrorismo psicológico que practicaron sobre las conciencias,
si no la han dado ya.
El poder de las
llaves y lo del primazgo tiene que ver con esto del reconocimiento de rodillas
ante un cura. Ha sido piedra de escándalo porque preconiza absolutidad sobre lo
que es relativo. ¿Cómo deslindar el campo que separa lo mortal de lo venial?
Para que haya pecado mortal hace falta pleno consentimiento, pleno conocimiento
y materia grave.
-Ego te absolvo
a peccatis tuis.
Nunca me he
podido imaginar a un Xto penitenciario en su cajonera preguntando la eterna
monserga de siempre aquello de “¿y cuántas veces, hijo, y con qué compañía,
cuándo y en qué lugar?” Seguimos prefiriendo al Jesús de la primera refección
del pan, al que anduvo descalzo por la mar, el que curó al leproso o al que
maldijo a la higuera.
Yo soy paisano
de dos significados adalides de la confesión auricular, luz y martillo de herejes en el famoso
concilio tridentino. Ellos fueron Melchor Cano(1503-1560) y Domingo Soto
(1494-1560), los dos dominicos, los dos amigos de Las Casas, los dos conversos,
los dos catedráticos de Prima en Salamanca y en Alcalá, las luces y las sombras
de un mismo ideal, adarves de la inteligencia y la libertad, una inmensa pasión
por los libros y la escritura que siempre tuvo Segovia. Mea culpa judía, viejos
yerros. Los que con motivo de su centenario decapitaron a Domingo Soto en
efigie - y hasta creo que le han negado un lugar a la estatua en esos
jardincillos con un melancólico surtidor en el centro cerca de la Torre de los
Dávila- no se saben lo que hacían. Padre, perdonalos.
Los ortodoxos
guardan una tradición más estrecha con el espíritu del sacramento que se basa
en las palabras del Señor sobre el perdón de los pecados. “A los que se los
perdonéis les serán perdonados y a los que se los retengáis les serán
retenidos”. Toda esta cuestión, sin embargo, tiene que ver con el enigma de la
“primacía y de las llaves”, pretexto de soberbias inter confesionales y puerta
excusada del homicidio para eclesiásticos, que siguen sin resolverse.
Intervienen los prejuicios seculares, el egoísmo de la raza humana.
Yo me confieso
con Dios y confieso a Dios. No tiene el mismo sentido la misma palabra por mor
de una preposición. “Confitemini Dominum quoniam bonus, quoniam in aeternum
misericordia ejus”. Dad testimonio de la fe y olvidar vuestros pecadillos, los
temores, los desencuentros, que no sea la pureza un casus belli, ni el
catolicismo una ergástula de tarados y adocenados sexuales. No le deis la razón
a Nietzsche(1844-1900) la mula parda del nazismo que se atrevió a intercalar en
sus escritos que Cristo era poco hombre. Suponía que la religión por él fundada
pretendía la desmembración de la especie o su emasculación mental para
conseguir la sumisión. Satánica conjetura que aun nos hace temblar, porque,
sopesado el tema fríamente, así habló Zaratrusta, las acusaciones en parte son
verdad. La educación que se nos daba iba a la búsqueda del Superhombre y acabó
en la aberración. Los curas nos abandonaron y donde dije diego digo digo. Todo
ha dado la vuelta. Pero Cristo bendito no. Sólo nos resta la proclamación de la
diaconía como vocación de servicio, socorro, limosna, y desempeño de un cargo.
Y aquí
traigolas yo - mis pobres diaconías- temblando en un papel. No es para convocar al reo al paredón que
aquí no se trata de fusilar a nadie sino de proclamar la verdad histórica y así
abro el libro de perícopes y empiezo a cantar mis retahílas. La iglesia
primitiva fue una iglesia diaconal con vocación de ministerio y de servicio a
la verdad. Es la belleza de la estola cruzada y la dalmática recamada de
rubíes.
Puesta en
práctica esta norma asociada con el escándalo de las Indulgencias y la teoría
del Purgatorio que conmovió hasta los cimientos a la iglesia y fue causa del
gran cisma protestante, sirvió como fuente de divisas. Los penitenciarios de
Roma recibían a los peregrinos con un cepillo para las ofrendas en su garita o
audiencia secreta de los pecados. Al acabar el que se confesaba tenía la
obligación de echar allí algunas monedas.
Bien es cierto
que dicha práctica aberrante que fue una de las cláusulas que cebó la pira incendiaria
del alzamiento de Lutero contra Roma quedaría descabalgada en el Concilio de
Trento. En cualquier caso ofrece uno de los aspectos menos amables de la
eclesiología secular por lo que tiene de sospecha simoníaca en una nefasta
alianza de dinero y poder. Hablando claro son vicios de una iglesia jerárquica
que tendrá que entonar su mea culpa ante la debacle que viene. Y de esto hago
también prolepsis porque algunos tendrán que descender de su pedestal, apearse
del machito. La diaconía servirá para contrarrestar los abusos cometidos por la
excesiva clerigalla, para hacerse más humana, menos piramidal y envarada. Mi
tesis, pues, consiste en que para mantener a raya el avance del islam tendrá
que “des jerarquizarse”, estallar los antiguos clichés que hicieron el hermoso
credo que profesamos una cuestión de prejuicios escrupulosos en lo que lo más
importante no fue el amor sino la bragueta. A la barca de san Pedro no la
guiará a puerto en medio de la borrasca el colegio cardenalicio sino será cosa
del piloto a pie de obra y con la mano en el timón, volviendo a la liturgia
sustantiva y al tesoro de la tradición. Ése fue el papel primordial del diácono
en los primeros tres siglos apostólicos. Quiero lanzar aquí un reto, y no hago
reserva de mi diaconía victoriosa frente a los poderes del Averno. Los curas
tendrán que salir del armario, no faltar al compromiso de la defensa de la
verdad adquirido mediante la unción del óleo con que fueron consagrados por el
obispo. Dijeron Adsum cuando su nombre escrito en un papel sonó en la boca del
arcediano y hoy tendrán que volver a repetir esa proclamación militante.
Adsum. Aquí estamos. Queremos dar
testimonio como depositarios de la fe verdadera. Nada de componendas con la
mentira, ni concesiones al siglo. Aunque tengamos que volver a efundir la
sangre. Se acerca una nueva era. Tal vez la crucial: la de los mártires.
Pero ésa es
otra historia.
Las calles, hoy
llenas de viejos al sol, eran por entonces un hervidero de niños tirando
varetas por los desmontes, niños sin saber qué hacer, que hacían la rabona, que
iban a robar peras, niños fumándose el primer canuto en los Jardines de
Villangela detrás de la cárcel, puñeteros niños que se dedicaban a sorprender
in fraganti a las parejas, niños a los que se les había muerto el padre o un
hermano en la guerra, o decían que estaba preso en algún penal. ¡Tragedias! Una
irrupción vital después del caos en aquella España triunfal, que así fue el
título de mi primera novela, poblada de hijas de María en edad de merecer. Parecía
que a nuestra madre Patria no se le había cerrado la vulva, se desconocían los
tratamientos con píldoras anticonceptivas y las familias eran enormes y
patriarcales. Las españolas parían como conejas.
El que esté
libre de culpa que tire la primera piedra. Allí eramos todos muy puritanos,
pero aquellos deplorables ataques contra el baluarte de la Farela conservaban
su punto de demoníaco porque no se puede acantear el sexo, era como profanar el
sagrario de la vida, la verdad que necesitábamos una buena doma porque
estábamos igual que bestias. Quizás en nuestro subconsciente el cuerpo de la
mujer fuese una totalidad culpable y había que reventar aquel goce ilícito del
trato torpe. ¡Al ataque contra los “tronchos” que salían por la puerta falsa
del lenocinio - que sólo se abría y se cerraba para dejar pasar a otro cliente,
el siguiente - con sonrisas untadas de manteca!
-Parece ser que
se lo acaba de pasar muy bien el tío. A juzgar por la longitud de su sonrisa,
debe de haber echado dos palos, o tres.
-Tú me dirás.
Pero peca y un pecado es el suyo de los gordos. Si se muriera en este preciso
instante sin sacramentos, iría al infierno de cabeza.
-No jodas. Que
le quiten lo bailao.
-Pues sin
joder. Es lo que dice el padre Ross.
Agazapados
detrás del recodo de Cantarranas, allí donde justo estaban emplazadas las
caballerizas de la Academia de Artillería y olía a mulo que se las pela, los
chicos de Valdevilla, que así se llamaba mi barrio, nos entregábamos a estas
consideraciones banales entre palabrotas para darnos pisto y hacíamos la
descubierta sobre aquel palacio del amor libre de puertas y ventanas selladas
con láminas de zinc. Nunca se asomaban al balcón las señoras putas, pero
nosotros sabíamos que estaban dentro. Justo frente por frente se escuchaba
cantar Tercia a las monjas de Santa Isabel de Hungría. Otras reclusas, y,
aunque por diferente motivo unas y otras eran vecinas, llevaban un régimen de
vida tan parecido como opuesto, pero en sus dos congregaciones ardía el pebetero
del fuego sagrado. Ambos recintos nos recordaban el espacio santo de los
antiguos templos de Vesta. En los dos edificios reinaba el mismo misterio y la
soledad que opera en los arcanos. Cumplían una misma misión de servir al amor,
las de este lado al divino, las del otro, al humano.
Martínez
Menchén sabe bien encontrar el arranque para prender al lector, y he aquí la forma -magistral- como empieza su
libro:
En aquel tiempo
la tierra era rica en boniato y abundante en chicharro el vinoso ponto.
Desiertos estaban los bailes, colmada de fieles la Casa de Dios. En aquel
tiempo corríamos nosotros, los niños, al reclamo del bélico clarín para seguir
brazo en alto la solemne ceremonia de izar y arriar bandera...
Luego habla de
aquel padre Maximino, epítome de los predicadores incendiarios, un Giacomo
Savonarola en gira por provincias, que con retórica efectiva y estudiados
gestos nos hablaban de las penas del infierno a nosotros que apenas entendíamos
pero hacían mella. Hemos conocido a los últimos pregoneros de la Edad Media en
sus circunloquios de una mística decadente, pero aquel tiempo se encuentra
presente en el actual. Son el prólogo y el epílogo de un mismo aquelarre. Nos
enseñaron a amar la santidad pero no hicieron de nosotros hombres de provechos
aquellos buenos curas. El ideal de nuestras amplias aspiraciones tuvo que verse
las caras con una España mística habitada por gentuza escarramada, de humor
intercadente y drolático. Todo era
picaresca, desconfianza mutua de malos cristianos. Algunos no pudiendo aguantar
el choque se destroncaron.
Maximino, un
fraile claretiano en el cual yo reconozco al padre Ross de mi novela “Año
Triunfal” metía el miedo en el cuerpo con las penas del
infierno, con aquel para siempre, para siempre, de los Ejercicios ignacianos, y
sus descripciones de una eternidad encadenada y llameante, les amarga a los
pobres pipiolos de primero bachillerato una clase de Matemáticas cuando no
había venido el profesor.
Pero a mí esta
hermosa narración, que cuenta no la historia de un niño, sino que radiografía a
toda una época, me trae la luz pajiza de aquellos ventanales amplios coronados
de boceras de tiza en las comisuras, la
voz de don Lisardo Zurbiaurre, El Chichi Bobote, las penas de los Novísimos que
aguardan al pecador, el eco de los responsos y la continua danza de la muerte
cuyo ajetreo cotidiano presenciábamos desde nuestro pupitre con sólo mirar a la
izquierda. Estaban los cipreses ebúrneos, llameantes con su cargazón de muerte. Velatorios y visiteos. Ir a cazar lagartos
por las costanillas y terraplenes que rodean a la escarpada villas medieval en
que nacimos, espiar a las parejas y empezar a tirarles piedras o dar voces
cuando estaban en lo mejor, esa era nuestra misión en la vida sicalíptica y
gozosa. Muchas interrogantes y ninguna respuesta, pero ¿qué otra cosa es vivir?
La prosa de
este lírico desconocido es rica, variada y parece blindar de ternura y
compasión aquella niñez de postguerra de la que fuimos partícipes después de
una hecatombe de odio. Su padre era rojo y yo provenía de una familia de los
nacionales - mi padre estuvo con Varela en el cerro Matabueyes y con Serrador
en el alto de León, y el deán de la catedral, Don Fernando Saínz Revuelta, en
honor a ese respeto que siempre tuvo por don Enrique Varela Iglesias, me miraba
con un cierto cariño que trasmudado en privanza me hizo sacar nueves y dieces
en los cursos de Humanidades - pero entre los de mi promoción no habían hecho
mella todavía las diferencias políticas.
El flojel de un
mismo nido nos cubrió con el pelo malo hasta que pelechamos como Dios manda y
entonces, cada uno por su lado, empezamos a ser conscientes de la distancia
abismal que nos separaba. Después de todo aquello, uno tiene la sensación de
que nos educaron a patadas y con un garrote nos echaron de casas. Compóntelas
como pueda y ayudénte tus zancas, que esta vida todo son maulas. Había que
buscárselas.
Sin embargo, de
un caudal relicto de sensaciones comunes. No eramos bestias de carga, nos
preparábamos para una lucha que sería ardua. Queríamos cabalgar por la vida
como don Quijote, pero luego Lazarillo y Guzmán de Alfarache nos echaron el
guante. Hubimos que descubrir entre
sinsabores y desencantos que estábamos rodeados no por legiones de ángeles sino
por esa trulla que viene a ser la base sólida del macizo de la raza.
El poder de la
literatura es una sobrecarga mágica donde se encuentra la verdad sin paliativo
y sin añagaza, pero, así y todo, es una fuerza liberadora. Los libros nos
muestran lo que somos y lo que fuimos, nos curan de espanto y son el bálsamo a
la soberbia innata. Luego el tiempo y los desengaños van limando esas aristas
del ideal aspirante que jamás se consuma. A ver ¿quien da más?
Cruza por estas
páginas la luz melada, como las uvas de color albillo, que sólo tienen las
tardes de Segovia, el cura don Frutos desterrado a un pueblo de la sierra,
jugando al ajedrez en un cuarto de estar bañado por los celajes del crepúsculo.
Se escucha el repicar cristalino de las campanas, verdadera sinfonía eclesial
que ponían contrapunto de tristeza y de tranquilidad a la vez, y uno se topa
por doquier con el perfil augusto y funeral del monte de la Mujer muerta,
túmulo encantado, las manos cruzadas sobre el brial, más allá del Cerro
Matabueyes, entre sabinares y retamas, que alterna las tonalidades a lo largo
del año con matices que van desde el verde oscuro al pardo otoñal y al blanco
de los horizontes nevados de enero a marzo. Pasan los cadetes en traje de paseo
o el de gala.
Estos cuentos
tienen algo de sinfonía pastoral, ese tono entre resignación y austera bondad
que oculta en pequeñas cantidades una poción de sorna y de incredulidad del
temple de mi ciudad, tan acostumbrada a ver pasar al mundo de largo, con una
historia de mucha tralla por detrás, y heridas de carácter religioso o social
que es mejor no revolver si se quiere seguir adelante. Y esa ignorancia, que
encontró Machado en la Castilla ayer dominadora, y hoy más ignorante que
sumisa, con caciques a partes iguales - cerriles y liberales, pero los dos
temibles-, curas con balandrán por todas partes, y beatas tocadas con rodete o
gargantilla, si eran marquesas, como aquella doña Patro a la cual vi morir en
el hospital de la Misericordia en el pabellón de pago.
Hay instantes a
lo largo de algunos tramos en que he pegado un respingo de emoción por
encontrarme con el niño que fui desde la vehemencia evocadora de algunas
palabras. Garrafatina, boniato y báratro. El báratro era el lugar adonde iban a
parar las almas de los condenados después de ser pesados en la romana por el
arcángel Miguel. Segovia, ciudad en la cumbre, tuvo mucho más de infierno que
de paraíso, pero todo aquello ya parece sobreseído y olvidado. Me temo que
aquel mundo que soñamos y padecimos no interesa a nadie ya, ni a los propios nativos
entregados a un quehacer incesante de legrado de memoria. Si no nos reconocemos
a nosotros mismos ante el espejo del ayer, buena gana de hacer el tonto. No ha
lugar a especular.
13 de julio de
2000
El librero Riudavets
-¿Quiere un
caramelo?
-No, que tengo
colesterol.
Es un sábado de
mañana. Se ha acercado un grupo de muchachas a la caseta número quince de
madera gris en la Feria del Libro, la que está en los trascorrales del Botánico
y de bruces sobre las estatuas aladas de bronce del Ministerio de Agricultura.
Mientras los hipogrifos alados dan la impresión amenazante de echarse a volar y
uno se queda prendado de los historiados mosaicos de mayólica bajo el alar del
edificio, Riudavets despacha a las niñas con una de sus chuscas
respuestas.
Sobre el
enlistonado del puesto al amor de una acacia se apilan en todas las direcciones
libros en montón, viejos y no tan viejos, enjambres de cadáveres de letra
impresa a cinco duros, cada. Son ilusiones descoloridas, esperanzas fallidas de
este rátigo vivencial, exponente de la mente humana donde todo cabe. El bien y
el mal. La prosa y la poesía. Los tratados de mística y las obras de Voltaire
pared con pared. Toda una resaca de papel.
En torno al tenderete, al reclamo del dicho
latino “verba volant, scripta manent”(las palabras se las lleva el aire y lo
escrito queda) se agolpa una enjambre de hombres silenciosos, descoloridos, la
edad incierta, y con ese poso de “deshabillé” rayano en el desaseo que deja la
afición a la Literatura. Es como un morbo, como un perenne desasosiego. Todos
permanecen de pie muy silenciosos. Ha comenzado la rebusca. Parece una bandada
de quebrantahuesos dandose un atracón de letras de molde.
Pero los
buitres sólo comen carroña y éstos revalidan las proféticas palabras del
Caballero de las Espuelas de Oro: “Vivo en conversación con los difuntos, hablo
con los ojos a los muertos”. Hacia esos predicados de transgresión de las leyes
del espacio y del tiempo nos lleva la afición por la inspiración. Riudavets,
con ínfulas de capataz y la solemnidad del sepulturero, se hizo millonario
vendiendo libros del montón. Cuando se muera habrá que pesar su cerebro, como
al de Alberto Einstein, para ver lo que da en báscula y si es semejante al del
resto de los mortales, porque es listo como él solo y las caza al vuelo. Me
temo, con todo y eso, que el platillo de la balanza, cuando San Miguel pese su
alma, se inclinará del lado del corazón, porque también es temperamental, y a
veces se las trae.
El momento es
lúgubre y a las veces florido. Se palpa un silencio de reverencia.
Algunos miran
con ojos saltones, pero otros algunos
los tienen pachones de tanto
estudiar. Quizá vivan estigmatizados por el duende de las imprentas, y ese
morbo del olor a tinta no se va jamás. Indeleble, como un sacramento que
imprime carácter. Pero puede que también estén allí delante del tingladillo
sabatino de Alfonso Riudavets por el afán de acaparar, una manía que dicen que
llega a la vejez.
Hay un lado oscuro en la bibliomanía que
conecta con una libido en frustración permanente, reflejos condicionados,
instintos subversivos, inseguridades congénitas. Los lectores empedernidos no
deben de andar muy bien de la cholla. Saben que su manía no les vuelve
bienquistos y que se sitúan en lo
políticamente incorrecto. En estos tiempos de cáscara amarga, de preocupación
por lo que es apariencia accidental o look, ellos viven hacia dentro y van deshabillés. No tienen pintas de
triunfadores, lo que desdice aquel slogan que se puso de moda cuando Fraga era
ministro de Información: “Un libro ayuda a triunfar”. Ahora quizá sólo sirva
para caer, pero da igual.
Sin embargo, es
un anodino contra el dolor, acalla la perplejidad, mientras los ojos se cansan.
Leer es como caminar.
Los gestos son
melancólicos. Sufren algunos de incontinencia urinaria y de complejos de Edipo.
Pero estas dolamas vienen a ser cosa de poco monto que no habrá que tomar
demasiado en cuenta. Además, la lectura es la mejor terapéutica para alcanzar
la senectud. El hombre muere cuando se extingue su curiosidad.
El dueño de la
decimoquinta caseta de esta cuesta de la sabiduría, la más ilustrada de todo
Madrid, los sabe administrar bien, conoce a todos y todos le conocen a él. Su
porte puede ser el de un ministro de la Oprobiosa o la del empleado municipal
de lo que antes se llamaban Pompas Fúnebres y ahora rebautizaron con un
helenismo: crematorio, porque parece el fidecomiso de la funeraria de una
cultura que se va para no volver. Al menos esto es lo que dicen los partidarios
de MacLuhan (Hermida y cía y algún que otro Jeremías de los que parten ahora el
bacalao de lo políticamente correcto)que no leyeron un libro en su puta vida.
Lo van a tener terne, porque la galaxia Gutenberg les rebasa y es mucho lo que
habrá que enterrar por ese cabo en este país. Riudavets es un hombre de peso,
como su mercadería, aunque él convicto, confeso y mártir de lo “light”, pues
dice: “yo vendo libros, no los leo, todo lo más les ojeo, que es una bonita
forma de no mear nunca fuera del tiesto; así nunca te pasas”.
A quien más recuerda este gran señor de los
libreros de lance es a Sócrates. Sabe que esto es un ir y venir que llaman acarrear. El deseo del
conocimiento no significa más que un periplo astral, tan patético como
peripatético, del ser a la nada. Sin embargo, yo le he comprado a Riudavets una
partida de eucologios y de misales. Los suelo rezar todos los días en latín. El
que más me gusta es el enchiridion o manual de mi ordenación sacerdotal,
curioso tesoro de un valor personal para mí como para todos aquellos que hayan
sentido alguna vez ese gozo purificador de la liturgia de un misacantano. Lo
encontré aquí perdido en la marabunta inmensa de papel, así como algunas
novelas rusas, que son para mí las preferidas, en traducción de Cansinos
Assens. En literatura, buena gana de darle vueltas, son los rusos los que dan
el do de pecho, aunque ahora hayan vuelto a renacer los ecos de aquella frase
cainita que un día pronunciase Serrano Suñer, una nazi al grito de “Rusia es
culpable”. No es un astro a los que los rusos pusieron -un Shakespeare, un
Moliére, un Goethe- sino a toda una galaxia de gigantes de la pluma. Por otra
parte, hay algo en la lengua rusa que
pulsa las más maravillosas fibras del alma humano, y esto lo reconoce hasta el
propio Saúl Bellow, muy poco propicio, como buen sionista a las expansiones
sentimentales, hacia un país que se considera depositario de la fe y tradición
cristiana por la rama que nos viene de Bizancio. Es el talante homérico y el
ser mesiánico de consuno.
Pero no nos
pongamos sentimentales que pueden echarnos los toros al corral. Ser rusista
eslavófilo resulta hoy del todo sospechoso. Es peor que ser maricón heteromorfo
y mariposón. Pero, en fin, ya caerán.
Si yo voy a la
Cuesta no es porque me guste demasiado el paisanaje o el paisaje, porque más de
una vez me he tenido que morder los labios y hasta los puños para no dar
respuesta a las andanadas puntillosas del bueno de Alfonso, sino porque sólo
allí puedo encontrar ediciones de Gogol.
A tal respecto, mis criterios y mis gustos literarios variaron poco,
sigo pensando lo mismo que hace cuarenta y tantos años. Estoy en esa demanda. Y
es ese afán de leer bueno y barato a mis favoritos lo que me ha llevando a este
encante de la bibliofilia exquisita.
No hay soluciones al dorso en este crucigrama.
Pero aciertan quienes ven en la literatura un viático contra las zozobras de la
existencia.
Para espantar a
La Huesuda, mejor que acudir al gimnasio y zurrarse los miembros en
desaforadas calistenias, algo tan viejo
como la ruda y que ya hacían los griegos, y también se morían, unas veces se
entrega uno al vino, y que viva Baco y muera Afrodita, pero a veces me da
comezón por leer. Tengo el chiscón lleno de golletes del tinto de Valdepeñas y
de tomos que le compré a Riudavets. Me pasado la vida borracho de libros y de
vino de la ribera. Tanto unos como otros te colocan. Son mis dos grandes
vicios. Debe de tener el hígado como un balón de reglamento y la mollera hecha
puré. Pero eso que me llevo por delante. La vida ha sido para mí soplar- en el
mejor sentido de la palabra- y leer. Leo y bebo, luego vivo y fumo. Descartes
no falla, pero hay muchos que viven como si hubieran vuelto a nacer tras reciclarse,
y yo excogito que no todo lo han descubierto los americanos. Faulkner,
Hemingway me parecen una perdigonada, un farol que se han tirado los críticos;
no pasé de la quinta página del “Viento y la Furia” y el “Viejo y el Mar” me
resulta un pegote. Tienen un estilo
fúnebre como si pensaran estarse dirigiendo al lector postrimero del mes
postrero viajando en el último vagón del tren del Apocalipsis.
Me he enterado
a veces yendo a Moyano de la muerte, la ruina o la separación de los amigos,
por los libros que se exhiben en el revoltijo de Alfonso. Cuando uno se
divorcia, se va América o la Casa Grande del Este, esto es, para La Almudena,
vende los libros. Las casas se deshacen igual que las bibliotecas y de eso sabe
algo el ínclito Riudavets. La furgoneta con las personales pertenencias y
papeles del difunto suele ir detrás del coche de respeto. Todas las glorias
humanas acaban en el trapero. Aquí todo es mudanza. Las viudas de nuestros
difuntos pronto se vestirán de alivio.
A través de él,
supe de la muerte de un querido colega, González Yuste. Fue el primer
corresponsal en Londres del “País”. Era un muchacho serio, que vestía chaquetas
de ante, mucho más serio del que sería su sucesor, Juan Cruz, un canario, que
era algo tuercebotas, y al que llamábamos el Polisario por su aspecto de
beduino del desierto. Iba siempre con una mochila de cuero. Y lo que son las
cosas: ahora es el mandamás de una importante editorial. Y Yuste, que era mucho
mejor periodista y mejor persona, se ha muerto. Con él, que parecía un recién
graduado de Cambridge, coincidí algunas veces. Le recuerdo taciturno, puntual,
buen amigo, fumando en las ruedas de prensa. Estaba casado con María Jesús una
muchacha risueña, de cara pálida y con aire de profesora de matemáticas. No
había vuelto a saber de ellos. Por lo visto, dejaron de vivir juntos. Esta
primavera después de venir de la guerra de Kosovo donde había ido a cubrir la
caída de Pristina, Juan empezó a quejarse de un hombro. No duró dos meses.
Compro un libro
de Bruce Marshall “The Fair Bride”(La novia simpática) editado por Penguin
sobre la guerra civil española. Son las aventuras de un obispo inglés que
consigue burlar a la checa, mediante la ayuda de una prostituta y de un
comisario amigo suyo. Algo descuadernado el opúsculo lleva como identidad la
firma de su primera propietaria (presumo que yo seré el segundo). Pone en la
cubierta un nombre y una fecha. “Mi primera novela inglesa. María Jesús.
Londres, 17 de abril de 1960". El
detalle no puede ser más entrañablemente doloroso para mí. La historia de este
Penguin, adquirido por dos chelines y seis peniques, privándose de una cena a
base de Yorkshire pudding y leído en alguna posada de barrio de Londres una tarde de primavera
junto a la estufa de gas, mientras cantaba entre los robles un cuclillo cuyo
lamento parecía conseguir que languideciera eternamente la luz infinita de un
sol al bies. Yo también me compraba este tipo de libros con el dinero de la
cena. Si lo adquiría, no podía irme a tomar la media pinta de bitter al pub de
la esquina, que se llamaba “El coraje” o, cuando se apagaba el gas, no tenía
para meter otro chelín en la ranura del contador.
Se conoce que al efectuar las particiones,
Juan se había quedado con algunos libros de su amada. Libro cerrado no hace
letrado, pero, incluso abiertos son el mejor testimonio de nuestros dolores y
nuestros sueños. La novela del gran Bruce Marshall, un artista algo olvidado
-este autor escocés fue el introductor de la literatura católica en Inglaterra
y no Graham Green- fue adquirida poco antes de que los Beatles, aquellos
escarabajos benditos, cuyas melodías siguen ocupando las más íntimas recámaras
del corazón empezasen a echar el vuelo, en los inicios de la gran movida
psicodélica londinense de la cual algunos privilegiados fuimos testigos. Ya ha
llovido.
Han pasado casi
cuarenta años. Mis pupilas se bañan en
lágrimas. Es cierto lo que dijo el clásico de “Verba volant. Scripta manent”. Los escritores, los
periodistas, de mayor o menor fortuna o renombre, no somos más que polvo de
estrellas perdidas en la inmensa galaxia de Gutenberg. Pero tampoco hay que hacerse demasiadas
ilusiones. La letra mata y el espíritu vivifica.
A veces he
llegado a pensar que los frecuentadores de la Cuesta somos miembros supernumerarios
del Club de Poetas Muertos. Por eso tenemos algunos de nosotros ese aire tan
funeral.
Los cleptómanos
no faltan, pero esos no suelen llegar a Riudavets. Cleptómano dicen que era
Azorín que fue el que arrampló con las exquisiteces que aun quedaban en la
Cuesta. Si se da el caso, Alfonso Riudavets los trata como se merece, sacando
el pecho de ese sargento de caballería que lleva dentro y les pone pronto en su
sitio.
-Pero ¿no le da
vergüenza oiga a usted?
-Es que...
De todas suertes,
la pletórica cuadrilla de silenciosos contumaces que hace corro en torno al
rátigo de libros de montón llevan muchos de ellos el signo en la frente “hic
jacet” y un R.I.P. sobre sus frentes. Pertenecen a una raza especial entre las
vultúridas bibliográficas. Agitan sus
manos con rapacidad. El pico lo tiene curvo y hay algo de duerno donde estas almas solitarias se hartan de un
afrecho espiritual que no tendrán en ninguna otra parte. El libro de lance nutre a esta peculiar
clientela de eremitas literarios, que hacen penitencia en el yermo de los
sueños, que leen a los que ya no son, rezan por los que no rezan y pertenecen a
un cuerpo místico cuyos miembros crecen en la libertad. Tanto el ojo de Ra como
las dulces palabras de Nuestro Señor Jesucristo se guardan en estas tecas o
relicarios de letra muerta. El Dios verdadero vive en ellos.
A los lectores
incorregibles se nos va poniendo con el tiempo cara de lechuzas. Como si por esa vía se nos estuviera
contagiando la sabiduría nocturna de Minerva. Lo de los buitres no es más que
un decir. Parece que leyendo y manoseando libros(hay, incluso, un placer casi
venéreo al pasar los dedos por los lomos granulados de un cantoral monástico o
alguno de aquellos tomos que publicaba Aguilar) vamos tirando en la vida.
Muchos de nosotros somos ya hombres sin amor.
Acudir a este
sitio por las mañanas de sábado cuando se ofertan libros a 25 pesetas (el resto
de la semana a 100) recuerda algo del instinto cinegético de la condición
humana. Los hijos de Adán llevan dentro un cazador. De liebres, de rebecos, de
señoras, y, cuando no pueden porque les fallan las fuerzas, de libros de viejo.
Encontrar un texto raro proporciona una placer equiparable en cierta medida con
el de la caza. Es como cobrar una pieza
los podencos de nuestra rehala han venido persiguiendo por el campo.
Cada uno va
metiendo los tomos que están al relente en una escarcela o los selecciona en un
montoncito propio al lado de los aligustres que sirven de zarzo al bulevar.
Tienen todavía que orearse un poco más. Cuando termina la requisa, el dueño les
pregunta:
-¿Cuantos hay?
-Me llevo
cuarenta y cinco de una tacada.
-Mil cien -
contesta sin pestañear y sin tener
necesidad de echar cuentas. Se le dio siempre a Alfonso bien el cálculo mental
- en número redondo. Te perdono cinco duros.
Si queréis
verlo hecho un energúmeno, ir a pagarlo con calderilla. Es capaz de pasaros la
pluma por el pico y las perras por las orejas.
Ah Riudavets,
que grande es, el padre en esta hora de todos los huérfanos de sueños
imposibles, de los que acariciaron la voluptuosa idea de ser famosos y de
brillar astros con luz propia en el atrabiliario universo de la fama, donde
fosforean tantos planetas con luz muerta.
Él, verdadero buen samaritano - un buen judío, en definitiva- con sus
regañinas y catilinarias pronunciadas en voz de falsete nos ayuda a portar la
cruz de la incomprensión.
- Soy un
perdedor.
- Pues que te
den por el c. No te quejes que otros están peor.
- También es
verdad.
-¿Cuántos hay?
Es la frase
preferida del librero y también “Oiga
que yo no soy un pobre” cuando nota que alguien trata de darle monedas de
vellón o incurre en una de esas desconsideraciones veleidosas hacia la gente
que vende en la calle. Hay que ser un poco masoquista y desplegar enorme
paciencia para poner un puesto. Sus maneras, empero, son las de un señor. Un
dios bajado del Olimpo. No se digna de contar nunca los ejemplares que acarrea
el cliente. Le basta con su palabra, no faltan rácanos, desde luego, pero él posee
una intuición o gracia especial que le vacuna contra los timadores y sabe con un abrir y cerrar de ojos quien le engaña
y quien no.
¡Ay ese golpe
de vista de Alfonso! Esos ojos flavos detrás de unas gafas de vista cansada son
de los de un lince; ven crecer la hierba.
Manolo Carrión dice que es un hombre muy bueno
y muy listo. Lo de la inteligencia no se los discuto. En cuanto a lo de la
bondad tampoco, pero la disimula. Y es seguramente porque no quieren que lo
tomen por tonto, y él de tonto no tiene un pelo.
Con su oronda humanidad representa él solo el
alma de la cuesta de Moyano. He sido un cliente suyo de los más adictos a lo
largo de cinco lustros. Eso no me da ninguna prerrogativa, aunque me deja que
le hable si está de buenas, y sin que sirva de precedente como él mismo dice,
pues no es hombre que se ande con muchas contemplaciones. Algunas veces resulta
brusco, porque, cuando se ha levantado de mala leche, sabe ser punzante y
quisquilloso, pero la mayor parte de los días su talante es avuncular, jocundo y risueño. Por supuesto, no tolera
pelmas.
Puede resultar
obsequioso pero sin servilismos. No sufre a los tontos, y menos a los pedantes,
pero le hacen cierta gracia los periodistas. A los escritores fracasados les
trata a patadas. A muchos políticos los pone a parir.
A mí que me han
ido echando de todas partes encontré siempre refugio perentorio en su caseta en
conversaciones terciadas que ni iban a ninguna parte, ni duraban una tarde.
Hablábamos a voces de política. Nunca disimulé ante él mi franquismo
incorregible. “Riuda”- como le llamamos sus mejores amigos haciendo una
carambola con las palabras en las que late alguna semántica porque lo que vende
es más viejo que la ruda- seguía mis discursos con sus ojos profundos, color
miel, unos ojos que tienen más de magistrado de la Audiencia o de catedrático
de Lógica de la universidad que estaba en la calle ancha de San Bernardo, que
de subalterno de la literatura, pero sin comprometerse y no es porque sea un
tránsfuga al uso corriente. Posee el arte de escuchar y de replicar, porque en
sus momentos insufribles se muestra muy suelto de lengua. Sólo dice la verdad y
la verdad duele.
Un individuo de
talante tan hispánico le vendría como anillo al dedo a Gracián como referente
de su apotegma “Español soy hasta la gola, que la libertad siempre fue
española”.
Ese es Alfonso
Riudavets. Español hasta las cachas. Un hombre de una sola pieza. Hay algo de
berroqueño en él. Con su calva profética y su hermosa y escultural cabeza, ese
cráneo braquicéfalo de las deidades olímpicas, como la de un busto romano, y
una bondad natural que trata de envolver en dosis acíbar. Como el país es
áspero de por sí no puedes hacerte turrón del blando. Te comerían si no. Y esa
debe de ser su filosofía, porque Riudavets, que perteneció al Frente de
Juventudes, y sigue teniendo esa veta republicana y algo anarquista de la
Falange, no se define, pero creo que toda su familia es de abolengo menorquín,
monárquica y muy de derechas de toda la vida.
Ocupó puestos importantes entre los domésticos
de la Casa Real. Fue siempre gente del rey, aunque con Ansón ni se habla. Eran
los suyos aposentadores, cocineros, carpinteros y hasta dieron a algún húsar
para la guarda de palacio. Así empezó también la familia de Don Francisco de
Quevedo. Pero estas coincidencias de origen áulico puede ser que no sean sino
suposiciones mías, claro está.
Nunca se sabrá de qué pie cojea. Nadie lo
podría encasillar ni definir. Si hubiera
un Partido Justicialista aquí, a él pertenecería el bueno de Alfonso porque me
consta que el don más preciado para él es el de la justicia. Prefiere que le
llamen justo, que no justiciero, antes que bueno. No es uno de esos libreros
untuosos que pasan la mano por el lomo del cliente, para sacar tajada. La adulación
y el servilismo le ponen muy nervioso.
-Si me roban,
que me roben, joder.
Ahora bien, no
permite el regateo, porque fue ya desde mozo muy tirado para adelante. Tarifar la mercancía y pujar por las bravas
le parece gallardía. No es de buen tono almonedear entre caballeros. Como
Riudavets diga mil duros, ésa es la fija: veinte mil reales tendrás que
apoquinar si quieres el libro. Tampoco se fía, aunque a mí, por caso
excepcional, algunas veces me ha dejado llevar género en rahína, aunque no
hipoteque por tu cara bonita y al allá que te va. Pero sin abusar, como él
dice. Es Riudavets el tratante más legal de libros al menudo y al por mayor que
en Madrid podrá echarse uno a la cara. Tal vez peque por defecto. Demasiado
rectilíneo.
Nunca ha engañado a nadie. Le gusta ponerse a
la faena con un blusón gris lo que le daba un aspecto de bedel, de sargento de
semana en un escuadrón de la Remonta, de capataz, o de rabadán de los largos
rebaños de la mesta de la cultura, pero, cuando le miras a los ojos a
Riudavets, ves allá dentro a todo un señor, que es lo que es. Antes, cuando
estaba más gordo, se traía un aire a Alfo Frabizzi, aquel actor italiano que
hizo las delicias de nuestra adolescencia, pero desde que Conchita, su mujer,
su musa y su hada buena, lo puso a régimen, se ha estilizado un tanto su
aspecto doctoral.
Hay días que me
ha recordado a Moisés bajando del Sinaí ante una multitud de impenitentes
bibliómanos y de mozos de cuerda, que aguardan apostados detrás de las acacias
municipales a que abra su chiringuito. Tampoco le vino mal dejar la cigarra. Se
fumaba a veces dos paquetes de Bisonte, aquel rubio mataburros que se ha
llevado a tantos de nosotros por delante.
Con su mandil
de ganapán acierta a tratar lo mismo al rey que a uno de los múltiples
vagabundos que recalan por Atocha y aledaños. Y él lo lleva muy a gala eso de
ser jornalero de la cultura.
Pero, ya digo,
cada hombre es un mundo y portador de un misterio inalienable dentro de sí.
Durante unos años
en su tabuco al lado de las limpias acacias que plantó la República se
escuchaba el ronroneo machacón de esa radio tan pobre y unipersonal, pero
electrizante, en programas que parecen dirigidos a porteras
conducidos por los Midas de la comunicación, los reyes y princesas de
las mañanas de nuestra democracia hortera. Escuchaba a del Olmo porque decía
ser de derechas. Pero el ánima de una librero de raza tiene que ser alborozada,
multilateral y escéptica. Hoy ha mandado al cubo de la basura a Del Olmo, que
ya es el colmo y a veces resulta pesado de tanto escucharse a sí mismo, al
transistor, y a las derechas, y sólo le vemos acalorarse cuando habla de “su”
Real Madrid. Le hizo socio del club
blanco don Santiago Bernabéu, y debe de ser una de las filiaciones con más
solera, pero tampoco de eso quiere hacer alardes.
Debe de ser por
aquello de que no hay mal que por bien no venga. Si el personal leyera un poco
más y muchas de estas joyas literarias que se exhiben en Moyano estuvieran a su precio justo, a lo mejor hubiésemos
vuelto a las andadas. Quizá una de las claves de su éxito haya sido encontrar
acomodo en el carro de los vientos que nos llevan a no sé dónde. Hoy se ha
puesto de moda lo “light”. Estamos instaurados en un sistema que paga el
Deutsche Bank.
Es uno de los
seres humanos mejores y más originales que uno puede toparse en esta ciudad
aséptica y cosmopolita. Los ingleses dirían “that he is a whole character and a
man for all the seasons”, un personaje redondo, un hombre para todas las
épocas. Un genio tal vez de la venta de libros de segunda mano.
La clave de su
popularidad y de su éxito estribe quizá en haberse ceñido a su oficio sin
alharacas. Conoce los libros como nadie y sabe lo que dan de sí, pero, vacunado contra la pedantería, él parece
siempre por encima del bien y del mal. Muestra un desden olímpico hacia los
predicados humanos y a veces los libros, aunque mucho los ensalcemos, no son
sino vanidad de vanidades, verdura de las eras que diría el clásico.
Riudavets, que es un sabio, pone de manifiesto
este desprecio hacia las cosas superfluas con su conducta.
Pero lo que yo
he tratado de bosquejar aquí ha sido una semblanza, no un panegírico. Y me
parece que he escondido sus defectos, que también los tiene. Por ejemplo, un
genio insufrible. A mí me ha llamado de todo. Una vez, como sabe de mi afición
por la literatura eslava, me colocó el epíteto de archimandrita.
-Eso es una
lisonja, Riuda. Ya quisiera yo que me nombrasen obispo.
A veces incluso
hemos discutido, con la misma forma que discutieron González Ruano, que se
pasaba los días con un café en uno de los veladores más codiciados y don Pepito
el del Café Gijón. A veces hasta llegué a formular el propósito de no volver
aparecer por su tendejón. Pero la cabra tira siempre al monte y a de mí tiran
los libros, pues en ellos vivo enterrado, amando esta sepultura cálida de papel
en la cual me evado hacia mis muertos, héroes de hazañas fenecidas. Se hizo
materia y carne en mí aquel quevedesco aforismo de “escuchar con los ojos a los
muertos y andar en perenne conversación con los difuntos”, y quiero advertir
que nada menos lúgubre, pocas cosas más vivificantes que la literatura. Aunque
sean pocos los preparados para este yantar de ambrosías espirituales. No se
convoca a todos ni todos los días al banquete de los inmortales dioses.
¿Y qué es esto?
Letra muerta, al fin y al cabo. Pero, cuidado. Haciendo corte de manga a las
leyes universales de gravedad, y unidad de espacio y de tiempo, que nos son más
que convenciones y formulismos, y por otra parte los libros te acercan a la
memoria del ser infinito. Dios es Memoria, y Billy Gates, ese demiurgo con
sonrisa de Mefistófeles lengua del cenáculo y puede que también confusión de
babel, ha tratado de copiar ese atavismo, aplicando a la cibernética toda la
teoría de la relatividad de Einstein. Son los libros mi viático y mi
propedeútica. ¿Qué sería yo sin ese paraíso que ha sido para mí la Cuesta de
Moyano?
No he cumplido
la resolución de no volver. Cuando
Alfonso Riudavets está de incordio, no hay que hacerle demasiado caso. Luego se
le pasa. Los libros dan satisfacciones, pero no faltan disgustos, y crean humores
intercadentes entre quienes los manejan. ¡Que viva Don Alfonso Riudavets. Los
sargentos de caballería y los que doman potros!
Ellos nos
treznan con la lezna, razón sagrada de nuestra uremia y nuestros atascos. Y yo
no voy a dar aquí gato por liebre sino limiste auténtico, buen paño que se
vende en las arcas inaccesibles, de los telares de Segovia. Hay cosas del
pasado que quedarán inultas para siempre pero de lo que trata la tarea de
escribir, por más que los libros sólo valgan para dejar un poso de melancolía
esperanzada en el alma del lector, absoluciones y soluciones.
Claro está que
los caballos no pueden leer. Tampoco tendrán complejo de culpa.
-Dejate ya de
tanto libro- me decía mi padre que paz descanse y que fue el hombre que más
admiro-, esparcete, echa un cigarro, vete al baile.
Y que nada, que
era incapaz, que me ha aburrido. Estaba predestinado al vino de Caná y al
alimento espiritual de esta letra impresa. Era mi destino encontrar la perla en
una pila de bosta. Leer para vivir y vivir para leer. En la lectura he
encontrado ese “Dasein” que conecta la esencia del hombre, contingente y
perfunctoria con la aseidad divina. Pese a todo, a veces me cunde la impresión
que sólo laboreo por la gallofa. Las alfagras literarias de la cultura hoy son
reflotes de lavazas, aguas fecales del inodoro de Tartufo.
-A ver si
aprendes, educa tu gusto: la mejor novela en castellano la ha escrito Vargas
Llosa.
-¡Pero si
parece un caudillo de república bananera!
La cosa tiene
un par de perendengues. Me parece que conforme se están poniendo las cosas me
voy a comprar un podoscafo, ahorcaré los libros, como un día ahorqué la sotana,
me marcharé a tostarme de salitre y de yodo a la playa de las Arenas, y a vivir
que son dos días.
Millán Sacramenia Artedo
10 de diciembre
de 1999
LAS CORRUPCIONES DE TORBADO Y LAS MÍAS
El “Barbas”,
uno de los personajes de “Las Corrupciones”, la novela que define a la
generación del 68, con tanta fuerza y certinidad literaria como pudiera ser el
caso de La “Colmena” con respecto a la quinta del 36, que pasa por buque
insignia de la brillante escuela de postguerra- constituye el personaje mejor
definido de esta gran novela de Jesús Torbado, al que silencia aposta y
ningunean los mandarines de la literatura mala leche ligera,
plagada de tópicos, lugares comunes y de autores extranjeros. Aquí mandan los
de siempre. Son los hijos de Julián Marías, no los de María (ya quisiéramos)
los que manejan el cotarro.
Conque y a
pesar de todo, supo Torbado situar al hijo de sus sueños bajo una perspectiva
profética, al retratar a un comunista español, hijo de papá, que hambrea y
hopea su anhelo de aventura y su picaresca por la orilla izquierda del Sena.
Quiere conseguir una beca para universidad Lumumba de Moscú. Deja aparcado su
deseo y cambia la dialéctica de Marx y Lenin por los trastos de reproducir. Se
convierte en gigoló. A cambio de los favores sexuales a una señorona se olvida
de sus ideales de reforma de la injusticia.
He aquí todo un
Romeo al que sólo le faltaba el Alfa, que le compra su entretenida, para lograr
las metas que se había fijado para esta vida. La señora baronesa lo viste de
punta en blanco con trajes y fular de Pierre Cardin. Ya no quiere ser
comunista. Cambia sus inquietudes por un descapotable. Y a vivir.
En el “Barbas”,
Torbado acierta a columbrar las entretelas de una corriente subterránea. En su
héroe traza la etopeya de un tránsfuga, sin ideario fijo, amoral, pesetero,
ambivalente, y siempre bien instalado en el flujo de la corriente. Es la
herencia del pícaro que recorre toda la literatura española. Nos fuimos a
París, pero lo de cambiar el mundo no era más que una añagaza. Lo que en
realidad queríamos era subir, medrar, la conquista del poder. Sin embargo, hubo
entre ellos algunos, entre los que me cuento, que no quisimos vender nuestra
alma al diablo. Vale más nuestra dignidad que un plato de lentejas.
Sin embargo, el
Barbas supo evolucionar desde las barricadas de la contestación a un lugar al
sol que más calienta, como son las sillas ministeriales, los cargos y los
centros de poder. Su metamorfosis es metafísica. Su personalidad, absolutamente
del tiempo que nos ha tocado vivir.
Abundaron las metempsicosis, los cambios de sexo y de pareja. Aquí el
que no corre vuela. Torbado estaba, a lo mejor sin proponerselo, haciendo la
prognosis de la Transición Gloriosa, y, tal vez, radiografiándose a sí mismo.
En un guateque
en una buhardilla, con picú, extranjeras que se daban bien, ginebra de garrafón,
amor libre en plan alfombra y vomitonas sobre la colcha, a este personaje lo
dan de hostias. No hay cosa más tragicómica que cuando a los que en amor siguen
el mal consejo de Onán se les pone en cama redonda, saben que la simiente nunca
ha de ser suya. Habíamos quebrantado la ley del “levirato” y hubimos de
atenernos a las consecuencias: a una condena bíblica.
El que le
solmena es precisamente un inocente, un partidario de la no-violencia. Un ex
seminarista. En esta generación todos hemos empezado por un ex, lo cual hace la
composición de lugar de tanto acontecer. Como prueba que nuestro destino se
halla en las estrellas, si mi primer coche fue un seiscientos que empezaba por
seis, seis, seis, el segundo un Miraflores rematado en el sufijo fatídico de
“ex”, venía a demostrar que yo soy miembro de la generación x. Todo lo nuestro
es una incógnita, como la distancia de pi, que sigue sin resolverse. Según los
logaritmos la penúltima letra del abecedario engloba todas el enigma del
espectro. Hemos sido la promoción del Enigma, pasamos por esta tierra como una
leva desconocida, pero dejemos de fantasear.
A un tercer grado cáustico nos someterían las
perversas fuerzas del hado. Novelar es dominar, hallarse en posesión de las
riendas de la creación. Por eso, los grandes escritores y poetas consiguen
arrebatar a los dioses el fuego sagrado, quitarles algo que es privativo de su
preeminencia ontológica: la facultad de hacer y deshacer cosmos a capricho.
Torbado pertenece a esa estirpe de privilegiada casta de artistas capaces de
sacar vida, insuflar alma al puro caos. Tienen la facultad de articular mundos
con vida apropiada, y hombres que echan a andar bajo la carpa de cielos
hialinos o emplomados, que se aman y se destrozan, viento que alienta, rosas
que huelen, y ríos y montañas que no son paisajes del belén sino verdaderas
cimas y abismos. Llevan dentro esa carga
de tracción de sangre que echa a andar a los buenos percherones literarios.
Resultado: el transporte onírico, y, eventualmente, el agarrar por la punta del
pelo al lector subiendolo en volandas al Carro de Tespis, que florezca la
tierra y rían los cielos con carcajadas definitivas, hacer que pierda su
horizontalidad de bípedo (hay algunos que aun se arrastran a cuatro manos), levantarlo
camino de las estrellas, y conducirlo a otros mundos. Eso es ángel. Algo que los dioses que dan gratis y reservan
a unos cuantos afortunados, de lo más escogido del Huerto de las Musas.
José Antonio
Fernández, el protagonista de la inmensa novela río, con una traza
argumentativa potente y congruente, nada
light, ni vino flojo ni suelo arijo, sino un peso pesado del arte de contar,
siguiendo los pasos de Flaubert, Maupassant, Tolstoi, Dostoievski o Somerset
Maughan, es quien le cruza dos sopapos bien dados al lechuguino. Estaba como
poseído por esas vehemencia paulina del que acusaba haber practicado esa
gimnasia mental escolástica, con la que se preparaba para ser atleta de Cristo.
Quizá todavía un mínimo de decencia conserve, a pesar de las corrupciones a las
que es sometido. ¿Corrupciones o confesiones? Es una secuencia de deterioros
ambientales y de valores que están cayendo en picado: la Iglesia inmersa en la
crisis más grave de su historia, la familia que empieza a dar síntomas de
agotamiento, la sociedad, el sindicato, la amistad y el amor. No ya meramente
hay moros en la costa, sino que ya ha entrado toda la jarca.
No arremete a su amigo porque haya pretendido
quitarle a su novia griega, sino porque ve en el Barbas reflejado su propio
desencanto. Le grita, lo zarandea, pero, al hacerlo, se está zarandeando a sí
mismo. Esta es una historia a caballo entre la esperanza y la desesperación,
espejo de un tiempo de juventud inconsciente y generoso, vivido al calor de la
bohemia. Al igual que en la novela de Melville, este Moby Dick de la revolución
de terciopelo se mantiene incólume en medio de la marejada de corrupciones y,
consecuente consigo mismo, acaba defenestrandose desde lo alto de la Torre
Eiffel, cuando llega a sus manos un mensaje del padre de su amada, Anika, desde
Estocolmo, anunciandole que ésta había cometido suicidio. “Selbstmord” es la
palabra que retumba en sus oídos igual que una maldición y la voz de la
conciencia que dice: “yo la maté”. Se trata de un conjuro del destino formulado
contra él.
“Ubi sunt?”.¿Qué fue de aquel furor de vivir?
¿Dónde fue a parar tanto frenesí? ¿Qué se hizo de tanto galán? Pienso que
alguien se ha encargado de rebajarnos los humos a todos nosotros. Os pasarán la
pluma por el pico. Al diablo todo. Cohen Bendito, aquel Daniel el Rojo,
inspirador del levantamiento del mayo francés, no era más que un tigre de
papel, aunque nos pareciera un atlante por entonces. Hoy está instalado. Ficha
cada mañana en Francfort en las oficinas de una multinacional. Joan Baez es una
estrella que se ha extinguido. Los hippies de MacKenzie no llevan su oblada de
flores a San Francisco. Se ha acabado lo que se daba, se rayó el disco, y
nosotros con él. Otros han muerto.
Parece que José Antonio Fernández lo
adivinaba. Los cisnes se han
transformado en gansos y esos ánsares no hacen otra cosa que graznar con gemido
lúgubre. Ahora los arúspices recogerían en un cartulario magnético el registro
de tales vibraciones proféticas. Este libro crea una tensión elegíaca dentro de
mí.
Trataré de
explicar a humo de pajas el argumento: un novicio dominico, que, por lo que
describe, debió de ser el de Caldas de Besaya, Cantabria, donde también profesó
Torbado (las mejores novelas son las que tienen un apoyo autobiográfico) cuando
declina su vocación descubre que la vida no es digna de vivirse encerrada en un
silogismo, por la sencilla razón de que carece de lógica. Es indomeñable. Los
universales no abarcan los particulares como pretendían las súmulas tomistas en
su estética aristotélica tan bella como inalcanzable. Era una dialéctica como
hecha para ángeles no para hombres. Resultaba todo tan excesivo, demasiado para
que lo aguantasen cuerpo y alma sin enloquecer. Nuestras almas y nuestros
cuerpos no estaban hechas para volar. Todo lo más para caminar al trote. O al
paso ligero que nos marcaron en la mili, a las voces del sargento.
Así pues, como
resultado, al cabo de una crisis religiosa, Fray J. Antonio descubre que no se
llama ni José Antonio ni Fernández. Había nacido en un hospicio y era expósito.
Seguramente de origen húngaro. Sus padres adoptivos lo habían metido a los diez
años en aquella bella jaula de oro entre montañas y aguas termales. También
descubre que tampoco tiene vocación. Un enamoriscamiento primerizo con una
muchacha del pueblo durante unas comedias que echaron los seminaristas en
jornada de puertas abiertas, por vísperas de Reyes, tuvo la culpa de esa
decisión. Las escenas que describen la evolución de este primer amor son un
dechado de delicadeza literaria y de penetración psicológica, un caso de
precocidad genial, porque Torbado escribió esta obra maestra a los diecinueve
años. Todos los españoles hasta aquella generación nos enamoramos o en las
comedias, o en un baile de candil o en el paseo por la Calle Real. Los
noviazgos con chica formal habían de ser largos, pero tampoco faltaban los
fogonazos de amor a primera vista.
De remate,
cuelga los hábitos y se planta en Madrid con lo puesto. Aun se le notaba al
marchar, como a todos los ex seminaristas, esos andares desparramados en pie
valgo de curilla, el pavor ante los desconocido, la falta de desenvoltura para
con las mujeres, y esa alma como bisunta que tiende hacia la vida ordenada y al
ocio contemplativo pero sometida a las exigencias de la carne. Producto quizás
de una mala educación sentimental. Para conseguir la pureza, nos decían,
fijate, nada mejor que el miedo al infierno, las duchas de agua fría, y una
alimentación a base de judías verdes, mucha lechuga y, alguna vez, de cena,
huevos con patatas fritas.
No se puede
vivir con el alma partida, nadie puede amar a Dios sin conocerlo. Lo que
instiló e deseo de conocimiento fue el amor divino reflejado en sus criaturas.
Resulta que el pobre J. Antonio era un místico. Este personaje de Torbado me ha
servido de espejo al cabo del tiempo. En este libro me monté, cual si de cola
de escoba de bruja se tratara, en la moviola retrospectiva del tiempo; un paso
atrás y el espejo me ha devuelto color mate una imagen que casi ni reconozco,
pero atravesada de fulgores lancinantes. Soy
yo mismo.
Si la verdad está en los números, lo vividero
hay que pasar a buscarlo a los libros.
Era un místico
a redropelo, un anacoreta a destajo y en contra de su voluntad, que lleva su
soledad en el desierto de París, después de su amarga experiencia de rebotado y
de menestral español a lo que salga. Había trabajado en la construcción de
casas baratas, y, como nadie puede pisar su propia sombra y el destino te talla
a ti, que no tú a él, el escritor Torbado estaba designado a comprarse un piso
con el dinero que le dieron con lo del Premio Alfaguara.
La palabra nos
lleva a donde quiere, y aboca con frecuencia al descubrimiento de nosotros
mismos. José Antonio desconocía fuera un místico. Fue ese idealismo panteísta
que aprendimos en la celda con el pensum y los himnos marianos, esa sed de
universales a través de particulares en tardes de melancolía infinita, el que
abrió los postigos de los claustros. Los seminarios quedaron vacíos. Vino una
barrida, sopló el viento del desierto, y nos pusimos todos en movimiento. ¿Lo
del 68 fue un movimiento o una movida? Que alguien me lo explique.
Partimos en
busca de un punto de fuga, un asidero de la palanca, pero tampoco, al otro lado
de las montañas cuyo perfil contemplábamos tarde tras tarde desde la ventana
del estudio, había pestillos ni palancas. No había risueñas lontananzas y todos
los países venían a ser lo mismo. Sin embargo, el viaje, desde el genero de
novelas de caballerías, es el motor que hace andar el carro. La literatura es
una escabullida jalonada de insensatez maravillosa. Nos invitaron a vivir
nuestro propio cuento de hadas y no declinamos la oferta aún a costa de pasar
hambre y arrostrar toda clase de peligros. No pocos quedaron atrapados en la
vorágine.
Allí no estaba la arcadia ni el paraíso de los
caballeros andantes. No había orden ni concierto para los que nos pasamos la
infancia creyendo en la armonía de las esferas y la congruencia de todo. Nos
dimos cuenta que habíamos vivido demasiado arropados y protegidos una vida que
no era nuestra al sesgo de una disciplina y un horario a ritmo de campana. El
mundo se estaba haciendo añicos y nosotros vivíamos arropados al caloricio de
un sistema de valores injerto en la edad media, que no se correspondía a la
realidad del momento. El hilomorfismo aristotélico no explicaba la realidad que
se avecinaba. ¿Materia y forma compatibilizan pero no constituirán una
antigualla en el siglo XXI? ¿Dónde está el alma? Habíamos sido adoctrinados en
una trascendencia que nada tenía que ver con el día a día del hombre de la
calle. Teníamos madera de apóstoles, pero acabamos repartiendo leña, o nos la
dieron, en las manifestaciones contra los “grises”. ¿A quién ibamos a
evangelizar nosotros pobres diablos ignorantes, que de la vida nos sabíamos de
la misa la media, y nos prepararon mal? No obstante, aquella generación conoció
un tiempo de grandeza genial. La primera medida congruente fue colgar los
hábitos antes de que el concilio vaticano proscribiera la sotana.
Pero el simún
aquel que ya soplaba se llevó nuestros bonetes, nuestras tocas y nuestras
esclavinas. Se manchó en los cenagales de Pigalle, el Soho o el St. Pauli el
fajín azul, símbolo de pureza, que un día nos entregaron para parecernos más a la
Inmaculada. Haría volar aquel viento del desierto las páginas del Errandonea y
del Raimundo de Miguel, que uncieron nuestras vidas a la subyugante latinidad.
Aquel viento tiró por tierra nuestras torres airadas, arrastró camino del valle
nuestras becas rojas de estudiante y las hopalandas conventuales, colándose por
los resquicios del alma. Algo nuevo estaba a punto de empezar. Pocos ciclos
históricos hubo tan sometidos a aquella presión demoledora de la acción secular
que en poco más de dos décadas todo lo trastocó.
Se acabaron los
paseos interminables por los vericuetos extramuros y los lozanos campillos en
mediodías de tedio y sequedad cuando ibamos y veníamos al lado de las murallas,
y con ello los regímenes de visita de nuestras madres con la muda, el talego
con el matute para reforzar las calorías de aquella pitanza conventual que era
rancho cuartelero y a veces pre de cárcel, mientras rezábamos a la Madona de
los Tránsitos que nos amparase. No habría en adelante más visitas al sagrario y
una hora fija para alzarse y acostarse. Ni registros de conciencia al terminar
el día, ni retiros a fin de mes, ni aquellos ejercicios espirituales cada año
que daba un fraile especialista. Siempre eran los mismos gritos, las amenazas
del infierno y el numerito de mostrar la calavera encendida mientras se
apagaban todas las luces de la capilla. El efecto sobre nuestras blandas
conciencias fue terrorífico. Y no es porque yo lo diga pero unas cuantas
sesiones descriptivas de penas del infierno tampoco nos vino mal
psicológicamente.
Hoy,
desparecido el Leteo, las hartonas de la tele lo han substituido por
colesterol, cáncer, enfermedades venéreas y los kilos. Antes los diablos eran
todos esqueléticos. Ahora se nos muestra
a los condenados como pobres diablos rollizos y que, para colmo, fuman.
Seguimos sin haberle ganado a la muerte la partida. Sin embargo, por aquellos
días ¿cómo comprender tanta muerte cuando aun no habíamos empezado a
vivir? El miedo guarda la viña.
Predicando sobre ella constantemente se nos tenía sujetos. Pero también nos estábamos volviendo unos desquiciados.
Tiempo adelante, se nos abrirían los ojos. Llegaríamos muchos por nuestra
cuenta al convencimiento de que el Dios que nos planteaban los jesuitas no era
sino una caricatura de sí mismo. Se trataba de un Dios muy burgués: personaje
cominero, mensurable y contable. A tanto por barba. Si tú me das esto, yo te
doy lo otro. Si pecas de pensamiento, son tres padrenuestros de penitencia. Si
pecas de obra, trescientos, y así, sucesivamente. Era un Dios fabricado a
nuestra imagen y semejanza egoísta, meticuloso y severo, impervio e
infranqueable, particularista y nada coral, lejos del alcance de nuestros
pronósticos y de nuestros desalientos. No era el Resucitado con rostro humano que
luego aprendimos cuando nos curtió la vida. Sin embargo, la semilla quedó
lanzada. A través de aquella horma en la que nos metieron fueron moldeando poco
a poco al Cristo sin prejuicios, señor de la historia. De forma imperceptible y
sin casi quererlo nos fueron introduciendo en el amor y el conocimiento del
Gran Rey. Los jesuitas, contra los que nos rebelamos, consiguieron que
dejásemos de ser rahez para convertirnos a la casta del cielo, en raza de los
elegidos. Tampoco era la culpa de aquellos pobres sacerdotes, si tuvieron
fallos. Como dice San Agustín nunca te quejes ni preguntes qué es esto ni por
qué. Porque eres hombre. Ellos nos dieron lo mejor que tenían, con lo poco o lo
mucho que sabían. Fue justo que quedasen vacías las aulas de los noviciados y
que sobre Roma lloviesen en avalancha las peticiones de secularización.
No obstante, en
medio de la tempestad y flotando sobre aquella borrasca de crisis
interiores lucía perenne la llama del
fuego sagrado. Ahora, al cabo de mucho tiempo y con costurones y heridas en el
alma (dejamos la piel en el combate) se presentan ante el mundo y sus vanidades
los que una mañana de Témporas dijeron:“Adsum”. Entonces no comprendieron el
sentido de su convocatoria; ahora sí. El vínculo sacerdotal es permanente. Esa
promesa de servidumbre al Cristo total formulada ante el obispo nos ligaba bajo
juramento a un hermoso proyecto soteriológico. Aquel día nos habían atado las
manos. El nudo no se podrá ya deshacer. Es indeleble. Para el óleo de la unción
no hay asperges. No se borra ni con papel de lija.
Me pregunto si
no irían metidos en aquella desbandada general los apóstoles de los últimos
días. La cuestión personal mía, que debe de ser la de otros muchos que se
encuentran en mi misma situación, llega en una tesitura difícil para las
Iglesias. ¿Serán en todo caso las víctimas las que salven a sus verdugos de
antaño? El mundo estaba cambiando. Muchos sabíamos que la solución no vendría
atada a las resoluciones del tan traído y tan llevado Concilio sino en la
reforma radical que la pusiese a cobro de sus enemigos, tanto internos: la
gazmoñería, el clericalismo, como externos: la prevaricación y la
secularización. Intuíamos el peligro de la mano de la frase evangélica “mirad
que portáis un tesoro escondido en frágil vasija de barro”. Cuanto más
Vaticano, menos cristianismo. Roma pecó. Nos sentíamos desamparados; un poco,
como los hijos de la noche. Nadie tiene la verdad absoluta en sus dominios, no
se ha formulado la última palabra. El depósito de la única salvación yacía
consignado en el corazón de Cristo, y era el dracma enterrado que habría que
exhumar, pero nosotros con nuestros altercados y nuestros gritos de aula magna,
los anatemas y las memeces retóricas, tirábamos su herencia por la borda. Mientras
nosotros vamos a piñón fijo, Él mueve todos
los resortes. Su visión del tiempo y el espacio es panóptica, no admite
segmentaciones. La apostasía de las masas fue el paso siguiente al desbarajuste
y confusión que ofrecía aquella tribu de jerarcas aferrada a la letra muerta,
que sólo creía en la perduración de sí misma.
Muy sagaz
MacLuhan, cuando dijo que lo que importa es el medio, no el mensaje. Los
obispos tenían un oído muy sutil para sintonizar con los cambios de rumbo de
los vientos marcados en los giros de veleta. Para percibir las frecuencias de
onda de la minoría que dirige a las mayorías. Por eso, se ponen siempre de
parte del fuerte, pero nosotros no eramos apoderados de renta vitalicia sino
los paraninfos que pregonaban un mundo nuevo, los heraldos del amor.
Las ratas
empezaron a abandonar el barco, pero nosotros, los que nos salimos de aquellos
seminarios superpoblados de los cincuenta y sesenta, seguimos agarrandonos al
tablón de una fe visceral y aun con el agua al cuello nos consideramos los
portadores del estandarte del Paráclito. Si no pudo ser entonces, nuestro sueño
podría llegar ahora. Los dedos divinos hilan muy fino sobre la pleita de la
historia. Los plazos del carisma tienen mayor longura que las tablas con las
que operan los planificadores de la economía. Hubiera sido terrible convertirse
en un obispo al estilo de Setién, otro alumno aventajado de los jesuitas.
Aquella dispersión general, aquel rompan filas que sonaría en nuestras orejas
como un gemido de atabales, o como una contraseña apocalíptica, sólo se
entiende ahora de un modo explícito, al cabo de tanto tiempo. ¿Dedo de Dios o
mera concurrencia fortuita?
Medio siglo no es nada en la historia. Nos
desapuntamos entonces de una organización que sonaba a hueco, y que quería
hacer de nosotros apóstoles cuando aún no nos había zurrado la badana la vida.
Por los rincones en los altares laterales donde hacía tiempo que se dejó de
decir misa olía a gatuno y a pis de vieja, provenía de no sé donde una
emanación agria a rancio sepulcral. Sobraban los retablos. Nunca desertamos de
Xpto. Y cada noche invocábamos a NªSª. El Barbas al mirar hacia Moscú había
oído campanada y no sabía dónde. Amábamos las iglesias, y no las queríamos
destruir, sólo reformar. Nos sobraron agallas para largarnos a París, o a
Londres o a Estocolmo, con una guitarra bajo el brazo, unos pocos duros y un
cartón de “Celtas Largos” en el zurrón. Desconocíamos adónde ibamos pero
queríamos llegar a alguna parte. La
Estrella de la Mañana guió los pasos de nuestro exilio. Ella es la que salva y
purifica conduciéndonos al hijo. Al fin y al cabo, el catolicismo no consiste
sino en un combinado perfecto de humanismo y de soteriología cargada de
tradición y de símbolos. Constituye la mejor salida ecléctica a los problemas,
porque la palabra Iglesia en su acepción estricta de asamblea, combina
realidades vivas. Es un círculo infinito. No comprendíamos aquel tiempo, eramos
unos caloyos, y, sin embargo, querían hacer de nosotros, nada menos que, unos
presbíteros. La obsesión por la pureza daba frutos malignos. Incluso algunos
superdotados como Pablo y Agustín se las vieron y desearon para poner la carne
bajo férula. Sin embargo, quizás fuera pecaminoso convertir al celibato en una
obsesión. Mandaron que maceráramos nuestras espaldas con flagelos y cilicios, y
a algunos les cantaban las cadenas cuando marchaban en la fila, al arrodillarse
al hacer genuflexión simple ante el Santísimo, al pasar la jarra de agua al
compañero en el refectorio y por las noches, cuando tocaba la campana a
silencio, la obscuridad se llenaba de golpes sordos de las verberaciones. Nos
mandaron comer berros y lechugas porque eran verduras idóneas a la castidad, y
las comimos. Nos prescribieron duchas de agua fría, y nos bañábamos en el
Eresma en pleno enero. Ayunos y penitencias, sin embargo, se mostraban
inoperante para dominar el deseo. Notábamos mutaciones en nuestros cuerpos.
Algo nuevo había nacido.
Una noche de
marzo con viento oscuro y denso sentí la llegada del primer alhorre genésico,
heraldo del río de la sangre. Fue como la fuerza de un chorro caliente en mi
organismo. Percibí vergüenza y pasmo, a
la vez que una laxitud indescriptible. “Si te la meneas te vuelves tísico.
Además, vas al infierno”. Hasta entonces no sabía lo que era una contaminación
fálica. Pero todo ocurrió de una manera involuntaria como un acto reflejo.
Acababa de cumplir dieciocho años. Aquel invierno me había cambiado la voz y
apuntaba ya un bozo raquítico que yo observaba al pasar por algún espejo, así
como el crecimiento del vello púbico, en las axilas y en las piernas. Me
gustaba estar solo. Empecé a llevar un diario y a escribir poemas. Leía novelas
inofensivas como la “Meta Soñada” del P. Sobrino y “Perico en París” - los dos
primeros libros con que se inauguró mi voraz apetito bibliófilo-. El “Sabor de
la Tierruca” y el “Gonzalo González de la Gonzalera” que tenían una portada
asaz incitante en la colección Molino (un indiano que trata de seducir a su
criada) fueron dos libros para mi vocación incipiente de lector empedernido,
pero sobre todo me gustaron las novelas históricas como “Amaya” y “Alfonso VI”.
Éstas las devoré en un par de noches en el silencio y la oscuridad de mi
camarilla, arrebujado con una linterna bajo el embozo. Varias veces me
pescaron. Leer después del rezo del “De Profundis”del acueste, el salmo que
taxativamente jalonaba los actos del día hasta que a las seis y media volvía a
oírse la campana que nos tiraba a todos del lecho, sonaban las palmadas del
presidente de imaginaria e iniciábamos el día con las preces del himno “iam
lucis orto sidere”, atentaba contra las normas del Reglamento. Se cometía un
pecado venial. Otros, mientras yo me enfrascaba en aquel ambiente del medievo,
hacia el cual me he tirado yendo y viniendo la mayor parte de mi vida, puesto
que en este tiempo de navegaciones por Internet mi espíritu sigue vagando por
las poternas de un castillo o conserva una querencia imprecisa a las puntas de
diamante de una muralla encantada, alcázar fuerte de los sueños que no se
corrompen, y bebía los vientos por el ceñidor de Zoraida o me enamoraba de Dña.
Urraca, se entregaban a ocupaciones no tan santas, a juzgar por el chascar de
jergones o los sórdidos estertores agónicos que se escuchaban de vez en cuando
entre las cortinas o detrás de los biombos. Era una forma de paladear nuestra
libertad. Aquel pequeño rincón de nuestra camarilla en medio de la crujía era
nuestro territorio, único recinto personal, nuestro bastión autóctono, y era
con frecuencia violado por el Presidente que recorría todas las dependencias
del seminario de imaginaria con su linterna delatora, que patrullaba la crujía.
Parecía un fantasma dando voces.
“Silencio... A dormir chiquitos... no hagáis
marranadas”. Cada uno podía hacer lo que le diese la gana, pero siempre
acabábamos todos por ser pescados in fraganti por el prefecto, aquel D. Pedro
Recio o algunos de los presidentes, sobre todo uno de los seminaristas del
Mayor, por nombre Eloy, que era un vivo y que se sabía todas nuestras tretas
por haber sido cocinero antes que fraile. Se alzaba la cortina de improviso y
aparecía el superior con la linterna:
-¿Qué haces?
-Sólo leer.
Estaba repasando la lección de Griego que no me la sé bien.
-Estas no son
horas. ¿No has tenido tiempo en toda la tarde?
-No, señor
presidente.
-¿Cómo que no?
Encima de infractor, mentiroso.
A los
presidentes, aunque no fuesen sacerdotes ordenados todavía, no se los podía
tutear.
-Pues mañana a
primera hora te presentas en la rectoral y luego tres horas de rodillas con los
brazos en cruz y dos ejemplares del Raimundo de Miguel a cada brazo. Cuando
acabes, escribirás en el encerado cincuenta veces: “Después del toque de
oración es una falta grave leer en el dormitorio”. ¿Estamos?
-Sí, don Eloy.
El diccionario
pesaba lo suyo. Se me cansaban bastante los brazos, se me ponían los dedos
perdidos de tiza, pero, dentro de lo que cabe, mi castigo era menos vergonzante
que el de otros compañeros que habían sido cogidos con las manos en la masa por
aquellos sabuesos del Mayor. Para los que se la meneaban, se orinaban en la
cama o se hacían incluso lo otro, también había un lugar en el testero del
estudio general cerca del estrado. Eran puestos cara a la pared. Aquí un cagón, allá un meón, y ése de los granos
va para tuberculoso cofrade del “ ale, manita”. Llamábamos más a los cofrades
del vicio solitario congregantes del “ Alemanita”.
Los reincidentes eran expulsados. Ante casos
de bujarronería, que gracias a Dios no fueron frecuentes, la verdad, el Sr.
Rector cortaba por lo sano. Se puede ser todo en esta vida menos invertido.
Luego supe que aquellas situaciones de peligro de desvío de la libido hacia la
homosexualidad no representaban una alarma, por más que comportasen un peligro
real de giro sexual, y dicen que los que van no vuelven; se producían, como
cosa natural, por el ambiente cerrado, la represión y el hambre de hembra que
suelen ser endémicos en establecimientos donde no hay convivencia entre los dos
sexos.
La sala de lectura
tenía tres ventanales que miraban al norte y seis que miraban al este. Por
unas veíamos machacar el ajo a las cigüeñas en la casa fortaleza del
conde de Cheste, en la rinconera de uno de los postigos de la muralla donde
arrancaban los arcos del acueducto airoso y esbelto. Estas callejuelas en la
parte de atrás de la muralla estaban sumidas en verano y en invierno con sus
altos muros cubiertos de enredadera de una tristeza y un misterio infinitos.
Eran predios de duendes y de almas en pena; para mí reflejaban la esencia de
aquella Segovia mítica y desconocida. Los jueves, día de mercado, abajo, en el
azoguejo se escuchaba el ruido de las ruedas de los carros y las voces de los
paisanos que siempre hablan recio. Un poco más allá estaba la de los Dávila mirando
casi amenazante para la de los Lozoya y entre medias la espadaña de la iglesia
de las monjas dominicas, recoleta y románica, que no se abría al público más
que por Jueves Santo. Por los otros miradores, a todas horas del día y del año,
teníamos una excelsa panorámica de la estatua yacente orogénica de la Mujer
Muerta cubierta de nieves entre noviembre y abril y de un color violáceo por el
verano. Por esa ruta del sudeste llegaban las cigüeñas, recién pasada la fiesta
de San Antón.
Un paisaje así dominando la panorámica tenía
obligatoriamente que hacer de nosotros gentes soñadoras. Lo mío, al fin y al
cabo, no era más que la pasión por la lectura, pero otros estaban condenados a
la vergüenza pública por comisiones menos inocentes, por pecar contra el sexto,
y no de pensamiento que al fin y al cabo ningún hombre sabe lo que pasa en el
hombre sino el espíritu de hombre que está en él, sino de obra. Habían
transformado la potencia en acto. Por la noche en las pequeñas horas de la
madrugada se escuchaban sus jadeos a duras penas contenidos y el ruido de los
muelles del somier que era lo que ponía en guardia a la vigilancia del somatén
de castidad que capitaneaba el bueno de Eloy. Había manos no tan inocentes como
las mías que sólo pasaban páginas debajo del embozo. A algunos les salían de
tanto darle callosidades en el canto de la diestra o en la de la siniestra, si
fueran zocatos, y hasta en las muñecas. La culpa de todo la tenía el ejercicio
del “ale manita” en el empecinado dale que te pego. No serás ni el primero ni
el último entre tus sodales. Hay que ver la cantidad de compañeros que hay
castigados esta mañana. Las jarras del refectorio se rompían, cascaban los
badajos de las campanas y las cigüeñas seguían machacando el ajo sobre los
tejados de Segovia. Había siempre ropa tendida en los sobrados. “Fides ex
auditu”. Hacia la fe mediante el oído. La razón también crea monstruos, como en
los aguafuertes de Goya. Aspiras a un lugar bajo el sol del amor platónico, crees
en la armonía de las esferas y la fuerza de la gravedad te arrastras hacia el
lupanar. S. Pablo y san Agustín se quejaban de lo mismo. San Antonio el Grande,
lo cuenta Tolstoi, en un magnífico relato, colocó su mano en la toza y la
seccionó con el destral, pero con la única que le quedaba también le venían
tentaciones; entonces, fue a otro hermano de la Tebaida y le pidió que le diera
allí otro hachazo. Más vale entrar manco en el reino de los cielos que
ambidextro. Hubo otro bienaventurado de cuyo nombre no me acuerdo, pero que
está en el catálogo santoral, que por no pecar se emasculó a sí mismo con una
bipenna. Si tu ojo te escandaliza, arrancatelo. Muy duro esto. En aquellas
noches de insomnio, desvelado y casi febril, escuchaba en rededor sonidos feroces.
Era los demonios que resoplaban. Había un tal Gaillos que era cosa mala. Las
manos quietas, Gaillos, mira que te condenas. Mira que te mira Dios, mira que
te esta mirando. ¿No te da grima abrasarte en las penas del infierno, Bartolo? Más ni por ésas. Pienso, tiemblo, me
mortifico, pero qué queréis que haga. El impulso es más fuerte que yo. Vas a
acabar en las calderas de tu tocayo Botero, perico. Allí estaré por lo menos
calentito y no me saldrán sabañones, y qué gustico pasarse la eternidad haciéndose
una paja. Amos anda, no digas burradas. Vale ya de tanto paloteo.
Gaillos, más
que menearsela, se la machacaba. Sentaba
un mal precedente, le cundían émulos e imitadores por toda la comunidad. Supe a
la sazón lo que era el placer solitario al que nos arrastraba nuestro
masoquismo y los cargos de conciencia que después quedaban. Lo peor de pecar
eran las tormentos en forma de escrúpulos al rayar el día, las angustias de la
mañana siguiente, cuando me torturaba arrodillado en el confesionario e iba a descargar
mi conciencia con el penitenciario sobre si había intervenido mi voluntad en
aquellas poluciones.
“Procul
recedant somnia el nocturna phantasmata, ne polluantur corpora”, cantábamos en
el himno de Completas. Sin embargo, nadie puede parar a la naturaleza cuando el
arroyo de la sangre hace acto de presencia. Bienvenido a la vida mi primer
semen. Aquello era como una epifanía, un descubrimiento de manual de
iniciación. Entre sofocos y jaculatorias (me había inventado una “ad hoc” que
repetía mil veces: “Antes morir que pecar, Jesús mío”) cuando me quería
recordar ya tenía mojado los calzones. A los catorce años empecé a notar
ciertas durezas en las tetillas. Mis invocaciones incesantes no eran atendidas.
Dios no me escuchaba. Iría al infierno de cabeza en compañía del pobre Perico
Gaillos. Sin embargo, pecaba y no me moría. La voz interior me arguye de
pecado. Si te mueres esta noche, te condenas. Desde entonces, por asociación de
ideas, que me hacen ver llamas, garios, falos, la crija que pubesce en una
adolescente, y diablos cornúpetas, la noción del sexo viene a mi envuelta con
el pensamiento del infierno. Por convulsión masoquista. Ya tenía ganas de ir
perdiendo de vista al deseo. Y todo esto que es hoy para mí motivo de hilaridad,
doblado el cabo de buena esperanza de la vida y alcanzada la edad provecta, en
el despertar de mi organismo, creo que llegó casi a tararme psicológicamente.
Torbado lo
cuenta mejor. Su protagonista, el fraile, se sentía también indigno de
acercarse a la sagrada mesa después de una de aquellas efervescentes y movidas
vigilias en el cuarto a oscuras. ¡Qué noche la de aquel día! Es una canción de
los Beatles, pero también se ha convertido en todo un símbolo de nuestra vida
órfica, puesto que para tapar aquellos agujeros nos largamos a París. Si lo
confesabas, te sentías mal, lleno de vergoña. Luego los confesores eran todos
un poco ladinos o estaban algo salidos. Te asaeteaban a preguntas detallistas
de tal forma que ir a confesarse resultaba como ir a la batidora, ponerte bajo
el mangual. Te sometías a un tercer grado, y a mí nunca me han gustado los
interrogatorios, pero el padre espiritual lo quería saber todo con pelos y
señales. Era un meticón por no decir otra cosa. Muchos empezábamos a sospechar
de aquellas curiosidades pecaminosas que se gastaban los que precisamente aquellos a los que cumplía encauzarte por
buenos pasos. Desde entonces tengo a los maricas entre ceja y ceja. Pero, si no
confesabas aquellos nuevos accidentes que acababas de descubrir en tu cuerpo,
te condenabas, cometías sacrilegio. Esas eran palabras mayores. Hogaño, cuando
se vive en materia de moral a años luz de todas aquellas correncias que
mortificaron nuestra adolescencia, en plena borrachera del sexo, cuando la
gente no distingue ya entre el bien y el mal a tal respecto, y se ha ido al
otro cabo la pesa del péndulo, y cuando he descubierto que hay matrimonios que
son un infierno portátil que diría Quevedo y que son perfectamente justificadas
las cauciones de la Biblia contra la mujer, porque transmiten la vida y también
la muerte y llevan el diablo dentro, a muchos puede que todo esto que cuenta
Torbado en su libro les suene a cosas de otra galaxia.
Antaño suponía
para nosotros un martirio como la uña de fuego o el cepo. Algo parecido al
potro, los caballetes, el garfio, la pezuña de hierro, o la parrilla. Para no
caer en tentación, algunos intensificaban sus mortificaciones. Más ayunos, más
duchas de agua helada, ración doblada de latigazos con las correspondientes
disciplinas al acostarse, el cilicio en el muslo o a la cintura. Mucha escarola
en el refectorio. Pero, nada. Los movimientos lascivos del sueño tenían un
poder extraño sobre el subconsciente.
Convenido que la castidad aúna lo que está disperso, S. Agustín, con su
mente sublime y su palabra candente, quiso solventar el problema con su famosa
imprecación: “Dadme lo que mandáis y mandadme lo que quisieredes”, pero en
aquel curso ninguno de nosotros habíamos acaparado la santidad y la inteligencia
del que escribió “La Ciudad de Dios”. De poco
servían pediluvios para bañar todo un océano. Aquello estaba cada vez
más tieso, era una erección sin pausa.
Gaillos fue diagnosticado de padecer una doble enfermedad que nadie
había oído: priapismo y elefantiasis, todo en uno. Ofrecía deplorable aspecto y ante el espectáculo de
aquel ser deforme había que preguntarse si fue Perico el que pecó, o fuera más
bien su padre.
-Esto es
terrible, chiquitos. Paso unos apuros
que ni al más enemigo deseo. ¿Qué queréis que lo haga? Pero el urólogo dice que
es un acto reflejo.
-¿Y qué tal
meas, Pedro?
-Fenomenal,
chico, fenomenal. Meo como un padre de la Iglesia, pero que no se me baja. Todo
el día, emporrado.
Se le notaba un
bulto imponente debajo de la sotana. Lo tuvieron que dar de baja. El rector le
mandó para casa unos meses por ver si se le pasaba con un tratamiento. Nunca
volvió. Fue entonces cuando empezó a circular por los corrillos la noticia de
que D. Marciano, el ecónomo, había dado orden a las monjitas de que echasen
ciertos polvos en las jícaras del agua del refectorio. Lo del bromuro, sin
embargo, no funcionó como tampoco surtieron efecto los triduos y novenas a S.
Luis Gonzaga. Aquel sexo desvencijado y en conexión directa con una semiótica
de muerte y de convulsiones agónicas en plena noche empezó a ser para muchos de
nosotros un trauma. No tuvimos una educación sentimental y acabábamos, una de
dos, por colocar a la mujer dentro del casalicio de las vestales intocables, o
las bajábamos del pedestal y nos largábamos
al burdel. O no bebes o te emborrachas.
No había termino medio. Tampoco es eso.
Dª Dulcinea se daba el pico con Dª Barragana.
Los erotómanos vendrían a decirnos que eso que llamamos amor no es más que una
reacción química, y que al fin y a la postre el hombre y la mujer (ésta en
grado supino) no somos más que cañerías en un ochenta por ciento.
Al igual que
Fray J. Antonio, yo también perdí la virginidad con una morenica de culo bajo,
y con pinta de valenciana, de la calle Echegaray. Sólo recuerdo que hacía mucho
calor. Era un día de Santiago. Yo hice mi primera carga de caballería, inscribí
mi nombre en el registro, hacía mucho calor, un calor caliginoso de tormenta, y
sobre las calles de Madrid descargó una tromba de granizo con gran aparato
eléctrico, mientras yo me ocupaba con Merceditas. La meteorología y mi
incontinencia festejaron al patrón de la España por todo lo alto. Había que
matar la tarde. Honrar al santo.
-¿No me pegarás
algo?
-Voy al médico
cada quince días, cariño.
-Es que es la
primera vez.
-Bueno. Tú no
sufras. ¿Me pagas ahora? Son quinientas.
Me moría de
remordimiento y bajé huyendo como despavorido hasta encontrar un templo. Vagué
por las calles vacías como un zombie. Estuve hasta que cerraron el Cristo de
Medinaceli en un rincón de la nave de la iglesia, en lo más oscuro, de rodillas
y muerto de vergüenza. Si te mueres esta noche, te vas al infierno. Estás en
pecado mortal. No sé si lo que sentía era asco de mí mismo o tristeza post
coito. El peso de la culpa no me dejaba vivir.
Llegué a suponer que acostarse con una puta era un pecado de naturaleza
reservada, de esos que sólo son perdonados por el papa. No me atrevía a
confesar mi pecado con un cura de Madrid y tuve que ir a buscar penitenciario
fuera de la capital. Una mañana me subí en el tren camino de Toledo. Hice cinco
leguas para descargar el saco, pero, contra lo que yo asumía el camino fue
bastante recto y llano, aún queda buena gente en el mundo. El abad, al que
confié mi conciencia, no era de la clase de torturadores a los que yo estaba
enseñado. Su manga ancha recordaba a la de los capellanes castrenses. Para él
irse de picos pardos no revestía demasiada importancia, con tal que la
frecuentación de burdeles no se hubiese afianzado como habitual en las
costumbres del confesando. Lo primero que me preguntó fue si me desahogaba con
visitadoras por norma general.
-¿Cuantas
veces, hijo mío?
-¿Cómo?
-Que ¿cuántas
veces te has ido de putas?
-Una ¿Y le
parece poco?
Me miró de hito
en hito. Saltó la sorpresa. Casi pega un brinco
dentro del confesionario, estaba que echaba humo y de la furia creo que
se le volvió negra al padre la estola morada, yo le veía por la rejilla cómo
sudaba. Me pareció que me estaba llamando gilipollas.
-Y ¿para eso me
has hecho bajar, mastuerzo? Si la gente no se acostase con la gente, tú y yo no
estaríamos aquí en esto. Tirarse a una tía siempre resulta más higiénico que
masturbarse, y siempre será un pecado menor que pagar mal a los obreros, pero ¿
qué estamos haciendo en la Iglesia si no prefabricar tarados mentales, curas
insulsos y martirologios de idiotas?
No me lo
esperaba, el reverendo abad me había salido del todo progresista, era uno de
esos frailes que andan por el mundo con pinta de idiotas, pero que luego
resulta que saben más que Cardona, pues están al loro, se tragan todos los
telediarios, saben leer la letra pequeña de los periódicos y hasta visitan de
incógnito los burdeles. De modo que lleva razón el refranero cuando se formula
la pregunta sobre nuestra paternidad siempre incierta. Nadie podrá decir que
este cura no es mi padre. Acaso estos escrúpulos tengan la culpa de que algunos
ex seminaristas salieran tan malas personas y es que nos torturaron de
pequeñitos, nos dieron una imagen falsa de la mujer, llenaron nuestra cabeza a
pájaros sobre hipotéticas salvaciones de negritos. Sembraron en nuestras
conciencias toda esa malicia vaticana y se agenciaron una bonita manera de
espionaje por poco dinero, colándose de rondón en los hogares y en los tálamos
y en hasta en los calzoncillos de nosotros todos, mediante la astracanada de
intimar los pecados privados. La Iglesia griega sólo conoce la exomologesis que
viene a ser una confesión privada de ciertas faltas y una profesión pública de
fe, pero sin las aberraciones a las que ha dado lugar en la latina esta norma,
dejando la puerta franca al diablo de los escrúpulos que torturan la
conciencia, la preeminencia del clero partiendo de la base de que toda
información es poder, e incluso el trato torpe. Obras como La Regenta y gran
parte de las novelas de Galdós dejan al trasluz todos esos abusos, que no son
pecados de fe sino afrentas a la credibilidad soteriológica de los que están
obligación de estar con el pueblo y defender la grey. Esta confesión y
penitencia pública era posible en la edad media cuando había una interacción de
valores, incluso una identidad del hombre de la calle con el credo romano,
cuando trono y altar y “Pópulus cum exercitu” eran partes de una misma realidad.
Hoy el Vaticano ha hecho de la nave de Pedro un ente de razón, una
inmobiliaria, acaso una ONG, con una cabeza visible de mucho prestigio, pero
que eclipsa totalmente al caballo de fuerza de la institución, que es el pobre
cura de una parroquia del suburbio, o de un católico desorientado con angustia
y con muchos problemas que la Iglesia no puede resolver. Y alguna veces los curas - son los mejores-
lo reconocen como me ocurrió a mí con el pobre Hernández, capuchino de
Medinaceli al que confié mi delicada situación conyugal.
-¿Qué
soluciones me da, padre?
-Hijo, no lo
sé.
Como era un
tipo muy legal, acaso por eso acabó cometiendo el disparate de asestarle varios
navajazos a otros cofrade de la comunidad para después terminar suicidándose.
Era un sacerdote eximio, que cargaba con las culpas de todos, yo pienso que se
ha salvado. El padre Hernández, el de los buenos consejos, nunca podrá estar en
el infierno.
¿Quién puede
decir que este cura no es mi padre ? ¿A quién no le tocaba la pirla el P.
Muñana, rector espiritual de retóricos y que era algo maricón por cierto y uno
estaba en Babia por aquel entonces?
A medida que
iba soltando estas parrafadas, subía el tono de la voz que ya no era de
falsete, sino casi gritos desairados. Parecía fuera de sí. Algunas beatas que estaban abrazadas a los
santos volvían la cabeza con cierto temor ante la bronca que me estaba echando
el fraile. “Éste me sacude si no espabilo”, decía yo para mis adentros. Faltó
un tris que no me puso la mano encima. Pero, “De nimis non curat praetor”. Me
despachó de mala manera y casi me negó la absolución. Nunca pude ver a un abad
con tanto cabreo en el cuerpo. De buena gana hubiese agarrado el báculo y
empezado a dejarme marcas en las posaderas. Pero me hizo un bien de paso,
porque al levantarme del reclinatorio me sentí alígero casi como aquel
personaje del Decamerón al que su amigo, después de muerto, vino a visitarle en
espíritu, y le confesó que hacerlo con
moderación no era pecado. Camino de Madrid, otra vez en el tren, era como si me
hubiesen crecido alas por los sobacos. Hubiese sido capaz de comerme el mundo.
Al fin y a la postre, yacer con hembra placentera constituía parvedad de
materia, un pecado menos grave de lo que hubiera imaginado.
Sin embargo, no
estaba tan curado de espanto como suponía, porque al polvo siguiente, esta vez
con una portuguesa, que durante la coyunda no paraba de asirse a mis carnes
llamandome miño fillo del alma, (al terminar se despidió de mí con un cortés
“moito obligado”), la conciencia atormentada volvió por sus fueros. Los
moralistas no se ponían de acuerdo sobre mi caso, porque cada uno me venía con
una respuesta antagónica. El abad toledano, o tenía demasiada manga ancha, o
debía de ser un viva la virgen, me dijo otro padre, al que fui a descargar de
nuevo mis escrúpulos. Ese que te ha dicho eso ni es abad, ni es franciscano. A
ver si eres tú que los has soñado. Hijo mío, te estas haciendo mucho daño.
Acabé a los
pies y ante las luengas y blancas barbas del P. Dámaso, un capuchino del
convento de Bravo Murillo con fama de santo, cuando no había aun llegado la
relajación a los monasterios y no se producían en ellos confrontaciones a
navajazos como acaba de suceder en el convento de Medinaceli( entonces tenía la
Iglesia al diablo en amarras y hoy anda suelto, va por donde quiere y le da la
gana)y la revolución escatológica que trajo el Vaticano Secundo no había
causado estragos en las filas del Cordero, y la jerarquía no se había
apercibido que el aggiornamiento y la renuncia al latín Roma había claudicado
ante la bestia.
Tenía buen cartel aquel religioso de barba que
parecía el vellocino de Gedeón de tan blanca y abatanada, y muchos parroquianos
que acudían a él para descargar el saco. Por lo menos, era uno de esos curas
que no se asustan por nada, ni te
echaban un rapapolvos, ni nada de eso. En su confesionario, muy solicitado y el
más concurrido de Madrid, había que guardar cola. A él confié de nuevo los
secretos de mi ánima atormentada, por
mor de las flaquezas de un organismo insumiso. Ya digo, para mí el sexo ha
tenido que ver con la escatología. La avenida del gozo es tributaria del
infierno. A juzgar por la forma en que fuimos hechos, no podremos tener
Una filiación más animalmente asquerosa. Sus
advertencias me metieron el miedo en el cuerpo. Me exhortaba a que llevara una
vida casta, no por la virtud sino por las consecuencias del vicio en que
estábamos enviscados muchos jóvenes de aquella pléyade. Una de las frases que
pronunciaba ante sus pupilos el franciscano:
-No sólo, hijo,
se pierde tu alma, sino que te estas haciendo polvo. Ya sabes lo que cumple: a
rezar a la Virgen pidiendo te regale el don de la pureza, acordándote siempre
de la era de la muerte, pues Dios lo ve todo incluso los actos impuros que se
cometen en la intimidad.
Francamente, no
hay que negar morbo a tales admoniciones.
Pero ¿qué tenía
que ver la Deípara con cosas de tan poco monto que nuestra imaginación cargada
de ñoños escrúpulos exacerbaba?
Sus campañas
contra la masturbación fueron titánicas. El onanismo constituía para él una
especie de terror milenarista, un signo de la degeneración de la raza. Y puede
que estas advertencias del buen capuchino que sonaron en los púlpitos de los
sesenta tuvieran algo de proféticas, porque en los noventa se nos ha secado el
jugo; somos el país con menor tasa infantil del mundo. Antes, las españolas
cuando besaban parecían hacerlo de verdad, hoy ya nos las empreña ni el conde
Lequio, porque se han vuelto de lo más negado para parir. Todas, machorras, oiga usted.
Los que se desahogaban se volverían
impotentes, no podrían procrear, clamaba aquel bendito, a decir verdad. Y es
que acaso no sea sola la culpa de las mujeres. Como de jóvenes nosotros nos
pasábamos la vida meneandola , ahora se ha secado la simiente. Castigo de Dios.
Tales amonestaciones, que antes las escuchaba como quien oye llover, sembraron
ahora la alarma en mí. La posibilidad de una condena eventual al fuego eterno
no revestía tanta importancia como el hecho de que pudiera quedar mal cuando
fuese con una mujer. Empezaba a asomar ya su cabeza de pulpo el fantasma de la
impotencia. El deleite oculto e inconfesable secaba las fuentes de la vida,
según el capuchino en cuestión. También me asustaba pensar que me pudiese pasar
a mí lo de Gaillos. Vamos lo que le
sucedió a mi compañero de aula es para cortarsela. ¡Qué vergüenza! ¡qué
suplicio! Tuvieron que hacerle una operación para que se le bajara la cosa,
¡qué cosas! ¡qué desperdicio de hombre! Y ¡ahora tanta gente que toma el
viagra! No malgastes tus defensas procreadoras, Antoñito. Reservate para el día
de mañana. Pero yo por aquellas calendas estaba para pocos sermones.
Era este medio
frailuco tan exiguo de estatura que no alcanzaba con los pies al suelo. Daba
tiernas palmadas, mientras recitabas tus pecados. Vamos desembucha, hijo y no
te azares. Siempre, lo mismo. Aborrece el pecado, compadece al pecador.
Exhalaba un aliento fresco como de juncias que acariciaba mi oreja. Todas
prevenciones eran pocas, como si dijésemos, para ayudarte a descargar el saco.
Pero me asustaba más su barba blanca de gnomo de jardín que mis propios
pecados. No era ninguna tontería lo que se decía de él: que había obrado
milagros. Fue el único miembro de aquella comunidad que se libró de ser
fusilado. Corrían leyendas acerca de su capacidad para hacerse invisible y sus
dotes de bilocación. Le vieron en dos lugares al mismo tiempo. Cuando le
llevaban esposado junto con sus compañeros los milicianos se hizo invisible en
el instante en que subían a los claustrales para el camión. Era tan pequeño que
podía esconderse en una caja de muñecas, pero a lo mejor en esta milagrosa
evasiva intervinieron sus poderes taumatúrgicos. Se contaban de su persona
cosas parecidas a las del P. Gago al que llamaron para fuese a confesar a una
mujer de mala vida, en los días iniciales de la guerra; ésta se hallaba sana,
simuló estarse muriendo, y, al llegar al lugar, fray Dámaso la interfecta
acababa de expirar. La broma terminó de una manera macabra. No se puede jugar
con estas cosas de Dios. Luego durante la década de los sesenta cuando yo le
conocí se habían hecho legendarias sus caridades. Todos los pobres de cuatro
Caminos y Estrecho lo tenían por un tutor en su desconsuelo, rescató a muchos
de la cárcel saliendo fiador de muchos de ellos. Murió en olor de santidad.
-Sí, padre, sí.
-Pideselo a
Nª.Sª.
-Se lo pediré,
padre mío.
-Mira que tu
cuerpo es templo del Espíritu Santo.
La frase del
apóstol siempre me ha parecido o mal interpretada o excesiva, pero en
fin... Dije:
-Hago propósito
de la enmienda y así será.
Intenté el plan
aconsejado y surtió efecto. Desde entonces, jamás cometí un acto impuro conmigo
mismo. Todo lo puedo en Aquél que me conforta. El bendito capuchino tenía una
gracia especial. Y ese poder me salvó de las secuelas de mi decisión de haber
abandonado la carrera eclesiástica cuando sólo me quedaban unos meses para
ordenarme. Creo que entonces quería todavía ser sacerdote. Quería irme a misiones o encontrar un obispo
que revisase mi caso. Lo encontraría en la diócesis de Westminster algún tiempo
más tarde. Me ordenó de cura Mons. Callaghan, pero no se habían acabado
enteramente mis corrupciones. Al poco tiempo de empezar a ejercer mi ministerio
me crucé en el camino con la mujer de mi vida. Esta obra de Torbado ha
resucitado en mí amargos recuerdos. Cuando el protagonista declara “yo la
maté”, al ser enterado del suicidio de
su novia Anika, pude hacer mía las palabras, porque Suzanne murió de un cáncer
poco después de separarnos, como consecuencia de mis corrupciones, de mi
carácter inestable, de un pasado cultural y familiar de prejuicios seculares.
Eso pesaba mucho. Suzanne, mi santa mujer, estés donde estés, que sepas que te
sigo queriendo, y te pido perdón.
Quedó una hija que no ha querido saber más de
mí. Este apartamiento ha sido para mí la gran corona de espinas. Pero éstas son
mis corrupciones y no mis confesiones. He tenido que hacer este inciso, porque
el P. Dámaso, a pesar de ser un santo y de curarme de mi herida, no pudo acabar
con mi dolencia. Vivíamos con el alma escindida. Actualmente, reivindico la
causa de los sacerdotes casados, de los pecadores que han bebido con Xpto.
El cáliz del dolor. Ahora sigo siendo
sacerdote. Rezo el breviario y digo mi
misa todos los días en el silencio de mi apartamiento. La memoria de aquel
capuchino llega teñida de bondad. Es un recuerdo agridulce, el que queda
después de haber conocido a un santo. Había sido amigo del P. Pío el vulnerado,
y lo mismo que su hermano de hábito italiano, llevaba sobre su cuerpo los
estigmas de la crucifixión. Sus manos eran blancas, al igual que las barbas
sobre el escapulario de color café y el cíngulo blanco. Brillaban en la
oscuridad del templo. Su cuerpo despedía odoraciones místicas. Había conocido a
muchos sacerdotes, pero a pocos santos y uno de ellos era el P. Dámaso.
Una noche, de regreso a casa a mi domicilio,
en la calle de Presidente Carmona, en un descampado que se llamaba en el viejo
Madrid el Canalillo- la zona donde ahora se levanta Azca- me salió al encuentro
una mujer medio desnuda solicitandose e insinuándose.
-¿Tienes cinco
duros, chato, y nos tumbamos un ratito? La hierba del Canalillo está fresca,
como un botijo, acaba de llover.
Le entregué
todo el dinero que llevaba encima, que eran unas treinta pesetas, pero me negué
en redondo a acompañar a la meretriz. Esta dádiva le pareció una injuria.
-¿Por qué? ¿No
te gusto, cacho bobo?
-Sí, pero soy
templo del Espíritu Santo.
Rompió a reír
la esquinera. Nunca había escuchado yo carcajadas tan infernales. Era una de
esas orondas ninfas, mucha mujer, que merodeaban las riberas del Canalillo o
los altos del Cerro la Planta en el
Madrid de aquellos años. Ya Galdós, que debía de ser buen cliente de ellas, y
adicto al amor mercenario, menciona como lupanar a la luz de las estrellas las
campas de detrás de los Cuatro Caminos en sus “Episodios Nacionales”.
Por su forma de
hablar la dama de noche debía de ser culta.
-¡Qué tío más
cachondo! Si tú eres el templo de la Blanca Paloma, yo soy el Partenón de
Atenas. ¿No serás tú un cura disfrazado por un acaso?
-Sólo soy
diácono.
Eché a correr.
Llevé su burla pegada a los talones bastante rato. Sus homéricas risotadas
retumbaron sobre las gradas del Bernabeu. Entré en mi casa victorioso de haber
ganado aquel combate. Nadie es
continente si Dios no lo da. Razón llevaba S. Agustín. Durante mucho tiempo no
me cupo la menor duda de que la solicitadora, docta e inspirada en el mundo
clásico, era el diablo que se me apareció. Desde entonces no volví nunca a caer
en la tentación del trato torpe. Cuando tuve relaciones con alguna mujer,
tiempo adelante, era o porque las amaba o porque buscaba en el ayuntamiento
carnal el noble afán procreador. Había tomado la resolución de volver al
seminario y completar el trimestre para concluir mis estudios de Teología.
Cuando abandoné la carrera eclesiástica ya estaba ordenado de Mayores, y tuve
que solicitar las engorrosas dispensas. No me había sentido con fuerzas para
aceptar el yugo del celibato, pero por ese cabo, así lo creía yo, al final de
una serie de tristes experiencias, creía haber conquistado una posición de
fuerza. Pero esas experiencias no pudieron ser más bochornosas. Sin embargo, el
P. Dámaso me había hecho regresar al punto de partida. Nunca debía de haber
saltado el zarzo. Había obrado con precipitación. No me restituí al conciliar
de Segovia. Por el momento fui a París y -la de vueltas que da la vida, que “es
más voluble que el corazón de una hetaira”, como bien dice Torbado en esta
novela- quien me iba a decir que a los dos años me ordenaría de presbítero en
Londres. Fui destinado a una parroquia al Este de la metrópoli, conocí a una de
mis feligresas, y acabé casandome con ella, pero esta similitud no hace al
caso, a la hora de parangonar mi acción personal con el de los personajes de
esta ficción torbadiana. Toda obra de arte es la consumación de una profecía.
Las “Corrupciones”vienen a ser una visión sincrónica del mundo de entonces.
Todo ha dado la vuelta en poco más treinta años. Su libro es tan sugerente
porque encarna la forma de ver la vida de toda una generación. En lo que a mí
afecta, bien lo sé, los paralelismos son sólo periféricos, pero hubo miles de
españoles que el año 64 tenían veinte años y que pasaron por ese trance. La
crisis, más que política, era religiosa. Por boca del Barbas y del ex fraile
habla todo un coro de juventudes reacias. El catolicismo tal y conforme había
sido entendido o nos lo habían enseñado estaba cayendo en barrena.
Casi pasé como
sobre ascuas por el París existencialista. Las cavas de la margen izquierda del
Sena me interesaron menos que las alturas del Monmartre, que Chartres Notre
Dame y Reims y, sobre todo, la catedral ortodoxa de París, donde escuché el
arrollo aquietador de la recitación de las preces, donde mi alma feble quedó
inmersa por el halago del oído con aquellas escalas arcangélicas que sólo la
liturgia de Bizancio supo conservar, quedó sumida para siempre en la sublime belleza
de la Sabiduría. Era Xpto entrando gradualmente por la conjunción de las voces
en los concentos del coro. Mi alma se derretía en la suprema verdad. Francia
era para mí Cluny, Lisieux, Chartes y la Catedral de la Trinidad en uno de los
barrios más elegantes parisinos. Mirando para la mandorla mística de Reims,
claustro materno del Pantocrátor, volví a nacer. Vi que en el vientre de María
flotaba la salvación, y desde entonces habitó el Verbo entre nosotros. Al
encarnarse en el útero de la Deípara el hijo de Dios se hizo ciudadano del
mundo. Sin embargo, toda esa carga experimental que relato en otro libro no
pertenece a este humilde reseña mía (cada libro escrito proyecta otros mundos,
incluye otra infinidad de tramas y de situaciones, y de ahí ese carácter de
epifanía reveladora que tienen todos los grandes trabajos de inspiración) de
esta novela iniciática, la cual refuerza mi criterio, toscamente expresado, de
que el Señor no abandona la tierra, aunque nosotros, con nuestra impostura, y
apostasías, intentemos arrojarlo del mundo. No puede ser. Dios es la memoria.
Nadie podrá borrar su rostro poliédrico, ese ojo de Ra, que encara las tres
vertientes trinitarias, el hoy, el ayer y siempre, ni hacer deleátur de su
nombre así como así. Los personajes de las “Corrupciones” estaban en mi
evocación, que es como una estación de radio, que capta las ondas de la Gran
Memoria divina. Todos entramos en esa rueda. Todos estamos salpicados de su
reflejos. Recuerdo la teoría sobre la novela que expone al respecto C.P. Snow,
como sincronía, participación, comunión con un trecho histórico. Las casi
cuatrocientas páginas de este relato fluvial me han hecho sentirme más yo
mismo, no obstante ser imparangonables algunos entramados de la peripecia que
yo viví. A este flujo de movimiento igualitario, en sincronía con el cosmos, lo
denominaba la mística de oriente la redola de nivelación. El círculo gira y no
se acaba en sus evoluciones de rotación por la órbita solar.
Aterrizamos en París de antuvión, como bajados
de una nube, eramos los hijos de la noche los jóvenes de aquella generación que
fumaba canutos, y, organizadas las sentadas, se proclamaba partidaria de hacer
el amor y no la guerra. Llevábamos briznas de hierba en el pelo y flores
psicodélicas en las orejas. Esas rosas no han fenecido. Aun siguen esparciendo
su aroma. Todo nuestra acucia, tocar la guitarra y hacer la revolución. No
eramos más que una cuadrilla de soñadores laborantes de la Hora Undécima recién
llegados a vendimiar el majuelo borgoñón en sus mejores cepas. Y París era una
fiesta, ¡Oh dolor! Mas, es preciso insistir: las semejanzas con este friso de
caracteres dibujadas con mano experta por Torbado y que todavía andan en lizas
vivitos y coleando por las madrigueras del recuerdo (Susi, Anika, Demetria, el Barbas,
el Viejo, el Holandés, la portera y los mozos de cuerda de Les Halles) son pura
coincidencia. Nadie sabe nada sobre el hombre. Cada persona arrastra un mundo
tras sí. Sin embargo, son tan verosímiles y tan felizmente trasladados de la
realidad al papel que los lectores que vivieron aquellas experiencias
seguramente se habrán codeado con ellos en el metro o hayan hecho cola por la
lechuga y la escarola ante el puesto de una misma verdulera. Esta cualidad para
plasmar en universales lo que es particular, y la agilidad de abocetar
personajes de carne y hueso sobre una horma que muchos palparán y hasta
comprenden, es lo que define mejor al novelista puro.
Al igual que ellos, me emborraché de París,
subí a Montparnase, escuché el canto de los mirlos en el Bois de Boulogne o di
de comer a las palomas reunidas en concilio a mis pies mientras iba desgranando
las migas de una “demi baguette” por Trocadero. Sentí afluir un torrente de
lágrimas que me supieron a miel nada más escuchar a los acordeonistas
callejeros. Aspiré las emanaciones
olfativas de la ciudad. París huele diferente, que Londres o Madrid.
Cada metrópoli hace reserva de sus propia odóntica, porque es a través de sus
olores que llegamos al corazón de una ciudad. El vino y la cerveza no los caté.
Era abstemio por entonces y considero que mis relaciones con mujeres fueron
esporádicas y banales. La Ciudad de la Luz iluminó mi inteligencia con su foco
de la razón pura. El amor me aguardaba a orillas del Támesis. Cada uno seguimos
nuestro propio sino. Paris es demasiado lógico y silogístico para entregarse a
las dilapidaciones viscerales del amor. Recapitulemos por vía comparativa: si
Berlín es la bolsa filosófica y la caserna de Europa, y Paris, la cabeza
racional, Londres es su corazón afectivo. Los que llaman a Paris la ciudad del
amor se equivocan; la verdadera ciudad del amor es Londres, la cual desde que
llegué a ella me subyugó. París sólo me entusiasmó desde la dialéctica. Aún me
pareció escuchar los ecos de las polémicas de Pedro Abelardo en la Sorbona,
Descartes me miraba desde su peluca invasora. Toda Francia, como un gran
monumento a la razón, es un país como tirado a cordel, basado en la
trigonometría. Estaba por venir la
experiencia traumática de mi vivir. En
Inglaterra un corazón me aguardaba al
otro lado del Canal, y más allá de los lises teúrgicos de mi querida Lisieux.
Si mi concepción de la existencia es cartesiana, lo mejor de mi sentir
pertenece a Londres. Ella me estaba esperando en un jardín de Essex. El punto
de fuga es la búsqueda del eterno Femenino. A París habíamos salido en busca de
las muchachas en flor y de los escritores de la generación perdida (Proust, Dos
Passos, Hemingway, Henry Miller). El nombre de la “década prodigiosa” era algo
más que un grupo musical. Nosotros lo supimos. Se trataba de una aproximación
diferente a las cosas, otro método de interpretar el mundo. Los sueños por una
vez cobraron carta de naturaleza y se convirtieron en reales. Nos prosternamos
a las plantas de la utopía. Fue algo que no había conseguido nadie hasta
entonces. ¿Ardía París? ¿Era aquel estridor de gentes llegadas del otro lado
del mar que pasaban el asfalto reblandecido por los calores de agosto de la
Plaza de la Concordia nada más que una quimera, una ilusión óptica?
Dejé de ir a
misa los domingos, pero rezaba el breviario todos los días. En el metro, en los
bancos de las Tullerías, deambulando por los parterres de los innumerables
jardines parisinos era para mí un orgullo silabear los salmos infinitos y las
antífonas de cada jornada. No se trataba de cubrir el expediente ni de cancelar
mi reato con la Iglesia, en virtud de mi compromiso con ella como subdiácono,
sino de religarme nuevamente con el ámbito de la Promesa. Este rezo me llenaba
de calma, aplacaba mis hambres, y era como respirar. Vine a encontrarme con
otro que estaba en una circunstancias similares. Era Aramburu, un ex jesuita
que había sido condiscípulo en Comillas. Ahora era un giróvago, una especie de
vagabundo, pero él también saldaba su compromiso y rezaba el reato del
breviario. Nos tropezamos por casualidad en los vestíbulos del n. 53 de la
famosa Rue de la Pompe. Yo no le reconocía, pero él se percató pronto de mí:
-Parra, ¿qué
haces aquí?
-Supongo que lo
mismo que tú: buscar trabajo y un lugar donde tirar la boina.
-La chapela
querrás decir.
-Llevo dos días
durmiendo a la belle etoile abrigaño de los evónimos de un bulevar. Se me ha
acabado el dinero y no tengo alojamiento.
Musitó algunas
palabras en vascuence. Me miró de hito en hito. Lo primero que le llamó la
atención fue el devocionario que estrujaba contra el sobaco y un crucifijo, el
de mi rosario, que colgaba del jaretón del bolsillo del pantalón.
-Veo que no has
olvidado las buenas costumbres. Eso está bien.
-Sí.
Anteanteayer, cuando se me acabaron los cuartos y me echaron de la pensión,
deambulé por las calles sin saber adónde ir.
Fui a Saint Sulpice, les expuse mi situación, pero un abate con cara de
mala uva me dijo que era un pecado de lesa majestad quedarse sin guita en una
ciudad como ésta. He rezado ya todo el hebdomadario de las siete ferias
empezando por maitines y terminando por completas. No tenía otra cosa que hacer
y la plegaria parece que me confortaba. El oficio de la Virgen (eran las
vísperas de la Asunción) es grandioso. Alguna ventaja por módica que parezca
tiene que tener el saber latín.
-Tú siempre con
tus aventuras, ¡eh Parrita! ¿Pero has comido?
-No.
-Vente conmigo.
Me invitó a
café con leche en la Estación de Austerlizt.
Iñigo Aramburu
había dejado de ser aquel adolescente de piel trigueña con el que compartí
pupitre en tercero de Retórica en el seminario de Comillas y se había
convertido en un mocetón con boina como aquellos marineros que pintó Zuloaga,
pero sus ojillos seguían siendo risueños. Era el mejor pelotari de los cuatro
seminarios, el tirocinio incluido. Como buen vasco era de corazón sencillo,
aunque le salía una jactancia de no sé donde como un furia contenida cuando
hablaba de su país. A mí me tenía cierto respeto, porque yo, aparentemente muy poquita cosa y un renacuajo castellano,
le había ganado una vez al frontón. No se le había olvidado. La hidra de Lerna
del nacionalismo sin concesiones, tajante, xenófobo, cargado de odio y de reivindicaciones
al que le escuece esta historia nuestra que siempre han tratado de imprimir en
la Edad Moderna los dómines de Oxford, señores tan petulantes como los Carr,
los Madariaga, un poso negro de anti España. Sus siete fauces, sus catorce ojos
que se iluminan como el fuego fatuo de campo de tumbas, candelas espectrales en
las hermosas noches de nuestros veranos repletos de vida cuando Castila huele a
polvo de verbena y a churros de la fiesta. Ellos han domado la bicha. Tendrán que rendir
cuentas por su felonía. A su grupo cabría unir a los del Vaticano. Pero hay un
enemigo interior, un topo implacable que horada y horada. Durante siglos sólo
hizo una cosa: destruir.
-Le dabas muy
bien a machote, ¿eh?, pero a cesta punta siempre te hacía mascar el polvo.
-Hombre, claro.
En eso los vascos sois los mejores, pero cuando hay que dejarse la mano en
pelotas forradas de piel de gato, los tíos de Palencia o de León eramos más
sufridos. Vosotros erais como más señoritos.
-¿Eso te
parece?
-Me parecía
entonces, cuando sólo había diferencias regionales. Hoy lo que hay son
nacionalismos y muchos deseos de venganza.
-No me seas
facha, Parrita.
-¿Qué, lo
dejaste ?
-Sí. Tampoco me
probaba. Estuve dos años de cura en una iglesia de Derio.
-¿Tendrías que
pedir dispensa a Roma?
-Como todos.
-¿Y ahora a qué
te dedicas ?
-¿Cómo que a
qué me dedico? Vaya pregunta. Toma. A luchar por la independencia de mi país.
Ciertos eran
los toros. La Eta, una palabra que zumba en torno a los oídos de los españoles
como un silbido de serpiente cascabel, omnipresente en la actualidad española
con su amenaza de secesión perenne, y una lista negra de atentados, muertes,
mutilaciones, se formó en los claustros de los conventos. Sus primeros
militantes fueron cucarros como mi amigo Aramburu el risitas. ¡Qué baldón para
la Iglesia! Muchos de mis compañeros, los pocos que se ordenaron, se tiraron al
monte. Se unieron a la facción de los
guerrilleros en Colombia. Formaron tanda con Camilo Torres.
Iñaqui
Aramburu todavía rezaba el breviario por las noches. Le daba fuerzas para la
lucha revolucionaria. Seguía siendo tan buena persona como fanático en sus
convicciones políticas. Perdía los estribos cuando alguien le mentaba palabra
España o Franco. Nunca conseguí entender aquella exaltación anima adversa de
los recios vascongados contra Castilla la gentil. ¡Pero si España es el país de
la cultura perfecta! Y, como en euskera no hay tacos, empleaban el español para
llamarnos hijos de putas, enanos, ogros sanguinarios. Yo asistí al parto de los
montes y vi mi patria destrozada. España se poblaba de piedras tumbales y de
lápidas funerarias donde yacían tricornios y se inscribían nombres de sufridos
guardias civiles, gente del pueblo, a los que la Eta mataba y el gobierno
organizaba funerales vergonzosos en el que había que sacar al muerto por la
puerta falsa. Ellos iban a consumar un proceso iniciado en la timba del 98.
España tendría que apurar el cáliz del dolor caminando por la senda de la vía
dolorosa, desde el tupé de Sagasta al “recorrido” de Anasagasti. A ese Sagasta
le arranco yo el tupe. A ese Anasagasti lo despeluzo para mostrar al mundo que
es calvo con todas las de la ley. Sabrá entonces el mundo quién estaba detrás
de los que pusieron la bomba del “Maine”. Arzallus es legatario de Maceo y los
dos tienen por padrino al mismo hermano americano.
-¿Qué
os hacen esos servidores del orden público para que les deis cobardes tiros por
la espalda, Aramburu? ¿Qué ofensa os han deparado ?
-Personalmente,
ninguna, pero son miembros de un ejército de ocupación, enemigos de los
gudaris.
-Te
has olvidado de los diez mandamientos. Ya sabes: el Quinto...Además, no es
decente que una manos consagradas se manchen de sangre.
Se
encogió de hombros y me echó una mirada de través.
-Alguna
vez resulta lícito matar al tirano y hacer la guerra justa. Lo dijo el P.
Suárez.
-Esos son
mohatras que os habéis inventado los jesuitas. ¿Sabes? Ignacio de Loyola, tu
tocayo, era un vasco típico. Sois un pueblo violento, algo presuntuoso. Nunca
se os ve venir. Y una panda de borrachos
y de reprimidos sexuales. Todas esas prendas se dan en el fundador de la
Compañía de Jesús, pero acaso vuestro pecado mayor sea la soberbia. Os creéis
más guapos, más listos, más altos que los demás, pero llega un tío de Segovia y
os pega una paliza a la pelota y entonces pedís árnica.
Eta estaba
gestandose aquel verano del 64 en un piso de la orilla izquierda, donde (no sé
ni cuándo ni cómo pero la fuerza del destino me ha conducido a ser testigo de
hechos fundamentales) yo pasé una noche, presencié un aquelarre increíble y me
dieron de cenar. Devoré lo que me pusieron mis dadivosos anfitriones, pues me
hallaba gandido y con hambre de varias semanas, su hatería estaba bien repleta,
puesto que pagaba el partido. El cucarro y sus camaradas habitaban una “pent
house” o sobradillo.
El techo
inclinado que se proyectaba sobre una linterna con vista a la Isla de la Cité y
una espléndida panorámica de Sena, se hallaba cubierto de carteles con la
imagen barbuda y mesiánica de Ernesto Che Guevara. En el tocadiscos la música
de Brassens se alternaba con la de los Beatles. Por todas partes, ikurriñas.
Era la primera vez que yo me topaba con aquel distintivo y creía que era la
Unión Jack, o la de alguna bandera británica, menudos berrinches me había
cogido yo con lo de Gibraltar español, hete aquí que había otro Peñón al norte
y yo sin enterarme, Sabino Arana no tenéis mucha imaginación, que digamos, claro
que fueron los británicos sus testaferros. Detrás de las guerras carlistas
estuvo siempre el dinero judío. Vertimos demasiada sangre, pero vosotros erre
que erre con vuestras ikurriñas y carteles horizontales. Presos fuera, escuché
gritar a las pancartas. Era una algarabía semejante a la confusión de babel y
escuché, sintonizando con el futuro a través de un canal que radiaba sólo
profecías, la vista alborotada de la causa del Proceso de Burgos, con sus
encartados que hablaban en vasco para confusión de los magistrados y
blasfemaban en español. Hizo mucho frío aquel invierno del 70 y yo me vi con
mis maletas en la estación del norte. Había venido a pasar la navidad desde
Londres. Hijo, no hagas caso. Aquí cada quisque va a lo suyo. Se me cayeron las
plumas del sombrajo ante la recomendación de mi madre y fui consciente de mi
rechazo. He sido un dilapidador de oportunidades, pero, cuando caí del burro,
era demasiado tarde. Reparé en mi condición de odioso. Todo mi proyecto
biológico no podría ser. Aquello a lo que había amado tanto sencillamente no
existía y sentí por primera vez el odio y el desprecio fantasmal de la que me
había dado el ser. Pero había que echar balones fuera, buscar chivos
expiatorios. ¡Maldito Disraeli! Padre del Estado Moderno, un Billy Gates de las
relaciones internacionales. En toda Europa el nivel de los conflictos no
tocaría techo, y al pensar en lo que aconteció en aquel gélido mes de diciembre
de 1970 no siento más que rabia. Faltaban sólo seis meses para que tú vinieses
al mundo, amada Helen, pero ellos siempre están al norte y al sur, al este y al
oeste. Tanta bandera inglesa trufada de colorines empezaba a desasosegarme,
pero tú no sufras. Ya verás cómo volatilizaremos tu país. Después de los
cucarros vendrán los mamporreros de las ondas y ya se acabará España. Oye, y
todos millonarios. Se conoce que el servicio de desguace y acarreo de las
antiguas grandezas patrias servirá para que unos cuantos listillos se forren.
Ahí tenéis al Hermida, verbigracia, jefe del cotarro, con su batuta mágica y su
cadeneta, derecho de pernada informativa, todo un rey de reyes, vasallo de los
apátridas, con su agrio gesto risueño de mofa, petulante y cruel. Recuerdo sus cabreos en la Onu cuando Félix
Ortega y yo nos marcábamos un “scoop” y le pisábamos alguna noticia, pero
nuestra bitadura era un tanto desmañada, la quilla en el bajío, estábamos
tocando fondo, encallaba el buque, y luego acontecería el naufragio. Le
llamaban de Madrid a las tantas de la madrugada y él tenía que levantarse de la
cama, echarse el abrigo de pieles a las costillas y presentarse en la oficina y
examinar el boletín de comunicados de la Casa blanca o del Pentágono. Eso le
sentaba como un tiro. Un chulo como él era incapaz de aguantar niñerías. Que le
hablasen de Cirilo Rodríguez también le sacaba de sus casillas. Y como se dio
cuenta de que en este país nunca llegarás a nada si no judaízas, fichó por
Antena Cónica. A río revuelto ganancia de pescadores. Muera la cruz y vengan
los vértices y los triángulos del asenso. Consensos y disensos. Han polucionado
nuestra hermosa fabla de palabras feas.
Un americano de origen judío pagaba el
alquiler donde doce tíos vivían a cuerpo de rey. Entre ellos sólo había una
mujer: Itziar. Todos la llamaban “Amatchu”. Era una morena de rostro alargado(dicen
que los vascos proviene del norte de África, son iberos puros, su perímetro
craneal les diferencia del resto de los mortales, y hay quienes les relacionan
con la Tribu Perdida), la nariz recta, el perfil aguileño, típico espécimen de
la raza euscalduna. Sus andares eran desenvueltos. Había en todo su continente
una cierta dureza de hembra pura y atávica que recordaba la postura incansable
y venatoria de Diana. Sólo le faltaba la trompa para ser proclamada Cazadora de
los Bosques. Era la matriarca del grupo.
-Muy guapa
Itziar, ¿eh?
-Ya lo creo.
Sin embargo, creo que prefiero el marmitako que me acabo de meter entre pecho y
espalda, cocinado por ella.
-Es nuestra
despensera y madre- clamó el cucarro.
-La fuerza que
nos sustenta en la lucha- terció otro de los de la cuadrilla.
-Nuestra Amaya,
que arrastra su manto de estrellas, la que lleva el cetro, virgen coronada de
deseos, que viaja en un carro tirado por una cuadriga de cien leones domados en
reata- soltó un carilleno de muy angostas espaldas e insinuación de un ridículo
belfo. Era, pese a sus gestos femeniles y eunucoides, uno de los epígonos de la
lucha anti españolista. Este furor asesino ya entonces dominaba su neutra
fisonomía. Sus anchas caderas hacían que su figura se pareciese a la de un
huso.
Sobre las
paredes colgaban banderas españolas manchadas de sangre o hechas girones. Esto
supuestamente enardecía a los presentes. Y en un armario se ocultaba la
munición del goma dos; debajo de la cama yacía un armero de pistolas
Parabellum. Había posado mis plantas en
la rama del nido del cuco. Todo un arsenal con su parafernalia.
Marañón, que tanto se fijaba en estas cosas,
porque la envoltura dilucida a la prosapia y la cara es espejo del alma nos lo
hubiera descrito como un hermafrodita típico. Apuesto a que si lo hubiésemos
desnudado se hubiera descubierto el pastel: resultaría que el vello púbico no
apuntaría hacia arriba en forma de tresnal o isósceles sino que sería un
equilátero truncado su monte de venus, como de mujer. Eso no quita para que
aquel individuo se convirtiera en uno de los asesinos en serie más buscados por
las fuerzas de seguridad, autor de la matanza de Vallecas.
Entonces, uno
de los del grupo, acercándose a la moza matriarca representante de las virtudes
de la raza, la cogió por detrás y, aferrado a su basquiña, le pidió le diera de
mamar. Ante mi estupefacción, pues los demás no dieron importancia al suceso,
habitual en aquellas tenidas esotéricas, donde era muy importante una mitología
y el folklore cargado de símbolos, se desabotonó el corsé, y, desabotonada la
almilla, extrajo una de sus ubérrimas
mamas, colocó al grandullón en su regazo, y todos pudimos presenciar la escena.
Estaban amamantando al pelotari. Es que estos vascos son la leche, Ibarreche.
Amachu parecía una virgen medieval dando de comer a un S. Cristóbal ya talludo.
Tenía un pezón de color entre sonrosado y canela. Nunca hubiera visto yo ubres
tan poderosas. El rorro tiraba de la aréola, cerraba los ojillos con laxitud
sensual y suculencia. “He sucked in a bliss”, lo digo en inglés. Estaba en el
séptimo cielo. Se lo estaba pasando bien. La ubre de la teta de la vascongada región tiene un pezón muy largo, es como el brazo
del k.g.b.
-¡Buenas escas
las de Illescas! - no me pude contener- Éste vuelve al rollo de la inmensa
teta. Le da de comer la patria. Gandul, no te da vergüenza, deja un poco para
merendar.
Precisamente el
día que yo llegué a París se celebraba el Día del Soldado Vasco. Todos los
presentes hicieron corro a la lactante. Apagaron el tocadiscos y en su lugar
empezaron a sonar las notas de un zorcico, cuya entonación recordaba a la de
los corridos mejicanos. Las estrofas saltaban de un lado a otro simulando la
carrera de un corzo que desciende desbocado por las montañas con el viento
silbandole en las orejas.
-Pero ¿qué
hacen esos gordos?
-Cantar
epitalamios. Es costumbre.
Luego se
desnudaron todos, pusieron a la moza en pelota, la quitaron al “niño”, el cual,
ahíto, empezó pronto a roncar su borrachera en una cuna de cristal que parecía
una enorme urna funeraria. La escena que presencié a continuación no la
olvidaré en lo que aliente en mi un soplo de vida, todos aquellos doce
apóstoles en porreta viva, empalmados, excepción hecha del amorfo que no montó
y éste no podía puesto que tenía sus genitales enterrados en una viscosa masa
de grasa (Marañón tenía más razón que un santo al detallar la prosopografía del
impotente, que lleva los estigmas eunucoides de su glande atrofiados en el
cuerpo grande y destartalado, del mismo modo que al estreñido se le nota por
una marca en la frente, los cojones se llevan pegados al culo como mandan los
cánones de la garañuela reproductiva) y que era el Judas de aquel cenáculo de
superdotados sátiros y la fueron poseyendo una a una. Fue la primera cama
redonda que presencié en mi vida, un espectáculo de desazones pero cargado de
símbolos cuyo mero recuerdo me conturba- siempre pensando en lo mismo, Dios
mío- que sobrepuja a lo que pueda fraguar la imaginación de los ganadores del
premio “La sonrisa vertical” y a los guionistas del mejor porno.
El sexo allí
tenía algo de magia y muchos de los que participaba en aquella tenida
orgiástica el sexo en grupo y descargando a escote se declaraban epígonos de
Henry Miller cuyas novelas se estaban introduciendo en España por la puerta de
Vascongadas. Se impartían conferencias sobre su obra en el seminario de Vitoria
que era el más nutrido del país en cuanto a vocaciones sacerdotales se refiere.
En cierta manera, el pornógrafo californiano consiguió que su “Trópico de
Cáncer” sustituyera al Kempis, que muchos se resintiesen de desencanto,
colgaran la sotana a punto de cambiar el cilicio por la metralleta. Eta nació
en un seminario, sí. Fue la respuesta trabucaire a una mala educación
sentimental y una soberbia característica del racismo solapado, de la soberbia
loyolea, ese pensar somos los mejores y a nosotros no nos gana nadie.
Se las dieron
luego todas en un carrillo.
Los conspiradores, más que darse al desenfreno
de la cópula, estaban invocando a sus dioses tutelares. Fueron despojando con
voluptuosidad como en los burlescos episodios de striptease que luego
presenciaríamos en Londres de cada una de sus sayas, los refajos, las enaguas
de la gorda Ama a la que venía un diablo en guisa de padre de la Compañía
calado el bonete hasta las cejas y daba su bendición por detrás exclamando
interjecciones en su lengua de consonantes aglutinatadas.
-Esto parece el
último tango en París.
Dejó al
descubierto sus carnes prietas y unos muslos de aldeana. La fueron poseyendo
por turno.
-¿Eh qué
hacéis? ¿Violar a la madre patria?
Ni puto caso.
Cayeron en saco roto mis advertencias y exhortaciones a la morigeración y a la
continencia. Había mamado de la ubre de la terruño várdulo aquellos benditos
gudaris, de la que dicen ser fuente que mana, oh portento, chacolí del que
calienta y da fuego, sin emborrachar.
Aramburu me
invitó a participar, pero yo decliné la oferta, más que por virtud por temor a
coger “algo”. Me habían hablado de que cuando se practica el sexo en grupo
luego vienen las purgaciones. Ellos, adictos a un contubernio cuyo alcance y
consecuencias ignoraban, se emperraban en convertirse en el instrumento de una
agonía lenta, la muerte de un pueblo, iniciada con la voladura de un destructor
surto en la bahía del puerto habanero. Nuestra aula mater, para ironía del
destino, desplegaba sobre campo de gules el triunfo de la iglesia y el
destronamiento de la sinagoga. Los hechos se producirían, en el correr
imparable de los acontecimientos, justo al revés: la exaltación de los enemigos
de la cruz y el destierro, la opresión, la caída en desgracia y la humillación
de aquellos que soñaban en una tierra repleta de Evangelio.
-Mirad que vais
a sufrir mucho. Vuestras mujeres os traicionarán, seréis víctimas de los hijos
que engendrasteis, vuestras madres os negarán y vuestra existencia se tornará
en hiel. Disraeli, el mentor de Marx y
que sin embargo pondrá en órbita al gran capitalismo, será el profeta de todo
lo inicuo. Sus promesas de liberación traerán a la tierra esclavitud, y muchas
lágrimas. Os pasarán la pluma por el pico, pero habréis de seguir firmes en la
fe, cuando la caridad se entibie.
Ellos estaban a
lo suyo. Aramburu, que fue el postrero en entrar, era el que la tenía más
larga, puesto que no en vano era un cura. También perdió el pudor y se guardó
del recato de las miradas. ¿Es eso lo que tenéis por costumbres? ¿Son éstas las
señas de identidad de la pureza racial vasca?
-Somos un
pueblo unido - exclamó Aramburu al terminar.
-Ni que lo
dudes. Todo lo compartís, pero esto no lo hacen ya ni los salvajes.
-Nuestra
estirpe se fortalecerá.
Sonó el grito
de ataratxu y todos se levantaron e iniciaron los pasaos de la danza prima. Los
zorcicos se alternaban con el tripudio pagano, los cantos ancestrales a las
divinidades del lugar y otras mitologías vascas. Yo empecé a sentir nauseas y
huí de aquel lugar y pensé que alaveses y, vizcaínos tenían una rara manera de
celebrar el Día de la Raza. Anduve deambulando sobrecogido por las calles de
aquella urbe extraña. Me parecía que el mundo había perdido la inocencia y que
todos eramos culpables.
Recordé mis tiempos de Comillas donde conocí a
Aramburu que pertenecía a mí mismo grupo de las congregaciones marianas. Todas
las noches en el examen - aquello no tenía a la sazón ninguna gracia- se
impartía una consigna para la guarda de los sentidos y solíamos repetirnos la
máxima al pasar en la fila la jaculatoria que nos había mandado copiar el
director espiritual: “antes morir que pecar” y ahora , al cabo de los años, mi
antiguo amigo congregante, que había ahorcado la sotana, me llevó a ver aquella
orgía desenfrenado. Definitivamente, el mundo estaba cambiando. Aquel mal sabor
de boca era el primer eructo de corrupción. Empezaron también en París mis
corrupciones. La vida da más vueltas que el corazón de una furcia. A este
desengaño, ese gran fracaso de mis ilusiones derrocadas, achaco yo el
solipsismo melancólico que me caracteriza. La salacidad de la virgen vasca
abierta de piernas sobre el diván y el ondear de aquella ikurriña, una mala
copia de la Uniona Jack, así como los sermones del P. Arzalluz, o la cara de
sapo de políticos tan viscosos como Pujol o Anasagastegui que oculta la calva
con un recorrido que a mí me recuerda el insolente tupé de Sagasta, me pusieron
en antecedente de todo lo que habría de venir más tarde. Nunca he llegado a
comprender ese odio visceral hacia la palabra España. Es un rencor cainita
desparramado desde Londres, la venganza de Disraeli enfurecido contra el
proyecto de unidad conseguido por los Reyes Católicos. Es un odio demoniaco que
nunca nos dejará vivir. España es un
país marcado. Acaso debido a esta impostura, dejará de existir.
Nunca conseguí
entender aquella animadversión exaltada y cerril de lo vasco hacia lo español.
Es como un renegar de sí mismo, un insólito aborrecimiento que a muchos nos
sobrecoge desde pequeñito, y yo he padecido ese aborrecimiento materno en mis
carnes. No tuve madre en la tierra. Sólo ha velado mis sueños la Madre del
cielo. Por eso me pareció una terrible profanación de lo más sagrado la
pantomima sacrílega que presencié en una piso de azotea orilla del Sena.
Aramburu era
bueno y servicial, pero, cuando le hablaban del árbol de Guernica, se ponía a
llorar de rabia y empezaba a despotricar en la jerga de Cervantes contra Franco
exhibiendo un léxico selectivo de procaces blasfemias (no hay tacos en aquella
lengua por lo visto) reservados a Su Excelencia el Generalísimo. Le llamaba de
todo: picha corta, enano, “ogro sanguinario del Pardo”.
-¿Por qué
despotricas de esa manera, cucarro? Tales palabras suenan mal en uno que va a
ser cura, por todo lo vasco que seas tú.
El de Baracaldo
perdía los estribos.
- Cago en su
madre. Si tú le defiendes te voy a matar.
Me miraba torvo
y encandecido.
Recuerdo cierta
conversación que tuvimos en el Stella Maris, aquella bella plataforma frente al
Cantábrico donde se fraguaron nuestros sueños, presidida por una estatua blanca
de María sobre el vértice del hastial imponente, de albardilla, una atalaya
frente al océano. Aquello marcó carácter. El culto a la Virgen fue para
nosotros un octavo sacramento. Cuando visito aquel lugar al cabo de los años me
rodea el sentimiento de tumba vacía. Sin embargo, la imagen, mascarón de proa
de un galeón invisible tripulado por los ángeles, sigue encaramada en su puesto
protegiendo con sus brazos rozagantes la panorámica que domina un abrupto
acantilado. Las gaviotas le cantan la salve, ausentes para siempre sus
seminaristas. Es como si el maligno entrando a saco con aquel palacio como entre sueños en lo
alto de una colina hubiera desperdigado sus fantasmas. Ya los claustros quedaron
en silencio, pero nos llega el eco de los primeros fervores marianos, que
sellaron el despertar de mi adolescencia. Antonio López, aquel aventurero que
lo mandó edificar, tan pecador y devoto como nosotros, y que fraguó su fortuna
en las guerras de Cuba, quedó arruinado con la construcción de aquella obra
faraónica y ni siquiera llegó a santo, puesto que no ha progresado la causa de
su beatificación.
Aramburu fue el
primer compañero con el que me encontré nada más subir la Cardosa y me llevó
como nuevo por todas las dependencias del caserón para mostrarme el sitio donde
habría de vivir desde septiembre de 1959 hasta julio de 1960. Me presentó al P.
Mayor aquel gran helenista.
Se arraciman en
la memoria una escala de recuerdos mixtos: la llegada una madrugada de lluvia;
aquel maestrillo gallego, buen samaritano que nos ayudó a trasladar los baúles;
el encuentro con el catedrático de griego al que ya he aludido; la primera
impresión que me produjo la visión del mar como un inmenso estanque de plomo
derretido que henchía sin confines la raya del horizonte; los puntos que nos
daba por la noche aquel jesuita; el constante ajetreo de gente joven por los
pasillos. El cuarto del P. Teófanes que olía siempre a café- café. El miedo al
infierno que tuve la tarde en que llegamos. No habíamos aterrizado todavía y ya
empezaron los ejercicios espirituales ignacianos. Creo que tengo atragantado a
aquel santo desde entonces. Los baños en la playa de Oyambre. Un criado gallego
que nos servía la leche aguada de los desayunos. Los vascos, galaicos y
astures, tenían visita más a menudo que el resto, pues sus pueblos quedaban
menos a trasmano y, además, eran todos ellos gentes de posibles. No había que
pasar los puertos ni franquear la cadena de montañas. Una partida de
seminaristas de Compostela, la más nutrida y numerosas entre los que se
encontraba un tal Lois, un gallego de mofletes sonrosados que sólo se jactaba
de una cosa: ser hijo de canónigo. Siempre estaba hablando con uno al que le
llamábamos La Vieja. De vez en cuando venía a visitar a los compostelanos un
joven sacerdote recién ordenado en Munich. Se llamaba Rouco Varela y habría de
escalar tiempo adelante puestos muy delanteros en la jerarquía. Hoy es el
cardenal de Madrid.
El año que pasé
en aquel pueblo de suaves lomas inclinadas y playas abiertas de dunas
traicioneras fue un año difícil en pleno despertar de la adolescencia. No
conseguí adaptarme a aquel ambiente clasista. El P. Eguillor me puso en el
pelotón de los torpes y me dijo que lo mejor sería que me volviese a mi
seminario. De aquella humillación nacería mi primera disposición escribir,
porque empecé a llevar un diario y a componer poemas como un descosido.
Emborronar cuadernos o disparar conceptos sobre la maquina mecanógrafa, que
suena igual que el tableteo de una ametralladora, ha sido el eterno desahogo.
Cifra y compendio del derecho al pataleo que siente todo español vivo. Esa
acción terapéutica y purificadora de las bellas letras y de las balas es la que
más vale.
A partir de
entonces masqué el polvo de la derrota y sé de veras lo que significa sentirse
un marginado, pero ahora mismo encuentro justificada mi rebelión. La tarde en
que les gané a los vascos al frontón la consideré un momento de desquite.
Tampoco se me
han olvidado las bellas y calurosas tardes con viento terral en que el grupo de
los suspensos bajábamos a bañarnos a Oyambre, aquella playa de aguas blancas y
de arenas movedizas, con las corrientes encontradas de la ría, a cuyas aguas se
asomaban los nueve pueblos y nueve valles, y del mar. Todos los años perecía
ahogado más de un alumno.
Se agolpan en
el cajón de los recuerdos nombres, ventanas y tránsitos, y las notas de un
piano que suena al fondo se entreveran con el perfil de algunos rostros ya
borrosos. Los parterres de la fachada principal tenían rosas todo el año. Se
escuchaban de ve en cuando mientras traducíamos a Homero el trajinar del
Hermano Prudencio, el jardinero con sus tijeras de podar afanandose sobre los
aliños y macetas que tanto embellecían la fachada orientada a Mediodía. En el
Norte no helaba como en mi ciudad, pero las navidades de hace cuarenta años y
lo digo porque escribo estas referencias la noche de San Silvestre del 99,
cuando dentro de una hora enterraremos el Siglo Incomparable, que es como se
debiera llamar al siglo viejo,-y ¿qué nos deparará el nuevo, madre?- fueron
tristes. En portería se quedaron con un poco turrón y unos chorizos que me mandaron mis padres. Don Amable, el cura
de Ruiloba, viejo moreno y carilleno, pero sin una sola cana, que venía a
confesar a los del seminario menor, jadeaba al subir la cuesta de la Cardosa en
las tardes de lluvia y en las mañanas con viento sur, que en esta región
santanderina es un terral mortífero. El P. Nieto estaba casi amarillo; daba un
poco de miedo al acercarse a él. Tenía la cabeza deforma y un rostro
monstruoso sobre una panza muy abultada,
signo fatídico de la cirrosis que lo habría de llevar a la tumba, pero decían
que era un santo y que algún día subiría a los altares. Por el verano los
domingos había baile en el pueblo y el sonido que retumbaba alacre por todo el
valle subía hasta nosotros durante el estudio. Era un canto de sirenas y alguno
no lo pudo resistir. Por culpa de aquella orquesta se perdió más de una
vocación, pero de eso ha quedado ya constancia en una maravillosa novela
“Buscando su destino” que escribió Castillo Puche. Allí ese ambiente cerrado de
isla alejada que resultaba asfixiante. Se atacaba en ese libro a la educación
elitista que se impartía en aquel recinto, pero los jesuitas, que no son tontos, compraron al impresor toda la
edición. El novelista murciano veía venir la gran desbandada y el cambio que se
avecinaba. Cuando la mayor parte de los españoles se mostraban germanófilos,
con un olfato muy fino algunos de los profesores y maestrillos de la Pontificia
se declaraban aliadófilos sin remilgos.
Comillas tenía
un alma doble y la tempestad soplaba sobre los corazones en calma a primera
vista, pero esa beatitud no era más que aparencial. Para mí no fue exactamente
un paraíso. Sin embargo, el verde de aquellos paisajes me tiraba. Dejó secuela
en mí. Los prados de las Asturias de Santillana eran un barrunto de los de las
Asturias de Oviedo donde habría de vivir lo mejor de la vida y pasar los días
más felices de mi existencia si es que ha habido alguno. Hacia ellos, sin yo
darme cuenta, me estaba arrastrando mi destino.
-A Oreanda
irás.
-¿Dónde está
Oreanda ?
-Un sitio entre
laureles que miran al mar entre Cudillero y Luarca.
-Señor, ¿me resarcirás?
-Yo seré tu
pavés. Entre tanto, aguanta.
Así estaba
escrito. La divina misericordia , sin que mis ojos lo detectaran estaba
trabajando por de dentro y me preparaba un sitio junto al mar al abrigo de las montañas donde se sellaba un
pacto de vida, una querencia incoercible. En aquel lugar yo era, sin embargo,
un ser extraño. Es duro a los quince años sentirse un rezagado, un fracasado.
Fue el dictamen de Eguillor que pesa sobre mí. A partir de ahí me han estado
echando de todas partes. No me considero , en cambio, un paria ante “in
conspectu Dei”. El éxito y el fracaso en el ámbito de lo temporal y lo
metafísico no son conceptos relacionados.
No entendía la Física que daba el P. Cabezas.
Las matemáticas resultaban un suplicio y en Griego y en Latín, que yo suponía
mis fuertes el P. Eguillor, que empezó a mostrarme ojeriza desde el principio,
se ensañaba llamandome calamidad delante de toda la casa. El P. Martino nos
hartaba de Machado y de García Lorca y de Alberti que fueron los poetas más
leídos del franquismo. En prosa la monserga cotidiana eran Azorín, y venga
Ortega y Unamuno. Siempre más de lo mismo. ¿Quién dijo que toda esta gente
estuvo postergada? Desde entonces tengo también atragantados a esos autores,
pero una vez en la clase de composición del P. Penagos, saqué notable por una
descripción que hice del valle de Ruiloba. Se me quedó grabada una visita que
hicimos al monasterio de Vía Coeli, uno de los siete que guardaban la entrada
al Revulgo de Santillana, a la vera misma del mar, fundado por Diego Velarde,
“el que la sierpe mató y con la infanta casó”. Aquella visita sería iniciática,
pues empecé a sentir algo muy especial por la liturgia cisterciense, y esa
atracción se vino a consolidar a lo largo de mi vida. Estuve allí no más de una hora, pero el
recuerdo de aquel lugar de paz bañado por las olas isócronas del cántabro mar
recogiendo en cada marea el canto de la Salve y la santidad de los mártires (al
P. Heredia lo defenestraron el tres de diciembre 1936, era el prior). El
abad y todos los monjes habían sido
pasados por las armas en los aciagos enfrentamientos de las dos Españas.
En Comillas
tuve el mayor fracaso pero allí empecé lo que habría de significar la Virgen a
lo largo de mis pobres días de escritor y periodista contra las cuerdas. Allí
empezó el camino de la gran rebelión y de mis frustraciones, pero, ya digo, la
Madre de Dios estuvo al quite. Ella
pararía los golpes que desde muy niño empezó a lanzarme la Bestia. Encontré en
su manto iluminado de estrellas mi pavés. Esta mujer tan excelsa es el único
argumento que encontraréis en mi pobre existencia novelesca, plena de altibajos
y de contradicciones. Tenía dos nombres: uno celeste y otro terrestre, Sofía y
María.
Sólo hallaría
yo solaz en su dulce mirar.
¡Pobre de mí!
Aramburu, el amigo fiel de aquellos instantes de incomprensión, se había
convertido en un vulgar activista político que no escatimaría medios, incluso
el asesinato, a la hora de alcanzar sus designios. Apuntaba alto la flecha,
pero el carcaj le estalló sobre el pecho como a los capitanes arañas de la
revolucionaria incumbencia, ya de camino,
que él indoctrinara, les sería deparada la muerte con la carga de
dinamita manipulada. Murió a pies de obra. Muchos honrarán su heroida de
memoria, le recitarán versos, pero para mí nunca dejó de ser un cretino. Se
unió a la guerrilla urbana, fue detenido y condenado, según conseguí saber
después de nuestro accidentado encuentro en París. Por tener ordenes sagradas
se libró de la máxima pena y en un par de ocasiones viajé a visitarle a la
cárcel de Zamora. Aun seguía rezando el reato del breviario cada día. Se
consideraba el rubiales risueño que yo
conocí, con unas cuantas arrugas de más en el rostro. Prorrumpía en dicterios y
apóstrofes no catalogables cuando se le mentaba el nombre de Francisco
Franco. Él, que era tan fervoroso y tan
místico. El fin justifica los medios. Parece ser que san Ignacio adoptó esa
dialéctica después de leer Maquiavelo. La vida gira y pega tumbos. Sólo la
palabra etarra me hace temblar porque viene asociada a la noción de titulares
de luto en los periódicos y una constante desazón de odio que acabará por
rompernos por dentro como país. Los asesinos adquirirían un protagonismo de
hecho consumado. Las manidas frases, los sólitos argumentos. La verdad es que
la vida moderna se ha convertido en un aburrimiento. La hidra del noventa y
ocho que esgrime sus siete cabezas amenazante contra nosotros. ¿Dónde estás,
Diego Velarde? ¿Fuiste tú, en verdad, el que la sierpe descabezó? Retumban
nombres como cañonazos a todas horas: proceso de Burgos, Lasa y Zabala,
Martutene, impuesto revolucionario, Arzallus, “peneuves”, “penenes” y peleles.
Ya son años escuchando las mismas querencias en la galería triste de la actualidad.
El áspid inocula su veneno mientras constriñe su bufanda mortífera enroscada a
nuestros cuellos. España se acabó.
La grotesca
escena de la violación múltiple de aquella muchacha, símbolo de la patria
vasca, en una buhardilla parisiense me hizo entender muchas cosas que hasta
entonces no comprendía. Había fracasado la educación sentimental de toda mi
generación. Josemari Amilibia en otro
gran libro “Los Héroes de Barro” - es otra tremenda novela al que se ha ignorado
a propósito pero que resulta apodíctica
para comprender a la generación del 68- suscribe de forma inapelable ese
juicio.
Todos estas
memorias comillenses me vinieron de golpe cuando me eché a la cara a mi amigo
vasco en París. Cada uno había seguido rutas distintas, pero continuábamos
rezando el breviario y recordando los emocionantes himnos que entonábamos en la
explanada del Stella Maris el 31 de mayo. Te gané por siete de diferencia y
aquella partida fue un punto de referencia para mi ahínco. Eguillor me fulminaba
de anatemas. Vuelvéte a Segovia, no eres de los nuestros, eres un desastre,
pero yo había dado una buena tunda a uno de los cestistas vascos favoritos; con
todo, aquella tenacidad no era más que el furor del vencido. Si me hubieses
levantado la mano, bien sabes que yo no me iba hacer de pencas. De chico,
cachis diez, a dos matones de Cantalejo, que también tiene lo suyo de
jacarandosos, y, aunque son vacceos, se traen un aire a vosotros en lo de
fanfarronear, los metí en un puño, pero Stella Maris, poblado de cantos
entonces, ¿ por qué ahora te has convertido en un desierto? Claro, los cambios
de rumbo de la Nave de Pedro, se me dirá, hay en todo este abandono y ese
silencio de caserón vencido un pecado antiguo que nos ocultaban. Casi ya da lo
mismo. Ni me quedan rencor ni nostalgia. Es un drama la vida de los pueblos y
en menor escala la de los individuos y la vida da más vuelta que el afecto de
una mujer aunque no sea puta. Sólo ella, la que alza sus plantas como un ángel
blanco sobre la fachada del transepto nos sigue queriendo. Nos comprende y
hasta nos cura con su mirada. Yo siento sus rayos de vida sobre mi pecho,
Aramburu. Lo demás todo es filfa. Poca importancia tiene que tú te hayas hecho
de Arzallus. Aquella devoción que juntos
aprendimos está por encima de las creencias políticas, los rasgos de la
personalidad. Tanto monta, monta tanto en que vosotros bajaseis al frontón con
pelotas que botaban bien, traídas expresamente de los EEUU o de Francia, y yo
me presentara al torneo con una forrada de piel de gato que me había regalado
un paisano de Peñafiel. ¿Quién ha sembrado el odio? ¿Tanta discriminación a qué
ton? Las majaderías de Sabino Arana
llenaron de vientos tu cabeza, pero tú sabes que uno a uno, hombre a hombre,
nunca por la espalda, no nos ganáis. Me acuerdo de la vez que discutiste con
Pipe Hevia, el sobrino del obispo de Oviedo por la misma banalidad. Él empeñado
que no hay verde como el de Pravia, donde él había registrado hasta treinta y
seis matices, y no me extraña de ese color, y tú decías que había muchos más en
Vizcaya. No tenéis ojos más que para lo vuestro y así no hay forma. La única
música, la del chistu. El mejor guiso, el marmitako. Los mejores pescadores,
los de Bermeo, y ahí te doy toda la razón, pero no te olvides que no son peores
los de Huelva o los gallegos. La mejor bebida, el pacharán. Los mejores poetas,
los versolaris. Los mejores cantantes, los copleros del zorcico. Ese
antagonismo sólo nos va a llevar al desastre. Acabaremos todos hablando no en
vasco sino en spanglish y bebiendo coca cola a todo meter. No digo yo que el
mejor campo de futbol sea el de San Mamés, pues ya desde entonces yo era del
Atlético de Bilbao, y nunca he visto mejor puente colgante que el de
Portugalete, de donde era Arriaga, pero era una impostura querer parcelar la
historia de España en banderías.
Los que
aspiraban a una hornacina y sentar plaza de San Luis Gonzaga luego se
desquiciaron. El diablo ganaría la
partida, pero no nos fuimos con Satanás. Es que con nuestra postura rebelde
queríamos enseñar al mundo el verdadero rostro de Cristo. Salimos de estampida
y en cierta forma arrollábamos a un mundo desconocido y que tampoco hizo
demasiado esfuerzo por conocernos, y menos entendernos. Todo nos lo tuvimos que
ganar a pulso y el proceso de adaptación, porque andábamos sin las ideas claras
y no sabíamos distinguir la realidad de la ficción, que era lo que nos
enseñaron, lo temporal de lo espiritual. Esa paranoia condujo a algunos de
nosotros a la catástrofe.
Por ejemplo, en
la frase que pronuncia el dominico exclaustrado y transplantado nada menos que
a Estocolmo donde nace de nuevo a la vida, porque allá conoce al amor, “ Anika,
yo te maté”, cuando se entera del fallecimiento de su novia sueca, es un grito de
dolor del niño que se enfrenta ante el juguete destripado. Los experimentos con
gaseosa. Pero a nosotros nadie nos introdujo en el consumo de esta bebida
efervescente. Nos empezamos a
emborrachar con vino peleón o con aguardiente de garrafón. Fue demasiado brusco
entre el ideal y lo real. Recibimos una rutinaria educación basada en lo
superficial. Nos soltaron de repente y nuestra conversión a la inversa
redundaría en corrupción. El sol pesaba demasiado sobre las cejas, la arena
quemaba los pies, la gente pegaba voces, y oíamos el ruido del coliseo
enfurecido. La plebe necesitaba sangre y espectáculo para ser feliz.
“Yo la maté”.
Ya no habría una segunda oportunidad.
Muchos acabaron
en la droga y en el alcohol. O tirándose desde el pináculo de la torre más alta
del mundo, para dejar que los supervivientes de aquel naufragio se hayan
convertido en cadáveres que ambulan, padres de familia maltratado, aburridos
Falstaff, que únicamente encontraron un dios en el vientre, viejos prematuros y
gente de las clases pasivas sin demasiado horizonte.
Sin embargo, no
nos podemos quejarnos de la vida. Conocimos el amor y por él lo tiramos todos.
Abrimos brecha. Fuimos esos los últimos aventureros, los descendientes de un
pueblo que conquistó continentes.
Torbado acertó
plenamente. Su frase nos define. “Yo la
maté”. Eso es lo que fuimos una generación de “ex” que sigue sin encontrar el
rumbo.
Era el sitio
más poblado de sotanas por metro cuadrado de toda la Península. A Comillas la
llamaban “Villa de los Arzobispos”, debido a la gran cantidad de mitrados que
produjo a lo largo de sus tres cuartos de siglo de existencia. En sus aulas se
inventaría la palabra “hispanidad” y fue una postrera tentativa por crear un
clerecía de altura. En aquel cotarro rodeado de cuetos y de acantilados bravíos
el Marqués trató de convertir al Seminario de San Antonio de Padua en una
suerte de campamentos de Dios. Se asemejaba un poco a Grafenwohr, donde se
preparó a la Wehrmacht antes de su campaña contra Rusia. Nosotros nos
entrenábamos para conquistar el orbe para las banderas del Señor. Era eso un
castro campamental enriscado en el otero místico, desafiando al aire y al
orvallo perenne y mirando con cierta altanería para la poza donde se rendía a
sus pies el humilde pueblo montañés. Allí estaban los que habían de ser
convertidos. Era una forma de hablar porque la música alborotadora de la
verbena por el verano como un canto de sirena les hizo desistir a muchos, que
no eran tan fuertes como Ulises ni tenían las cosas tan claras, de su demanda.
Vivíamos sobre una roca exaltada por los sueños entre las nubes de una
maravillosa quimera. El can del desengaño no había distribuido sobre nuestras
carnes la cuota alícuota de zarpazos. El alcázar se rendiría al soplo
huracanado y laico de los desengaños.
El momento más
espectacular del día era el de la misa conventual que se celebraba de forma
multitudinaria y deprisa, pues eran cerca de doscientos curas y a las nueve
sonaban los timbres de la clase de prima. Habían de establecerse turno para la
concelebración de misas simultáneas y las numerosas capillas y oratorios que
había en las cuatro iglesias existentes en el recinto no daban abastanza a
aquel ir y venir de estolas y de casullas, de hijuelas, credencias y epactas.
Los jóvenes sacerdotes recién ordenados guardaban cola de pie en las cajoneras
de la sacristía para ponerse el cíngulo. Era todo un espectáculo. Los tres
seminarios en peso nos teníamos que movilizar en peso para ayudar a los
misacantanos. Entre las cinco y las diez de la mañana se decían entre
trescientas y cuatro misas rezadas. Me complacía a mí hacer de acólito a los
franciscanos y a los carmelitas descalzos que seguían un rito especial y que a
diferencia del clero regular se colocaban el amito a manera de cogolla, pero
los dominicos eran los más espectaculares. Recitaban todo el canon con los
brazos en cruz.
Aquellos
genitivos de la oblata, los gestos y las bellas impetraciones litúrgicas de la
liturgia de San Pío V quedaron grabadas
para siempre en mi memoria y tantas veces les habré repetido que me las sé de
coro. No creo que puedan ponerse en boca de hombre plegarias tan sublimes. Creo
que fueron inspiradas por el Espíritu Santo.
A lo largo de
los pasillos de los tránsitos estaban colgadas los retratos de los obispos,
arzobispos y patriarcas que fueron antiguos alumnos. En la nómina de
dignatarios obispales y arzobispales aparecían jesuitas. Sólo algunos, de los
desplazados a Misiones, porque se da por archisabido que las constituciones de la
Orden lo prohíben y clasifican como pecado “de ambitu”: pretender obispados. Se
da la paradoja de que los guardias de corps de Jesucristo incurren en los
defectos del reduccionismo luterano o jansenista, enemigos a los que combaten
al sacar la cara por el papa: desmontar el tinglado jerárquico haciendo recaer
toda la autoridad sobre un solo pastor del rebaño, impidiendo el gobierno
sinodal que tenía una larga y solidaria tradición desde los Apóstoles. Al
actuar a rajatabla a favor del mando único impusieron una autocracia piramidal,
seca y estricta, que tiene que ver poco con el rostro amable y misericordioso
del Redentor. Se arrogaron una facultad justificada en un dudoso mandato
evangélico, el de las llaves, que a lo largo de la historia, en vez de abrir y
tender puentes entre los hombres, ha servido para construir muros y elevar
barreras de separación. San Ignacio, lleno de santas intenciones, perseguía una
utopía sólo aparentemente, porque lo temporal y lo espiritual no vienen en
ligas separadas, sino que son resultado de la mena metalífera complicada de
aleaciones varias. Este conundrum no es sino el harnero de las cosas, el enigma
de la realidad fraguada en la luz y en la sombra. Su viaje a Roma lo pone en
camino de un deseo de desquite. No había
hecho carrera en Arévalo como paje en la corte de Isabel la Católica, su
carácter violento le había metido en líos de duelos por mujeres y como soldado
del Duque de Nájera tampoco llegaría muy lejos: una arcabuz casi le descuaja
una pierna. Quiere resarcirse de los despechos sufridos en Castilla. Nada de
rey, ni emperador. Sólo Dios y su vicario en la tierra. Para llegar a alguna
parte hay siempre que ir a la cabeza.
Los rostros
hieráticos de aquellos monseñores colgados sobre la pared y gozando de la
serenidad enjalbegada bajo los artesanos del Paraninfo, cerca del sitial del
Nuncio con baldaquino de guadamecí parecían gritarme: “ Tú tienes que ser como
ellos. Si ellos pudieron por qué tú no; persevera, hijo, que algún día te verás
en este cuadro de honor”. Muchos no pertenecían al mundo de los vivos y puede
que hasta hayan sido canonizados al recibir la palma del martirio. El furor
sicario de las hordas rojas parece que se ensañó con ellos. Eran la gloria de
la Pontificia. Un número nutrido de esta lista de mitrados cayó víctima del
furor iconoclasta de la guerra civil. Yo hubiera volado hacia aquel Olimpo de
dignatarios si Eguillor no hubiese cortado las alas a este gorrión que quería
imitar a las aguilas triunfantes, pobre de mí. En el camino de la santidad aquel
prefecto de hirsuto como el de una brocha encalvecida me puso la trabilla. Creo
que era de algo más que dudosa tendencia, pues había que ver con qué ojos de
carnero degollado miraba para Gamboa, aquel retórico rubito con cara de
virgencita, que cantaba de tiple en el coro bajo la batuta del P. Nieto, cuando
traducíamos a Cicerón.
-Tú, Gamboa,
aquí a mi lado. No quiero perderte de vista.
Capté al vuelo
el doble sentido de aquella frase, porque la jaula de oro de Comillas dio
muchos obispos y predicadores de campanillas a la Iglesia, un buen cupo de
poetas y de escritores, pero también de bujarrones de todos los pelajes. Las
reglas de la naturaleza, inapelables. Tenía que ser así. Con más de mil tíos
encerrados sin una mujer a la vista y sólo el consuelo de las estampitas del
Hermano Garate , el encargado de la lavandería, que también decía que era un
santo, pero hay cosas incluso para lo que la santidad es insuficiente. El
protagonista de la novela de Castillo Puche, ya en cuarto de Teología,
aprovecha uno de esos viajes que se hacían a la capital de provincia con el
objeto de ir al médico de Valdecilla o a resolver ciertos asuntos, para ir a un
baile, allí se emborracha y se va con una mujer. En plena noche se declara el
terrible incendio del año 40 que destruyó completamente la ciudad de Santander.
Todo echábamos fuego. El viento del sur nos volvía muy ardientes.
Pero si ellos
pudieron, yo también podría. Era lo que se repetía Iñigo de Loyola cuando
decidió convertirse en santo. Yo aspiraba a la santidad, pero no así. Ya en el
refectorio, donde uno de los mayordomos gallegos venía con la herrada durante
el desayuno y me servía ración doblada de café con leche pues sabía que me
gustaba aquella leche pura de vaca -en el seminario de San Antonio no conocimos
nunca el queso de bola americano ni la leche en polvo- y que yo no recibía
paquetes de comida desde casa. Esto para el gordito. También Loís era uno de
sus preferido y a él también le colmaba la taza y le decía algo cariñoso en gallego.
Los de mi mesa
eramos como una familia. Al empezar el curso te colocaban en un sitio y de allí
no tenías que moverte. Si alguno
fallecía o era expulsado nunca se llenaría el hueco hasta el año siguiente. Esto también tenía que ver con las costumbres
atávicas de los tirocinios. ¿Una forma de expresar la brevedad de las cosas y
de meditar en la muerte sin tenerte que empachar de la prosa del P. Garzón o
meterte en la tramoya de los Ejercicios ? Tal vez.
Hice, ya digo,
amistad con los otros cinco comensales. Había un madrileño castizo regordete y
mofletudo con el pelo a cepillo al que enviaba su familia un buen matute de
refuerzo y siempre nos convidaba. Una vez nos dimos un atracón de anchoas con
vino de Valdepeñas para acabar la cuaresma. Vale un florín cada gota este
vinillo aloque, dijo Otto con frase de Baltasar del Alcázar.
Luego estaban
Aramburu, Bedoya, uno que era de Potes y tenía algo de maquis, porque su padre
estaba en la guerrilla, una vez nos enseñó una foto en que aparecía el famoso
Juanín, que para unos será un luchador por la libertad, pero para nosotros en
aquellos tiempos un simple bandolero, uno que era de Burgos que tenía, como
Gamboa, la cara de niña, el Eguillor siempre les sentaba en los primeros
bancos, y yo. Creo que se llamaba Santos y era un impertinente gafotas.
Bedoya tenía
los dientes postizos, el pobre tan joven y se los lavaba en los aseos cuando
nadie lo veía. La gente le tomaba un poco el pelo por esa merma casi trágica de
ser desdentado para toda la vida en plena adolescencia, y porque era “de
ideas”, no recibía visitas, sus parientes no venían a verle nunca, a pesar de
que su pueblo caía de allí a menos de noventa kilómetros, se le había muerto la
madre y su padre estaba preso en Santoña, pero yo sentía una gran admiración
hacia él. Era uno de los que mejor escribía de quinto de retórica y el que
sabía más literatura porque era el más leído.
Los demás
pronto nos encasillaron como el “grupo del Bedoyo”, el pelotón de los torpes
según el prefecto Eguillor, los díscolos y los incorregibles, los que al año
que viene tendrán que volver a su seminario, porque no valen para Comillas.
-Dejales, no
les hagas caso, Parrita.
Los jueves por
la tarde que había paseo nos juntábamos unos cuantos en torno a Bedoya y
recitábamos en voz alza el Pascual Duarte en Peña Castillo, mientras abajo en
el despeñadero estallaban con rítmicos estampidos isócronos sobre las rocas las
olas del océano y del Stella Maris llegaba el estruendo de los que jugaban al
fútbol.
-A mí me gustaría
ser escritor, Bedoya. ¿Crees que lo conseguiré?
-Sí hombre, sí,
como no. Para escribir sólo hace falta un poco de paciencia. Pero siempre hay
que tener por delante un objetivo, alguna causa justa.
Cuando se
apasionaba por alguna cosa al lebaniego le temblaba la barbilla y se le removía
algo la prótesis. Cela era uno de sus autores preferidos. Recuerdo que la
primera vez que fui a entrevistar al autor de La Colmena me acordé de mi
compañero de fatigas, ¿qué habrá sido de él?
Aquellos
campamentos del espíritu donde se preparaban las acérrimas cohortes de la
infantería celestial, los manípulos y los reitres de la caballería de San
Miguel se licenciarían muchos antes de jurar bandera. A mí me destinaron no a
la plana mayor sino a los lavaderos como edecán del Hermano Garate. Se podía llegar al cielo y ser religioso sin
que te impusiera las manos el obispo, pero decliné del todo la oferta que me
tendía el padre rector de ingresar en el Máximo no para hacerme maestrillo,
sino hermano coadjutor.
Lo mío eran las
letras en verdad y creo que he emborronado mi vida de palabras, taxativamente
soy grafómano, para demostrar a Eguillor que estaban equivocados. La sombra de
aquel rechazo proyecta todavía su silueta sobre mí, pero entonces la poesía fue
el esquife al que me icé sobre las olas para salvarme del hundimiento. Un
náufrago fui entonces y un náufrago soy ahora. El P. Heras me echó una estacha:
-¿Por qué no te
vuelves para tu seminario? Yo creo que tienes verdadera vocación. Eres uno de
los llamados y no has de dejarlo.
-Para Eguillor
soy un retrasado mental.
No dejaba de
decirme que parecía medio tonto.
-Te nos ha
colado. Entraste aquí por la puerta falsa.
Raudales de
indignación acuden a mi alma aquellas palabras por aquel hombre espátula,
brocha y escoba de la hipocresía abatanada en los mejores noviciados de la
Compañía, también la violencia. Ya sé que todos los jesuitas no eran así, pero
la imagen de aquel trágala. Incluso,
pasados tantos años, aquel orífice de malevolencia se ha enquistado dentro de
mí. No era ni más ni menos que el heraldo del sino infausto. A lo largo de mis
días hube de defenderle contra el mal agüero de aquel jesuita que abría la caja
de pandora de los peores instintos.
Trató de
justificar su decisión poniendo un símil castrense:
-Mira. Esto es
como una academia de alto grado para la formación de cadetes de elite, West
Point, Sandhurst, Saint Cyr. Los chusqueros no nos interesan. Aquí necesitamos
alféreces de carrera, no cabos primera.
Esto es un seminario de altura, no un colaña. Tú no eres de los
nuestros.
Me sentí como
un reo al que comunican su sentencia de muerte.
Se me ocurrió recordarle al prefecto lo de los últimos serán los
primeros, mas creo que hubiera sido inútil porque Eguillor estaba demasiado
pagado de sí mismo para creer en Cristo. Ahora comprendo por qué Aramburu, que
ése sí era de los suyos, acabó en banda armada. Guardé silencio y aunque sentí
que me temblaban las piernas y se me humedecían los ojos a toda costa procuré
reponerme.
Había sido
convocado a su cuarto de forma solemne y anunciarme el finiquito:
-Lo he
consultado ante el Sagrario y he decidido que no vuelvas al año que viene.
Era una
desapacible tarde del 17 de marzo de 1960. Cuando llega ese día me echo siempre
a temblar, porque la efeméride ha convocado a la sombra y en tal fecha como esa
el infortunio se repite. Porque las
desgracias nunca llegan solas, aquella expulsión precipitó otras.
No me pude
contener y me eché a llorar sorda e irremisiblemente, pero en aquel verdugo mis
pucheros no hicieron mella. Eguillor no sólo tenía el corazón duro sino que era
un masoquista. Le enervaban mis sollozos. Pero yo me daba pena de mi mismo con
aquel hábito que parecía iba hecho un adefesio.
-¿Es que no
tienes ni para una sotana? Se te van patatas en los calcetines, tienes chepa,
enseñas los pantalones debajo de la sotana, eres lo que se dice una ruina.
-No, padre.
Somos pobres.
-Me he puesto
en contacto con tu familia para que vinieran a recogerte, pero tu madre está enferma
y creo que carecen de dinero para llegarse hasta aquí. Puedes quedarte hasta
que termine el curso, pero, ojo, a la menor queja, te ponemos con la maleta en
la Cardosa. Te hago una concesión, soy generoso.
-¿Qué hace tu
padre para ganarse la vida?
-Es sargento de
Artillería y mi madre lava para afuera. Somos muchos en casa.
Recuerdo que me
enjugaba las lágrimas con la manga de la hopalanda que me había regalado Don
Bienvenido, el canónigo lectoral de Segovia, al que trataban mis padres, y que
se me había quedado corta, porque aquel año había pegado yo el estirón, y luego
para reprimir aquella lastima que sentía por mí mismo así con los dedos los
flecos del fajín azul. Y pedía a la
Virgen que me socorriese. Creo que es verdad, vino en mi auxilio y he sentido
su presencia de madre invisible sobre mi
orfandad pecadora.
Eguillor era
delgado y larguirucho. Se estaba quedando calvo pero algunos pelos lacios como
púas campeaban sobre su colodro dolicocéfalo. Todo en él, hasta el alma, debía
de ser puntiagudo.
-¿Por qué
lloras como una colegiala, eh?
-Es que mi
padre es suboficial y como ha dicho Su Reverencia eso de los sargentos...
-Pues, si tu
sigues por ese camino, no vas a pasar de soldado raso. Y ahora largate de mi
vista. Agur.
Cuando bajaba
por las escaleras hacia la planta baja, creí percibir un olor fétido y ruidos
extraños como de forzados que arrastran cadenas y van esposados con bretes y
pihuelas de pies y manos y eché correr para prosternarme ante el edículo de
Nuestra Señora (una vez que acudí a Comillas en el verano del 95 le hice un
retrato y aquella madona está ahora en mi habitación cerca de mí). Se me
acababa de aparecer el diablo disfrazado de jesuita. Eguillor era su
representante en aquellos campamentos donde se preparaban las milicias
apostólicas. El trigo y la cizaña crecen aparejados en los campos de la virtud,
que de todo tiene que haber en la viña del Señor
Formulé la
resolución firme de poderle demostrar a aquel arrogante y malvado sacerdote que
se había equivocado conmigo, que las guerras a veces no las ganan los generales
ni los guardias de Corps sino aquel turuta borracho y díscolo que duerme muchas
noches en la prevención y que en un momento de arrojo se lanza contra el
enemigo y consigue que no se rinda la plaza. Algún día pueden que resuciten
Cabo noval y el Cascorro. De la misma forma no dejo de acariciar la idea de que
la iglesia de Jesús está a buen recaudo no por el papa tal cual, ni por aquel
predicador, sino por ese ostiario humilde y pobre al que elige el Espíritu
Santo para consumar su obra.
Los últimos
serán los primeros, Padre Eguillor. Entretanto, tendremos que seguir
soportandoos, acariciando vuestro yugo, besando el látigo. Amen. En espera de
que un día se abran las puertas de la campa y entre por ellas el libertador.
Con la absoluta
en el bolsillo y habiendo aceptado mi suerte irremediable de ser apartado como
oveja negra del rebaño, ya no me importaba nada, pero no adopté la actitud
pasota del cucarro, que para lo que le queda en el convento, se mea dentro. Al
revés, me volví más bondadoso y cumplidor del reglamento. Era ya yo mismo, y
así el último trimestre que pasé en el seminario de San Antonio fueron tres
meses quizás los más felices de mi vida. Fue una primavera hermosa. El sol
rompía su lanza de luz en auroras faustas por los ribetes de Peña Castillo y de
Ruiloba coronado de pinos y de eucaliptos, los cielos narraban las glorias del
criador acariciando sus rayos mi despertar, mi camarilla se orientaba a
levante.
Rápidamente me
tiraba de la cama nada más amanecer y prosternado frente al astro naciente
recitaba la plegaria triunfal que suele rezarse en comunidad en los monasterios
cistercienses “Iam lucis” y que en Comillas musitábamos en privado camino de
las duchas. Se trata de la mejor fórmula para dar comienzo a una jornada y el
mejor sortilegio contra los enemigos meridianos que nos acechan a cada paso.
Procuré ser
servicial con los demás, sacando fuerza de flaqueza. El prefecto me dispensó de
asistir a las clases, Bedoya me dejó algunos libros y pasaba gran parte de
aquellos hermosos y largos días entregado a mi vicio favorito: la lectura. Un
libro que me impresionó fue la “Vida sale al encuentro” de Federico Sánchez
Mazas. El padre Heras vino a verme una vez y trató de consolarme. Recuerdo la
cara de aquel bendito, su rostro largo, el pelo echado hacia atrás, su porte de
hidalgo castellano, podía ser el fantasma que habitaban en alguna de las
casonas cerradas de Santillana de Mar, que estaba de allí a un tiro de piedra.
Su presbicia inspiraba cierta ternura y era un buen religioso, acaso un santo
jesuita que también los hay. Le sobraba la caballerosidad y buena crianza que
le faltaba a aquel vasco mal educado e histérico.
-No hagas caso
ni lo tomes a mal. El P. Eguillor es el típico maestro de novicios. Su aparente
dureza se justifica en las rigurosas pruebas a que somos sometidos en el
postulantado. Esta táctica forma parte de lo que llamamos “suspensio mentis”.
Un aspirante a llamarse hijo de San Ignacio tiene que pasar por la ordalía.
Ello forma parte de la forja del carácter, la renuncia a la pompa y vanidad del
siglo, la aceptación de la obediencia de cadáver. No te preocupes, Parrita.
Regresa a tu seminario y sigue allí la carrera. Tú serás un sacerdote. Olvida lo que el prefecto te ha dicho y
acepta toda esta amargura como la voluntad de Dios, que desea que te acrisoles.
Luego me abrazó
y me besó con ternura y compasión infinita. Fue el ósculo de paz, el beso más
pudoroso que he recibido en mi vida. Me lo dio Cristo. Y en aquella acolada
puso la casta energía que derrama el
Paráclito sobre los escogidos para el dolor. Ser sacerdote no constituye otra
cosa que la donación de un viejo símbolo: ser presbítero, administrador de la
paciencia divina, transmudarse en pies, manos y alientos de una voluntad
imperiosa de salvación, algo cargado de misterio que nada tiene que ver con la
temporalidad eclesial, sino con su esencia misma: la economía soteriológica.
Cuando viene a
mi mente el pensamiento de Cristo, acude el rostro de aquel jesuita arandino.
Él me confortó, me restañó las heridas con el bálsamo de la palabra de vida.
Era el paraninfo de una gracia que llegaba; como tantas veces, fui refractario
a ese raudal de dones que me anunciaba en aquella modesta celda que daba al
paraíso. Por la ojiva del ventanal adornado de arquivoltas vermiculadas
penetraba un haz de rayos en diagonal como en los retratos de frailes místicos
que pintara Zurbarán. Los tamarindos de la varga Cardosa daban ya florecido una
escolta de verdor a la mole cuadrada del edificio, que también tenía forma de
parrilla y era un anticipo en la España verde del Escorial castellano. Las
golondrinas habían vuelto volando raudas con sus alas en forma de horcarte bajo
los aleros o alrededor de los mazos transversales del inmenso rosetón que
coronaba el dintel del pórtico de la capilla mayor y su alborotado chiar
esponjaba el ánimo de serenidad y de emoción. Uno se acordaba de los versos de
Juan Ramón: “...y yo me iré y quedarán los pájaros cantando”.
Mi conocimiento
de la literatura española ganaba aumentos con las lecturas solapadas en Peña
Castillo bajo la férula de Bedoya. Nos
metimos entre pecho y espalda a todo Neruda, a Gerardo Diego y a los grandes de
la generación del 27. Una tarde mi amigo lebaniego, aquel día nos dieron
manises de postre, tuvo un accidente, se le chascó el paladar de la prótesis y
tuvo que ausentarse durante algún tiempo. Quedó apalabrado con un mecánico
dentista de Torrelavega que le haría la compostura.
-También es
mala suerte, Bedoya, tan joven y descolmillado.
-Es cierto,
Parrita, pero la garra y todo lo que muerde no lo lleva el hombre en los puños
ni en los piños, sino aquí.
Y se dio un
palmetazo en la frontal de la sien.
-Desde luego, nunca
veremos a burros calvos o sin molares - le dije para consolarle.
Hablaba como un
viejo dejando explosionar el aire a través de las encías como cuévanos y apenas
se le entendía pero en sus sentencias vaciaba la carga de sabiduría que llevaba
en su interior:
-Creo que los
hombres se equivocan cuando hacen reposar el vértice del honor en los cojones.
Nuestra honra no puede cifrarse en las partes más innobles sino en el alma. Ya
ves. Resulta que, como soy desdentado, mi obispo no me dejaría ordenarme.
Cualquiera que adolezca de defecto físico no puede recibir órdenes sagradas.
Roma es en esto tajante. A ti me han
dicho que Eguillor te segrega porque eres gordito. Lo sé de buena fuente,
Antonio.
-Pues a Mlle.
dije- cuando leo el Evangelio veo que Cristo se rodeaba de gente poco escogida:
paralíticos, epilépticos, o con flujo de sangre como la hemorroisa, y hasta
enanos igual que Zaqueo, y no pasaba nada. Eran sus preferidos.
-Pero por lo
que se ve, ni tú ni yo damos la talla.
-Bueno ¿nos
volveremos a ver ?
-Quien sabe. La
vida da muchas vueltas. Aunque no te lo creas, estoy contento de alzar el vuelo
de esta jaula dorada. Me ha escrito madre que a padre le llegó el indulto, ha
salido de Santoña, está en casa.
El padre
Teodoro Heras bajó con él hasta la plaza del pueblo donde tomó el coche de
línea. Pensé que no le volvería a ver más, pero me equivocaba. Una noche me topé con él en el Café Gijón.
Era un hombre alto, espigado. Se había puesto los dientes de porcelana y el
encuadre era an perfecto que apenas se notaba lo falso. Estaba acompañado por
una rubia despampanante. Bedoya, miembro
del Partido socialista, ocupaba un alto cargo. Se había olvidado de la
literatura y funcionaba en positivo.
Creo que me
reconoció pero estuvo frío en el saludo.
-¿Te acuerdas
de aquellos años?
-Más bien, no.
Hay que borrar la memoria de aquella Dictadura.
-Para mí el
único dictador que hubo fue Eguillor.
Calcó en mí una
mirada de reproche, murmuró algo despectivo contra los fascistas, se tornó a la
rubia y al punto la pareja se alejó de la taberna. Había pasado factura por lo
del internamiento de su progenitor, los maquis, Juanín, aquella fotografía del
bandolero acribillado a balazos junto a un árbol, y creo que llegó a presidente
de su autonomía. Fue un caso parecido al de Aramburu, por más que yo no lo
esperara, pero sigue habiendo dos Españas.
Recuerdo los
ocasos sin parangón posible en los alrededores de Oyambre, las olas con su
movimiento isócrono y la acribia de sus trazados lamían las dunas, festones de
espuma danzaban junto a los arrecifes. Nosotros nos lanzábamos desde una duna
con forma de terraplén. En una marea en que había mucha resaca la tarde del
trece de mayo Santos y yo fuimos arrastrados por la corriente. Todo ocurrió a una velocidad terrible y de
forma inopinada y súbita. Cuando quisimos darnos cuenta en los resaltos del
reflujo nos encontramos rumbo a la alta mar, pedíamos a la Virgen a voces y con
grandes lagrimas su socorro. Unos del Mayor y varios padres que tomaban baño a
esa hora de Vísperas, era un sábado, alertados por nuestros gritos acudieron a
socorrernos. Un catalán, Massolíes, se zambulló con una cuerda que llevaba
amarrada a la cintura. En la orilla había quedado sosteniendo el cabo el hermano
Quintana.
-Agarraros -
gritó Massolíes.
La resaca era
tremenda pues había nordeste que picaba la mar, nos prendimos de la maroma
presas de pánico, puesto que vimos que por venir a salvarnos el gerundense casi
se ahora. Al otro extremo, el hermano Quintana que era fornido pudo hacerse con
el arrastre. De esta forma fuimos sirgados hacia un abrigo entre las rocas y
así salir. Pienso ahora que Massolies y
Quintana fueron dos enviados por la Virgen y así lo pregonó aquella noche después de la sabatina el padre Carrizo, el
director espiritual de los Retóricos.
Todo el resto
del mes de las flores fuimos encargados Santos y yo, los “ salvados” junto con
Massolíes el “salvador” de atalajar el altar de la Señora y de dirigir las
preces del rosario. El día 31 fue emocionante.
Los seminaristas se despedían de la Madre que amaban tanto y les
protegían hasta el curso siguiente. En
mi caso, era definitiva, pero no sentí ninguna tristeza. Antes bien, mucha
alegría porque su intercesión había evitado una muerte segura en las
embravecidas olas del Cantábrico a los quince años, pues sabía que siempre iría
conmigo aquella Madona de los Tránsitos. Mi destino en la vida era coleccionar
sus invocaciones e ir recorriendo uno por uno cada uno de los santuarios.
Ante su altar
recargado de flores y perfumado de nubes de incienso yo canté el solo de una
canción muy bonita: “ Salve Virgen pura, de los cielos reina, salve dulce
madre, alegrate siempre, estrella”. Fonseca, uno de Yepes, hacía el contrabajo.
Creo que este Fonseca ha llegado a obispo. Era el número uno de nuestra
promoción. El día de San Juan Crisóstomo pronunció él solo y en griego dórico
con la entonación más perfecta, asesorado por el Padre Mayor, una de las
Filípicas de Demóstenes. Cuando proclamaba aquello de “ge...ge” se venía abajo
el paraninfo. Nunca conocí una mente humana con una retentiva como Fonseca,
pero debía de ser cosa de familia, porque su abuelo se sabía el Quijote de
memoria al revés. Después de la fiesta de San Antonio, el trece de junio,
concluía el trimestre lectivo y daba comienzo un tiempo excitante de
planificación de vacaciones veraniegas, pero empañado en la melancolía de las
despedidas. Se daba la mano a gente no volverías a ver. La partida de los
alumnos para sus puntos de origen, que eran todos los rincones de la península,
se producía de forma escalonada. A los de la provincia de Castilla y Baleares
se nos asignó el último cupo. Debía de ser norma de la casa.
Deambular por
los ámbitos vacíos del inmenso caserón con forma de silogismo puesto que fue
trazado a plomada como toda la escolástica que se nos enseñaba en los
seminarios, producía tristeza y un cierto encogimiento del corazón. Nunca
volveré a dormir en esta cama ni salir el sol por el parteluz difuminado de mi
camarilla. Adiós, virgen de los tránsitos, tan cordial y silencio, que
desciendes el rostro y prestas ojos misericordes a quien te invoca. Hasta la
vista acantilado de Villa Castillo. ¿Cuándo volveré a pisar las dunas de
Oyambre ? Es posible que vuelva a bañarme en este mismo sitio, pero ni las olas
inescrutables ni sus orlas de espuma pertenecerán al mismo mar, aunque lo
parezca. Lo dice Demócrito. Tampoco yo volveré a ser el mismo.
Lanzaba miradas
de partida hacia aquel paisaje que desde que arribé me parecía tan distinto y
una parcela del edén. Era la magia de aquella zona que fue la fragua del ser de
mi patria. Asomado al terraplén de la Cardosa sentí de pronto que el futuro me
estaba esperando.
Mis desposorios
con la belleza se consumaron a partir de mis bodas con la literatura. Intuía
que mi porvenir estaría en una celda abrumada de papeles, respirando anhelante
mientras sufría afanandome sobre las cuartillas. El vértigo de escribir, los
descubrimientos inenarrables del placer de la lectura, trato de sofrenarlos con
las vedijas de una buena pipa. Una radio sonando, una taza de café por enésima
vez, una chimenea encendida con el sobradillo cargado de reliquias, una foto de
mujer, el enchiridion de mi cante misa, los libros que he comprado a Riudavets,
el ángel de mi guarda, dulce compañía que me desampara noche y día, múltiples
imágenes de Cristo y de la Virgen María. Tú, Señor, te apiadaste de mí y me
guardaste para este tiempo.
Pese a las
descalificaciones de Martino y las condenas de Eguillor, conseguí mi objetivo
en el camino: empaparme de la belleza y de la palabra de España. ¿Qué más se le
puede pedir a la vida? Desde la atalaya hermosa de Comillas Dios me estaba
mostrando el camino de la dulce Piedras Vivas de mi madurez. No ha sido una
senda llana, sino tortuosa. En algún recodo de esta quebrada ruta sentí en más
de una travesía oscilar la aguja de marear, me iba a pique, me hundía en el
abismo, pero me desviaba del asolamiento una fuerza incoercible y fuiste tú, Madre,
la que en aquella triste y desastrosa noche de Oviedo me indujiste a conocer a
la compañera de mi destino.
De antemano una
voz misteriosa me había comunicado el derrotero de mis días. Resonó en aquella
casa levantada por un paladín del noventa y ocho y me mandaba apostar por
América y contar la verdad, porque yo no fui escogido para ser heraldo de la
mentira.
Hubo un hecho
por aquellas fechas que me llenó de inquietud, y fue la conferencia que nos dio
el P. Rábago contandome cómo él había sido intérprete de Franco ante el general
Eisenhower que el año precedente había estado en España, un acontecimiento
deslumbrante, hito final de una era. Rábago era un hombre alto y moreno, con la
raya en medio, el porte juvenil y llevaba un sobrero como los curas irlandeses
en lugar de queja. Fue el primer anglófilo que conocí. No hacía otra cosa que
hablarnos de Inglaterra y de los estados Unidos.
Yo me repetía:
“ tendré que ir algún día a ese territorio” y cuando veía de arribada a las
lanchas al pequeño puerto de aquel resorte santanderino se me encendía la
imaginación pensando que detrás de la estela que los barcos de cabotaje y los
grandes buques que veíamos cruzar el horizonte a muchas millas, a las espaldas
de su larga estela quedaban las costas de la Blanca Albión. Algún día irás al
lugar enamorado de Merlín.
Era la
Odygitria que me designaba el rumbo.
Pero andate
cuidado eres demasiado tajante, Antonio. Deja tus extremismos a un lado, tira
por la borda tu entusiasmo y ciñete a la banda de la circunspección y medida,
pues el bien ni el mal subyacen en capas sino que se amontonan como vetas en
desorden. Uno puede ser bueno unas veces y, otras, perverso. Todos llevamos un
mártir y un Nerón en nuestro interior. En religión no hay linderos para lo
negro y lo blanco. Como la vida es un
acto permeable y elástico, los buenos tendrán que sufrir con paciencia a los malos, pero el día del
juicio los corderos de Jesucristo serán apartados de los cabritos del
Impostor. Los consagrados a Dios viven no
ya con la mirada puesta en este mundo sino
en cuanto empieza después de la
muerte. Sin embargo, en derecho civil no se dan tales polaridades. La
Constitución puede ser ética e incluso estética, pero no tiene que ver nada con
la teología. Arte de la coyuntura y del
momento está reñido con la moral y con la ética. Es una teleología con medios y
objetivos diferentes. No hay nobleza en ella ni vileza, sino logros y fracasos.
Sólo aspira a la praxis y todo lo que se ponga al alcance es bueno, hasta la
calumnia, con tal de que se recabe el objetivo. Cristo no era un tribuno de
circunstancias al estilo de los candidatos presidenciales - esa incapacidad
para imitar la sencillez del Pastor sea quizá uno de los errores mayores de la
Grey- sino el ungido del pueblo por el carisma. Era ese carisma agostado, pero
fuente de vida de todos nosotros, era el que había que volver a resucitar. Ni Eguillor ni Rábago creían en él, pero
aquel gracia transportaba las miradas de Heras, Mayor, y Teófanes. Era un
sacramento de amor. La tierra sólo bendice y premia a los que triunfan, pero el
Evangelio construye su mundo futuro con la rahez más despreciable. La piedra rechazada por los arquitectos la
constituí en basa de mi fundamento.
Sin embargo, ¿
dónde está Dios? Por aquellos días de fin de curso aconteció en el pueblo un
suceso que habría de conmover a toda la provincia y a España entera. Un perro
alano enloquecido había decapitado a un infante de dos años, hijo del dueño. El
animal no sabía lo que hacía, pero el niño de cuna era inocente. ¿Por qué
permitió Dios que ocurriera semejante desgracia? ¿Dónde se había metido?
Todos estábamos
consternados. Los novicios del Colegio Máximo, que no tenían vacaciones, y
los pocos gramáticos y retóricos que
quedamos asistimos a la exequias en aquel cementerio tan aireado y tan bonito
sobre la rasa de Peña Castillo. El P. Nieto pronunció una sublime oración
fúnebre pero no supo dar respuesta a esa agobiante pregunta que se hicieron
Marción y los maniqueos ya en lo primeros siglos: Leviatán desde entonces
prosigue su asedio a las murallas de la Ciudad de Dios.
¿El Criador
permite que se desencadene el reino de las tinieblas porque así está escrito en
su mente que rige todos los designios o para redondear las cifras de la
casualidad y los baremos de la estadística ?
Todos no somos
más que un número. A mí se me había asignado el del 288. Iba bordado como el
anagrama de los soldados del emperador en el dobladillo de mis camisetas y
campeaba humilde sobre la puerta de mi celda. Dentro de unos días tendría que
entregar la chapa para que se la dieran a otro el próximo curso. Al niño
despedazado por el can no le cupo tal suerte.
Su cuota no entraba en el de la numeración al uso. Sin embargo Dios lo
creó para sucumbir ante las fauces de un sabueso enloquecido de celos y presa
de las furias de Leviatán. ¿Lo amaba desde toda la eternidad ? ¿No falló en
cierto modo la providencia, una de las cualidades ontológicas que asigna la
teología católica al ser supremo ? ¿Somos fruto del amor o de la pura casualidad
?
Sólo la virgen
de los tránsitos acertó a responderme, pero su respuesta, que no transcribiré,
no pertenecía en aquel instante a las razones de esta tierra. Hay ocasiones en
las cuales las palabras lo echan todo a perder. Hundí la cabeza entre mis
hombros y acepté la voluntad de Dios. En el cielo aquella tarde había un
angelito más. Yo también me iba de aquel lugar de ensueño y como hechizado por
una fuerza magnética para no volver más a él, pero la providencia me preparaba
una casa en el norte. Porque ni el ojo
vio ni el oído escuchó lo que Él reserva a los que le aman. Era un remedo de la
ciudad de Dios que portan como una maqueta algunos santos en la mano en los
cuadros de los primitivos alemanes. Mi noción del paraíso tendría que ver en
adelante con un lugar escarpado- oh beata solitudo - y apartado del mundo como
el caserón en el que habían transcurrido los últimos meses de aquella fase
crítica de mi existencia.
La cabellera de
Eguillor recordaba una barza de heno y sus dedos péndulos, apéndice de brazos
en escarpia y cubiertos de vello, sostenían el tomo de los discursos de
Cicerón, que a mí me parecían como un gario amenazante. El terror de los magníficos párrafos caía
como una catilinaria (no sabéis nada, sois unos zotes, malos seminaristas, y
además muy feos) sobre aquella clase de alumnos de segundo de Retórica. Nos
sentábamos a lo largo de los bancos de cinco en fondo y a mí me correspondía un
puesto entre Massolíes y Perea. Ya todo se acababa. Resultaba difícil meter en
brida al potro de la imaginación, mientras los ojos se disparaban hacia el
tierno paisaje montañés que se desplegaba al otro lado de los vetanos ojivales
y que se mostraba insensible a mi tristeza. A los nueve valles poco le importaban
las zozobras de mi fracaso escolar, pero era menester encontrar refugio en
alguna parte, y mi imaginación corría por aquellas trochas y calellas que
conducían a lugares descubiertos y recorridos durante nuestros paseos de los
jueves. Aquellos pueblos tenían todos nombres de cantares de gestas y traían a
la memoria las entonaciones de la vieja fabla con su acento preñado de dulces
cadencias, hitos mágicos de la Castilla vieja: Caranceja, Carrazo, Reocín,
Toranzo, Bárcena, La Busta, Quijas, La Veguilla, Villapresente, Ibio,
Valdaliega, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente de la Barquera. Eran behetrías
y merindades, ciudades exentas entre los montes oscuros, amagadas al socaire de
collado, entre sernas de sembradura y prados tiesos de hierba segadera, donde
pacen las vacadas de huelgo y apuntan al cielo como una adarga de paz idílica
las estacas del almiar con sus coloños de alfalfa prieta, a la vera de molinos
blancos y arroyos de aguas dúctiles. El paisaje evocaba los primeros días de un
cantar de gesta. Santa Illana con sus torres bravías los gobierna. Vi, poco
antes de que agonizase el Medioevo, al pie de las casas blasonadas, donde sobre
la piedra se estampaban los símbolos de una misteriosa danza heráldica, que
tenía un aire sagrado e iniciático, transitar por aquellos cordeles que iban a
dar al mar los últimos carros del país tirados por bueyes duendos cargados de
heno que hacían balumba al rodar sobre el piso desigual, y escuché cantar a los
ejes mientras el boyero marchando delante con la ijada con voz ronca y huesa
atacaba un aire de la tierra. Y las aguas pandas de la bahía me parecían más
alegres y tristes que nunca. Se detenían
y se quedaban como en éxtasis escuchando la tonada del auriga que pasaba con
sus mansos. El belfo de los animales, bajo el peso del yugo y la presión de la
testuz uncida a la gamella, casi besaba la tierra. Se me quedaron esculpidos en
la memoria aquellas escenas de idilio pastoral. Había un Dios callado en la
naturaleza, donde el hombre todavía conservaba su estado de gracia, y que no
tenía nada que haber con el que nos mostraban los sermones terroríficos del
cura que nos dio los ejercicios. Su querencia andaba flotando por las notas de
aquella canción de bueyes. Cuando un carretero se arranca con un aire de la
tierra, todo se para, contienen la respiración el cielo y la tierra, y un sol
condescendiente y beatífico, halagado por tanta belleza, quiere enviar sus
rayos con mayor clemencia.
No era Cicerón
lo que me pedía el cuerpo en aquellos instantes, sus párrafos escanciados sobre
nuestras cabezas por aquel mecenas del infierno, aquel protocanalla de los
locos repúblicos, un esténtor que repetía sus monsergas separatistas (Te has
“colao”, no eres de los nuestros, participios perfectos a lo zamarro, que es
característica prosódica del vascuence), sino las Geórgicas de Virgilio.
Santander fue
para mí el primer postigo de la Arcadia, la encartación primigenia donde late
ese noble ideal caballeresco que ha orientado mis pasos. En la contramarea del
sofión de mi primer fracaso y de aquel viento de repulsa supe tener el timón.
Oreanda me aguardaba en un rincón de mis días. Era tu voz, la voz de la tierra
y del amor que me llamaba. Martino me había descalificado para la literatura,
pero yo empecé a garabatear mis primeros cuentos y poemas por entonces. Me
fatigaban, pues desde un primer momento empecé a gozar de ese instinto
literario necesario para la originalidad, tanta palinodia sobre Machado y
García Lorca, con la que nos querían lavar el cerebro. Los volterianos nunca
han sido santo de mi devoción. He vivido desde entonces enterrado entre libros.
No me darán gato por liebre. Riudavets, ya entonces, como Oreanda, como
Caronte, también me aguardaba enarbolando en su diestra el puñal de la
sabiduría.
No considero
aquellos ultrajes acreedores de la memoria, porque Dios es memoria y perdón,
pero pienso con frecuencia que aquel rechazo en cierta manera ha configurado mi
manera de ser. He proyectado mi vida en contra del conjuro formulado por
Martino y Eguillor. Con vuestros anatemas me proclamasteis basa angular de un
palacio hecho de palabras lanzadas contra el muro del malecón, piedra a piedra,
sillar a sillar. Fui eliminado, pero las recusaciones del “Peniciliado” me
pusieron en el camino de las grandes rutas, de las que aun me siento peregrino.
Eran muchas más hermosas que vuestros sermones las vacas de huelgo rumiando en
los prados segaderos y aquellos montes y aquellas fuentes, ese venero de poesía
que estalla en lo pueblos solariegos a la sombra de la torre de la colegiata.
El año que pasé entre vosotros no fue más que el pago de mi primera
contribución al patrimonio del dolor y del desprecio. Con mis humillaciones
tributé los adeudos de derrama, de nución, infurción y de fonsadera. Supe que
los monasterios, mitad cuarteles, mitad presidios, con un poco de paraísos
entre medias, eran legatarios de una misión a la vez temporal y espiritual.
Rezar por las almas de los fundadores a perpetuidad y defender a los lugareños
del peligro exterior. Entonces como un ideal quijotesco, lleno de libertad, ese
loco y maravilloso proyecto que se denomina España. Me topé por las rúas
empedradas de Santillana con los caballeros de la cruz, no eran fantasmas, sino
algo real y el monje negro, ese emblema hesicasta que yo llevo en los adentros
me dio la bendición. Tú no hagas caso, no vuelvas la vista atrás.
Pero, ay amigo,
luego vendría Polanco, quien para más inri es un apellido que surge en estos
prados de pación legendaria de esa cuna y cuña ilustre de la España solariega
que es Santillana, con la rebaja. Él sería uno entre los muchos que han acabado
con la patria, un godo de pura cepa.
Incluso fue
Comillas el escenario de mi primer amor: Fronilde, la hija de un alojero local.
Se asomaba a verme pasar a la hora del paseo.
-¿De dónde eres
curín? ¿Y adónde vas?
-De tierra
adentro, Fronilde. En mi pueblo hay torres muy altas, sin que desde allí se vea
el mar. Hacia ellas ahora me vuelvo, pero no creo que llegue a ninguna parte.
-¿Algún día me
escribirás?
-Quizás.
-¿Cuándo cantes
la misa? Tú vas a ser arcipreste y a lo mejor llegas a obispo.
-Pues, aunque
no te lo creas, estoy aquí de más. Ya me han dado la absoluta y el prefecto me
ha dicho que no tengo luces para cura, pero yo lo voy a volver intentar. El
curso que viene me matricularé en mi seminario en primero de Filosofía.
-Tú no hagas
caso. Eres un mozuco de cara muy lista y todo lo que te propongas lo
conseguirás.
-Pero
¿perseveraré?
-Eso depende de
ti.
Fronilde no
sólo fue mi primer amor sino toda una gran pitonisa.
-Pues cuando me
ordene, me acordaré de ti en el memento de vivos.
-Reza por mi
padre. Es alojero y pasa más de medio año en Sevilla. No lo vemos el pelo y
está algo delicado del estómago. Lo nuestro es la aloja. Hacemos el agua de
azúcar mejor del país. ¿Quieres probar un poco?
-Bueno.
Se perdió en la
oscuridad y al punto salió con un vaso de agua de miel. No habían llegado por
aquel entonces las colas, y la aloja y la gaseosa eran nuestros únicos
sorbetes.
-Ten.
-De hoy en un
año, Fronilde, y a tu salud. Que seas feliz.
-¿Rica eh? La
acabo de sacar del pozo, entre la nieve.
-¿Cuál es la
receta?
-Es un secreto
familiar. Sólo mi padre sabe hacer aloja. El enigma se lo transmitió mi abuelo
y cuando se muera se lo dirá a mi hermano. La tradición viene desde la edad
media, no te lo puede decir, curín. Bebela y no te me pongas triste.
Desde el siglo
doce este tipo de vendedores ambulantes pregonando obleas y la rica miel de
aloja recorrían toda la península, iban a Francia, a Portugal, y a veces
cruzaban hasta Inglaterra con su mercadería. Muchos eran pasiegos. Si hay que
encontrar un antecedente entre las grandes familias de banqueros que controlan
hoy el dinero en el país, los Botín, los Herrero y tal vez los Olarra, había
que encontrarlos entre estos vendedores de barquillo y aloja. Ellos fueron los
instituidores, con su sentido del ahorro, y la posibilidad de ganancia, del
primer capitalismo hispano.
Estaba
buenísima. Le di las gracias, partí, nunca más volví a ver, pero la alojera fue
la mujer para la que escribí mis primeros versos.
-¿Quieres un
poquito más, Toniuco?
-No, gracias,
Fronilde. Me tengo que ir, se está haciendo tarde y a las siete suena el timbre
de recogida. Hay que estar allí para pasar lista.
Nunca la
escribí a la guapa Fronilde, pero su caridad y su comprensión (el amor es lo
único que merece la pena en esta vida) trae a la memoria algo amable entre la
retahíla de amargos recuerdos de mi estancia en el antiguo caserón : la
universidad de ladrillo mudéjar, el seminario menor color del cemento, y el
colegio máximo de puertas blancas, todo enjalbegado y recubierto de hiedra y de
palmeras. Si el P. Heras fue para mí el buen cirineo, Fronilde representó la
ventana que se abría a la belleza. La
hija del alojero fue la mujer samaritana que me daba de beber. En mi primera
misa fue por ella la primera por la que recé. Su nombre de princesa ocupa un
lugar aparte en las preeminencias de mi memoria.
Al pasar debajo
del pórtico central entre las enredaderas la piedra del escudo me advertía del
símbolo. Sobre un campo de gules aparecía el cáliz de la Iglesia y la sinagoga
con el cetro quebrado. Eran los reyes de armas de aquella casa, pero el padre
Carral y el bendito Don Claudio López estaban en un error: la sinagoga empuñaba
Sin saberlo yo
me lanzaba de cabeza a un mundo dominado por la política bajo la influencia de
los amigos del P. Rábago, culpables de los tres grandes sucesos traumáticos del
Incomparable y Violento siglo vigésimo: Hiroshima, el descabezamiento de Rusia
y la creación del Estado de Israel. He
aquí un triunfo de la razón practica, brújula de toda política pero,¿donde
queda la conciencia? Habiendo hecho
reventar la bomba atómica y alimentado el terrorismo internacional - el
chantaje comenzó con la voladura del “Maine”- se erigen en árbitros salvadores
de la especie humana.
Dije adiós a la
Cardosa una sofocante y lluviosa noche de bochorno de verano un seis de julio.
Me sentía muy triste y fracasado al tomar el tren en Torrelavega. A la
siguiente mañana cuando llegamos a la estación del Norte ya me había olvidado
de mis pesadillas. Madrid era hermoso y acogedor. Toda la capital estaba
engalanado y lleno de guardias para dar la acogida al presidente Onganía de la
Argentina en visita oficial. Me esperaba un largo y cálido verano. Después
volvería a ingresar en Segovia y allí estuve hasta cuarto de Teología.
En vez de
pronunciar el “Adsum” entonces me marché a París. El sí de la unción tardaría
en llegar otros dos años tras mi aventura parisina, pero ese es un fleco que no
atinge a este relato de mis corrupciones, perversiones, perplejidades,
desencantos y paradojas de la fortuna voltaria.
Ha de bautizarse a aquella perínclita quinta del sesenta y cuatro como
la gran Promoción Ex.
Ese verano en
París fue determinante. Cuando dejé a
los vascos viví en un cuchitril de poco más de tres metros cuadrados donde no
podía erguirme, cocinaba en cuclillas y permanecía tumbado en un camastro para
ahorrar fuerzas horas y horas, pero la buhardilla tenía un belvedere con vistas
a los Campos Elíseos. Me sentía débil porque me alimentaba sólo de leche,
cartones y cartones, pero estaba en París, que no es poco. Me impresionó el
silencio del metro, sus vagones destartalados, la gente no leía periódicos sino
libros de bolsillo, la ciudad me acogió en sus brazos con su aire impersonal,
cosmopolita. París tenía una forma especial de oler y de respirar, enseguida lo
capté. Frecuenté -cómo no- el 53 de la Rue de la Pompe donde había un hogar
para españoles, allí se me puso en contacto con una empresa que contrataba mano
de obra no cualificada de aparceros y de jornaleros. Trabajé como ascensorista
en un montacargas, en una lavandería y hasta en una fábrica de prendas femeninas
poniendo etiquetas, donde discutí con un marroquí que por poco me cuesta la
vida en el ardor del agosto parisino. Luego empaqueté periódicos en las
oficinas del Herald Tribune donde un americano al vernos llegar todas las
mañanas decía:”Adelante la Sorbona”. Entre los empacadores había una bailarina
del ballet Bolshoy. Nunca he visto un cuerpo tan elástico ni unas piernas tan
bien talladas. En el verano del sesenta y cuatro lo que sobraba era trabajo en
aquella encantadora ciudad. El mundo estaba a nuestros pies, acabábamos de
cumplir veinte años, debía de ser por eso.
Cerca del
Ayuntamiento, entre cuatro alquilamos una alcoba. Encontrar alojamiento era un
poco más difícil que lo de la chambra. Yo tenía la mosca tras la oreja después
del incidente con los vascos, pero en aquella ocasión no fui testigo de hechos
bochornosos, ni estuvo en peligro mi seguridad. Era un cuarto limpio y los días
se desenvolvieron con tanta normalidad que ahora mismo no caigo ni en el rostro
ni en los nombres de aquellos con los que compartí el derecho a cocina. Se me
han borrado del recuerdo, todos eran españoles, eso sí, pero no tan
problemáticos como los amigos del cura Aramburu. Cuando alguna vez estoy triste
y quiero soñar, la mirada del recuerdo revierte a aquella pensión en que viví
cerca del parisino Hotel de Ville.
Permanecí en la
Ciudad de la Luz hasta bien entrado el otoño. Todo el mundo regresaba a España;
por el contrario, yo compré un billete en la Gare du Nord con destino la
estación Victoria. Aparte de que adelgacé sobremanera no tuve ninguna
experiencia digna de mención, ningún pasaje truculento acreedor de ser puesto
en perspectiva por el gran Torbado. Sin embargo, pienso que muchos de los
personajes de las “Corrupciones” se cruzaron en mi camino. ¡Tiempos que no
volverán!
Lo que no se olvidará mientras viva fue lo que
me sucedió en mi encuentro con mi amigo el “ex”, al que ya ha aludido. Fue una
prueba que Dios quiso ponerme en la senda para dar a entender que durante
nuestro vivir no hemos de bajar la guardia. Estaba yo muy bajo de moral porque
no había probado alimento durante cerca de una semana y además creo que
alucinaba.
Durante el
camino hacia la chambre fuimos recapitulando sobre nombres y anécdotas de gente
a la recordaríamos toda la vida: el P. Penagos, que hablaba tan deprisa que
apenas se le entendía; del P. Mayor, el mejor latinista; de Heras, nuestro
prefecto, un maestrillo de Burgos, al que yo llegué a querer.
-Casi perdono a
los jesuitas porque aquel hombre, que era un santo, era un buen hijo de san
Ignacio. De Eguillor y de alguno que otro no guardo buen recuerdo.
-El P. Heras lo
dejó.
-Ah, sí.
-Y también lo
he dejado yo, - dijo Iñigo - Y aquí me tienes en París. La vida da muchas
vueltas.
-Más que el
corazón de una pelandusca de Pigalle.
-ya hemos
llegado. Sube.
-Franqueamos un
portal del Distrito dieciséis, uno de esos edificios estilo fin de siglo, con
tejados de pizarra y balaustradas en las plantas nobles, testimonio en piedra
de que aquella ciudad había sido el ombligo del mundo. La “concièrge” una
señora cuarentona con el pelo blanco con un “Gitane” de vaina amarilla en la
comisura de los labios me miró de arriba abajo y mi amigo tuvo que darle
explicaciones de que yo era un condiscípulo suyo al que había invitado a pasar
la noche. Ella largó una parrafada ininteligible en el que se adivinaba el mal
humor.
- “Dites, donc,
les espagnols”.
Se fue
refunfuñando. Pero Aramburu la corrigió.
- “Pas d
españols. Nous sommes basques, madamme du Pont”.
-Tu l´en est
aussi, toi.- dijo dirigiendose al que suscribe
-Yo no. Soy del
interior, pero mire mi noble nariz, señora.” Tous les castellaines ont de
basques quelque chose”.
-Ah bon - gritó
la matrona con su voz de jilguero, pero sin demasiado interés por la cuestión.
A mí tampoco me
parecía la variedad regional tan significativa, aunque mi segundo apellido sea
vasco. Pero noté que mi amigo, tan risueño en otras cosas, esto de la
nacionalidad no se lo tomaba a broma. El bueno de Aramburu, como más adelante
conseguí comprobar, se tomaba muy a pecho la cuestión racial, aunque jamás lo
entenderé, pues pienso que todos pertenecemos a una raza única, la humana. Lo
que único que nos diferencian son las peculiaridades culturales del medio, el
clima, el suelo, las creencias, pero él era un cucarro, un trabucaire clérigo.
Carlista de pura cepa. Estaba metido en la causa hasta las cachas. Puede que yo
fuera también algo vascuence, pues tengo
la cabeza grande y la nariz poderosa, las caderas anchas, y unas buenas manazas
para pegarle a la pelota, he corrido un par de veces en los encierros de
Cuéllar y porque la región donde nací fue poblada por navarros. Hicimos una
fetiche de la religión. Esta es la diferencia mayor a grandes rasgos entres
Castilla y León. Los leoneses son descendientes de asturianos y gallegos.
Subimos hasta
una buhardilla en el último piso. La habitación estaba llena de humo y de
guisos recientes. Había como diez tíos hablando en vascuence. Al sentirnos
llegar, suspendieron la conversación. Vibraba en el tono de su voz y en sus
ademanes un tufo de conspiración. Todos ellos se decían refugiados políticos.
De las paredes colgaban carteles de Fidel Castro, de Marx y de Lenin, que me
hicieron sentirme algo cohibido.
-No preocupar.
El que traigo aquí es de confianza, pues.
Cura ha sido.
Esto pareció
tranquilizarles a los vizcaitarras y siguieron a lo suyo, pero yo pude captar
que soltaban pestes del régimen de Franco y que estaban preparando algo gordo.
A lo tonto yo me había dado de bruces con el primer embrión de una organización
terrorista que iba a ser protagonista de la triste actualidad española lustros
enteros, durante la dictadura primero y más tarde con la democracia. Entonces
no me daba cuenta de que aquellos tíos con cara de aldeanos iluminados que
tenían pinta de aizkolaris y que se parecían un poco a Urtain acabarían por
envenenar la historia de España. Eta
había nacido en un seminario y mi amigo el inocente y simpático Aramburu
sería uno de sus impulsores. ¡Quién me lo iba a decir a mí por ese entonces!,
pero la vida da más vueltas que el corazón de una puta de lujo. No reconocía
casi a mi antiguo amigo el baracaldés de la perenne sonrisa. Siempre inmerso en
su parsimonia. Todo lo hacía con facilidad. Sólo su alegre rostro cobraba un
perfil adusto cuando se refería a un tema de sus predilecciones: la represión
franquista, un asunto que yo no entendía demasiado, pero a él le gustaba hablar
de gudaris, del cerco de Bilbao, el cinturón de hierro, la represión de los
fascistas. Yo era de zona nacional. Los rojos habían matado a varios miembros
de mi familia. Las ideas del baracaldés me sonaban a algo como formuladas de
otra galaxia, mas no por eso dejaba de ser mi amigo. Por mi parte yo también
debía de parecerle un extraterrestre al defender la causa de los nacionales. Mi
padre, al que yo consideraba casi como un dios, y al que he adorado durante mis
días, peleó al lado de Franco. Pero allí, también en el seminario, había dos
Españas. Los superiores trataban con un cariño especial a los de Bilbao.
Apellidos como Aburto, Arriola, Echeverría y Aguigorriaga siempre salían en el
cuadro de honor. Y a mí el P. Eguillor, el profesor de latín, desde un
principio, me tomó ojeriza como a los de Zamora, a los de Valladolid y a un tío
de Guadalajara. Tuve que pegarle una paliza -veinte, dos-a Aramburu para que se
me empezase a tomar en consideración. Éste se me coló, me espetó Eguillor al
que apodaban el “peniciliado”(sus malos pelos le acaban sobre la testa en forma
de pincel) una vez que le fui a contar
mis problemas de adaptación. Me hizo llorar.
En Comillas se
comía mejor que en otros seminarios. Allí iba la crema de la crema de todas las
diócesis. Pero yo demostré que también sé tener agallas, reverendo padre. Nada,
nada. Tú te marchas. No das el coeficiente. También debió de influir que yo era
pobre. De casa no me mandaban dinero como aquellos vascos de Bilbao y de San
Sebastián muchos de los cuales tenían por padres a empresarios y a gente de
dinero. Conocí que había dos Españas y que los vascos eran los mejores, los más
altos, los más bonitos, los que sabían más latín o matemáticas, pero, que se
chinchen, yo había pegado una paliza al frontón al gran campeón. Pero ¿ha sido
ese canijo de Segovia? Si parece que no puede ni con los calzones. Pegué el
estirón. No me servía la sotana que, a través de mi madre, había heredado de un
canónigo el magistral de aquella santa iglesia catedral, don Bienve. Me quedaba
muy corta porque este beneficiado todo lo que tenía de pequeño lo tenía de
inteligente. Quizás me contagió su ropa la perspicacia de aquel clérigo para
las cuestiones canónicas, su capacidad memorística, su verbo inflamado, pero no
sus posibles ni su riqueza. De casa no me mandaban dinero para hacerme una
nueva, no teníamos dinero para comprarme otra. Pero ¿cómo vas así, Parrita,
hecho una adefesio? La sotana te queda como un tres cuartos. No tengo dinero
para comprarme otra. Mi padre es militar de baja graduación.
Duré un año en
Comillas. El P. Eguillor me echó, pero al curso siguiente me
readmitieron en mi seminario. Volví con las orejas gachas. Pero en Comillas
aprendí que había dos Españas y que la guerra la habían perdido los alemanes.
El P. Rábago, nuestro profesor de Física, hablaba el inglés perfectamente y
estuvo en Madrid haciendo de interprete cuando vino Eisenhower. También había
ricos y pobres. No todos eramos iguales. Yo caía en la segunda selección. Nunca
conseguí entender la animada conversación exaltada y cerril de los vascongados
contra Castilla. Es como un cáncer que acabará con el ser de mi patria a la que
he querido tanto y he defendido siempre, incluso contra las imposturas y poca
altura de miras que ha demostrado la Iglesia. Aramburu era bueno y servicial.
Le perdía sólo su pasión nacionalista. La cabellera del “Penicilico” recordaba
una barza de heno y sus manos delgadas, cubiertas de vello, sostenían el
florilegio de autores latinos con los discursos de Cicerón en el aula de
paredes blancas, con aliños de pupitre de roble, dispuestos en forma de
satélites alrededor de la mesa doctoral. El aula era grande y se encontraba
bien iluminada por cinco ventanales con remate en ojiva, que abrían, pasada la
Cardosa, un paisaje de cuencas y sernas. En días de sol aquel escenario se
iluminaba con el cromatismo de todas las variantes del espectro. Todo el valle
parecía sumido en el estridor de una fiesta. Por aquel iconostasio o mural de
hermosura desfilaron los sueños de mi adolescencia. Comillas supuso un tiempo
de nueve meses de contemplación, pero ya el curso tocaba a su fin, todo se
acababa. Resultaba difícil meter en brida al potro de la imaginación, mientras
los ojos en horas de clase se distraían contemplando lontananzas y añoranzas de
los lugares recorridos durante las marchas y paseos de los jueves por la tarde.
Eran lugares con nombre de romanceros, hitos mágicos de la España caballeresca.
Todos se han hecho acreedores en mi memoria de un sitio de honor: Caranceja,
Cerrazo, Reocín, Bárcena, La Busta, Quijas, Veguilla, Trasmiera, Ibio, Carriedo,
Valdaliega, Toranzo, Villaescusa, Trasmiera y San Vicente. Eran montes oscuros
de los que a las veces el verde triunfal se sentía transfigurado por el blanco
de cal de las minas de potasa y del litoral de monte bajo formando landas y
ensenadas hacia la ribera. ¡Qué lejos estaba aquel Aramburu comillense del otro
de la buhardilla de París! La generación ex había pasado por las horcas
caudinas de las corrupciones.
Fin
21 de enero de 2000
Yo creo en los milagros.
Carta abierta a
JESÚS TORBADO, detractor inteligente, insolente e impertinente de las
apariciones.
Amigo Jesús:
Nadie podrá
negarte que pesa sobre tus sienes como una corona invisible el aura de uno de
los nombres mejores, el más precioso que pueda darse: Jesús, que viene a ser
Joshua, el “ungido”. Epifonema triunfal al que habrá que amarrarse en estos
tiempos que fluyen de sesgo y marchamo apocalíptico. Y esto no lo digo yo pues
soy ignorante y lego. No puedo sustraerme a la tentación del Astete: doctores
tiene la Iglesia que peroran desde los púlpitos de las antenas de la aldea
global. A la escucha de lo que dicen estos predicadores se llega a la
conclusión de que España ha dejado de ser una nación para convertirse en feudo
del turco. Muchos se pasan al moro porque es más cómodo y más rentable. Se
cobra buenas nóminas y hasta puede uno hacerse millonario como J.M. García o
Luis del Olmo.
Yo no.
Ellos están en
el Olimpo. Yo ando lampando humillado y ofendido sin ningún futuro como la
mayor parte de los que se emperran en cantar las verdades del Barquero. Sin
crédito, sin editorial, sin fama, inútil total. Sin embargo, tendrán que
cercenarme los dedos si quieren que deje de escribir.
Los últimos
serán los primeros. A España a lo mejor la salva un cabo de la Guardia Civil
que las está pasando canutas con tanto emigrante que llega en patera sin un
lugar donde caerse muerto. Con un rosario al cuello, uno de esos de cuentas
blancas que repartimos en El Escorial, eso sí. Yo me pregunto si en estos
tiempos de pressura gentium y de grandes desigualdades no ha empezado ese
Tiempo de la Madre y el Hijo que anunciaban las profecías. ¿Será verdad que la
Iglesia va a ser salvada por los grandes jerarcas y cardenales con el capelo
resplandeciente sino un triste capellán que se pasa la mayor parte del día
borracho pero inquebrantable en su fe y leal al genuino espíritu del Evangelio?
No puedo
contestar. Mi anopsia no me permite ver más allá de las narices. Confieso mi
ceguedad, pero me parece que eso de los apariciones no son cosa para tomarselo
a la ligera como haces en tu última entrega que lleva por título “Milagro,
milagro”. Ya sabes que te admiro y que te aprecio, pero el libro me parece
haber sido escrito de encargo. He aquí, pues, que voy a hacerle algunas
apostillas.
Pareces que
bajas del Olimpo, chico, y de pronto se lías a repartir leña contra los
videntes, pitonisas, santiguadoras, adivinas, veedoras y demás gente de ese
rahez en vez de emprenderla a estacazos
contra las reinas de las mañanas y de las tardes, los comunicadores que
aturden, las percheleras con una navaja en el refajo que lucen modelitos de lo
más sugestivo, se pasean por la catasta con el culo en pompa y dicen más
burradas que la madre que las parió. Eso sí que es corrupción. La de los morros
de silicona invocando la Constitución, molesta y machacona batología hablante
de las cultas latiniparlas, feria de las vanidades y de los remilgos.¡Tanta
putería, tanta golfa y tanto maricón! El erostratismo procaz que vende
exclusivas. Eres un muerto si no sales por televisión. Nunca tuvo el poder
tanta sed de aduladores porque cuando la nación está a punto de desaparecer o
de desmembrarse no cesan de graznar los ánsares del Capitolio con lo de España
va bien. Los grajos voznan y que crascite el cuervo a su placer.
En estos años
de atrás se me afinó el oído y sé captar las señales del lenguaje de la Bestia.
Le gustan los cambios de sentido, la marcha cara atrás y la cruz al revés.
Siempre será todo lo contrario de lo que airean a los cuatro vientos, por eso
quizás la mentira habita entre nosotros y lo que me indigna es que no haya
espacios de libertad, que no queden huecos porque quedaron aplastados bajo el
rodillo. Durante la Oprobiosa la inteligencia y algunos sectores de la Iglesia,
los de ámbito progresista, daban cabida a la protesta. Actualmente, si le pones
tachas al sistema acabas en la marginalidad. No dan cancha, ni permiten un
simple desvío. Si pasas la línea, zas, pues celoso es el Dios de Israel.
Ahora resulta
que nos queréis quitar el mundo de las apariciones. La que nos faltaba. Es casi
lo único que nos queda a los protestantes del capitalismo global, aunque me da
la sensación que pincháis en hueso. Podéis matar la vida del cuerpo pero el
espíritu no es de vuestra competencia. Hora es ya de decirlo bien a las claras.
Esto ha cobrado un rumbo peligroso. Todos nos vamos a estrellar porque no hay
crimen mayor que hacer pasar por verdad lo que es mentira, por amor y
concordia, lo que es guerra declarada y animadversión, libertad lo que es
férreo control. Nos están dando gato por
liebre y esto reza para todos los ordenes y todos los ambientes incluso para el
de la literatura.
Hago gracia de
citarte algunos nombres pero el que de verdad me saca de las casillas es tu
jefe, Sánchez Dragó, creo que está contigo en la cuadra de Planeta, o estuvo
porque es muy versátil y a lo mejor ha cambiado ya de camisa. Ahora creo que
trabajas para él en ese programa pseudo literario de los domingos en la Segunda
Cadena, “Negro sobre blanco”. A muchos escritores y entendidos en literatura
nos repatea ese morugo con toda la pinta de cenizo, encaramado en su ambón,
cada mochuelo en su olivo, con aires de sabelotodo y mirando al personal por
cima del hombro pues habla ex cátedra con voz rajada de borracho y lee de las
notas que lleva de macuto en el atril, no conduce ni pregunta, sólo larga un
espich. No entiendo cómo puedes haber acabado tú, Torbado, con lo buen escritor
haciendole de negro y templador de gaitas. Sus programas nada dialogantes se
convierten en un “Drago dixit”. De lo que se deduce que es llegada la hora del
dragón, y no le gustan las torrijas. Se embaúla autores de cuerpo entero, no
para de engullir.
Me repatea el
personaje que se ha pasado la Transición contando cómo se tiró una semana en la
cárcel, cuando a Carrillo, a Tamames a Múgica Herzog, a Sartorius y a otros
jaques de la oposición les habilitaron toda una galería en Carabanchel como
planta noble de un ministerio con buffet, barra libre y todo para que diesen
allí audiencias a los aspirantes a un lugar al sol en el régimen que habría de
venir.
El hecho de ser
de Soria le vuelve también sospechoso a mis ojos porque me nacieron en una
provincia donde ser soriano era sinónimo de lelo. Apodícticos que eramos
aquellos chicos de la postguerra. Creo que desde entonces he estado viendolas
venir.
Inquinas
personales al margen, creo que lo suyo es la pseudo mística y la pseudo
literatura. Un mal escritor como él se ve en la obligación de utilizar trucos y
meter morcillas y dárselas de demócrata descreído cuando por sus venas fluyen
hematíes de inquisidor. Luego es muy laminero y oportunista porque sabe hacer
la pelota como nadie y sólo cuando hay necesidad y al que se la tiene que
hacer. Yo le he puesto el sobrehúsa de “Pastitas”, porque habla por los codos,
va de listo por la vida y sólo llama al programa a sus amigos. Sólo los
enchufados gozan del privilegio de mostrar sus rostros y las pastas de sus
libros por las cámaras y micrófonos de La Dos. Él, siempre con ganas de quedar
bien, se muestra al espectador como un mandarín.
Pues bien, tú,
amigo Torbado, estás adscrito a la escudería literaria de tal preboste. Él aparece en pantalla y tú no, siendo como
eres mucho mejor escritor, que el Sánchez Dragó, aunque se las dé de novelista,
no sabe hacer la o con un canuto en punto a arte narrativo, por mucho bla de la
filatería que nos circuye en este mundo de falordias que los medios garlan, que
desarrolle, que la rosca súpola siempre hacer de perlas , que zarrioso es como
él solo, y gracias a esas artes seductoras consiguió ingresar en la cuadra de
Lara, le dieron un premio, pronto le laurearán de Inmortal porque una silla en
la Academia es a lo que aspira. Pero sus libros se venden poco por no decir
nada. Además, creo que se ha hecho budista, hindú, más o menos. Sin embargo,
tú, con los tuyos, arrollaste.
Para empezar
tus Corrupciones juntamente con Los Ídolos de Barro de Jesús María
Amilibia y Pasos Sin Huellas de Bermúdez de Castro las mejores novelas
que ha producido la Generación del 68. Benet me parece un plomo, un mal plagio
de Faulkner. Sin embargo, las Corrupciones definen a la perfección la
mentalidad de los que vivimos aquella época de terciopelo al paso de los Beatles,
de las sentadas del Mayo Francés y de las carreras delante de los Grises. Aquí
se ha venido hablando mucho de Los del 98, pero la freza de setenta años
después creo que la superó. Tuvo un matiz análogo pero más optimista y
esperanzado, pues en el mundo se habían obrado cambio mucho más importantes,
que los escritores que produjo la hecatombe de Cuba.
Buena gana de
lamentarse. Así fueron siempre las cosas por aquí; unos crían la fama y otros
cardan la lana. Brindo el asunto para los historiadores que vendrán, zanjada
esta mala racha por la que estamos atravesando, cuando pase esta vorágine.
España está bajo entredicho y la catolicidad perdida.
El Pastitas me
parece un siniestro personaje porque es epítome de la prostitución mental, de
la impostura y del erostratismo tan en boga y que afecta a las líneas del
pensamiento, sumisas en todo al que manda y la voz de su amo. Hoy la literatura
- cosa disparatada y que va en contradicción con nuestra estirpe libertaria- ha
de estar al servicio del poder, nunca pisar la raya de lo políticamente
correcto, pues también utilizan una fórmula eufémica para disfrazar su
absolutismo y su moral de situación imitando al que manda. Vuelve la fábula de
la fierecilla domada. Han amordazado el pensamiento, crearon sus propios gulags
y otras cárceles del alma, que riéte tú de la Inquisición conquense y de los
calabozos de Toledo. Por eso nuestro panorama cultural es un yermo, un erial
donde sólo crece la caspa. Y amordaza que algo queda.
No he nacido
yo, bien sabe Dios, para ser zascandil, oportunista y tránsfuga que anda
haciendole la gracia al del bigotito y piropeando a la valenciana de culo bajo.
Esta es la razón de medro al que tú sirves. Este buen señor, especialista en
camas redondas, sólo convoca a su tabla a los amiguetes, aunque haya veces que
el tiro le salga por la culata como en uno de los programas en que se había
reunido con los de su círculo místico (un monje del Cister, un budista, un
moro, un rabino e Isidro J. Palacios creo que eran sus interlocutores) y va el
fraile y le llama al orden diciendole que el siglo XXI será igual que todos,
cuando el moderador se había pasado la noche diciendo cursilerías con citas a
Malreaux sobre la centuria que estamos a punto de estrenar, que será la del espíritu,
si es que en Washington no les da por apretar el botón. Se quedó de una pieza
el animador al que no le debe de prestar mucho que alguien se atreva a poner en
duda sus afirmaciones de caradura pedante y redicho.
Ante todo,
peccata minuta, pues no es de este mandarín de nuestra cultura del que quiero
hablar sino de ti y de tu buena literatura. Me parecieron francamente
maravillosas “Las Corrupciones”, un texto en el cual encontré retazos olvidados
del pasado. Haces una exacta radiografía de cómo eramos de jóvenes, aquel París
de la orilla izquierda del Sena, las escapadas, la lucha por la vida de los que
ibamos a buscar trabajo a la famosa Rue de la Pompe, donde estaba una sección
de ayuda a los refugiados españoles, y aquellas bellas historias de amor fugaces
en buhardillas bajo los techos imbricados de pizarra negra, que terminaban,
como todo, muy mal. Eramos beatniks, entre la reacción y la libertad, con una
empanada mental de agarrate que vienen curvas, pero con unas ganas
sobrecogedoras de vivir. Nos comíamos el
mundo. París, a nuestro pies. Londres, un paseo militar. Había que amar.
Suecas, sobre todo. Lo que puede la fuerza del espíritu: aquellos pardillos que
corrieron a la emigración de circunstancias con el cascarón en el culo nos
convertimos en la vera efigie del gigoló y del latin lover. Toma ya.
Aun resuenan en
mi memoria, pues tu novela es de las que enganchan y una vez tomada de la mano
no eres capaz de soltarla lo que demuestra la calidad de un libro, las palabras
del padre de tu novia a la que llamaste a Estocolmo: “Annika, Selbstmord”. Tu
protagonista creo que también acabó lanzandose desde el cacumen de la Torre
Eiffel. La muerte nos rondaba en plena
juventud, eramos unos escogidos de los dioses, pues Tanatos arrampló con los
mejores. Los que quedamos estamos aquí para dar guerra, engordar en nuestra
abulia y en el remordimiento por tantos pecados y equivocaciones. Claro que
alguien nos perdonará porque eramos idealistas y aturdidos de autosuficiencia y
de mocedad. Es una de las mejores novelas que he leído. Me identifico con tu
protagonista y a veces en el transcurso de sus páginas he llegado a pensar que
allí salía yo. No se puede decir más para evaluar la calidad de un texto, una
obra maestra, digna de un genio y creo que escrita a los veintidós años, que
traza la semblanza de todos nosotros, los que pasamos nuestra infancia,
adolescencia y parte de la juventud en aquellos noviciados antes del Concilio
Vaticano II.
Fue como un
sacramento que selló nuestra forma de ser y de pensar. Con un bagaje de
teología medieval y de inocencia, y desde la celda a la plaza, nos largaron al
futuro. El mundo resultó ser más agrio a como nos lo pintaban nuestros
directores espirituales y padres maestros: bronco, descreído, salaz, donde
había que trabajar duro para ganarse el pan poniendo ladrillos o cargando
envases de cemento al hombro de una obra. Aunque nosotros seguimos
enquillotrados en la búsqueda y procura de un ideal, cristalizado por esa
imagen cósmico de vidriera bigeminada en la catedral de mujer entregada al amor
puro y que para siempre nos sería fiel. Había empezado la caza del eterno
femenino, el cherchez la femme. Después unos dedos monstruosos transformados en
garras destrozaría aquella imagen virgínea. Algo había fallado en nuestra
educación sentimental. El sueño de romance caballeresco se hizo añicos.
¡Cuantas Anikas
habremos fusilado! Tengo que exclamar con José Antonio aquello tan desgarrador
de “yo la maté”. La frase produce retumbos mortíferos, porque viene a ser parte
y condena de mi biografía. El amor que tuvimos en nuestras manos se fue para no
volver. Entonces ni lo podríamos imaginar , mimados como estábamos por los
dioses, pero así es. Tu protagonista mató a la valquiria. Yo maté a la rosa
inglesa. Al ser etéreo y puro, al eterno femenino que había llegado a nuestras
vidas sin darnos cuenta. De un manotazo lo apartamos, nos habían enseñado a
sospechar de la felicidad, tanta dicha en la tierra no era posible; entonces
empezamos a ser escupido de la boca de Zeus.
¿Fue bueno o
malo haber sido congregado, haber llevado un cilicio debajo de la pernera y en
la sisa de la sotana un cuenta-pecados?
Nos pasamos
demasiadas horas traduciendo a Cicerón o aprendiéndonos los verbos líquidos de
la conjugación griega, rezando avemarías y haciendo propósitos de salvar a
todos los hombres cuando nos entusiasmaba la idea de ser misioneros. Las
vueltas que da la vida, Dios bueno: los negritos que queríamos nosotros salvar
llegan ahora en avalancha a bordo de fustas y pateras con un rosario blanco de
cuentas fosforescentes que resplandecen en las aguas del Estrecho. Todo ha
cambiado. Todo ha dado la vuelta. Nos nombraron caballeros andantes de la
Legión de María. Ese culto, tablón de salvación al que nos aferramos como los
pobres emigrantes sub saharianos desembarcando en nuestras costas, es casi lo
único que nos queda.
Mejor no
continuar por ese camino, amigo de Gordaliza del Pino, so pena de darnos de
frente con lo inefable. Somos casi paisanos. Nacimos en aquella Castilla la
Vieja que fue siembra de curas, de aventureros y de soldados. Yo en Segovia y
tú en Gordaliza del Pino, bello pueblo leonés en el Camino de Santiago, los
Campos Góticos, la buena gente comunera. Creo que eres coterráneo - y esto no
lo digo con desdén ni a título de inventario- del bueno de Fray Gerundio de
Campazas. Cristianos viejos somos, godos de pura cepa, alma grande y
conllevancia chica. Gente muy de sí, pagada de su individualismo. Al que
descuella, palo. Mejor ser del montón. Desde niños tuvimos que pechar con uno
de los grandes males de nuestras gentes, sufridas, leales, pero algo envidiosas.
Lo llamaba M. Pidal el “morbo visigótico” a esta inclinación a la tristeza por
la alegría ajena, y no andaba muy descaminado, llevaba bastante razón. Y a los
godos aludes con morriñas cuando haces llegar al protagonista de tu novela “Las
Corrupciones”, José Antonio hasta Estocolmo para convivir entre los baltos. No
nos gustaba nuestro país y escapamos a Europa llevados de ese espíritu tan
inquieto y aventurero que nos domina.
Pero allá por donde fuimos también había godos, ostrogodos, que eran
incluso más brutos que los mismos escandinavos. No ataban galgos con longaniza
y bien estrechas que las pasamos. En el seminario nos habían puesto la cabeza a
pájaros condenandonos a una inmadurez hasta el final de nuestros días, así y
todo seguiremos siendo visigodos en lucha perpetúa con nosotros mismos,
desconfiando de lo de dentro y bebiendo los vientos por lo de afuera y, si se
tercia, poniendonos en el pescuezo el gorjal de don Opas para entonar la
epístola del rencor, la bandería y la traición.
Yo no me explico
cómo y por qué nos llevamos tan mal unos con otro con un país tan hermoso como
el que nos encuadra y una de las culturas más rica, con el idioma más sublime y
difícil de manejar habida cuenta de la complejidad de sus registros como es el
castellano, y habiendo nacido en sitios tan notables como Segovia o Gordaliza
que, por su eufonía, recuerda a Madrigal de las Altas Torres. Lo tenemos todos
y encima no estamos conforme. Creo que por tales desavenencias a lo mejor
merecemos otra invasión como la que se preparó el año 711. Mas, otra guerra
civil, nunca por Dios. ¿A ver qué otra lengua de las que se hablan hoy en el
mundo sabe bautizar su toponimia con tanto tino?
Creo que
Gordaliza es germánico hasta las cachas. De la misma raíz que Thor y Got. Tiene, pues, nombre divino. Y un dios,
haciendo honor a la tarjeta de tu escudo, en medio de una cuadrilla de diablos,
un gigante entre pigmeos, me pareces, amigo Jesús, por tu literatura.
Pero de
aquellos polvos, estos lodos, y de las corrupciones hemos dado en las
apariciones. No nos podremos desquitar el sino que nos persigue que es la
mística. Estamos acabando por donde empezamos. En el fondo quizás añoremos
aquellos días en que eramos más libres, más jóvenes, más godos, cuando teníamos
menos y vivíamos mejor.
Estábamos
destinado a que se nos apareciese a la Virgen María.¡ Tanto la rezamos!
Presentamos ante su altar tantos votos y ofrecidas que luego nunca se
cumplieron que era justo que al cabo de
años y decenios de lucha por nuestro ideal recibiéramos el premio a los
esfuerzos. Nosotros siempre fuimos un poco a nuestro aire. No nos ha gustado
nunca hacer trampa, ni ser deudores de nadie. Todo cuanto tenemos nos lo hemos
ganado a pulso.
Un poco
decepcionados hemos tornado a Ella, que sigue velando por nosotros, callada y
con las manos juntas como en aquella imagen de la hornacina del convento que
tanta devoción nos inspiraba. Esa ha sido una de las funciones acometidas por
esta mujer eterna, resplandor del amor infinito que nunca fenece, escuchar
paciente sin dar réplica, interceder por el mundo. Así en esa postura de
silencio y de recogimiento nos la presenta el evangelio de Juan. Silueta orante proseujomenos
de la mujer antes de Eva, que no nos chilla, ni nos es infiel, que da y no
pide nada cambio, fuente irrestañable de la armonía del universa, como era Eva
antes del primer pecado. Si esa visión de la mujer ideal nos llenó la mente de
prejuicios y fue un lastre, a la hora de la verdad, cuando tuvimos que amar,
limpiando todas aquellas telarañas, nunca lo sabré decir pero esa “deformación”
inicial fue el sello de nuestro destino. Ahora volvemos derrengado y Ella sigue
ahí bendiciendo desde el interior de la hornacina de los tránsitos hoy jaula
vacía de pájaros, de educandos y legos. El rosario blanco que empuñamos entre
los dedos, crispados por el pánico y el relente de la gran noche del largo
peregrinar, como los pobres negros que llegan a Tarifa en la patera nos librará
del naufragio del desamor. A nuestro derredor todo es hiel. Todo es hiel y por
eso sufrimos tanto.
Aparte de gran
novelista y el buen novelista al participar de ese fuego sagrado que logra a
fuerza de darle a la tecla robarle el fuego a los dioses, es un demiurgo, en tu
escritura aletea un numen de aurúspice que adivina el porvenir después de
retratar con paleta maestra a la generación que hizo la democracia. De las
corrupciones -para decirlo manejando algunos de los títulos publicados bajo tu
firma- me temo pasemos a las epifanías y misticismos para rematar en topos,
aunque haya algunos ilusos como yo que aun crean en el milagro. Ese será
nuestro sino, nuestro santo y seña. Resulta que veníamos pegando fuerte
estudiábamos inglés y nos preparábamos para ocupar un puesto en la vida, porque
se cotizaba mucho parlar idiomas por aquellos días. Nos liamos los bártulos y,
a París, a Fráncfort, a Londres, a Estocolmo. En las Corrupciones tu héroe
dialoga en inglés con Suzi. Te salen unas conversaciones redondas, qué tío. El
único error que hallé desde el punto de vista gramatical es un “maked” en vez
del indefinido correcto cuya forma es made, pero, no te preocupes, como
novelista, eres un genio. Ni Cela, ni Umbral, ni los grandes capitostes de las
letras en el candelero, estaría en posesión del arte capaz como para escribir
una obra maestra de tal categoría.
Me sigo
preguntando lo que sería de Suzi. ¿Por dónde andará? ¿se habrá casado con un
tratante de ganado del Yorkshire o vivirá en una urbanización exquisita de
adinerados al sur de Londres? ¿Se habrá convertido al catolicismo y rezará el
rosario todas las noches pidiendole a la Virgen por José Antonio, su español
loco que conoció aquel verano cuando era descargador del mercado de Les Halles.
Allí fuimos a matar el hambre, robando fruta de las cajas cuando no nos veía el
sobrestante. Creo que sobrevivimos la
debacle gracias a las manzanas y las uvas que afanamos de los cajones de
aquella alhóndiga parisina o del Covent Garden londinense para calmar la
gazuza, porque estábamos sin un franco, sin un chelín, y dormíamos a la belle
etoile, y a la protección dispensada de la Señora, que aplacó nuestro hambre
espiritual y señaladamente nos rescató de las garras de un diablo que ladraba
igual que un perro dentro de nosotros mismos.
Ella es la única que nos entiende, más que
nuestras mujeres que se han alobado, reivindican y gritan. Sólo la Virgen podrá
salvarnos de la debacle. Los viejos
giróvagos descastados, con la luz de muchas lunas en su frente, vapuleados pero
no rematados, regresan al cenáculo, al cabo de una hégira desapacible y
desigual por las tabernas, los parlamentos, las redacciones, los burdeles, los
tálamos que acabaron en desgracia, tuvo la culpa el alcohol, la desgracia, los
hijos que se dieron a la droga, las mujeres que se volvieron revanchistas
después de comer tigre, o por las expectativas falsas. ¿Qué dirá el prior?
“¿Pero no os da vergüenza?”. “Yo creía que la vida era otra cosa, Reverencia.
Colgué los hábitos antes de cantar misa, una Eva casual sin importancia me engatusó
dandome a morder una manzana podrida y ahora vuelvo al cabo de cuarenta años,
dos matrimonios fracasados y unos hijos que no quieren saber nada de mí al
redil que nunca debía de haber abandonado,¿sabe? Yo tenía una gran vocación.
Déme el roquete de lino puro, un cíngulo de seda ciña mis lomos, vistame con la
tunicela que voy a cantar la epístola de la Mujer Fuerte”. “Precisamente,
estamos a punto de rezar Completas. Hoy toca oficio parvo. Pasa, hijo pasa,
pero ¿cómo vienes, qué se hizo de ti? ¿quién tundió todos tus huesos?”
Esa sería,
Torbado, la novela que habría que escribir, cuando se está cerrando el círculo
y la lenta progresión de la Iglesia Cuerpo Místico avanza hacia una nueva etapa
desconocida donde se hará mucho más palpable la mano y el estilo de la Deípara.
Poco a poco Dios se nos está convirtiendo en mujer para la confusión del
demonio que siente una predilección especial ahora por tomar el disfraz de
virago. Ella es la única cosa que nos queda cuando todo se viene abajo, el
baluarte donde estrellarán su furia todos los vientos.
Por eso nos
acogemos a su manto azul tachonado de estrellas. Era el color de la diosa Gea,
el de la madre tierra. La hiperdulía es mar amargo donde se remansan las claves
de los grandes enigmas del mundo, la charnela que abrocha lo sublime y lo
abismal, el cielo y la tierra, latitud y longitud de las almas, el puente entre
la revelación y la paganía. La Madre de los pobres, socorro de los huérfanos,
nos prometió el socorro y no falló a la promesa. Nadie nos podrá arrebatar el
cendal de Isis que se descorre ante nuestros ojos atónitos cada mañana dejando
entrever horizontes maravillosos. Tras el rostro de Dios se esconde una mujer.
La diosa blanca estará para siempre a nuestro lado. No nos abandona cuando
corren todos de nuestro lado, cuando nos negaron o nos empapelaron, al alzarse
el telón de la apostasía y de la traición.
Virgen
poderosa, que sostienes el mundo en tus brazos. Al descubrir que eso que llaman
amor no es más que un movimiento secretorio glandular y nuestras madres o
nuestras amantes nos dieron la espalda, tú fuiste casa de acogida para muchos.
Si Eva renegó de nuestra estirpe y nos abandonó en la cuna del pecado, tú
permaneciste como madre única y universal de todos los hombres, adoratriz
πρωσεyxωμεvoσ. Eva, pecadora y multípara, renegó de su estirpe. Es la huella
del pecado, no conviene ponerla en pedestal porque acabará siempre acostándose
con otros. Es la imagen de la madre desnaturalizada que deshereda a los hijos
de las entrañas, demasiado sujeta a la tierra, víctima de los impulsos del
instinto. Sin embargo, esta maternidad de la Theotokos nos redime de esos lazos
peligrosos de nuestra madre natural que nos dejó solos ante el precipicio. Con
una genitora así no nos quedó otra opción que echarnos en manos de María.
Abandono total.
Para sentir lo
que digo hay que haber nacido hispano y en un orfanato. María, valedora de
expósitos. Veo que este sentimiento sagrado alienta y no decae a lo largo de
las páginas de tu novela. José Antonio era un hijo adoptado, un niño de la
guerra y, aunque no creas demasiado en esto de las mariofanías, pues ya dijo
Newman al que estas manifestaciones del sentimiento excesivo en el catolicismo
mediterráneo no le complacían que religión popular, religión corrompida,
siempre guardas como un gran respeto hacia estas cosas, sobre todo cuando
tratas en “Milagro, Milagro” los hechos acaecidos en Garabandal. No puedes
esconder tu simpatía hacia Conchita de la cual muchos novicios de las Caldas de
Besaya y del Mayor de Comillas - yo estaba en tercero de Retórica por aquel año
de gracia de 1960- anduvimos medio enamoriscados. Los portentosos hechos que tú
narras con una solercia y acribia propia del gran novelista y reportero que
llevas dentro, causaron impacto sobre todo a raíz de la muerte repentina de uno
de los jesuitas que velaba por las niñas videntes, bajando hacia Aguilar de
Campoo. El escándalo fue tan grande que la CIA tomó cartas en el asunto a la
vista de aquellos acontecimientos inexplicables. La vidente se casó con uno de
Cincinatti y hoy todo el movimiento de Garabandal lo controlan los
norteamericanos. El gran signo no se ha producido, desde luego, ni tampoco el
castigo, aunque a veces pienso si no será poca penitencia y suficiente castigo
esta sociedad de impostura en que vivimos.
Entre
corrupciones y apariciones, por ahí andamos. O delante de los curas meneando el
incensario o corriendolos a gorrazos, no hay termino medio en este país, que ha
pasado del recato y pudor, y los rapapolvos de los curas a las que entraban en
la iglesia sin velo con de manga corta a la debacle de “Sabor a ti” los lunes a
media tarde, cuando aparece la sexóloga esa hablando de cuestiones poco
pertinentes para una sobremesa como son las dimensiones de un buen carajo, la
frigidez en las hembras y de labios vaginales del tamaño de las orejas de un
elefante (sic). Y nadie se llama a la parte, nadie denuncia el engaño.
En estos
comienzos agitados - la calma aparente encubre una angustia subrepticia- están
ocurriendo cosas tremendas que nos advierten que aquí va a pasar algo dentro de
poco y no hay que ser demasiado pacato. Con sólo dos dedos de frente se intuye
la proximidad de la parusía.
-¿Pero se
aparece o no se aparece?
A lo que
respondo diciendo:
-Vayamos por
partes.
No me negarás
que estos últimos lustros - el cambio general empezó a notarse con la
proclamación de Ronald Reagan como presidente de los Estados Unidos, que, según
los iniciados se ha convertido en la sede del anticristo, aunque nada hayan
dicho al respecto los mensajes de Fátima-se han operado innovaciones
traumáticas: el fin de la guerra fría que franqueó la entrada a una paz
caliente de tensión perenne y guerras localizadas, a un sistema unipolar de
gobierno económico que denominan globalización que ha comportado la
descristianización secuencial del espacio europeo. Parece que España que es un
enemigo histórico de ese espíritu que alentó a la revolución francesa y que,
trasladado por Lafayette a los EE.UU., ha dado lugar a una nueva religión de
masas que oficia su liturgia desde Hollywood y una parafernalia de rock and
roll, con la Coca Cola como eucaristía.
Los videntes de
Cova de Iría comunicaron que la Virgen les había dicho que Rusia se
convertiría. Eso se ha cumplido tras la caída del muro de Berlín, pero obvía
cualquier referencia al papel que jugaría Washington. Tampoco el Vaticano ha
sido muy explícito alredor del famoso Tercer Secreto sobre el cual el cardenal
Ratzinger pasó como de puntillas. Ninguna referencia hizo el papa pontificante
cuando el bombardeo de Irak, bueno sí lo hizo pero, presionado por un grupo de
ciudadanos israelíes que se presentaron en la Plaza de San Pedro con gestos
airados y enarbolando pancartas alusivas a los campos de exterminio la postura
ambigua de Pio XII (esto no es verdad y puedo demostrarlo) o su pasividad,
retando prácticamente al vicario de Cristo. Alguien se achantó porque los
argumentos del chantaje debían de ser formidables. Ni una palabra del Pontífice
cuando los aviones de la OTAN arrasaron Kosovo, reducto cristiano, la vieja
Dalmacia donde se cantó por primera vez el Te Deum. Las matanzas de la Intifada no han suscitado
ni la más leve réplica de la Curia. Por lo visto los palestinos no entran en el
cupo de los Derechos Humanos, no tienen derecho a ser compadecidos.
Triunfante la
democracia, el ejemplo de sus fautores no puede ser más deplorable. El empate
técnico Bush-Gore ha durado cinco semanas y la cuestión tuvo que ser ventilada
en los tribunales. En la Central no se andan con remilgos y todo da igual. Ni
don Juan ni don Manuel, que se me jodió el cordel. Tanto monta. Corruptio optimi péssima y si
esto hacen los rabadanes qué harán los zagales. El Cristo no quiso meterse en
política, dijo que su reino no era de este mundo, pero hoy, Dios mío, todo se
nos ha convertido en política. Está reptando la serpiente, ondean sus arillas,
casi se puede escuchar el crujir de sus fauces devoradoras. Aquí manda la fuerza
bruta y no hay nadie que tenga redaños para hacer frente al señor del mundo.
Plinio nos lo
advertía. La frase no la publicará mañana el New York Times, pero da lo mismo:
“Numerantur sententiae, non ponderantur, nec aliud in publico consilio potest
fieri in quo nihil est tam inequale quem equitas ipsa”. Hay equidades poco
equitativas que matan, y, si la solución que designan las urnas no resulta de
mi agrado, siempre me queda el recurso del pucherazo.
El mundialismo,
las guerras localizadas, el avance del Islam, el terrorismo, la corrupción, los
negreros organizados en mafias traficantes de carne humana, Rusia humillada y
Yugoslavia desgarrada y con las secuelas de una guerra de cuyas perniciosas
consecuencias, envenenamiento del aire, iperitado el suelo como efecto
secundario del material radiactivo empleado en los bombardeos no hacen mover ni
una ceja a la ciudad alegre y confiada. Aquí manda Polanco con sus periódicos,
los señores del “Mundo” que parecen que escriben de España con el desafecto con
que pudiera hacerlo un turco, y que de hecho se han pasado al moro, o al
inglés, coreado por los Hermidas y sus chicas del triángulo escaleno y su
séquito de percheleras de Málaga que imparten un nuevo dogma desde sus tronos
midriáticos machaconamente tardes y mañanas. Batología se llama a esa figura.
Les gusta darle leña al mono y el “medio” más que a un tonto un tambor. Todos
esos y esas que se han apoderado del batintín televisivo.
El mal gusto nos pervade, la mierda hasta las
cejas, pero a río revuelto, ganancia de pescadores. Maura, no. España va bien y
todos los días entierro y manifestación porque los pistoleros de eta han vuelto
a golpear a ciudadanos indefensos. Todo esto es consecuencia de las múltiples
mutaciones geo estratégicas, los arbitrios del nuevo señor del mundo ante el
cual todos hincan la rodilla, que se han incoado con la connivencia o el
silencio cómplice de los que tenían por obligación en virtud de la misión
encomendada de defensa de la verdad, a partir de 1989. A estas horas el diablo
se está riendo a dos carrillos. El mundo ha dejado de ser igual.
Por si esto fuera poco ahí están instalados
en el trono de la vulgaridad visual o sonora. Gracias a este pelotón de
mediocres la vulgaridad se ha convertido en patanería, algo, por lo demás tan
español con sangre urbana y espesa. Madrid, el antiguo Matri Templum (templo a
la madre), al que han bautizado como Magerit porque quieren que sea mora, una
merced que les deberemos de por vida a los doctos en batología de la política y
la transmisión, que acaban de acuñar la fórmula de cuánto peor mejor. Hemos ido
del moro Muza al Moro Gallardón al que ya empiezan a llamar “El Cejas” toda la
peña.
Ves un telediario, hazte cuenta que has visto
cien mil. Son cargantes y nos machacan desde sus informaciones inducidas, nos
traen el afrecho diario de veneno al receptor de onda, émulos de Goebbels. El
totalitarismo democrático tiene algo de nazismo recriado en California con
cuerpos bonitos de muchachas monas al sol.
Pero follan poco. Aquí hay que ser guapo para comerse una rosca.
Seguimos igual que entonces, amigo Torbado, escritor sobre topos y tapados
entonces que ahora somos muchos más los topos y los embozados y nadie se
acuerda de nosotros porque no somos rojos. Más bien nacionales. No ha
desparecido por tanto la especie y éste que te escribe esta carta es lo que es:
un topo.
Ínterin, nos
han estado echando de todas las sinagogas. Cerraron los periódicos donde
trabajábamos. Conversión, reciclaje pre jubilar se llama a esa figura. Los que
hicieron la reforma eran todos amanuenses del ojo que todo lo ve, del cofrade
democrático, o judíos perdidos con mucho odio en su corazón. Dios nos libre de
la furia del converso resentido. Habían perdido una guerra pero ganaron el
pleito de la paz con la judicatura y los sobornos. A Garzón lo pusieron de
cimbel. Con una mascarón de proa así nunca se podrá hundir el barco.
Si quieres
publicar un libro, lo más seguro es que no encuentres nunca editorial. Del
palimpsesto de los anales han borrado todo aquello que les era desfavorable.
Dentro del
hogar perdimos el estado de gracia, los derechos adscritos a nuestra guirnalda
genealógica, merced al feminismo furibundo de las adheridas a la tríbada( de
“tribas” que significa frotar con tal fuerza, como para que espumé la tortilla)
y al tribadismo, que ha sustituido la frase de Marx obreros del mundo uníos por
el mujeres toda de toda la raza y condición hacedlo con quien os apetezca, que
os forniquen pero no os empreñen, hay que acabar con las familias. El crédito
de los maridos está por los suelos. Están siendo expulsados por zánganos de la
colmena por un coro de Euménides, las nuevas arpías y lobas del feminismo. Los
hijos barzonean por el pasillo del invocando el derecho de ser mantenidos hasta
los cuarenta años renuentes a volar del nido. Manumitidos los maridos, ha
nacido una nueva conciencia de clase y de solidaridad
adónico-adoncellada-adocenada con la consigna de rendir sólo culto al cuerpo.
En el ministerio de Cultura, emporio tribádico y monopolio tortillero, a ésas
hemos llegado en la estética española por mor de la exacerbación de lo gay,
pastan las ovejas machorras, viragos con las oposiciones ganadas. La pobre
estatua de la Plaza del Rey a los mártires de Filipinas tiene que estar todos
los días escuchando el batir de las tortillas. Safo coloca allí a sus
entretenidas. Ya somos libres. Se pasea por esa plaza el fantasma de la Nelken
y doña Dolores sigue berrando, ufanada de no conocer el nombre del padre de
ninguno de sus cuatro retoños, hijos sí maridos no.
No es la
dialéctica de los puños y las pistolas, es mucho peor: la destrucción del
núcleo de la célula viva. La bestia que repta, cuando es estrecha, o se
espatarra cuando abre la boca de sapo o se dedica a profanar la televisión con
obscenidades o la radio de procacidades, por la red asomando su cabezota de
oficio y el arpón mendaz de su lengua zángana y amenazante, ha traído su propia
jerga entallada. Y coprologica es su terminología, ha vuelto a tentar a Eva la
soberbia de Luzbel que es sabiduría del mal; gracias a eso la culebra arrastra
su inmunda panza por los caminos.
Con tales
preliminares en perspectiva creo que resulta del todo congruente que los ex
hombres, los ex curas, los ex periodistas, los ex maridos, ansiosos de asideros
dentro del naufragio universal en que ha desembocado esto, nos hemos agarrado
con fuerza a la única boya al alcance de nuestros dedos naúfragos. Ella reza
por los pecadores. Las multitudes que se encaminan a las campas de las
mariofanías con sus garrafas para llenarlas del agua de las bendiciones, el
dolor a cuestas y una vida de trabajos buscando la estela de Aquélla que nos le
traiciona. Antiquam exquirite matrem” o siguiendo el consejo de san Bernardo:
“Réspice stellam, voca Mariam”. Vimos la estrella y la llamamos; venimos a
adorarla. Y no es sólo en sentido metafórico lo que digo, porque, tornasolada
con todos los colores de iris, yo vi el amoroso regazo del perdón, el seno
orante, la mirada piadosa dibujarse un atardecer de mayor de 1995 sobre el
valle místico del Escorial. Un enorme icono de la Virgen se cernía sobre el
vértice de Las Machotas, empezó a despedir el aire en nuestro entorno una serie
de fragancias y de olores exquisitos. No fui un rostro humano, sino una idea
hierática pintada de los colores más vivos del espectros que se iluminaban
derramando sobre los que estábamos allí una claridad extraterrestre.
Fueron apenas
unos instantes pero bastó esta experiencia -diríamos hermética- para que diera
vuelco mi vida, inherente al sufrimiento, pero noté como si a partir de
entonces no me iba a faltar nunca una fuerza muy señalada para ayudarme a
portar la pesada cruz que portaba sobre los hombros. Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro se estampó sobre un cielo oscilante entre el añil de los
cielos purísimos de la vertical de las Machotas que siempre aparecen como
iluminadas por una segunda claridad, como por otro sol interno, y el rosa
evocador de plegarias, perdones y grandezas de las piedras escurialenses. El
monasterio calaba sus cimborrios en un rincón de este súbito paraíso, parecía
que estábamos viviendo un sueño. La Señora desde arriba nos bendecía, nos
miraba. Era un luminaria que adquirió una tonalidad incandescente, como un
ascua que de repten desapareció. Recuerdo las caras iluminadas de Enrique, un
hombre de Brunete que acude todos los sábados a rezar el rosario a la pradera
conduce una furgoneta de color blanco, y de una vagabunda portuguesa,
originaria de Cova de Iría que recorre España con su ato de flores blanca y los
abalorios de un rosario que va repartiendo entre los que encuentra, y de
Conchita, una madrileña que coloca flores en el árbol.
Eramos los que
eramos, pero todos nosotros tuvimos la sensación de estar asistiendo a un prodigio
, a un signo, a un θαyμαtα (manifestación majestad o aparición, a un
σyμεiα(signo), tεραtα (portento).
Era un instante
mágico en nuestras pobres vidas marcadas por el dolor y por la incomprensión.
No sabría
calificar la entidad de aquel suceso pero no he duda un sólo instante de que
detrás de aquel icono pintado sobre el cielo en una ascensión de cúmulos y de
nubes estaba el vigor, la fortaleza, la potencia y la virtud de Dios y todo eso
que llaman los griegos el “iσkρiωσ”.
Tú que sabes
Teología quizás tengas noticias de que hay que distinguir entre “miraculum
absolutum” y “effectus mirus”. También estarás al tanto, según se desprende de
tu interesante y detallado libro, que los milagros de los que está empedrado el
Antiguo Testamento y son la base constitutiva para demostrar la realeza divina
y la divinidad del Salvador, aunque la verdadera grandeza de Jesús de Nazaret
no estribe en ellos, que no son más que un corolario de la gran premisa, se
estuvieron obrando desde el primer días de la creación. Vespasiano sanaba las
fracturas óseas con una simple imposición de manos. De otros emperadores
romanos, incluso del impío Nerón, se cuenta otro tanto. Entre las monarquías
europeas, los reyes de Francia curaban las papearas o las hinchazones
escrofulosas. De Felipe IV se dijo que tenía poderes para expulsar diablos,
pese a que su conducta moral no fuese muy edificante que digamos. Hacia 1637 se
produjo en París un escandalo a cuenta de los prodigios, levitaciones,
curaciones y “signa magna” que acontecían cerca de la tumba de un diácono
jansenista en el cementerio de san Medardo. Y hasta del enteco y circunspecto
Mahoma, que aborrecía la parafernalia milagrera y predicaba la existencia de
una paraíso de goces materiales, se dice que se le apareció el arcángel san
Gabriel para anunciarle que haría bajar una piedra del cielo para que sirviera
de estribo de ascensión a lo alto cuando él murieras. Era la piedra de Kaaba
que se conserva en la mezquita de Omar.
¿Milagro
absoluto o effectus mirus? No sería
capaz de discernir lo que vieron mis ojos que se han de comer los gusanos
aquella tarde de mayor. La sensación me marcó. Vi vida rebobinarse hacia atrás.
Una de las propiedades inherentes a la condición milagrosa es la
cognoscibilidad, y yo tuve en ese momento la consciencia de que si el dolor
selló mi pasado el porvenir vendría avalado por el sufrimiento, pero con el
rosario, con los cincuenta abalorios blancos, como talismán de garantía. Llevo
un lustro repartiendo estos objetos de devoción a quien me peta. Allí donde
intuyo la posibilidad de una contingencia desagradable o de un peligro
inmediato hago la entrega de este objeto devoto y con ese propósito siempre
llevo en el bolsillo una buena batería de ellas. Ando por la vida marcado por el
hecho de haber sido depositario de un anticipo de bienandanza que me fue
otorgada gozar aquella tarde.
Sobre la
cabeza, a los pies, a sendos lados de la imagen por nosotros entrevista en las
alturas se dibujaba la letra c, poniendo remate a cada uno de los brazos que se
dibujaba de repente (credo, caridad, cruz, carisma).
No puedo decir
que la cruz me haya abandonado. Mi pauta ha sido la humillación, pero ese icono
que vi elevarse sobre el valle escurialense me acompaña a todas partes. Es una
fuerza que me ha curado algunas de las enfermedades padecidas por mí como el
adenoma prostático, el enfisema endémico y otros muchos peligros del entorno
real y de mi propia mente con los que he sido tentado. Ya se sabe que el peor
diablo es el que mora dentro de nosotros mismos.
Mi caso
demuestra que la experiencia mística es una dádiva o galardón que se da gratis
con independencia de la aptitud o de los merecimientos por parte del que las
recibe. El creo, la cruz, la caridad y el carisma son el vestigio de una
alianza sublime que acompaña al cristiano por todas las partes. Son los cipos
de un largo itinerario en el cual todo hombre al nacer se adentra con paso
vacilante. A veces los peregrinos pierden el rumbo y vuelven a encontrar bajo
la guía sobrenatural de María, gobernalle de predestinación, la desnortada
dirección.
Extra Xto.
Nulla salus. Cristo yace en la base de toda soteriología y a su divinidad se
accede a través de la humanidad de una mujer. Esta razón de fe se conjuga con
una aporía irreductible: la visión que tuvo Juan en el Libro de Apocalipsis:
“pondré enemistades entre ti y el dragón, entre tu descendencia y la suya”, lo
que viene a ser la salvaguarda de la anticresis o pacto con la Iglesia que le
es fiel, la de la comunidad de los 144.000 que siguen al Cordero hasta efundir
la sangré por él en los tiempos de persecución y de lucha.
Por su
desvergüenza iluminada - el cuarto evangelio ha sido un continuo aguijón contra
la poltronería acomodaticia de los que a lo largo de la historia del
cristianismo han tratado de urdir componendas y de buscar consensos con el
mundo y sus satélites, desde los primeros herejes como Arrio y Nestorio a los
últimos que han tratado de encontrar en el ecumenismo una buena tapa que todo
lo tapa y buscan libeláticos entendimientos con él, pues dicen mientras mi
silla esté asegurada que se pierda la fe- ha sido muy controvertido. Es el que
entre los sinópticos más se decanta del lado de la parusía y condensa la
divinidad de Cristo. Es el evangelio del Hijo y de la Madre, enarbola el
escandalo de la denuncia contra los poderes fácticos del sanedrín.
Como
contrarréplica los talmudistas vinieron denunciandolo y para convertir con más
inquina la figura del Salvador llegaron a proferir el anatema de que echaba los
diablos en nombre de Belcebú y que curaba por artes siniestras, porque en
Egipto se había iniciado en los principios de la magia negra practicado allí
por los muchos discípulos que siempre tuvo Goecia.
En su afán con
manchar el nombre de Cristo, por el que siguen guardando una enemiga visceral,
un odio que no encuentra límites, manantial inexhausto de bilis, han llegado a
acusar a Jesús de Nazaret de ser un iniciado en la quiromancia que le fue
enseñada durante la estancia de la Sagrada Familia en Egipto. Sin embargo, los
milagros, que no fueron la parte sustantiva de su existencia, sino un signo de
refrendo, no hacen sino probar su vocación mesiánica, la salvación de todos,
que de una forma secuencial y sapiencial con arreglo a la sabiduría de cada
época, iría en progresión a lo largo de los siglos.
Si el pozo de
aguas fétidas del odio nunca toca fondo así mismo la fuente del amor hunde sus
veneros en manantiales irrestañables.
Aquí viene el
dato que más exaspera a los enemigos de la cruz: el proyecto taumatúrgico de
Jesús sería consumado por sus seguidores en el creciente y menguante de la
batahola de los siglos, porque al Maestro nunca le faltarán discípulos.
Milagros que no se ven, pero que están ahí; adeptos con la cara tapada, virtud
callada en definitiva bajo la sombra y la luz del evangelio. Dominará las
fuerzas de la naturaleza, estará al socaire de la corrupción, ganará a las
potencias de la muerte. Siempre fue comprensivo con las flaquezas de sus
semejantes, angustiados por el hambre, la necesidad, la corrupción, las
enfermedades contagiosas, la posesión diabólica. En los cuatro evangelios se
estampa la figura del hombre perfecto, un ser muy equilibrado con una salud
perfecta, tan psíquica como física que transmite a aquellos que quiere,
limpiaba a los leprosos, y era un torrente de energía. Por eso curaba, por eso resucitó a Lázaro y a
la hija de Jairo y por eso él mismo rompió las ataduras del sepulcro al tercer
día.
Cristo, el
sanador por antonomasia, el gran exorcista, que no padeció enfermedad que se
sepa y que estaba facultado para repartir perfección porque él era la
perfección en persona.
Vaya, ya está
aquí el rabí milagrero. Cuando escuchan hablar del Ungido se acercan la mano al
cinto y sacan la pistola, se inventan monsergas como lo de las tres
monoteístas, traen moros, y todo lo permiten excepto que alguien les insufle a
la oreja la palabra Cristo. Se ponen como locos. Caen en el desmelenamiento
cerril, porque su sistema de valores se ha opuesto al de los que vienen del
talmudismo, que, entre desesperaciones y luchas contra Dios y contra sí mismos
andan a la espera del Mesías. No se comprende la razón por la cual les llevan
tanto los demonios. Su argumento se basan en la negación del milagro. Empero el
milagro fue en Él un poder sólo periférico, nunca la clave de su mensaje
consistente en revelar la providencia del Padre sobre el universo, que Dios es
amor.
Ocurre que
hemos estado tomando el rábano por las hojas partiendo de falsos principios confundiendo
a la tres acepciones eclesiales: militante, triunfante y purgante, con uno
cuantos purpurados embutidos en sus pectorales, la trábea roja de vuelo magno,
y el cuerpo místico es mucho más que eso ¿me escuchas? Aquí los árboles no
dejaron ver el bosque, esas miserias de los cristianos desunidos, aferrados a
las flaquezas mundanales ( el dinero, el poder, la injusticia, los cánones que
hemos padecido en nuestras carnes pues nos empapelaron alguna que otra vez) no
corresponde con la misión soteriológica a escala personal y esotérica por la
que Cristo pagó nuestro rescate, el empeño sigue adelante a contrapelo de las
miserias eclesiales. Dijo Pascal que la v verdadera grandeza de Jesús de
Nazaret se encubre bajo un fárrago de milagros, susceptibles de ser tomados a
la tremenda, bajo sospecha de hechicería, que contravienen la razón, pues el
gran hacedor no puede ir contra sí mismo al extorsionar las leyes del orden de
su designio, pues como quiera que todo portento representa un atentado al
estatuto de la norma cósmica se infiere que los milagros no suceden sin
despropósito, sin una cierta imperfección imputable al ser perfecto. Ha
estallado aquí el combate entre la razón y la fe.
San Agustín,
empero, con la acuidad que le caracteriza, contesta a esa objeción: no es que
haya una interrupción del orden cósmico sino más bien contravención de la
fórmula natural con arreglo al acervo de conocimientos que en un momento dado
se dispone como patrimonio de la ciencia, la medicina, la física o las artes
aplicadas. El de Tagaste ve aquí crecer la hierba. Con su propuesta desbarata
toda la apodíctica atea de los que acusan a la Iglesia de oscurantista y
enemiga de la cultura.
Ello nos pone
en antecedentes de una gran polémica que ha tenido en la mira de sus dardos envenenados
al evangelio de Juan, el de los milagros, las apariciones, las contraseñas, los
terribili, los signos inexplicables. Al atacar esta obra máxima del autor del
apocalipsis - los detractores del pensamiento juaneo dudan que el cuarto
evangelio y el último libro de la revelación hayan salido de la pluma de la
misma persona- se impugna de soslayo la divinidad del redentor.
Además los
griegos nombran Sofía también a la virgen. Ellos tienen una visión propia del
drama y del misterio marial. No hay que olvidar que el culto mariológico,
propalado por los templarios y predicado por san Bernardo en occidente, procede
de Efeso, donde murió el evangelista más inspirado y donde estaba el templo de
Afrodita.
No se puede
entender esta devoción, tan profundamente humana y a la par tan espiritual, sin
haber cantado alguna vez el Akathistos como se hace en las iglesias bizantinas
desde el siglo VI y sin haberse empapado del misticismo y hasta del calor
físico de esas candelarias que arden junto al iconostasio al pie del retrato de
la veneranda Theotokos- no es una imagen propiamente dicha sino la plasmación
de una idea de la maternidad y de la feminidad, del ser humano a fin de
cuentas- que un día vi yo dibujarse llenando como en un gran Sabaoth sin
límites la vertical del cielo que acoge a la orografía montañosa del Escorial.
Trono de la
ciencia, serenidad, quietud, fuente de la vida, fervor de la paz y la
concordia, éxtasis inefable que nos remite al epígrafe del ser humano en los
tiempos edénicos antes de consumarse el pecado de Eva, ese era el sentido de
aquella visión de grandeza y pasmo sobre un empíreo.
Para la Ortodoxia la persona de la Madre del
Verbo encarnado representa la charnela espiritual que abarca los dos ordenes,
vínculo de unión entre la sapiencia increada y la creada. La sabiduría de Dios
se entrechoca con la del cosmos. María viene a ser la bisectriz que toca la
ribera, el puente que cruza las dos orilla. Los eslavos han sabido darle a la
hiperdulía un matiz de belleza que tiene que ver más con la filocalía y la
filosofía platónica que los desafueros occidentales que la representan como una
matrona no desprovista de sensualidad. Por ende Bulgakov, el autor de la
“Guardia Blanca” afirma que ella es la justificación, el acmé donde todo
converge y todo se centra, vértice de lo invisible y lo visible. La Señora es
una armonía a dos bandas. Celeste música que levantan las esferas boreales al
girar en sus plegarias, regazo de todas las necesidades, amparo suplicante,
contrapunto órfico de belleza a la estridencia del pecado, la muerte, el deseo
carnal, causa, por otra parte, de tantos sufrimientos.
Jean Guitton,
un pensador francés, columna vertebral del pontificado de Pablo VI, que fue
mucho más denso que el del controvertido Wojtyla, el cual en sus encíclicas e
incluso en sus obras - es hombre de imagen y de teatro más que de pluma-
literarias no pasa del límite de lo discreto y no da en sus revelaciones
escritas mucho más que cualquier arcipreste de aldea polaca, señala que los
orientales dan una orientación más profunda y teológica al culto marial. Para
la mentalidad eslava no es la parte individual lo que importa en las relaciones
con la divinidad sino el todo cósmico. No lo particular y lo de ahora mismo
sino lo que afecta al cristianismo en pleno de hoy, ayer y de mañana. Tienen
una proyección menos localista de la soteriología. Se consuma de alguna forma
la promesa de Jesús en la persona de la Virgen que estará con el género humano
en lo que Él regresa.
Como se ve, hay
una relación profunda con Juan del que corrió la voz entre algunos de los
discípulos del cenáculo de que no moriría. Cómo éstos le preguntaran al Maestro
si esto fuera cierto, el Señor dio una respuesta ambigua: “no dije que no
moriría sino que prefiero que así permanezca hasta que regrese”. Una respuesta
hermética como es el texto entero del Cuarto Evangélico escrito por aquél que
reclinó la cabeza en el pecho del Redentor y al que encargó el cuidado de su
madre hasta su fallecimiento ocurrida en Efeso. Así y todo, pervive la noción
de inmortalidad y de permanencia en ambos casos; el culto virgíneo y el
johánico representan un símbolo de la presencia de Cristo en el mundo hasta la
terminación de los siglos. Juan se pasó sus días predicando el amor y diciendo
aquello de hijitos míos, nada seréis si no tenéis caridad del que parece que
hemos hecho poco caso los cristianos a lo largo de los siglos. La Virgen es la
rosa mística, la embajadora del amor de Cristo para un mundo que se mueve en
las coordenadas del desamor, el interés y el hilomorfismo ególatra. San Juan
Evangelista y la Virgen María no han muerto de una forma real aunque lo
hicieran de una manera física, habiendo ejercido su tutoría sobre los creyentes
como sólo saben hacerlo las personas continentes. Están guardando el aprisco
mientras el Buen Pastor regresa, son garantes de la predicación del Evangelio
en toda la tierra.
Roma ha tratado
de humanizar a Dios y para convencerse de este aserto no hay más que levantar
la cabeza para admirar los frescos de la Capilla Sixtina y las hercúleas
representaciones de un Dios carnal de Miguel Ángel. Los griegos por su parte
parten hacia el polo opuesto: divinizar al hombre. Su espiritualidad y su
liturgia es un ensalzamiento del hieratismo sin materia, busca el éxtasis
perpetúo. Tenemos una mentalidad coral frente a otra individualista. Sin
embargo son dos ópticas, dos enfoques de una misma realidad. El mundo
judeocristiano trata de conseguir una eternidad asequible y que condesciende al
tiempo presente y real en contra del planteamiento bizantino que prefiere
expresarse en términos de eternidad.
En este caso la
figura de la Virgen, fuente de la natura, mandorla vaginal del perdón, portal
de entrada a los goces del paraíso,
consolatoria medianera, e yergue como un puente entre Dios y los
hombres, entre el destierro y el Alfa Omega, abarcando lo sensorial y lo
espiritual a horcajadas entre dos realidades. Su capacidad para el milagro
también es un legado de ese cargo de representante invisible de Cristo en su
Iglesia en lo que dure la peregrinación y el caminar. Por desgracia también su
figura es deformada por esta fama milagrera. Tampoco el obrar prodigios formaba
parte consubstancial de la divinidad del Salvador. No eran más que las arras,
un comodín.
Otro autor
ruso. Merejowsky, elaborando un poco más, nos advierte que llega el tiempo de
la Virgen en un hermético pasaje de su libro “El misterio de occidente”. Si el
paganismo representa el anhelo del Hijo, y el cristianismo, la angustia del
Padre, el ocaso llega de aquella aurora que abarca cinco mil años, y se alza el
sol del Hijo que establecerá su reino mediante la intercesión de la Madre. Ella
es la que intimó al oído aquel cuchicheo amoroso que todavía tiene perplejos a
los mariólogos, los cuales andan todavía indagando la razón por la cual cada
vez que aparece María en el Evangelio es para ser acreedora de algún desaire:
-Hijo, no
tienen vino.
Cristo aquiesce
pero se hizo el roncero:
-Mujer, ¿ qué
nos va a ti y a mi?
Debajo de esta
reprensión aparece subyacer una fuente de interpretaciones proféticas. El
silencio de la Virgen no puede ser más parenético. Es la elocuencia del
milagro. Vino para todos y que sobren cántaras. Opta por salir del armario y
mostrarse como Mesías. María, mujer al
fin y al cabo, se sale con la suya y “bebieron hasta hartarse”. Aquella noche
alguno de los de la boda regresaría a casa en coloquio con las farolas de
Galilea, en el supuesto de que en Galilea hubiese alumbrado público. Claro que
no se pagaban tantos impuestos.
Esto sólo lo
podemos entender sólo tú y yo que somos de la tierra que produce los mejores
caldos en la ribera del Duero. El vino que fortalece los cuerpos y devuelve la
alegría a las almas, mosto eucarístico para cruzar los umbrales del tercer
milenio,¿ que será el milenio igualitario que adelantaban algunos padres de la
Iglesia? ¿El de los trancos concluyentes de la Humanidad?
No sé si está
cerca el final, porque tampoco he salido, los mismo que tú, del mundo de la
superstición ni de la superchería - de la hermenéutica sí y acaso también de la
profecía- lo que garantizo es que una época de gracia se acerca presidido por
el guión marial. Habrá un rearme espiritual. El catolicismo tendrá que emerger
de los cuarteles de invierno en que ha vivaqueado cómodamente y regresar a la
lucha para sofrenar el avance del Islam, aunque mucho más peligroso que el
zancarrón mahometano es el materialismo estructuralista pavloviano y freudiano
de Wall Street que hacen del hombre una unidad de consumo, de conducta
calculable con arreglo a esos setenta trillones de células que llevamos en
nuestro cuerpo y que condicionan nuestro comportamiento. Gracias a los gnomos
de la estadística sociológica y sexológica hoy sólo cabe una ética de las
circunstancias. Para dejar de ser un zombie alienado el hombre tendrá que
volver a encontrarse con su pasado y a religarse de nuevo con Dios. Así que
tras la noche del Padre, el crepúsculo del Hijo, se avecina el alba materna.
Ella permitirá que la humanidad pueda conocer la paz precisamente cuando se
siente más amenazada de destrucción.
En esta
observación el autor ruso coincide con el santo francés L.M- Grignon de
Montfort, otro de los grandes difusores de la hiperdulía moderna en la que las
apariciones francesas de Lourdes y de La Salette han sido tan importantes, como
también el galicanismo y la definición en 1858 del dogma de la Inmaculada
Concepción por Pío IX.
Las gentes
acudirán a la intercesión de María con más fuerza a medida que se acerque el
tiempo de la segunda venida. En ella los bautizados encontrarán amparo con las
invasiones islámicas y las arremetidas del materialismo ateo, el cual tiene su
epicentro y una fuerza imparable en los EE.UU. En las catedrales protestantes,
entre los evangélicos alemanes y los anglicanos volverán a abrirse las capillas
a María que llevan cerradas desde la Reforma. La cristiandad se sentirá
huérfana. Se abre paso el concepto de un Dios femenino al cual aludía no hace
mucho el papa reinante J. Pablo II y es que será tanta la angustia motivada por
las conmociones sociales y las revoluciones inter étnicas - de nuevo la horda
agarena volverá a ser el flagelo de Europa- que tendrán que recurrir a la mujer
que aplastará la cabeza de la serpiente.
Según esos pronósticos,
Dios permitirá de nuevo el azote de Mahoma como castigo a la tibieza,
negligencia y desafecto al mensaje evangélico por parte de los que profesaron
su fe en el bautismo. Sin embargo, hay que poner en cuarentena tal hipótesis
pues en las mariofanías del Escorial se refleja la silueta de una mujer
ataviada a la morisca, con el rostro tapado hasta los ojos por el almaizar. Son
unas instantáneas captadas por el que esto suscribe con cámara Pentax el año 83
ante el fresno de Prado Nuevo. En el reportaje detrás de la vidente que está de
rodillas aparece como el halo de una mujer tapada con velo y que lleva un
infante en el regazo. Este recato quizá sea una semiológica advertencia contra el papel de emancipación sexual que ha
cobrado el sufragismo rampante y tribádico
que en vez de manumitir al género femenino de la antigua sumisión está
trayendo una nueva esclavitud. Acaso no vayamos por buen camino. La Virgen se
ha vestido de mora para decirnoslo.
“There is more
than meets the eye” ( las cosas no son tan sencillas como parecen) reza un
adagio inglés. La ligereza o la pasión no resultan vías recomendables de acceso
para ingresar en este laberinto maravilloso del carisma, y las apariciones
mariológicas forman parte del mismo. Todo está revuelto, lo reconozco; los
desaprensivos e inconscientes, las plumas energúmenas que se creen en posesión
de la verdad multinacional y mundialista y que tanto pontifican, se rasgan las
vestiduras cuando oyen hablar de un caso preternatural, por más que a diario
consulten el horóscopo y tengan por asesor de sus negocios a un brujo.
Bien describes
tú ese mundo con pluma que nada desmerece al lado de la del P. Isla, quien
sitúa a su personaje Fray Gerundio de Campazas en los aledaños a Gordaliza del Pino y otros
púlpitos maravillosos, donde el misticismo se da la mano con la picaresca y el
exceso y la devoción con el fraude y el pietismo empalagoso. Somos un pueblo
dado a milagrerías y nuestra fe ha ido en simbiosis corrompida con la
superchería. Así, el jardín de las delicias - todo el arte medieval refleja esa
aspiración a él- puede convertirse en cornijal de demonios, pues la virtud y el
vicio posan orilla. Anécdotas surrealistas de película de Buñuel junto a casos
inexplicables que rozan lo milagroso colman mi experiencia de frecuentador del
fresno de las apariciones escurialenses. Si bien te fijas, éste es un tipo de
árbol con apariencia fantasmagórica que no deja crecer la hierba bajo su copa.
Trasuntos de la España negra e intuiciones inefables se entreveran a por fía.
He visto a enfermos curar de sus heridas con tan sólo hundir un muñón o alguno
de sus asendereados huesos en el agua de la alberca mientras las brujas muy
cerca se juntaban en aquelarre o decían cosas terribles.
A lo que se ve
el diablo siente una rara inclinación por daros un tute a los racionalistas, se
esconde bajo el halda de alguna beata o juega al escondite en el forro de una
mitra. Ese vidente al que aludes en tu libro, el cual se marcaba un chotis con
sus discípulas aunque sin arrimar las carnes no se ha dado en la cerca de la
que te hablo aunque todo se andará. Pero uno puede ver merodear por allí a
personajes que parecen recién desembarcados de una novela de Dostoievski con
furor de demonios. Lo cual torna más complicado el plano del laberinto.
La fe para mí
no se apuntala por una demostración externa sino que emana de un deseo volitivo
de quien pretende entrar en comunión con Cristo, es patrimonio de las obras de
misericordia, de la meditación y de la investigación piadosa, porque gran parte
de los tesoros andan ocultos entre los libros arrinconados, y depende de algo
muy personal propiciado por la interior experiencia.
Hasta que
acontezca el apartamiento prometido en las postrimerías de ovejas y de cabritos
estaremos abocados a soportar esa hibridación de buenos y malos, de
bienaventuraos y precitos, verdugos y reos, inocentes y culpables. Es muy tenue
la línea de separación que demarca las zonas de la izquierda y la de la
derecha. ¿Quiénes serán los elegidos? El cristianismo se encuentra en retroceso
entre nosotros mientras avanzan otras religiones y creencias. ¿Qué va a pasar?
Si uno se deja llevar por el panorama que ve con los ojos del cuerpo, habría
razones muy valederas para sospechar que todo nuestro tinglado se desvanecerá,
porque hemos sido cómplices de nuestro propio fracaso histórico. Abres
cualquier libro o enchufas cualquier telediario y compruebas que Voltaire e
incluso Mahoma llevaban razón.
También me
pregunto qué fuerza misteriosa o capricho del azar llevó a una santa tan
discutible como Teresa de Jesús a los altares mientras otra mística de su
tiempo, Magdalena de la Cruz, que gozó de tanta popularidad y fama de milagros
como la mística doctora se torró en el quemadero de la Inquisición de córdoba.
¿Serán tantos y tanto los santos a los ojos de Dios los canonizados por la
Iglesia? ¿No se habrá caído alguno de la lista y de él no se sabrá siquiera el
nombre ni el apellido?
En toda labor
humana hay un tizne de contradicción. El barro, siempre el barro, manchando mis
zapatos y los tuyos, amigo Jesús. La verdadera grandeza y preeminencia de la fe
católica no se demuestra por la escandalosa historia del papado con sus
resabios, sus tiranías, sus Borgias sino por los actos de amor y caridad, casi
siempre no desvelados, por todo lo que se ha escrito y especulado a lo largo de
más de dos mil años de cristianismo. Luz eterna que arde debajo del celemín.
A esta última
iglesia esotérica, críptica y circular en el sentido de kirkos, que rebasa las
lindes de la temporalidad y no rinde tributo al interés jerárquico o a la
ambición terrenal pertenecen las apariciones marianas. Hay una iglesia de los
humildes que va tras los pasos del Crucificado. Él pasó haciendo bien,
perdonando y dando salud y amparo y hay muchos que le siguen, pero sin
alharacas. Esta legión de los que habla el Apocalipsis con número alegórico -
el evangelista da la cifra de 144.000- ha crecido a lo largo de los siglos, sin
que paradójicamente su adscripción a los principios predicados en el Sermón de
la Montaña haya cambiado demasiado las cosas. El mundo no mejora sino que
empeora al parecer lo mismo que en los tiempos del Salvador, pero Él vino a
echar un jarro de agua fría a los que consideraban el mesiazgo como un poder de
la tierra, y no el verdadero rey de Israel sería el siervo de los siglos y
moriría ajusticiado. Ya lo dijo: “Mi reino no es de este mundo”.
Era algo más
que un chamán o un gurú. Lo asesinaron porque se alzó contra el sanedrín y fue
condenado en defensa de la verdad.
Hoy denunciaría pactos, contubernios,
chanchullos y todas las marrullerías que alientan en la sobrehaz y hasta puede
que predicase una política sin políticos, que es lo que resulta el evangelio a
carta cabal y otra vez contestaría a los inquisidores que quieren saber sobre
si reinado es o no de este mundo temiendo que les reste a todos competencias.
Todo esto que
he dicho poco tiene que ver con fenómenos estrambóticos, más o menos
truculentos impartidos por videntes más o menos truculentos a los que dicen que
“se les aparece”, o listillos a la procura de su interés en aras del morbo que
vende o de prácticas religiosas más o menos trasnochadas o de gusto dudoso. Sin
embargo, el rosario sí, lo mismo que la vuelta a los sacramentos.
Como los
templos se han quedado vacíos, la clientela católica acude a las campas del
milagro donde se producen estos acontecimientos más o menos extraños. Vienen a
presenciar un milagro como si fueran a presenciar un partido de fútbol. Bajan a la pradera con sus tarterillas de la
merienda, en busca de estampas y de reliquias o llenar la botija en la alberca
del agua milagrosa. Hay instantes que estas sencillas turbas con poco que
perder me han recordado a las buenas gentes que seguían a Jesús por los campos
de Galilea y se sentaban en las riberas del Tiberiades esperando una
multiplicación de los panes y de los peces. Que les den, que les alimenten, que
les digan una palabra bonita. Son gente aturdida y desorientada que busca la fe
y que algún día escuchará el mensaje, el verdadero mensaje de labios del
Salvador: “Hijo mío, tu fe te ha salvado”. Todo este ambiente se compadece con
la teología esotérica que alberga el Cuarto Evangelio, el más discutido entre
los sinópticos, por ser el de los milagros, casi en la linde de los
“Antilegomena”, cuya autenticidad sigue siendo cuestionada por los detractores
johánicos que duda así mismo que este texto y el del Apocalipsis hayan sido
escritos por el mismo.
Tu obra, por
tanto, creo que se queda en la epidermis, en la apariencia de la aparición, sin
tocar el meollo teológico de las grandes cosas de Dios. En cierto modo es
conformista y muy ajustado a la férula de la línea oficial. Incluso creo que se
ciñe a la linea vaticanista. Y es que te conformas, amigo Torbado, no te ha
parecido bien jugarte el tipo en un tema tan delicado. Alegarás que sólo eres
un reportero que cuentas lo que te sale al paso, no lo que late en el envés,
aunque habrá que reconocer que has hecho sólo el libro que se podía hacer. El
Establecimiento, como las abacerías panópticas de las grandes superficies que
le declararon la guerra al shoplifting, tiene ahora un ojo que todo lo ve y es
peligroso llevarle la contraria porque te envía por menos de nada a las
tinieblas exteriores del olvido. Hoy pasan por nuestros lados muchos grandes
autores con un original en el bolsillo que nunca podrán dar a la estampa al no
contar con el visto bueno de la censura, más férrea que nunca. Vivimos bajo
sospecha y hay quien asegura que esto es una democracia vigilada. En nuestros buenos de carretera y manta, y un
macuto, una guitarra, una botella de vino y a París eso no ocurría. Incluso la
Iglesia de entonces brindaba acogida a los que mantenían una postura crítica
con el estado de cosas. Hoy la jerarquía se comporta de un modo servil y nunca
estuvo tan comprometida con los poderes terrenales, esos que se llaman
democráticos. Tiene que transigir con muchas injusticias y mirar para otro lado
cuando éstas se producen. Hoy sólo un santo o un loco se atrevería a cuestionar
la personalidad enigmática del polaco que rige los designios del Pescador.
Puede que la barca se zarandee, no él. A veces me pregunto si este pontífice
tan aferrado a su solio, al que brindan pleitesía la mundo visión y los
jerarcas de la gran prensa cree de verdad en lo que predica. Mucho timonel,
muchos arreos de ínfulas y cidarias de pontífice máximo y la barca se va a la
deriva.
Ha conseguido
prestigio, un prestigio innegable, desde que se plegó a los judíos y claudicó
en la lucha, pero yo me pregunto si no habrá hecho almoneda del depósito de la
ve. Tan extraño procedimiento, todo hay que decirlo, había sido anunciado en
las cuartetas de Nostradamus y por las cartas de san Malaquías.
Pobre del que
se oponga al gran poder omnímodo, ay de aquel que se arriesgue a pensar por su
cuenta. Con un ojo que nos vigila constantemente desde arriba pobre de aquel
que padezca anopsia para las cosas del cuerpo, que son las verdaderamente
importantes en este pontificado de retos y de compromisos con el siglo. Ay de
los cojos, de los borrachos. Esos no entenderán en el banquete de Epulón y
serán expulsados de las cenas de Sardanápalo. Del fomes famoso infame o de la
arbitrariedad del gran cofrade que os pone a todos firmes y os hace guardar la
linea y dice tú, tú y tú, hijo de Julián Marías, te convierto el cargo de
novelista, quiero que seas novelista, entras en el bombo, te llamaremos al
programa de Negro sobre el Blanco.
-Oiga, licet. A
mí me gustaría entrar en el albur.
-Per ¿qué
dices, majadero?- se me encara con malas formas uno de esos zaguanetes de gorra
de plato y de acreditación de plástico que parecen cops neoyorquinos o que
acaban de desembarcar de extras en una película de buenos y malos, con diálogos
cursis y mucho fumeque al estilo de película de Garci- No estás en la lista
insensato, hemos buscado en el bombo y tu nombre no aparece por ninguna parte.
Te plantarán
entonces de patitas en la calle. Zeus te fulmina con sus rayos desde el Olimpo,
que a lo mejor se derrumba cualquier día de estos.
Hoy la censura
se desenvuelve con procedimientos tan implacables como sibilinos. Son muy
liberales de conducta para lo que les conviene pero intelectualmente andan
metidos en las nieblas de la dictadura. Xto adelantándose a estos tiempos en
que medran y pululan los impostores ya advirtió a sus discípulos contra los
falsos profetas y los predicadores de tribuna encaramados en su columna como el
estilita. Si hablan de paz, es que va a haber
guerra. Si, de libertad, es que
nos van a apretar las clavijas y que nos tendrá el Supremo bajo vigilancia. Si
de libre albedrío, es que vamos a caer entre las garras de un puritanismo a lo
Boston, de crimen pasional con mucha violencia y arrastre de cadenas en los
domicilios conyugales. Es el mundo moderno. Los iconoclastas se dedican a
quemar el cuadro de la sagrada familia, pintan bastos, vuelve Herodes. La
serpiente de Artimón vuelve a tentar a Ormuz el justo y se alimenta de sangre,
hoza entre la basura del pobre pueblo oprimido y atolondrado, porque aquí los
que reparten el juego y mandan son unas cuantas televisión personalidades en
tiempos de vacas locas, vacas flacas, las siete plagas de Egipto, y vengan
películas de Hollywood con paisajes de cartón piedra, igual que los nacimientos
de navidades. Abramos la veda, aquí hay que cogersela con papel de fumar.
Apagadas las candilejas, cuando se les pasa el colocón, cuanta miseria moral,
cuánto desvarío, estamos sumidos en el desamparo total. Esta gente atribulada,
españolitos de a pie, calderilla sobrante.
Se vive en un mundo ágono y átono mediatizado por los arcontes de la
haronía, monarcas de pacotilla que rigen con vara de hierro hacia todo aquello
que es heurística e inventiva feliz, bajo el patrocinio y sobrecarga de la
vulgaridad. Acudimos pues a María como la gran alguaza que media entre el cielo
y la tierra y es el hostigo o muro de defensa de nuestra morada contra los
vientos del Averno que soplan enardecidos. Ella saque los demonios de la infidelidad,
de la soberbia de la rebelión filial y marital - las mujeres andan estos días
bajo el síndrome de la Tani, ésa que pegó tres tiros a su marido y salió suelta
y proclamada mártir, una nueva santa laica para nuestros, españoles padres de
familia, oído al parche- que son la peor maldición que puede caer sobre un
país. Mala cosa si a una gitana homicida la convierten en un icono de nuestros
días. Hay un ojo que parece que todo lo ve, un micrófono que recoge nuestras
conversaciones.
-Hombre, no te
pierdas por una mujer. No es más que una histérica. Era la genitriz
emperatriz y se ha convertido solamente
en genitorrea. El diablo acaba de hacer de las suyas. Hombre, no te
pierdas.
Y encima nos
prohíben que acudamos a arrodillarnos ante un fresno torneado de horquillas
ensortijadas y salimos de casa de estampida huyendo de esa esposa que al cabo
del tiempo ha salido del armario y se ha mostrado a nuestros ojos como inicua
desconocida que siempre nos anda echando en cara el pasado. Ha cobrado la forma
del reptil. Desencantos, amenazas, lágrimas. Hogares que son cárceles,
hontanares de desdicha y de violencia por la bulimia y la malacia, por el culto
al cuerpo desaforado, por la rebelión de Eva.
Toda esta gente
atribulada, españolitos de la España real, gente triste, vieja y enferma,
quiere prosternarse bajo la sombra de la imagen de la Madre Pura, la mujer por
excelencia, la que conoció la gravidez de su milagrosa ciesis pero nunca el
pecado. Paño de lágrimas de los lloros en las vesperales sabatinas. Toda esta
calderilla sobrante de la sociedad infernal que estamos creando con el
capitalismo salvaje es la que peregrina a estos lugares del milagro que tú
tanto críticas y mira que fuiste socialista o comunista. ¿Qué os pasa a los
contestatarios de entonces, los que os desmelenabais en las manifestaciones
contra los “grises?” ¿Por qué estáis mudos tanto que os preocupaba la justicia
social?
Ha estallado la
globalización y el hijo está contra el padre, la mujer trata de hacer todo el
daño que puede al marido al cual ya no respeta, los padres mayores son
aparcados en el asilo. Hubo guerras apocalípticas de las que nadie quiere
acordarse. Campos iperitados de Bagdad donde nacen niños con espina bífida y
otras deformaciones por causa de la radioactividad y de las secuelas tóxicas
del arma química tan utilizada durante la guerra del Golfo. Los soldados de la
Otan que fueron a la campaña contra Kosovo han vuelto leucémicos. En el pecado
llevan la penitencia, porque, engañada por la serpiente, Europa en esa guerra
de los Balcanes ha ido contra sí misma, hizo traición a su propio espíritu.
Yugoslavia es la antigua Dalmacia, uno de los centros del cristianismo desde el
s. IV, lo que no fue óbice para que, al grito del culpable es Milosevic fueran
destruidos por el fuego de los aviones otanianos las aras y los muros de
templos y monasterios venerables. Nuestros gobernantes o estaban miopes o
padecían anortopía grave por los que se les torció la vista. Es posible que se
les torcieran muchas cosas más, porque la anortrosis (carencia de erectibilidad
de los tejidos) está causando verdaderos estragos en la caduca Europa. Que
Solana es uno de esos tontos peligrosos y encuadran las filas del almogote que
dispararán contra nosotros los muy traidores - ese individuo es la vera efigie
del conde don Julián y de don Opas- pues vale, pero hoy los que tenemos por
oficio pensar y escribir estamos en la obligación, más que nunca de proclamar
la verdad por más que tu jefe el Pastitas no nos llame a las tenidas literarias
y Garci nos excluya de sus repartos.
Tanto que se
habla de las tres religiones monoteístas, de las tres culturas, cuando el moro
ha regresado a España y el judío domina los estamentos del poder (la banca,
emisoras y publicaciones, la Iglesia) si dices que eres católico, si confiesas
tu fe, ya entras en dificultades, parece que se te van a echar encima como
lobos. Dicen que provocas. ¿A quién, al sinedrio para el cual escribís muchos
de los autores que estáis en candelero?
A los cristianos
no hay quien los defienda. ¡A los leones! Esta frase yo la vi escrita sobre la
fachada de una iglesia de Madrid de la que era feligrés José antonio Primo de
Rivera. Bonito nombre, como el de tu personajes. Hoy, si volvieras a escribir
esa novela, tendrías que cambiar la designación y rebautizar a tu José Antonio
con el de Mahoma. Es lo que se lleva.
¿Y qué sería
del “Viejo?” ¿Cantaría misa? ¿Y la Suzi?
En fin que
contra Franco vivíamos mejor. Eramos más protestones. No nos comportábamos con
la sumisión y acatamiento que se observa en esta plaza, a todos los niveles, en
cualquier esfera. Parece como si nuestro cerebro, hebetado de democracias,
hubiera dejado de segregar ideas para denunciar las miserias de este régimen
que nos aborrega. Nos hemos vuelto pastueños, acomodaticios, conformistas. Hay
silencios culpables. Tiempos difíciles se barruntan pero en este ambiente
inhóspito cuando arrecien las arremetidas de la bestia más se hará sentir la
vara de medir de Aquél que sólo puede ser nuestro consuelo. Se acerca el tiempo
de la Madre a través del Hijo. Yo creo en los milagros porque los he visto.
En la pradera
del Escorial he encontrado mi libertad y mi fatamorgana, un oasis de paz; por
lo menos, allí no me he sentido perseguido. Es un lugar abierto donde puedes
expresar tu opinión de refez y aunque sea crítica al montaje que se ha
preparado a costa de los mensajes. Yo estoy extramuros, me muevo por defuera de
la valla vendiendo devocionarios y misales pero que son un prodigio de
literatura. Mi percepción a lo largo de estos casi cinco lustros de
comparecencia a las sabatinas con recado divino y todo es que Xto. Es el
“Eleuterio” (libertador y padre de la libertad) y su alteza de ánimo, su
independencia, esa magnitud especial de entendimiento divino que se llama
acrosofía se manifiesta a través de la Virgen, la cual supo más que nadie de
las honduras del pozo místico en sus gozos y dolores. Todavía más: es
descubierto en ella el amor, una analogía del eterno femenino y del estado de
gracia original que haría escribir a Proust páginas y más páginas. Existe la
diosa blanca cuya transparencia irradia para todos la gracia, la Deípara árbol
frondoso del que nace toda sublimación del amor cortés. Pero hay de paso algo
de cátaro y de pagano en esta predisposición inconsciente a la catarsis y a la
demasía. Sólo serán capaces de entenderlo aquellos que hayan recibido una
formación católica y española, los que aprendieran a balbucir sus primeras
palabras de la mano de Gonzalo de Berceo. En la cuaderna vía profunda que nos hizo
gozar de pequeño de los primeros jarros de la dicha.
Jesús Torbado
ha escrito un relato en las antípodas de “Los Milagros de Nuestra Señora”. Tus
capítulos censorios parecen salidos de la pluma de un turco. Quizás sea porque
el candor del poeta de La Rioja no tenga cabida en la sofisticación de la
España descreída y atolondrada de ahora mismo, donde estamos tan de vuelta de
todo y al propio tiempo seguimos tan ingenuos para algunas cosas, como por
ejemplo, para succionar toda la basura y todas las mentiras que nos envían
desde Europa. Seguimos siendo un país de segunda o tercera velocidad,
colonizados culturalmente y en manos de la Coca-Cola. Los norteamericanos
mandan en el grupo Polanco, las editoriales son francesas, y el dominio de los
periódicos y las revistas genitales, el porno duro y el porno rosa, que emiten
a cualquier hora del día o de la noche material vesicante, pues son ignívomos,
vomitadores de fuego y de perversidad. Sólo nos queda rezar, acudir a la Madre
en semejante adversidad, pues no queremos adorar a los ídolos estúpidos que han
tomado la forma de los mitos modernos.
Tú piensa y
recapacita en ese pobre monje que una tarde de verano se le fue el santo al
cielo estando en la bodega dandole besos al jarro y regresó al convento
hablando con las farolas (entonces no había farolas, pero había cipos y
cantones de separación) al cual la Virgen rescata de los peligros, le seca la
curda y le libra del diablo que se le aparece en forma de león, de perro alano
y de toro furioso. Este monje piripi representa un poco nuestra biografía de
escapulados que colgaron los hábitos:
De que fue en
la orden y de que fue novicio amó a la Gloriosa siempre facer servicio,
guardóse de folía de fablar de fornicio, pero ovo al cabo de caer en un vicio.
Entró en la bodega un día por ventura, bebió mucho vino, esto fue sin mesura, y
bebido y loco salió de su cordura yaciendo hasta vísperas sobre la tierra dura.
Esta es,
Torbado, un poco la historia de tus corrupciones y de las mías y de todo
aquello quedó como baluarte de devoción esta querencia acérrima e inexplicable
hacia el culto de Nuestra Señora. Lo mamamos desde niños y lo aprendimos desde
seminaristas y de novicios. Lástima que no hubiese cabida para nosotros en aquella
iglesia que se puso a reformar la casa por el tejado en el concilio. Suprimió
la parte más hermosa, el culto, abolió el
latín y dejó de ser romana, pero ni una palabra del celibato que era lo
que a algunos más nos afectaba. Nos secularizamos un noventa por ciento, los
seminarios quedaron como jaulas vacías. Después de colgar la sotana nos
embarcamos sin ser Ulises en múltiples aventuras. Viajes al fin del mundo:
Londres, París. Tú lo cuentas llevado por tu instinto de genio creador, porque
eres el mejor novelista que dio aquella escuela. Así que las devociones dieron
en corrupciones y ahora esas corrupciones derivan hacia las apariciones, era
nuestro sino. Estuvimos a punto de perecer acorneados por el toro que empitonó
al pobre fraile de Berceo, si la Señora no nos saca de entre sus cuernos.
¿Volverá a estar Ella allí cuando regresemos de nuevo a la puerta del
monasterio borrachos del morapio de la desilusión y la insania que dieron surco
y forma a nuestras vidas? Tenemos que volver, hemos de volver. Nuestra voz
entonará el canto del Magníficat a la hora de vísperas, ponemos sobre el cogote
el gorjal de los diáconos y empezar a leer la epístola. Esa era nuestra
vocación, allí estaba nuestro destino, pero la flaqueza de la carne, las
pasiones y embelecos de las sirenas que enredaron a Ulises se cruzaron de por
medio. ¿Habrá otra convocatoria, un nuevo encuentro, una segunda oportunidad?
¿Cuándo llegará para nosotros el tiempo del perdón y de la justicia? Yo estoy
seguro de que vamos a volver - la Señora hará un milagro- y viviremos la
plenitud de un segundo sacerdocio. Hay que creer. Es tiempo de creer incluso en
los milagros. Ni el Precursor ni Mahoma los hicieron, no fueron taumaturgos. El
Maestro de Justicia los hizo abondo. Y los volverá a repetir aunque sólo sea
para dos ovejas descarriadas como nosotros.
Esto nos
llevaría bastante lejos, en parangón con la hondura de la cuestión tratada,
donde se encuentra mucho más- llevan razón los ingleses- de lo que topa el
simple ojo desnudo. ¿Qué otra cosa somos, amigo Jesús, que topos de un inmenso
laberinto sin concesiones, que nos lleva a la muerte por la vida. Somos un poco
antropófagos, endogámicos, idolotitas, porque tenemos una inclinación poco
correcta a devorar a nuestra propia víctima y nos hemos presentado como
corderos de la oblación ante el altar de la Señora, un dios femenino, una diosa
revestida de la carne de mujer que se ha quedado con nosotros a compartir el
dolor y la muerte, la duda y la inseguridad del destino.
¿Fue continente
toda su vida? Eso importa poco. La cuestión de la inmaculada concepción sólo ha
significado un árbol de levas en las manos del maligno para repartir garrotazos
- y es que el astuto, el cálido, se cuela por donde menos lo esperamos - que ha
causado guerras, conflictos, anatemas, descalificaciones entre cristianos. La
concepción nos aboca a los misterios generales de lo que se supone por la fe,
pero Dios no ha dicho nada, como si gustase de guardar la última carta para el
final.
“Virgo ante partum,
in partu, post partu” no significa para mí más que una frase retórica. Lo que
sí que sé es que no fue manchada nunca por el pecado, pues sólo puede curar y
sólo puede salvar aquel que está sano de alma y de cuerpo, aquel que es santo y
la Sagrada lo fue, porque ella ha sido fuente de las gracias y del milagro.
Taumaturgo fue Jesús y taumaturga será la virgen Madre. Nosotros en nuestras
pobres y pecadoras vidas hemos sido partícipes de esa intercesión.
Prefiero a la
primera imagen que se conoce de María y nos la presenta orante
“proseujolomenos”, como aparece en la estampa grabada en piedra sobre la lauda
de un sarcófago en las catacumbas de San Calixto. Comparte el Logos, nos acerca
a la intimidad del misterio trinitario esta mujer sin tacha, no ya sacerdotisa
del amor pagano, sino paliativo a la crueldad de las leyes de la carne, por más
que la Edad Media nos la intente presentar como paradigma del amor cortés. Porque ella representa justo lo contrario de
esa debacle desazonada y traidora en tantos casos. Sin embargo, los poetas
provenzales al cantar a María como símbolo de la dama de los pensamientos
representan un avance con respecto a los primeros trancos de la humanidad. Los
paganos conocieron la amistad, el sexo, el éxtasis místico, la paternidad, la
filiación, el banquete, la orgía, el miedo a las fuerzas contrarias de la
naturaleza fuera del alcance de nuestra voluntad, pero es así que gracias a
María conocen el amor, y para darse cuenta de lo que esto significa no hay más
que darse un paseo por los antiguos antifonarios e himnarios de las Nueve Horas
canónicas. La Iglesia ha cantado a María por todo lo alto, le ha rendido un
culto mucho mayor que el de los demás santos.
El amor
caballeresco necesitaba fundar una religión de la mujer bajo los auspicios de
una madre de gracia que resume el valor divino de lo humano. “Dominus creavit
me in initio viarum suarum”. Estamos en el alveolo medular de un credo tan
crudo como el cristianismo que sólo a través de su figura consigue humanizarse,
dulcificarse y Dios se hace de esta forma un poco mujer, dueña de los misterios
de la historia.
Jesús gustaba
rodearse de mujeres - “las miróforas” las santas, María Salomé, María de
Cleofás, la madre de los hijos del Zebedeo, la madre de Jesús- pero no designa
a ninguna hembra para el grupo de sus discípulos. Luego Pablo iba a secundarse
en el apoyo de una serie de diaconisas que lo ayudaron en sus peregrinaciones y
trabajos: Trifenia, Trifosia, Pérsida, la madre de Rufo y Febea. San Jerónimo era
atendido por una amiga en sus penitencias, san Agustín amó a una de ellas, una
númida de la que tuvo un hijo por nombre Adeodato. Benito confía en
Escolástica. Frutos en Engracia. Pocas instituciones han trabajado tanto en pro
de la dignidad ce la mujer como la Iglesia, porque ella es la culminación de la
caridad y de la dulzura, su presencia hace que la vida de los mortales sea más
llevadera, pero es un complemento, una parte de la totalidad, no la totalidad
suprema como pretenden ahora ciertas filosofías reduccionistas. “It is a
woman´s world nowdays” (el mundo está hecho para las mujeres y por mujeres,
según reza un adagio inglés furibundamente exclusivo), pero de todas las formas
parece que estamos abocado a un nuevo ciclo y ha dado comienzo el tiempo de la
Madre. Zanjada aquella visión que encontraba en la virgen la cifra y compendio
del amor cortés, más allá del enrevesado mundo de los sentimientos que circulan
a lo ancho y a lo largo de toda la edad media, que determinan que la figura de
la virgen tenga una relación muy particular con el arte, el gótico sobre todo,
se pasó a las trasposiciones exageradas y no exentas de mal gusto del barroco,
pero Dios gusta hablar a los hombres a través del espíritu de la época no
escurre el bulto al lenguaje de los tiempos, se llega a los amaneramientos del
siglo anterior donde con el arranque de las apariciones vuelve a producirse el
cliché de la mujer en lucha contra el dragón.
Todo esto es
teología profunda, encarnadura de Dios sin que en el tinglado falten y sobren
la afectación, el amaneramiento, la retórica, las peroraciones catastrofistas,
las extravagancias y el merengue. Impresiona de todas formas esas estatuas de
la Madona en las cuales aparece dando de mamar al niño y hay imagineros tan
detallistas que no esconden el pezón pringoso de leche o echando un chorro,
como la que se puede contemplar en el parteluz de una capilla lateral de la
nave del transepto de la catedral de Oviedo.
Todo lo que
acabo de acotar en esta epístola no sé si llegará a tuis premisas pone en juego
mi protesta, mi asco, mi desengaño, pero también un solaz esperanzado del que
ha sido bautizado, del que ha vivido y quiere morir en español, amarrado al
árbol de la cruz y de la ciencia, y al mástil de una bandera cuyo simple
flamear causa estridencia y animadversión en ciertas mazmorras del Príncipe de
las Tinieblas donde la mentira y el dolor campean. Debe de ser que España se ha
sublevado a ese proyecto que alberga desde muy antiguo de dominación universa;
quiere vernos uncidos a su suyo, pero de ese yugo siempre acabamos escapándonos
los españoles. De vez en cuando le burlamos, escupimos sus cadenas, cortamos el
brete de hierro de los aojamientos, liberamos los tobillos constreñidos a la
pihuela. Al amo le ha gustado manearnos a una estaca clavada en tierra. En el
nombre de España he conocido derrotas, humillaciones y contratiempos. He vivido
en Manhattan y en Londres. Los anglosajones con su mentalidad pragmática
menoscaban el culto marial y no sólo profetan ese desdén tan característico
hacia Nuestra Señora - las catedrales normandas tenían un rincón asignado a la
virgen,“the Lady´s chapel”, que fueron cerradas por mandato de Enrique VIII,
Cromwell, tan sanguinario, fue más allá que el “Defensor de la Fe”, pegó fuego
a la basílicas - sino que en el caso de los yanquis se convierte en fobia. La
figura de la Virgen es objeto de antagonismos y de mofas escatológicas, sin que
se deje de lado el tema por ser conscientes los banqueros de Wall st. De que la
mariología puede ser fuente de divisas, y la prueba es que todo lo de las
mariofanías de Garabandal se lleva desde Nueva York, conocida vulgarmente por
la “gran manzana” y menos vulgarmente como “la capital del diablo”. Recordad la
película de “Rosemarys baby”, el edificio Dakota donde en 1980 un tal Chapman
mató a John Lennon, uno de los profetas de nuestras época - el crimen tuvo
todas las características de un sacrificio ritual en el lugar, el edificio
Dakota, donde el año 1966 se rodaría el “Exorcista-, y es que en Usa el tema de
la parapsicología en sus tres vertientes de preternatural, antinatural y
sobrenatural (he ahí como los teólogos escolásticos con estas tres
preposiciones latinas explican el milagro) gana adeptos. Creen en los platillos
volantes y en las comunicaciones con otros seres, comunicaciones que mantienen
en cuarentena la cia y el Pentágono, no es óbice para otorgar carta de
naturaleza a este enrevesado asunto de los “zaumata” traumáticos. Conchita, tu
vidente de Garabandal, se casó con uno de Wisconsin. ¿Mantiene relaciones con
el trasmundo? ¿Por qué ese empeño a no dar crédito al mayor taumaturgo que pisó
la tierra, Jesús de Galilea? El odio del anticristo continúa en pié al cabo de
XXI siglos. Les repugna aceptar el más de medio centenar de curaciones de
ciegos y paralíticos, leucémicos. Para ello tuvo que sudar sangre en Getsemani
(hematidrosis). No le perdonarán haber librado a los posesos de los diablos, ni
haber resucitado a los muertos. Tres resurrecciones cantadas y contadas en los
evangelios (Lázaro, el hijo de la vida de Naín, la hija de Jairo). No podía
hacer estas cosas en nombre de Belcebú porque tampoco puede ir Belcebú contra
sí mismo ni atentar contra la soberanía que ejerce y los maléficos influjos del
que domina y es proclamado como señor del orbe.
Ante el nombre de Jesús inclínese toda criatura. Únicamente los malos no
lo aceptan porque su nombre es el signo de lucha perpetua contra las tinieblas.
Un movimiento impulsivo, un mecanismo de defensa, pone en acción el
dispositivo, se les disparan los baluartes, montan la guardia, su furia
enturbia el éter.
¿El testimonio
de los sentidos es siempre válido? ¿No nos estará haciendo una jugarreta la
volcánica imaginación propia de gente deprimida y caduca con la mente poblada
de fantasmas?.
Prado Nuevo
parece un arca de Noé. Hay de todo. Llevas razón cuando atisbas la posibilidad
de que el lugar esté sometido a una lluvia parapsicológica de efectos
telúricos. Puede que el lugar sea un cantadero donde se reúnen en manada esos
esperpentos tan españoles y que chozpan por los charcos de la finca a altas
horas de la noche, recorriendo un laberinto de peñascos integrales, con aspecto
de piedras sagradas del megalítico que recuerdan el templo druida de
Stonehenge. El sitio donde se aparece la virgen, donde se encontraban las
antiguas canteras que suministraron toda la piedra para la edificación del
monasterio, irradia magnetismo. Los predios no parecen de este mundo y los
fresnos y robles que en su suelo crecen adquieren morfologías fantasmales.
Recuerdan grotescas figuras humanas. Duendes, trasgos y espíritus del camino se
en las socarrenas de sus peñas. Este ejido de Brujas brinda el escenario ideal
para un aquelarre. Con el rezo del rosario el aire se impregna de ayes lastimeros
que más que una melopea cristiana recuerda la celebración de algún oculto rito
sincretista, con mensaje recién recibido del trasmundo y que al caer la tarde
una vidente que habla por cinta magnetofónica pero que nunca comparece lo vas
desglosando. Nada de cencerros tapados. A veces pienso que acudir a este lugar
no me ha dado más que mala suerte, el maligno ha puesto chinas en los radios de
la rueda de mi matrimonio ya de por sí renqueante, he perdido el empleo y soy
víctima de la bulimia y la malacia que denota esa intranquilidad interior de
los deprimidos. Cerca del fresno maldito o bendito, según se mire, eleva su
figura el centinela Lucifer.
Soy un
parásito. ¿De qué me ha servido ver a la Virgen? He perdido la honra, la fama,
el reconocimiento público, precisamente aquello que una vez que se aleja de
nosotros nunca volverá. Bah, Dostoievski tiene la culpa. Bajo su guía he bajado
a los infiernos. Se ha abierto la veda. Llueven sobre mí violentas amenazas,
alguien está blandiendo la espada de los castigos entre las ramas del
árbol. Crece mi desamparo a medida que
la vidente se explaya en sus parrafadas que tanto se parecen un mes tras otros.
Hay algo nefasto en esta cerca, no hace otra cosa que amenazar. Siguen las
borracherías, la mala suerte que no cesa, esgrimo el arma del silencio.
Amparo, tú me
desamparas, te burlas de nosotros, nos sacaste la lengua, la voz pastosa y
zahareña. La aparición se expresa en un
lenguaje asequible al hombre de la calle, ni se la ni se la toca, aunque a
veces perfuma el ambiente y es como si echaran desde el árbol tarros de agua de
colonia con un aventador invisible, pero habla por boca de ganso. Esta tercería
con el cielo dura ya quince años. La mensajera se porta de forma prudente y
algo cuca con referencia a los muchos problemas que tiene el mundo. Sólo
muestra las uñas para justificarse a sí misma y en esta justificación de sí
misma está plenamente en su papel. Su
único destino en el mundo para lo que ha nacido es “para que se le aparezca”.
Defiende a su vicario pero apenas habla de Cristo, y al papa a pellizcos. Estas comunicaciones con el más allá, algo
oscuras y chapadas a la antigua, de una retórica circunspecta y elíptica, sólo
dejan en claro una cosa: la adhesión al romano pontífice. La virgen ha dicho
que Juan Pablo II es el mejor papa que ha tenido la Iglesia y todos nos hemos
vuelto para casa tan contentos. Sin embargo, a los curas no los deja en paz, a
los obispos y a los cardenales les ignora. Se conoce que se administra por una
patrón elitista. Cuentan las malas lenguas que estas emisiones sabatinas son la
hechura propia de un clérigo de soria que confiesa a la veora. Los mensajes,
pues, parecen impartidos por un predicador de una parroquia de aldea. A mí la
voz gangosa, dolorida y entre suspirante a base de sincopados y lastimeros ayes
me suena a tongo, por no decir cigua. Entusiasta de la mística, soy sin embargo
poco amigo de la superstición. Los sortilegios acaban siempre por ponerme
nervioso, pero los campos españoles son abundosos en bromo forrajero, damos una
cal y otra arena, prietos los surcos de trigo y de cizaña.
El diablo se me
apareció en forma de niño rubio. Era una tarde que hacía mucho calor y yo
estaba hablando con una mujer de Plasencia, madre de una muchacha por nombre
Loli de la que se decía que también tuvo trances, acerca de la acción diabólica
en el mundo. Noto que alguien me tira de la chaqueta, percibo la voz de alguien
que me increpa en tono dulce, pero conminatorio y firme.
-No digas eso.
Gracias a él hay progreso, él es el artífice del barro que se moldea en el
horno.
Palabras
misteriosas, mucho más misteriosas teniendo en cuenta que era un niño al que
tenía en frente de mí. Un chaval de aspecto nórdico, el cabello rubio
ensortijado y los ojos tan azules que transparentaban. Aquella no era la forma
de hablar de un rapaz de apenas ocho años. Me dirigió una mirada de
inteligencia y de desprecio y de pronto desapareció entre la multitud. No lo
volví a ver más pero el recuerdo de aquel rostro angelical capaz de vomitar
fuego con los ojos - sus pupilas parecían salir del fondo de un gélida hoguera-
translúcidos es un acicate a la cautela. Cuando se va al Escorial conviene
andar con cien ojos, allí hay cigua. Los angeles afinan sus arpas, sí, a la par
que se esgrimen los puñeteros tridentes de Luzbel. He de confesar que la Señora
se me representó bajo la forma de un carrusel de colores, le vi el rostro
inmóvil, giraba su manto como en un praxinoscopio de múltiples colores, pero no
se movía ni nos dirigió palabra. No era más que una estampa pintada sobre el
firmamento al caer la hora occidua de un hermoso atardecer de mayo, pero al
diablo lo vi moverse y hablarme de una manera muy particular como si mi rostro
le fuera familiar. Nos habíamos visto desde luego en alguna parte. Tenía aspecto de monaguillo y recordaba un
poco al Tasio de la Montaña Mágica de Thomas Mann. Fue más importante lo que
omitió que lo que había dicho, porque con aquella expresividad ocular
transmitía el mensaje del triunfo de la razón sobre la fe, de las potentes
armas, de la guerra que se avecinaba en Yugoslavia, de los gritos en los
parlamentos, de la vulgaridad que nos envuelve, del aire de revancha que se ha
apoderado del palmito, antes rostro bello y caritativo, de las mujeres, la
insolencia y la autosuficiencia, la falsa libertad, la llegada en masa de
gentes de afuera, los asesinatos de eta, la avilantez del separatismo catalán,
la Iglesia romana hecha un mar de dudas, la falta de perspectivas de futuro, la
impostura general, el diadoco que no reinará, los pasteleos y concesiones del
monarca para mantenerse en el trono, esta cárcel de papel en que vivimos, el
odio en las casas, el extrañamiento y la indiferencia de las familias. Todas
estas cosas las dijo de golpe el muchacho aquel misterioso y sin proferir una
sola palabra. Me conocía. Supo de mis luchas y mis derrota contra la serpiente
antigua, de mis inclinaciones hacia la ortodoxia desde que escuché aquellos
cánticos de Pascua en Radio Paris, desde que leí aquellos libros, desde que
decidí despojarme de todo imitando al Peregrino ruso y seguir la ruta
“strañik”.
¡Caray con el
niño de la bola! Sabe jugar bien sus bazas, administra sus golpes con
inteligencia y con rigor. No te quepa duda, amigo Jesús, el diablo existe y participa
de una sabiduría superior a nosotros porque al fin y al cabo se trata de un
ángel caído. Vendrán falsos profetas, algunos harán milagros, mas no les
creáis. Cuando escribo en la computadora la palabra diablo o menciono el
onomástico del salvoconducto, ahí va esa peladilla para los iniciados, él se
llama Guillermo Puertas y sus claves abren la cancela de la sublime puerta en
estos tiempos, a mi ordenador es como si le entrase diarrea, bailan las letras
y hasta el ratón se pone en tensión, eretismo extraño, si le conoces, si alguna
vez por casualidad lo viste actuar y comportarse, se cuela un viento terral por
los archivos, a las cajas binarias les entra un virus y la escritura parece que
se azara, nos damos de bruces contra la pared.
-Es que no
quiero que escribas sobre mí ¿sabes?
-Cuál es tu
nombre?
-Me llaman
Silly Billy pero somos muchos. Ya dominamos la red. El movimiento helicoidal se
impone. Me apodan Gates, es sólo un sobrehúsa, una clave para singladura en
tormentas, pero el mete con el que soy conocido es un abrelatas, llave que
perfora todas las cancelas.
La informática
es su arsenal, el nido de las aguilas, la madriguera del dragón, hay que
aselarse a este gallinero total, mirar cómo el parricida pone los huevos y al cabo
de un cierto tiempo estallan las bástulas.
-Tengo mucho
fuelle. Ya domino el mundo con la energía de mi poder genésico, soy el macho
cabrío y con mi verga fecundante hago la guerra al cristo y a todo el que se me
ponga por delante. ¿No sabías que tu Maestro era un mariquita, le asustaban las
mujeres.
-No es verdad.
-¿Hacemos la
prueba del color del arco iris?
-Lo tuyo es el
verde, como la bandera del islam. Por eso han empezado a pintarte de verde.
-Es que soy un
huevo pinto, la placenta a punto siempre de romper aguas. No tengo paz dentro
de mí e impongo la guerra.
Los ojos de
Billy Gates y los del niño que vi yo merodear cerca del fresno eran los mismos.
¡Mucho cuidado!
Como estuve al
otro lado de la albarrada enjaretada de ferralla de esta finca, lugar mágico,
nada tengo que ver con las movidas ni con todo ese mundillo supersticioso
crematístico de las apariciones, que tú denuncias y describe con acuidad y
solercia. Yo me muevo en otros parámetros, porque considero al cristianismo
como exponente de libertad y de rebelión. Me uno al cupo de los que se alzan
contra el principal vicio de la sociedad moderna que es el ansia de poder; he
cantado como un simple diácono el
cornijal cubriendo mi cogote y guardando mis oídos, la epístola ad corintios,
la cual defiende la particularidad y singularidad del ser humano frente al
universalismo de ciertas fraternidades universales que sólo nos depararon
conflictos y angustias a una Humanidad que en medio del paroxismo de sus
conquistas tecnológicas se encuentra con que no sabe adónde va.
Tenemos que
partir de la base de que este camping de los prodigios es un lugar mágico. Me
sedujo desde que lo pisé por primera vez en 1981 su halo carismático de
catarsis entendida como purificación, acendramiento. Es el espíritu de las
bodas de Caná, recuerda a las hidrias colmadas, el ir y venir preocupado del
maestresala cuando se quedaron exhaustas las tinajas y el “no tienen vino” de
la Virgen, un desplante aparente, una baladronada “mujer ¿qué te importa a ti y
a mí?” “ no nos metamos en esto, es su problema”, pero María no ceja. “Haced lo
que Él os diga”. Quedaron colmadas las tinajas y se comió y se bebió a placer.
El texto griego utiliza la palabra “esziontes” (comer hasta reventar, hasta la
tripada, y beber hasta caerse (“mezuskeszai”), ante la estupefacción del
pincerna. Que suerte tuvo aquel tipo cuyo nombre desconocemos, como tampoco nos
ha quedado referencia de quién era el que contraía matrimonio(unos hablan del
discípulo Nataniel, que en griego
significa A Deo dato, esto es, el que nos dio Dios, otros, apuntan a que el
novio era el propio apóstol al que amaba el Señor, Juan, el cual a la vista de
las circunstancias no dudó en dejar a la mujer de su vida compuesta y
abandonada al pie del altar) que tuvo la suerte tan señalada de oficiar de
maestro de ceremonias en aquella fiesta tan señalada, la primera misa, prólogo
de la institución de la eucaristía, que se gesta precisamente en la eulogía o bendición
del agua purificada. Estas fueron las bodas que contempla maravillada la
tierra, la ejecución de un maravilloso rito nupcial en el cual se cantó, se
bailó, se comió y se bebió de a hecho. Los ojos atónitos y regocijados del
maestresala esculpidos en el arcosolio de las Catacumbas de san Calixto lo
dicen todo sobre la bondad y benignidad del dulce Jesús en esta ceremonia de
introducción a la vida pública.
El hijo de Dios
se hizo hombre al participar de nuestra naturaleza en la encarnación y
nacimiento por patogénesis. Se hace hombre y con ello partícipe de nuestra
flojera, de nuestras aspiraciones morales y limitaciones psicológicas. En el
vientre de María se transformó en eso que dice Nietzsche, un ser para la
muerte, adhiriéndose a la fragilidad y fracaso de la especie mortal. El Logos,
por un milagro de la caridad y de la paciencia eterna, se hace Anthropos. Es un
poco el mito de Baco lo que se refleja en el trasfondo de esta alegórica
epíclesis, en que el agua blanda se transubstancia en vino fuerte. Y es un poco
también el drama de la metempsicosis
dual de cuerpo y alma, carne y espíritu.
Porque
padecemos una especie de apositia o alergia a todo lo que es nutrición de
carácter espiritual embotados como están nuestros oídos por el batintín de las
ondas sonoras, instrumento de dominación universal, a la que vivimos uncidos a
través de la noria de la actualidad universal que gira sobre la collera de un
mismo pollín y obedece a las órdenes de un fuete encaramado tras la cortina
oculta.
El lenguaje del
evangelio se desparrama por ciertas claves crípticas que sólo sabrán discernir
aquellos que no miran en diagonal sino perpendicular y andan por la calle con
los ojos bien abiertos. Esta visión de Caná, hontanar de ternuras y de
misericordia, es un constante acerbo de inspiración al que acude los pintores y
escultores de todas las épocas, está `perfumada de una semántica que porta a
sus espaldas toda una cargazón de símbolos que con frecuencia escapa a la
hermenéutica adocenada de apologetas y docetas, poco audaces que en sus
vertidas interpretaciones hacen alarde de su escasa inspiración, sembrando las
biografías del Salvador y de María de lugares comunes cuando no deformaciones
epicenas.
Al intentar
hacer la prosopografía del Salvador se nos van por los cerros de Úbeda trazando
una imagen etérea que poco tiene que ver con lo real, porque él no eligió la
especie angélica para descender a la tierra manchada por el pecado adámico.
Convivió con
pecadores, estuvo sujeto a las enfermedades, aguantó a los borrachos- fue de
hecho a los que más quiso y perdonó- y alternó por las tabernas de Galilea.
No hay que
perder de vista esta condición de entrega al hombre y de compartir con todos a
lo largo de su vida pública. El santo de los santos en Caná absuelve a los
seguidores de Dionisos. Algo que los puristas y leguleyos de los sinedrios
nunca entenderán de refez.
Aquí proclama
un concepto nuevo de la santidad moldeada en la renuncia de todos los
prejuicios y estereotipos beatos para pasmo y asombro de los que habían soñado
con un mesías horma del zapato de los fuertes, de los sumos sacerdotes, de los
pontífices, los leguleyos y puristas. Nunca podrían ni pensar que el Esperado
era un perdedor y que estuvo asociado con perdedores.
Se manifiesta
mucho más grecorromano que judío el Cristo de Caná y al obrar así se convierte
en piedra de escándalo para los señores del poder. Sus milagros empiezan a
sembrar el terror. Los de arriba lo consideran obran de un paranoico,
sedicioso, amenaza de la república.
Hablando claro,
era un rebelde contra el sanedrín, pero
nunca un seductor. Amaba al pueblo judío, a los de abajo, tanto como amaba a
los gentiles.
Pocos podrán
entender el anástrofe porque los evangelistas saben urdir encajes de bolillos, hilaban
fino y querían hacer un buen paño limiste que nunca se pasase de moda, que
valiese para la mentalidad de los hombres de todas las épocas.
Permite que una
daifa le ungiera los pies con sus cabellos perfumados, bendijo a los pobrecitos
borrachos, resucitaba a los muertos, expulsaba demonios, comportamiento
marginal, porque hacía- decían sus detractores- magia negra, que en Egipto
había aprendido las artes malas de la funesta Goecia.
En este
casamiento luego va y se escapa por la tangente, no fustiga la conducta de los
que rinden culto a Baco, antes bien la pondera y hace un milagro para que el
buen vino siga colmando sus copelas.
No en vano lo
llaman “sangre de Cristo” desde entonces y si algo tiene algo contra esta
bebida que bautizan los taberneros que no lo vendan.
Todos sabrán
hacer astillas del árbol caído. El Rabí de Galilea, que sabe lo que late en el
fondo de las conciencias, no. Por eso advirtió lo de no juzguéis y no seréis
juzgados.
Cristo nunca se
embarró, pero hizo del vino el símbolo de su persona. El vino primer postulado
de la catarsis dionisíaca, de la transformación del karma que vuelve los ojos
limpios.
Si no os
hicierais como niño, no entraréis en el reino de los cielos y sólo los niños y
los borrachos dicen la verdad, con que merece la pena siempre tener presente el
cuento.
No vino a
destruir la ley sino a perfeccionarla, pero puso algunas de sus cláusulas patas
arriba. En Caná quiso acordarse de la paganía, de lo que había habido antes.
Baco y Afrodita llenaban todo ese espacio. Hizo del vino símbolo del perdón y
de penitencia. Llenad los odres.
Nunca hizo
excesos pero supo entender a los que caían en el hondón de la bebida
(meziskazai), porque tenían sed. Sed de vida. El vino que yo os daré...
Hasta es
posible que algún invitado se pusiese pesado y que varios acabaran piripis.
Esto pasa en las mejores familias.
Los del
sinedrio, los que nunca beben, nunca se pasan, siempre en la justa medida, los
miramelindos y mediocres, los obsesionados por su salud y víctimas de su
egoísmo, a lo mejor no entran en la morada que vino a prepararles el
Señor. El que busca su vida la perderás.
Y ellos se pasan los años en abluciones y pediluvios. Hacen votos de castidad y
luego se acuestan con la mujer del prójimo.
En las bodas de
Caná emerge un Cristo exultante que bendice el vino y a los pámpanos de la vid,
símbolo de la vida que no cesa, con toda esa fuerza arrolladora que tiene Baco
cuando reclama lo catárquico. Va a por todas aboga por la santa aberración del
vino de la renuncia (meziskaszai).
Para conseguir
la vida habrá que emborracharse de perdón. Les pasó a los apóstoles al salir
del Cenáculo el día de Pentecostés. Los judíos que los vieron les acusaron de
borrachos pues iban con paso incierto hablando por los codos y en muchas
lenguas.
En este pasaje,
pura alegoría, eulogía total ya que los primeros cristianos eran conocidos por
los del ágape que en el exceso de la eucaristía se comían el cuerpo de Dios.
Son los excesos
del Cristo Mesías que nunca entenderá el anticristo de la perdición. No se
trata sino de un rito de purificación, interna, no externa al modo judío, y de
un milagro del amor. Cuando se quiere a alguien uno desea transformarse en el
ser amado. Se lo come, literalmente. Y
esta costumbre era practicada en la antigüedad por los idolotitas o
antropófagos.
El idolotismo
suponía la identificación total con la deidad y Cristo en Caná parece como si
pretendiera incorporar a Baco a la revelación. Sólo los gnósticos estuvieron al
quite y fueron capaces de entender lo que se escondía detrás del símbolo de los
desposorios cananeos, de la pesca milagrosa, de la ambladura sobre las aguas.
Estallaron las redes la primera vez porque Cristo es de los que no se andan con
reservas y cuando se da irrumpe sin medida, y la segunda llenaron las
almadrabas de un total de 153 peces muy grandes. Otro número mágico; son según
los ictiólogos y los entendidos en tratados de pesca(alieútica, en griego) con
caña o con red 153 la cantidad de clases de peces. Sólo en el evangelio de Juan
se dan estos detalles en cifra que deberían tener algún sentido hermético,
susceptible de ser dimensionado a alguna clave bíblica como también el número
de los 144.000 que da en la apocalipsis.
A veces la
hermenéutica tradicional estuvo demasiado lenta o sometida al dictamen de
Pablo, un converso, un zelotes demasiado adherido a los convencionalismos y
exaltaciones de la mentalidad hebraica, con sus prejuicios hacia la mujer, con
su iconoclasia que le llevó a entrar en Atenas y en Efeso como un elefante en
una cacharrería, quiso destruir el templo de Afrodita, una de las maravillas
del mundo. Era demasiado judío. Al apóstol de los gentiles los árboles de su
formación estrictamente talmúdica no le dejan ver el bosque de la paganía, que
también tuvo cosas buenas.
Pedro en
cambio, el pescador de Tiberiades, un semita puro y candente, se mantiene en
una línea más circunspecta y tolerante hacia la romanización aunque abogase por
una fórmula de juntos pero no revueltos.
Si Cristo es la
tesis, Pablo, la hipótesis, Pedro se proclama la síntesis. Juan en su evangelio
refleja ese ápice de compendio escatológico de la cabeza de la nueva
institución, Cefas, con el resto de sus miembros. Porque nos instaura de bruces
sobre el mundo que ha de venir y todos sus textos son una explicación de la
presencia de la Trinidad en la historia. Representa un acicate contra el
espíritu crítico y el positivismo de nuestros días.
Por eso fueron
tan combatidos de siempre sus libros, se dice que no fue él. Pero en esta
refutación no late más que un pretexto colateral para negar al divino Jesús
rechazando su soteriología, su poder taumatúrgico, sus facultades para increpar
a los vientos y a todas las fuerzas de la naturaleza.
Incluso la
jerarquía de los últimos tiempos participa de esa actitud ambivalente. El Vaticano viene a partir del año del medio
milenio del Descubrimiento de América haciendo las cosas muy pro domo sua a
partir del pontificado del papa polaco. Roma está yendo más allá de sus
atribuciones. La arrolladora personalidad del vicario, tan jaleada y respetada
por los enemigos de la Iglesia - y mucho más cuando aquí están ocurriendo cosas
tremendas - no puede eclipsar al Maestro. Sus concesiones al zionismo han
determinado, por ejemplo, que esta navidad no haya podido celebrarse en Belén,
casa del pan, que Jerusalén sea una ciudad en guerra (y de ello ahora no tienen
precisamente la culpa los crucificados) y que una enviada especial de la
primera cadena, la orensana con voz de pito (la mandan al foramen del pozo de
los conflictos, brocales de ardientes piedras como Iraq o Kosovo, cuando
aparece hay que barruntar tormenta, enarma el micrófono desde el ojo del
huracán), Ángela Rodicio, nos felicite las pascuas haciendo mofa de los ritos
cristianos, de las escisiones entre las diferentes iglesias, las autocefalas y
las primadas, llegando a la conclusión de que el Crucificado no existió o era
un falso profeta porque trajo consigo tanta guerra fratricida. Esas
minuciosidades, como digo, pertenece a los postulados de lo esotérico y
temporal. Nada tienen que ver con la doctrina del legado del Dulce Preceptor
sino con la soberbia y la altanería de las pasiones humanas.
Sólo los que
han sufrido estos excesos que han vaciado de contenido el mensaje evangélico
que es del todo espiritual y disonante con los poderes seculares que tanto
halagan al Vaticano, podrán entender el calado de esta idea, que no es
cismática ni herética sino una auténtica profecía. Otra vez van a ser los
pobrecitos de Israel, los postergados, los que tengan la última palabra, y será
un diácono temulento el que entone la epístola que abra a los que tienen sed de
justicia las puertas del paraíso.
Cristo prefirió
la afrenta de la muerte en el palo antes que unirse a la trilateral del poder
dominante. se alzó contra la primera lógica, ahí está la clave de la
preeminencia de su testimonio.
Vamos escalando
la senda llena de abrojos del monte de las Bienaventuranzas. Vivimos en un
tiempo terrible. Pero a esta época de crueldad le cuadran tan recias palabras
para que luego no se llamen a engaño y mucho decir Señor, Señor.
La vida pública
fue un constante y maravillosa secuencia taumatúrgica jalonada de protestas
contra la casta sacerdotal que dominaba al pueblo. Pero los milagros, con ser
muchos y a cuál más sorprendentes, no representan la ontogénesis de su mensaje
a los pobres, a los humillados y ofendidos. Son sólo la prueba.
Da la prueba a
lo que dijo MacLuhan y obtendrás la resultante.
En la vida mística hay una teleología no de envoltura ni ropaje sino de
lo que está dentro. Mientras el mundo se deja seducir por las apariencias,
Cristo llega con su mirada a lo que está oculto. No lo percibimos porque
tenemos los ojos embotados con la filosofía de la carne. Habría que treznar al
bajo vientre, observar cuanto nos rodea con
otros parámetros.
Hizo muchos
milagros para demostrar su potencia sobrenatural, su procedencia del Padre a
través del Espíritu. Se trata de datos secundarios, adminículos para reconocer
el sentido cristiano, tan lejos los modelos de animalidad que tipifican los
nuevos apóstoles del del ateísmo, del paganismo en disfraz de catolicismo.
Están vomitando fuego las gárgolas electrónicas por sus fauces nimbadas de
perversión, ignífugas y vermífugas,
llamas y gusanos. Los rabos de la culebra afloran sin cese. La serpiente domina
el corazón de las mujeres y a través de ellas reina en el mundo. De este
entendimiento contra la fe que nos inculcaron a los españoles brotan de la boca
del ignívomo una sustancia desagradable, miasmas del cáncer moral que vive la
cristiandad por estos días.
Nunca podré
callar. Los días que me quedan de vida serán un constante esfuerzo contra la
impostura que se desparrama a mi al redor.
Las banderías
de Lucifer gritan con Voltaire su ijujú de muerte. No me someteré. No serviré.
El Vaticano lo aplaude contemporizador, algunos curas y monjas hacen de ello catorcena. El crucifijo de mi
celda agacha la cabeza. ¿Por qué callas, Señor? ¡Mudo tantos siglos! Debe de
ser porque tu paciencia es infinita, no como la nuestra y “patiens quia
aeternus”. ¿Será la eternidad lo que te hace tan lento a la ira?
Haría falta una
nueva didascálica cristiana para entender algo de este complejo mundo de las
apariciones que ni son todas las que están ni están todas las que no son
resultan un exponente referencial de la obra íntima del Espíritu Santo, sin
intermediarios ni cortapisas, de tú a tú, con las almas que ha creado. La nueva
teología de la inculturización promovida por Wojtyla y que está relegando el
cristianismo a un lugar oscuro entre las otras religiones niega prácticamente
dos mil años de teología y de lucha de las gentes del evangelio por abrirse
paso entre la gentilidad. Al socaire de ese sofisma ha sonado la hora de las
nuevas hordas sobre Europa. Roma se encoge de hombros, todo vale habida cuenta
del clima de interinidad moral, complaciente con los enemigos de la fe, que se
ha apoderado de los estamentos de la curia. Son todos del Opus y para más inri
españoles. Por sus obras les conoceréis y dado su comportamiento y su astucia
no creo que sean gentes que crean mucho en Dios: Navarro Valls, Ángel Gómez
Fuentes, Paloma d. Borrero.
El espíritu de
Asís ha abierto la puerta al infiel dando alas a la serpiente que vuela por los
cielos como un pterosaurio de mal agüero. A los defensores de las creencias
insoslayable se nos combate, se nos persigue, nos echan de casa, expulsados del
trabajo, somos negados por nuestros propios hijos y nuestras mujeres que se han
acomodado mejor a esta nueva moral relativizada que mira para otra parte cuando
oye hablar de algo que le saque de su poltronería, una sociedad, en definitiva,
a la que le horroriza la sangre de los mártires, porque se rige por un código
de valores.
Por culpa de
este ambiente de malestar la sociedad española pervive encrespada en un clima
de tensión latente.
Algunos de los
resucitados por el Señor - Lázaro, la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naím,
y tantos y tantos otros que fueron beneficiarios de este poder durante su vida
pública y de todos aquellos que salieron de sus tumbas cuando expiró a la hora
de tercia en el Calvario, según lo que narran las escrituras- vivieron hasta
los tiempos del emperador Adriano (123-138) y su testimonio de viva voz al
igual que el de los mártires fue una de las causas de la acelerada expansión
que tuvo el cristianismo en poco más de seis generaciones.
El crecimiento
tuvo un carácter milagroso en verdad. Una fuerza cósmica verdaderamente
indomable que arrolló.
Lo proclama el
grito al morir de Juliano el apóstata al morir: “Venciste, Galileo”. No había
faltado a su promesa, la palabra quedó cumplida entre el asta de aquel dardo
lanzado desde el campo persa. ¿Qué hace el hijo del Carpintero, pues?, lo había
preguntado en son de mofa a uno diácono de Constantinopla al que mandó al foso
de los leones.
-Preparando,
cesar, el ataúd del emperador.
Y la palabra se cumplió.
No es un hilo
lineal la historia de la iglesia sino un meandro con muchas revueltas. Después
de la confesión de Puente Milvio “in hoc signo vinces”, las apostasías, las
renuncias, los excesos, los litigios. La abjuración de Arrio, aquel presbítero
de Alejandría, va desembocar en el azote de Mahoma por el que se perdió media
cristiandad. La presencia de Judas en el cenáculo ha amamantado las secuelas de
una secreta conjura cuyas revesas se hacen sentir hasta nuestros días. ¿No fue
un gobernador de Ceuta, el conde don Julián, el de la Cava Florinda, el que
abrió la puerta de entrada al moro en España? ¿No fue el Islam el justo castigo
del que se hicieron los godos acreedores por sus corrupciones, envidias,
desavenencias familiares y litigios religiosos?
Como
consecuencia vino la Edad de Hierro. El río de la verdad se oculta para
resurgir de forma apoteósica en los tímpanos románicos. La edad media, como
consecuencia de aquel ambiente de peregrinaciones y de culto a los milagros y a
las reliquias, es el tiempo más feliz para los creyentes. Aún hoy palpamos la
presencia del Salvador en las piedras venerables que nos dejó esa fe firme que
aunó voluntades y trajo como consecuencia el triunfo de la catolicidad que se
emborracha de éxito y de vanagloria durante el Renacimiento. A consecuencia de
los excesos pontificales, la fe se hunde nuevamente en el vacío y estalla el
cisma. Lo peor estaba por llegar porque Voltaire sería mucho más funesto que
Lutero.
Luego acontece
el renacimiento religiosos del XIX, el fervor galicano desencadenante de las
prédicas de L. M. Grignon de Montfort, las apariciones, la iglesia se rehace
tras la debacle napoleónica. Es un movimiento fluctuante de intercadencias como
la libración que hace el sol al girar de sus días sobre el cosmos. Parece que
está fijo sin embargo hay por dentro rotación y traslación. He ahí un inmenso
ejemplo del perdón y de la potencia del Espíritu, presente también en nuestros
días aciagos, testigo de nuestro dolor y hostigo contra las inclemencias de los
golpes que amenazan derribarnos.
Sin embargo ¿
por qué las vírgenes góticas nos son más entrañables y familiares por lo
humanas y maternales y por lo pagano de su ejecución rebosando vida y salud que
las acarameladas iconografías surgidas a raíz del hecho misterioso de Fátima y
de Lourdes vaciadas en moldes de estuvo y con mucha purpurina en el manto y que
además parecen anunciar infortunio, guerras, apocalipsis? La duda queda
flotando pero a mí me asalta el presentimiento de que estas dos
interpretaciones de la mariología (los milagros de Berceo nos resultan mucho
más familiares y gratos pues nos hacen sonreír que las rocambolescas historias
del P. Pío) constituyen un signo de predestinación. Ella no dejará a los que
siguen al cordero en su brega contra la serpiente.
Pero la iglesia
esotérica no se compadece o se compadece poco con la del Cuerpo Místico o
exotérica.
Fátima no me
sedujo con su blanco de cal viva y los ambleos y blandones lanzando el mensaje
de algo en lo que no puedo creer: el purgatorio. Demasiado nos hemos torrado en
esta vida, demasiado purgamos acá en un matrimonio que fue una perpetua crujía
de dolores, asaltados por la enfermedad, la calumnia, el desafecto de los que
más queríamos, la traición y el desengaño.
El purgatorio
no fue más que un invento de los curas para sacar fondos pero esta postura
espero que no merme un adarme toda la herrada de la fe que porto en la cabeza.
Ya me dieron bastantes golpes.
La iglesia
ortodoxa no lo incorpora a sus creencias porque es una teoría que se sacó de
debajo del Escapulario Catalina de Siena en el siglo XIII.
El lugar reúne
la superstición con el fado, la melancolía con el espanto. Nunca podrá sentirse
uno tan colocado anímica ante la basílica de Fátima como delante del portal
calado hacia lo alto de la catedral de Reims, de Notre Dame o de Cantorbery.
Y de esto ya he
explicado arriba el por qué.
Es muy talante
muy medieval, muy europeo y Cova de Iría me pareció como muy portugués. Tiene
por tanto una coloración nacionalista que hace que alzarse de hombros a todo aquel
que lamenta que una porción de España se desgajara de la corona. Por mor de
nuestra poca sensibilidad política pero sobre todo por la tercería del inglés.
Así que fado,
futbol - el Bemfica- y Fátima, las tres efes que sirvieron de axil de
apuntalada de la dictadura de Salazar,
aquel banquero metido a político el cual creía que el suma y el habet son
múltiplos de santidad. Oigo el macillo de los pianos adentrarse en sus arpegios
funestos. Son melodías cargadas de amenazas. A duras pena se habla de la misericordia
divina en tales apariciones. Toda la literatura de alto voltaje se centra en la
palabra castigo. Siguen ardiendo los cirios con su chisporroteo mórbido y las
pobres gentes caminando de rodillas.
El mundo se ha
convertido en la almarcha del dolor, un muro de lamentaciones incesantes. A eso
recuerdan Fátima y Lourdes, con la particularidad que estos santos lugares se
transforman gracias al turismo en santuarios de divisas. Ni creo ni dejo de
creer, sólo apunto el dato.
Dios se
comunica con el ser humano de una forma íntima y personal. Si las apariciones
del Escorial no valen tampoco habría que probar las otras. Puede que haya más
caridad imperante en esos lugares donde “el vidente se marca un chotis con sus
feligresas sin apretar las carnes” que tú mencionas en tu libro de relatos que
en estos lugares tan sombríos como son Fátima y Lourdes.
Es lo que no
cuadra en mis cuentas. Es lo que te faltó por decir, amigo Torbado. Acaso te
faltaron agallas para enfrentarte a la verdad, lo que no empaña la acuidad
certera del libro tuyo y tu tronío como escritor.
Este clima de
miedo al poder omnímodo y al absolutismo de cierto prelados se vivió en la
Rusia zarista en el siglo XVIII, cuando a raíz de las reformas del patriarca
Nicón, el metropolita ilustrado y hombre de confianza de Pedro el Grande,
muchos viejos creyentes pro no renunciar a la fe pasaron la raya del Volga o se
dedicaron a peregrinar por la inmensa estepa con un mendrugo de pan en el
zurrón y el evangelio de san Juan que leían constantemente y recitaban de
memoria por los lugares allá por donde pasaban.
Es el evangelio
de los milagros, el más excelso, el que comienza con las Bodas de Caná, una
hermosa historia que nos empapa en las dulzuras de su mosto sagrado y
epidíctico, apodíctico e epicíclico, un aldabonazo a la conciencia de los
hombres de que no se puede vivir según la carne, que hay una vida eterna
después de la muerte, de que debe existir algo más, porque el ser humano al ser
redimido participa de la eternidad de Dios.
No cuenta la
infancia del Salvador con tanto detalle como lo hace Lucas ni se ciñe al
detalle con tanto esmero como Mateo, que para eso alcabalero y parece que
redactó su libro sentado en el telonio consumero, ni participa del tono
apologético del Protoevangelio de Marcos.
Es
escatológico, exotérico, el compendio de los otros tres y lo llaman el
evangelio de la Virgen. No podía ser de otro modo habiendo partido de la
inspiración del que en la Cena posó su pecho sobre el del Maestro y horas
después recibiría el encargo de velar por ella.
Constituye una
exhortación ininterrumpida a la metanoia y a la conversión dentro del vuelo del
aguila que marca sobre el cielo del alma círculos constantes. Arrepentíos,
abandonad la cáscara del hombre viejo. El reino de Dios está cerca.
Dentro de las
lagunas de los sinópticos, tan sucinta y renuente a entrar en detalles, Juan
proyecta esa visión soteriológica de amor y de perdón. Para salvarse basta sólo
el amor. El odio sólo conduce al infierno y a la perdición.
Nos hubiera
gustado saber un poco más sobre las circunstancias en las que fueron realizadas
esas maravillas narradas por los cuatro evangelistas, pero supla la fe el
defecto de los sentidos y la carencia de información en la que nos movemos.
Se puede
conjeturar que fueron mucho más de los que enarcan, si bien con tanto laconismo
y misterio, en su prosa alófana y alófona los textos sagrados en cuyo estilo la
transparencia se torna misteriosa. Los milagros plagan los evangelios
apócrifos. Lo malo es que la iglesia no los admite como exactos con lo que sólo
existe para atestiguar el carácter taumatúrgico del hijo de Dios y de su
prodigioso primazgo sobre todos los profetas y los otros fundadores de
religiones que han pasado por la tierra y que circularán en lo que queda.
Después de todo, Cristo tiene mucho gancho.
Continúa
alborotando a las masas. No conseguirán, por mucho que lo intenten, silenciar
su mensaje por mucha algarabía que nos quede de bustos parlantes que aquí todo
vale. El sistema promulga, para algunas cosas, la manga ancha y son grandes las
dimensiones del alaroz del Tarifa por el que llegan cada mañana los aplustros
de bajo bordo con los cargamentos de la emigración marroquí que cada día
adquiere más los inquietantes rasgos de marcha verde a lo alauita con pujos de
invasión.
Madre, ¿por qué
callas?
No se puede arrebatar el pan de la mesa de los
hijos para darsela a los perros. Los que vienen traen la furia y la venganza
pintada sobre el rostro, han renunciado a las aguas del bautismo.
El almo solar
patrio está siendo pisoteado mientras jerarquías tanto eclesiásticas como
civiles se pierden en ambigüedades. Ponen por la tele a un fray Papilla dando
el biberón al hijo de una recién parida y desembarcada en una de esa pateras de
pesadilla. El rey recibe en audiencia a la Albright. Como viste de tan corto a
todas horas se lleva la mano al borde de la falda para estirarla. Inútiles
desvelos para ocultar sus patorras. Nos pone nerviosos a los espectadores. Uno termina
obsesionado con esas nalgas que fueron en los rebeldes sesenta de mucha en flor
que iba a las sentadas lib y se fumaba canutos y hoy pertenecen a una de las
encargadas más reaccionarias que han pasado por el Departamento de Estado
El ministro de
la Síncopa hace las presentaciones. Picó alto el adivino, pero el habla
entrecortada de este tribuno de la plebe también te acaba por poner nervioso.
Besa a la plenipotenciaria del imperio en la mejilla. No le pregunta por las
vacas locas ni las vainas radiactivas de la munición anticarro.
Fue el día de la pascua rusa, doña Margarita,
cuando ustedes estaban bombardeando Kosovo y Metopia la tierra sagrada sin la
más mínima ocasión ni respeto para la ocasión.
Aquello, claro
es, fue una chapuza con un inepto al mando de los guardias, Javier Solana
Madariaga, sobrino carnal del catedrático en Oxford e hijo intelectual de
Julián Marías, físico diletante de la cultura que se empeñaba en decir
catorceavo.
Usted viajaba
por Alemania. Le encantan las joyas y los trapos esa noche en la cual murieron
tanta gente inocente o les quedaron secuelas, pero usted es una mujer muy en
plan marimacho, solterona tribádica, encarnizadamente antieuropea. Recuerda un
poco a Semiramis, ha sido la Thatcher de Clinton.
El día que los
super fortalezas volantes británicas bombardearon Dresde un tapiz de ruinas y
de muerte de trescientos mil alemanes de una tacada, el jefe supremo que dio la
orden se bebió tres botellas de Vega Sicilia en Downing Street. Estaba muy
preocupado por el color del tronco de bridones que arrastraría la carroza de la
reina en el desfile que llaman Trooping of the colour.
Si serían píos,
si bayos o alazanes, si overos o ruanes, tarpanes o de raza árabe los jamelgos
que había que mandar a traer de la yeguada. Tan nimia cuestión sobre los
detalles del tiro de la carroza en la mente de Churchill era mucho más
importante que el destino de más de un cuarto de millón de alemanes que moriría
bajo el fósforo y las bombas incendiarias.
Albright poco
antes de dar la orden de ataque se entretuvo en una bisutería de Berlín. La
vuelven loca los collares a esta dama. Desde luego su falta de sensibilidad
para el dolor de la tierra mártir yugoslava
quedó patente. La que dice
llamarse Margarita Albright - un pseudónimo porque su padre les cambió a todos
el nombre europeo nada más pisar la isla de Elis- se ha comportado como los
mozos de cuadra al cuidado de las infernales caballerizas del Pentágono. Vienen
a Europa con la lección bien aprendida, quieren cantar la epístola del anti
evangelio de la revancha. Ella es una mujer escatológica. Se las da de Judith
pero no es más que una esclava de la serpiente.
Mientras tanto, las saharianas que ponen el
pie en el rabo de la piel de toro lo primero que hacen es traer un churumbel al
mundo. Acuden al paritorio. El neonato
es de raza bereber. No lo bautizan, ni le dan las aguas de socorro lo
circuncidan. ¿Cristianarlo, me dices? Ni que fuésemos vacas locas. Aquí lo que
hay que asumir es dar la vuelta a la tortilla, conseguir la vuelta a Granada,
que España sea mora otra vez. Hay moros en la costa por lo que se ve. El judío,
por detrás, con cara oculta les arropa. Nadie dice la verdad, pero el problema
es gravísimo, nos la están volviendo a meter doblada, y aquí sólo está en su puesto la Guardia
Civil que vuelve a derrochar entereza, abnegación y egoísmo. Pero ésa es
también otra historia que van a tener que pagar nuestros hijos muy caro.
Extrapolamos
estas consideraciones porque son argumento que se acumula en el depósito de
razones con el que pretendo defender mi alegato de diaconías evangélicas.
El monte Hermón
eleva su joroba nevada por encima de los 2800 M.de altura, una escalera de
cimas que trepa augusta en ascensión orogénica desde la sima del Mar de Galilea
hasta la torre sublime donde Cristo se transfiguró. La ribera del Lago
Genesaret, que se dilata a lo largo de una franja de tierra de más de veinte
kilómetros a la larga por seis a la ancha, se encastra en una falla sumida a
doscientos metros bajo el nivel del Mediterráneo.
Palestina es la
tierra de los grandes contrastes. Tramontada la cordillera a las ciudades de la
Decápolis: Tiro, Sidón, Cesárea, Damasco, Petra, situadas a uno y a otro lado
de la vertiente. Jerusalén queda al
ocaso y un poco más allá, Belén, la ciudad del pan, hermanada con Bethsaida, la
ciudad del pez.
Hay que
cultivar en radas; en el decurso de breve trecho se pasa de las alturas alpinas
con heleros y ventisqueros a las almarchas tropicales de Cafarnaúm, la ciudad
de las fuentes, y Magdala. Las cumbres nevadas son fragua de huracanes y
tormentas al cambiar el aire y al abatirse sobre la superficie del lago, como
la que padecieron los doce un día de mucha brega y reteles vacíos. Es la
primera vez que estuvo a punto de irse a pique la frágil barquilla de la
iglesia, siempre tripulada por hombres de poca fe y fuerzas escasas pero
asistida por un aliento de pentecostés.
Estos paisajes
fueron escenario del paseo de un hombre sobre las aguas, la caridad mueve
montañas. Con esta caminata sobre la linfa fluida Cristo demostró su señorío
sobre las fuerzas de la naturaleza, las leyes de la gravedad. Su pie posó sin
hundirse sobre la marejada.
Hay quien dice
con san Agustín, que no creía demasiado en los milagros físicos, que Jesús,
gracias a los conocimientos celados estaba en posesión del dominio de una serie
de fuerzas desconocidas al hombre primitivo pero que podrá controlar algún día
con su industria y el fruto de su esfuerzo, era capaz de avanzar por la
superficie acuática, desarrollando todo el poder de su mente, con la misma
elegancia y facilidad con que efectúan tal operación los palmípedos.
La sabiduría
hermética se la había enseñado durante el exilio en Egipto un discípulo de
Trimegisto que se llamaba Gamaliel. Éstas empero son ganas de rizar el rizo
porque los milagros no los realizó en su capacidad de hombre sino como Dios que
amansa las furias, que manda callar a los vientos y los vientos doblegan su
empuje. La escena, a la hora en que cantaban todos los gallos de las aldeas,
franjas y alquerías y ciudades de la Decápolis, era la vigilia de los
quiquiriquíes, la segunda o alectofonías de los griegos, la tercera ronda para
los romanos que dividían la noche en cuatro partes: “vespere”(oche), “pervigilio”(mesoniktion),
“gallus cantavit”(alektoeuforia), y “mane”(proi), cuando el Maestro se acerca
caminando a la barca resplandeciendo en la noche su túnica blanca y su
paludamento de purpura haciendo aguas bajo la luz de la luna, debió de ser
impresionante. Avanzaba inducido por su
propio pie, sin ningún material flotante o barajón en los calcaños. Parecía un
fantasma pero era él. Esta ambladura sobre las aguas no es más que un símbolo
de las maravillas que puede operar la unión con Dios.
Los apóstoles
contemplaron su llegada, pues navegaba más que ellos, espantados. Lo tomaron
por un espectro y sólo cuando estaba más cerca lo reconocieron. Pedro, alborozado y saltando de júbilo como
un niño, quiso hacer una gracia imitando a la columna de gracia como la que
guió al pueblo de Israel en la travesía del Sinaí y saltó por la borda. A lo
primero lo imitaba, podía, luego flaqueó su confianza y notó que se iba a
pique. Hombre de poca fe.
En estos
evangelios lacustres que el cuarto de los evangelistas rodea de una halo
iniciático se concentra toda esa glíptica de enseñanzas morales, válidas para
el ayer, para el hombre de hoy y para el venidero, con un apéndice escatológico
como suplemento de la segunda venida y del tercer encuentro.
Lo tomaron como
un fantasma, retrocedieron y cayeron a tierra- Cristo podía causar pavor como
demuestra el relato del prendimiento de Getsemaní, entonces también el canto
del gallo entró en juego-, pronto lo reconocieron: era él, el Maestro.
Los milagros
palustres del Salvador han llenado a lo largo de siglos nuestras paredes,
cuadros escénicos, han decorado nuestras paredes y repleto de símbolos los
cuadernos de música. Porque de él ha manado toda belleza que irradia
contemplación y gozo sublime. Un pan y un pez lo representa el crismón que es
como una ola eucarística. Para entender el evangelio hay que estar
acostumbrados a los símbolos. Todo el arte cristiano se centra en este gran
pentagrama esotérico.
Existe una
numerología latente y deducciones a múltiples bandas en cada uno de los
cuadros. En la multiplicación de los panes, que eran cinco y los peces, que
eran dos, lo que suman siete, el número áureo de la contemplación, que tenía
aquel muchacho en un fardel de su excusabaraja, se nos aclara que de las sobras
fueron llenadas doce espuertas, una para cada tribu de Israel, una por planeta,
una por discípulo, una para cada mes del año. Esta combinación de números y
letras del alefato celan toda esa sabiduría oculta tras el misterio de la
creación. Si conociéramos sus claves estaríamos al cabo de la calle de muchos
enigmas que se ciernen sobre el destino del hombre y que la oración y el
estudio irán desvelando en el correr de los siglos.
A uno, que
continúa siendo periodista sin periódico, aunque la vocación de esa llamada
nunca muera en mi conciencia, le hubiera gustado ser un enviado especial a
Cafarnaúm o estar en Galilea como corresponsal volante para después relatarlo a
los lectores. El del ágape milagroso al aire libre es uno de los que más
impresionan por su claridad y por su belleza.
Eran cinco mil
varones los que se dieron cita y todos estaban hambrientos. Pregunta a Felipe
cuántas provisiones de boca les quedaban y éste le da detalle: dos peces y
cinco panes que ha traído un chico en la tartera.
Poco es, pero
mandad que se sienten.
Todos se
reclinan por la hierba, muy abundante y crecida en la primavera de
oriente. Es hierba barrillera que crece
en copetes o almarchas por donde le parece pero, aunque menos cencida, es más
perfumada que la de nuestros prados del oeste.
Judea, Samaria,
la Tierra de Canaán y Galilea son los
lugares de la tierra donde se siente con más intensidad que en ningún otro
sitio la pascua de las flores, una verdadera resurrección de la naturaleza.
La bella
estación comienza a últimos de enero, primeros de febrero. Las plantas más
exóticas, los brotes más puros y las biznas más increíbles, para deleite de
botánicos y boticarios, se dan allá. Algunas de estas especies que evidencian
una flora lujuriante y hoy desaparecida impregnan la textura del Santo Síndone
de Turín. Nadie se lo explica. Éste sigue siendo uno de los grandes misterios
de la ciencia de nuestros días.
Toda esta
cadena de milagros obrados por el Rabí, que tienen la Mar de Galilea por telón
de fondo y el trajín de unos rudos pescadores de pocas luces, avezados a la
brega de las costeras y al faenar durante la noche, los pescadores de peces se
transforman en pescadores de hombres por obra de la ciencia infusa y son
capaces de expresarse en cualquier lengua ora aglutinante, ora monosilábica o
de flexión, es puesta en solfa expeditivamente y de forma sucinta por los
sinópticos, pero siguen yaciendo claves ocultas, paremiologías y numerología
que deja abierta la cancela al mito. ¿Por esa entrada de cuarterón se cuela el
ínclito Billy Gates?
¿Qué hubiese
sucedido si las cámara de la BBC hubieran estado presentes en el momento en que
el Salvador inicia su paseo sobre las aguas en medio de la mar arbolada como
consecuencia de unas súbitas tormentas que provoca el cambio del signo de los
vientos en las alturas del Hermón? ¿O en el convite de los panes y de los
peces?
Lo más probable
es que dijeran que hubo tongo, un espejismo de alucine estando presentes la
magia negra y la astrología judiciaria.
Los autores
siguen detectando bajo tales símbolos la presencia de creencias emboscadas de
las adoraciones sincretistas.
El señorío
sobre los vientos y las fuerzas de la tempestad de que hace ostentación la
narración del milagro de la andadura sobre las aguas quizás sea una alusión
velada al mito de Poseidón, con su escolta de titanes y de elfos, ondinas y
nereidas, sirenas y centauros. Hay una teogonía en marcha.
En las bodas de
Caná se detectan reminiscencia de los dioscuros: Baco, con su escolta de Cástor
y Pólux, todos los hijos de Jupiter Capitolino, que sólo recibe en su seno del
Olimpo a los que se han purificado mediante la catarsis. El vino produce
entusiasmo, o lo que es lo mismo: endiosamiento.
Más mesiánico el ágape de la pradera con un
par de peces y cinco panes multiplicados, a unos les recuerda la eucaristía (el
Evaristo eucarístico equivale a “barak” que es acción de gracias en arameo) y a
otros el maná.
Son embargo,
para los que creemos en Él y tratamos de seguir sus huelas por el mundo, Cristo
no puede ser un espectro como consideraron los apóstoles al verlo acercarse y
pasar de largo desde la lancha. Nos lo dice el testimonio de la fe, porque el
de los sentidos jamás sería capaz de explicarlo. Tenemos clavada su imagen en
las secretas cámaras del alma. Incluso esta profecía milagrosa late bajo
nuestra epidermis de reporteros, pues ¿ qué otra cosa fueron los evangelistas
sino heraldos de la buenas noticias embalsamadas de curación, esperanza, amor
fraterno, precisamente lo que ya no se lleva, todo lo contrario a lo que dicen
nuestros códigos deontológicos, desde que esta gran profesión ha sido profanada
por los intrusos e impostores? El diablo se ha hecho periodista. Hay una obstetricia
del mal en los medios de comunicación como tú ya bien sabes que también eres
periodista.
Te recuerdo,
Jesús Torbado, en aquellas escalinatas de la Escuela de Periodismo de la
Iglesia ubicada en el colegio mayor san Pío X, asistiendo a las clases de Peter
Miles, que luego resulta que no era inglés, sino bielorruso o polaco, y él tan
británico, o a las de economía de un tal Figueroa aquel que no era mutilado de
guerra sino un jodio cojo que ostentaba la frente descalabrada por un tiro
(prosopoesquemosis), las de Mostaza y las de antonio Ortiz Muñoz, qué pronto se
nos fue el pobre. En aquella escuela nos enseñaron a amar y a perdonar al mundo
moderno.
Ya sé que un
periodista con tales bagajes sería actualmente una referencia inválida para
este mundo resabiado donde existe una obsesión perenne por el envase, mejor que
el contenido de la paleta, no duraría dos telediarios. Parece como si
Jesucristo no tuviera quien lo escriba. Todos sus discípulos lo han abandonado.
Así que la
tarea de anunciar ha quedado restringida a los hombres del pacto, a los
juramentados en un turbio consenso que huele a logia galdosiana y a puchero de
enfermo. Los pilares siguen basados sobre el secreteo, el poder del dinero y la
calumnia. El ambiente como ves no puede ser más sibilino.
Es la nueva
clase del plumilla endiosado en su vanagloria y millonario, pero nuestras
crónicas y gacetillas parece que nos las redacta el enemigo del género humano,
parecen “embalse” de otra galaxia.
España por de
contado en manos de estos gariteros mercenarios, falsos pastores que nunca
darían la vida por sus ovejas, como en la parábola, se ha quedado desespañolizada, azoguejo de
atentados, batahola de inmigrantes, crujía de lazareto al que van a parar todas
las epidemias y enfermedades como el de las vacas locas, la serpiente caducea
del norte, el hacha vizcaitarra, los malos tratos físicos y psíquicos (los que
maltratan a la verdad, los más peligrosos, porque hoy se empieza a zurras a la
parienta de muchas maneras y múltiples formas), los hijos de Albión desguazando
el incansable ictíneo nuclear que iperitado el campo de Gibraltar, ¡qué cuajo
tienen esos tíos, siguen igual de mamones como siempre! Pero en Madrid las
buenas familias mandan a sus hijos a colegios bilingües. Demonología y lemología se dan la mano.
Demonios y pandemias no nos van a dejar un hueso sano.
Era lo que
pretendían y al final se salieron con la suya, amigo Jesús.
El poder domina
a su hueste por el miedo y el miedo es libre y cuesta caro. Es la vara de
hierro la que conduce al hato de angustiados, cuerda de presos, cárceles
virtuales por Internet, borregos on line, que han rechazado la carga ligera y
el yugo suave del Señor para amordazarse a la argolla y al rodezno de la
esclavitud de las monsergas que pregonan un hombre un voto.
Eso siempre
será sobre el papel, que en la práctica ponen en juego su némesis.
Hicieron del
terror y de la amenaza su más eficaz dicasteis. Es táctica que sigue con
entusiasmo y aplicación el nuevo periodismo de la new lave o noval vague con
tal de acumular méritos en inglés.
Un huracán, una
carga explosiva que estalla en nuestro barrio, las tarifas que suben, el hombre
que muerde a un perro, la cólera que avanza, los presos a la cárcel y las
mujeres al poder, la chica que violan en un desmamparo y luego la asesinan, eso
noticia es. Estamos delante de la caja
de pandora, he ahí los mimbres. Hay que dar carnaza, pero tú sabes al igual que
yo, que he sido corresponsal en el extranjero y me harté en Londres de hablar
de la guerra del bacalao, del duplo Heath Wilson y las peleas del sindicato con
la patronal que toda esa calderilla de lo que se llama actualidad no son cosas
para ser tomadas en serio, maniobras de despiste no más, la letra mata al
espíritu, hay que tener al ciudadano bien amarrado a ser posible por los
felpeyos. El terror y el morbo venden y así es como funciona la sociedad de
masas.
Hace falta una
segunda lectura onírica porque donde dice información es desorientación lo que
habrá que leer, paz en este reino de la anástrofe catastrófica en el que nos
movemos quiere decir, cosa chocante, guerra y conflicto, amor no implica buenos
sentimientos y el sexo todo orgasmo. Andamos al cabo de la calle, al final de
la utopía. La revolución tecnológica sólo ha conseguido aislar al ser humano en
su cubil, volverlo más lobo.
A un paso del
apocalipsis es la vulgaridad lo que impera, corolario del círculo vicioso de la
mentira y el engaño, cuyas armas principales son la repetición machacona de una
serie de supuestos echando mano de la batología más tozuda y la tautología más
vergonzante. Aquí de lo que se trata es
de esconder es la cara del monstruo que quiere envenenarnos. Por eso hemos de
comulgar con ruedas de molinos, ser enterados de lo que ellos quieren, que les
bailemos el agua en una palabra, que hinquemos la cerviz, leyendo sus libros,
su arte de casquería y de venganza.
Y obran de esa
manera porque las logias washingtonianas y londinense piensan que Xto. Les
resulta adverso y hay cosas en Europa que se les resisten a pesar de sus
éxitos. Si tienes la cabeza podrás dominar a los miembros pero esas cuentas en
el Cuerpo Místico no cuadran. Nos queda el recurso de la gracia. Suben por la
cuesta los diáconos entonando las letanías, ya se escucha el temblor lejano y
espectral de los coros.
Aunque Satanás
se haya hecho periodista, según pronosticara Andreiev, uno en su modestia sigue
siendolo hasta las cachas. Bien sé que nos han hecho cesantes como a los
militares de Azaña al que citan y tratan de imitar como si fuese un santo los
jaques y prohombres de esta Transición o Tránsito a garrotazos que sólo ha
servido para llevar a cabo la voladura ralentizada de España, burlarse de su
cultura milenaria, infamarla, pisotearla.
Es el odio a
Cristo lo que les ha guiado a la comisión de este genocidio cultural, de esta
inmolación holocausto, de mi patria.
Comprenderán
entonces porque me parece Kissinger un personaje siniestro, porque me inquieta
el culo gordo de esa bollera norteamericana que es el poder del infierno en
minifalda. Se llama Magdalena Albright, es judía de raza aunque no de nación y
acaba de venir a Madrid para hacer firmar al rey y a Aznar el ultimátum de
rendición. Horcas caudinas para la pobre y recatada España. Se ha tirado la
vajilla desde un séptimo piso y no se ha roto ni un cacharro. La maniobra de la
manzana se ha efectuado con bicho y todo, estaba dentro el diadoco en el día de
su coronación y el arconte en su garita dorada. ¿Aun más?
Sí; vuelven por
sus fueros los sicofantas. Es censurado todo lo que se imprime, todo cuanto
sale al aire. La crónica de Caná y la de la multiplicación de los panes y de
los peces hubiera sido reprobada, nadie la habría potenciado a ningún telediario,
Goebbels en la memoria, volviendo por sus fueros los argüidores carpinteros de
una sociedad ánoda, de encefalograma plano con invocaciones y repapilas
constantes al gran Hermano.
-¿Pero, hombre,
cómo puede ser? ¿ No estás exagerando? La gente vive bien, se echa coche, las
tahonas trabajan toda la noche, no le falta a nadie el pan por lo que nos
sobran multiplicaciones del pan o refacciones, meriendas eucarísticas al aire
libre. Tu pasión te obceca, camarada. También es verdad. Aunque yo me meta
tanto con esta sociedad, nunca fue tan feliz, ni me faltó nada de nada. A lo
mejor es que estás mal, pues estaré, pero yo sigo a lo mío dale que te pego. No
me meto con nadie, denuncio la impostura.
-Ni quito ni
pongo rey.
-Pues eso
mismo.
Los del nuevo
periodismo y aquí no me duelen prendas están haciendo una guerra contra la
buena nueva. Tú sabes quiénes son los epígonos, los Lamas de mis quejas y como
eramos pocos parió la abuela, enviaron al encorazado Carrascal a Norteamérica
que quiere morirse como corresponsal en N. York, un lugar al que arribó en un
barco de polizonte. Pisar tierra de
Sioux y dejar de fumar fue todo humo, que se había metido a los pulmones tres
cajetillas de tabaco. Yo mismo tuve la experiencia igual que cuando me tiraron
a aquella zahúrda de la calle 42, días difíciles madre, en aquel hotel lleno de
negras y con un portero que recordaba a los de los seriales de Inglaterra me
dio por fumar, por comer y por añorar mi tierra.
Ando estragado
desde entonces. El choque que padecieron mis nervios al enfrentarse a aquel
país todavía me dura.
Una voz
interior me decía que me tiré de un avión y caí en la tierra del anticristo y
fue salvado como tantas veces de forma miraculosa por una fuerza secreta que no
acertaré a definir pero que se encuentra cerca y a mi alcance.
Había topado de
manos a boca con el adarve del gigante. El gran hermano preparaba sus sucios
condimentos para envenenar a los mortales, menús de vacas locas y espoletas de
uranio empobrecido con efecto retardado. Tienes que seguirme, Jesús. Has de
comprenderme: esta oposición no me la saco de la manga, soy un verdadero
luchador contra la bestia.
No me pidas
entonces que no saque a relucir los sacos sucios de nuestros empresarios de la
información porque de ellos precisamente viene esa manipulación de la noticia
que a uno le dan retortijones en la barriga de sólo pensar lo que manipulan los
muy torticeros y follones. Algo les vuelve en un momento dado mentirosos
compulsivos.
Con ellos al
frente la miscigenación étnica, la caldereta de religiones y la crudeza en
grajeas que administran en los programas de variedades, noticieros y coloquios
que son monólogos en los cuales un señor pontifica esta caldereta de religiones
por ellos invocada puede acabar en sopa juliana; ya la belleza tendrá poco
porvenir.
La vulgaridad
habita entre nosotros administrada en sabias dosis de las grajeas de los
telediarios, cuya pauta nos desborda puesto que no parece correr a cargo de
cristianos ni de españoles. Maltratan a la nación, vejan su idioma, pisotean su
historia, han entrado en nuestros fueros a mano armada y no conformes con poco
agregan afrenta a la herida al nombrar Jefe de la Seguridad Informativa,
comisario de la noticia, a un tal Maraña. Comparezca con su barba florida y
entre a reinar el rey del Mambo. Otra vez en el círculo de tiza las brigadas de
información, las milicias de vigilancia de la retaguardia. Toma ya, qué
carretón llevas Felipillo. Para mí que no has pasado de ser un vulgar soplón,
un mediocre periodista con un master en Columbia, el meritorio de Cirilo que
aterrizó en Nueva York diciendo que había que cargarse a todo el Movimiento.
Lo entiendo
ahora perfectamente lo que tu querías, bribón, es algo de Meneo Socialista. Ya
sé que eres un tipo muy peligroso y que denuncias pero tus palabras no pasarán
y vas a terminar colgado de una rama como Judas.
Ahí tenemos a
los inmovilistas trepando la cucaña y saltandose el escalafón nuncios del
tiempo que se termina, evangelistas de la anástrofe, mercenarios del oro
sionista que guardan the vaults of Wall street con blindaje antinuclear.
No me callarán.
Lo que tengo que decir lo diré: forma parte de mi ministerio de diaconía,
pinchad teléfonos, enviar vuestros topos y vuestros sicarios, un tiro en el
amanecer, un metro cuadrado en el cementerio del Este.
Sois pocos
imaginativos en vuestra pugnacidad asesina, nada novedosos en la estrategia a
golpes de yunque y martillo, lo vuestro es el círculo vicioso, un laberinto del
que no se sale nunca; claro que mucho más sagaces que los hijos de la luz.
Hágase el
diablo periodista, diplómese en judiadas, abra sus cofres que contienen todo el
oro del mundo para comprar todos las naciones que venden al mejor postor los
vendepatrias de ocasión que aquí a lo que parece nunca se termina el tiempos de
rebajas. Así y todo no se acabará saliendo con la suya. A Lucifer su propia
rabia lo vuelve impotente. Con frecuencia se pasa de listo.
-Estás viéndola
venir. Sin haberlas ojeado sé que siempre te guardas una carta bajo la manga.
-Andreiev
estaba dorado de una sexta percepción, como la mayor parte de los rusos
ortodoxos, para analizar el mundo desde una perspectiva mesiánica.
-Tenía gran acuidad
pero resulta algo triste. No hay que
deplorar la belleza que un día construí e inserté yo en los órdenes de arriba.
Sin embargo
pese a nuestros coloquios íntimos y a nuestros reparos de observador cansado
que se ha sentado a la orilla del camino lo cierto es que la obra del malvado
tiene cada día aumentos, consigue nuevos logros.
Con un
decodificador de onda entre sus garras no hay salida de emergencia. Atabernarse
o morir que viene la avalancha: un vórtice de imágenes que se afinan a la
involución de creencias y a la angustia en forma de llamaradas.
El tártago está
en la salita. Bajar a la laguna Estigia no es necesario con toda la familia
aplanada sobre el diván, comiendo para acallar el pánico. No se trata de
espantar al gusanillo sino la mala conciencia.
-Os han cogido
a todos de pendejos.
-Ayudadme a
salir del país.
-Pero si no ha
lugar dónde hoy. Tengo bloqueados todos los accesos.
La miseria se
apoderó de mí en aquel instante. la conciencia no hacía más que remorderme y un
grajo se entretenía defecando por encima de mi cabeza. Pasaban el último
reportaje del hebdomadario, alfajores después de la cena y la enésima taza de
sopas para sepultar el recuerdo amargo de las goteras de mi cuarto, y lo vi
subir por la escalera, estaba más gordo y fondón para que luego que en el oeste
no os dabais buena vida.
-Os han echado
al mundo para que os machaquéis los unos a otros como él os ha machacado. Vivir
es sufrir una eterna novatada.
La contingencia
bramaba echando espumarajos por entre los colmillos contra la Aseidad sin
límites. Dios es el que es y no necesita de ninguno de nosotros.
-Yo tengo el
mando a distancia, yo controlo el poder.
El zapeo nos
había vuelto a todos seres decadentes, suerte de mamarrachos del guiñol. eramos
sujetos pacientes de una actualidad que nos abruma y que nos desborda. El mismo
horror cotidiano, la misma serpiente que se muerde la cola, el monstruo del
Lago Ness, una repetición incesante y machacona de voquibles y de homónimos. Y
tópicos hasta la nausea de lo que parecen ladillos y son ladillas, el coronel
no tiene quien le escriba y crónica de una muerte anunciada, vuelve a casa por
navidad.
-Ha pasado el
carro de la droga. La batología repetitiva que es el pan nuestro de cada día.
-Te has hecho
periodista, Satanás y es así como estás ganando la partida. Cuentas con un buen
equipo de difusores de imagen y como sobre eso tienes la lengua muy larga a ver
quien es el majo que se te resiste.
Llaman a la violencia la partera de la historia, pero tú eres el mismo
tocólogo de la brutalidad y la barbarie. Pegas una patada y aquí al doblare de
una esquina, te sale un pocholo con un micrófono. Toda en la rifa.
-One day, you
know, I had a dream. Ya sabes cuál era mi sueños que sustituyeron de la pechina
de las cúpulas de todos los pueblos los camafeos que representan a los cuatro
escritores sagrados: el toro, el león, el aguila, el hombre y sustituirlo por
el busto de personajes que pertenecen al mundo de la gresca y de la briba.
-¿Por qué haces
eso?
-Porque ya no
hay buena nueva. Nadie podrá besar al final, una vez leída la perícope con la
inserción sagrada del día, ni cantar triunfalmente aquello de “per evangelica
dicta deleantur nostra delicta”. No estallará el coro en un deogracias
infinito. No hay coro, no hay que agradecer nada, los evangelistas se han
callado para siempre, las iglesias las hemos convertido en muladares o en
museos.
-Habéis puesto
los libros del revés, ya te comprendo.
Con qué
insolencia hablaba Kakurgos, heraldo del mal suceso y del peor acontecer. Es el
ángel del mal del que defluye todo infortunio.
Únicamente los
que hemos estudiado griego tenemos una capacidad para rechazar sus ataques.
Saber griego es algo muy importante para todos aquellos que militan contra
Kakurgos, porque en ese idioma está escrita no sólo el evangelio, sino toda la
gran filosofía. Al diablo los aoristos del jónico antiguo le abruman.
-Ah, la
filomatía, ah la ciencia.
-¿Cuándo darás
por terminado el sacomano de España?
-Ya queda
menos. Tu aguarda el dictamen de los obispos vascongados. Han pedido acercar a
los presos.
-La madre que
los parió están todos de buen año arrellanados en sus sitiales, se les pone a
todos cara de simposium congresista, es lo que son congresistas de poca monta
que se pasan la existencia haciendo el memo y les creció la nariz y la barriga.
Todos tienen cara de peces gordos
-Los lobos
cuidan del rebaño, mala cosa.
Los obstetras
del mal, los esparcidores de cizaña, todos son periodistas. Viven en simbiosis
de concubinato con los prohombres de la política. Todos a una gritan que el
evangelio es una patraña al cuidado de los estetas. Ya ha comenzado el sacomano
de España.
Preterido el
mundo grecorromano del que fuimos paladines y adelantados los españoles por
génesis y por historia sufrimos una andanada a la linea de flotación,
cuestionan nuestra razón de ser y andan proclamando a los cuatro vientos
muérete, España, que nunca debieras de haber existido, tratan de hundir la
barquilla que empezó a flotar en Tiberiades.
-Xto era un
griego, para que lo sepas, que se expresaba en arameo.
-Sí, el canto
del gallo. Euforias bíblicas, alectofonías, un canto del gallo sin fin
cuestionable históricamente pero lleno de cosas bonitas: parábolas, alegorías,
antífonas, cosas poéticas. Una lengua tan eufónica como la griega tuvo que dar
al mundo muchos bardos. Un pueblo con tan bellas palabras(ochi, mesoniktion,
alectofonía, proi a la alborada) en la cartera no puede morir. sin embargo,
nosotros los videntes (eidontes, teorusin) de ese mundo fantástico parece que
estamos acabados.
-Aquí huele a
Galilea, al perfume del jacinto y de la orquídea. Ya las flores tapizan las
orillas del lago Tiberiades.
-La prueba del
carbono las ha encontrado en restos esparcidos por la Sabana Santa. El cristianismo es una religión
de poetas, ¡oh montañas de Judea!
-Donde el
Hermón yergue su cono resplandeciente como una antorcha de nieves perpetuas.
Plinio demostró
que de esta región caracterizada por un clima de contrastes sacaron los romanos
sus hierbas medicinales estableciendo sus primeros productos de farmacopea.
-¡Oh lozana
visión del paraíso!
Todas estas
historias de los milagros lacustres que empezamos a oír narras siendo párvulos
en aquellas aulas de los cuarenta con el Catón moderno sobre el pupitre y el
“Mi Jesús” en el banco de la iglesia, como en esos decorados tristes sólo aptos
para una película de Garci, crearon en nosotros un anhelo de belleza etérea,
una sed de bien y de trascendencia, ¿cómo te lo diría? Partimos a la búsqueda
del edén poblados de buenos sentimientos, trocitos de cielo en la tierra.
Idealistas perdidos, estetas con vocación de santos, procuradores de un mundo
feliz, en nuestra periégesis llegamos hasta América. ¡Qué desilusión descubrir
que Nueva York no era como nos las pintaba el cine en blanco y negro, que Caray
-con- Cooper que-estás-en los cielos, objeto de plegarias se había muerto, que
Marlín no era sino un fetiche, pero los cámaras acertaron al enfocar sus caderas
sorprendes, lanzando besos con la mano desde el labio inferior con mucho carmín
de guarrindonga para el presidente, y eran cuando lo de la muerte de un
viajante y de la maquina de hacer el amor de Brodsky! Poco duró aquella descubierta. No era lo que
nos habían contado en las tardes de sesión continua, pero la estética del
milagro, la partida hacia un reino de fabula que nuestra cinefilia inconsciente
nos había puesto ante los ojos. El sexo, mucha angustia y horror en nuestra
vidas.
Nos llaman los
del 68 pero nuestra generación se aloró leyendo a Miller y a Orwell utopistas
de la revolución sexual y de la caza de brujas. Nos largamos a París por
ferrocarril con un billete de tercera, alguna tableta de chocolate para el
camino con alguna botella de vino, soñadores ya y borrachos perdidos, “Trópico
de Cáncer” y “1984" como libros de lectura. Nineteen eighty four and the
fucking machine. ¡Qué profetas, muchacho, adelantaban el paraíso feliz y aquí
todo el mundo está cogiendosela con papel de fumar, pensando en el viagra!
Ibamos de abanderados de la libertad sexual y nos han cogido de pendejos.
Estábamos
expectantes ante la llegada de esa fecha cuando el mundo empezó a despertar a
la revolución de los ordenadores. La visión arcádica de nuestro futuro se compadecía
poco con el decurso de la historia, llegábamos empapados de fábulas y de
ensoñación atiborrados de letra muerta y oliendo nuestro cuerpo a hojarasca
caída a un mundo ingrato y en el que se hacían pocas concesiones a este tipo de
licencias retóricas.
Al pasar por
las escaleras de los colmados de la colmena se escuchaban los cantos de
preparación de la muchacha que quería pegar un salto a la fama o del estudiante
tímido con pinta de ex seminarista al que ya le picaba la viruela de la
escritura. La de una buhardilla proclamaba:
-Mamá, yo
quiero ser artista.
Y en la celda
de enfrente otra le contestaba:
-Y yo escritor,
Mariquita linda.
Poblaron de
fantasmas nuestra mollera. Tropezábamos constantemente pero no nos dieron una
segunda oportunidad. Hubo que aprender a vivir hacia adentro. Quizás cometimos
la torpeza de Pedro al querer deambular sobre la superficie panda de un río
cuando no las teníamos todas consigo y la fe nos fallaba, pronto perdimos la
verticalidad, unos se fueron a pique, otros nos hemos quedado de náufragos,
salvamos por los pelos porque la naturaleza había instigado en nosotros un
sexto sentido de supervivencia camaleónico. Si no nos ahogamos fue porque Dios
es misericordioso.
-Flotamos sin
saber. Eso también es un milagro.
Tú habrás
tenido como yo ese barrunto de catástrofe segundos antes de la zozobra.
Pensábamos que se iba a hundir el mundo, pero no. Lo que echaban a pique eran a
los de nuestra flota. Barcos de papel, mundo de sueños oníricos.
Entonces notas
que una mano te agarra por la cintura, alguien se te aparece de repente. mitos
que salieron diapreados con mantos y redingotes de múltiples colores, pero la
fuerza que te atenaza cuando te hundes es real; está ahí, entras en otro
horizonte, te abruma una sensación de angustia indefinible. Por dentro sientes
en definitiva que tiene que haber un dios. Y ya estás salvo, de nuevo a flote,
galeote en la galerna a las ordenes de un esparavel con instinto asesino que
hunde el fuete sobre tus costillas, remando y gimiendo en la santabárbara de
una galera cualquiera gimiendo y remando con otros cómitres.
-Señor, estáis
ahí.
-Sí, ¿qué
quieres, hombre de poca fe?
Escuchas la voz
y retornas de nuevo a la empuñadora del rebenque que es lo tuyo. Te desangras
por los pulpejos de la mano pero continuas a instancias de ese conjuro en la
ciaboga que dura cuarenta, sesenta, ochenta años. Muy pocos alcanzan la edad
provecta del centenario, pero es la máxima aspiración de todos los forzados.
Aquí de lo que se trata es de durar, ninguno quiere morirse, ni al papa que
siempre recurre la sentencia cuando le hablan de enfermedad, que ya andan por
ahí diciendo las malas lenguas que Wojtyla es inmortal, desde que firmó aquel tratado
con Mefistófeles.
María
Medianera, María que socorre, vice reina de Jesús - que siempre su poder
delega- en esta tierra. Ella es la encargada de atender a esa súplica
sempiterna de sálvanos que perecemos, que las tierras se abren para devorarnos
y que las olas furiosas se ciernen para conducirnos a los glaucos espacios del
abismo, hermosa mujer de misericordia constituida en nadir y cenit de la
economía soteriológica, baluarte de mis diaconías, dulzura y esperanza nuestra.
De repente
vuelve a alzarse el telón cuando estábamos a punto de ahogarnos y el pesado
sudario de la muerte que para los humanos lo lacra todo estaba a punto de
abatirse sobre nuestros ojos. La secreta energía nos infunde espasmos de vida
cuando ya se nos alargaba la nariz y he aquí que resucitamos.
Yo he sido más
de una noche difunto de taberna que hace el patoso por ahí, estuve a punto de
perder la vida, el crédito, la honra, llegaba a casa sin la cartera cagado y
meado, beodo furioso y viendo doble, y todavía no me he explico cómo he podido
arribar al hogar, acertar con las llaves, ascender los peldaños de la puerta
excusada- sneak to my bed, como un personaje de las novelas de Grajan Green- en
la alborada de luz lechosa tras la farra sin que se despertase mi santa. ¿Quién
guió mis vacilantes pasos en la hégira de vuelta a casa permitiendome que aquel
moro que me salteara me robara hasta la camisa pero sin pinchar mis carnes
laceradas por el dolor, soy de los que busca una tregua en las copas y en las
cráteras, unos dirán que fue san Martín bendito patrono de los que soplan, el
que a los desnudos tiende un capote.
Bien que se ha gastado en tela el santo obispo para venir en mi auxilio
con su paludamento de tantas mitades para prestar los primeros socorros de peregrinación
por los vasos, el vapor del cristal y los tropezones de mis zapatos, relentes
guadarrameños, guardias y desesperaciones, pero no quiero volver a casa, soy,
Dios mío tan infeliz. La noche iba arrastrando su peplo de luceros arriba,
abajo el temblor de la edad bajo la estridencia alborozada del canto del gallo
y la llegada de la aurora con sus encendidos rojos, en total las cuatro partes
del pervigilio que se pasaban sin sentir.
Sí, yo he sido
difunto de taberna, me mareé por los figones y cuando me caía y estaba de
bruces sobre el brocal del suicidio y la desesperación venía san Martín a
echarme un capote. Él es el santo mayor,
símbolo del cristianismo, nuestro capitán de Panonia. Oídme, cristianos a punto
de pasaros al moro que os cortará los dedos de los pies para que no vayáis a la
taberna, a ninguno como él encontrareis en la religión de Mahoma. Divino
obispo de clámide inmensa, todos cabemos
en tu alquicel incluso los pecados coacervados por la iglesia, desde el tercer
canto del gallo, la alectofonía triunfal que señaló el comienzo del final de la
noche pagana.
El catolicismo
es la verdad porque ninguna otra religión es capaz de desplegar santos tan
atrayentes para el hombre caído como san Martín. Los que ofrece el islam y
algunos del talmud son impresentables o retorcidos en un ramadán fanático. Que
el ser humano es bastante cosa nos lo presenta el ejemplo de los pobrecitos
borrachos dormidos por las esquinas mojados de ginebra. El orgulloso no bebe.
He sido como
digo el guiñapo de las puestas del sol, la cabeza cortada de un eccehomo
clavada en la picota, pero tú habrás notado la sombra de la promesa cernerse
sobre ti, que nunca podrás caer, ya has caído, al pozo hondo del psique enmedio
de estentóreas carcajadas. Atruenan las gargantas, llueven los gargajos, de
aquellos para los cuales no significamos sino espectáculo de irrisión por
llevar la locura de la cruz a cuestas.
En este periodo
juliano entre las dos pleamares, que es la vida del ser humano, la lucha entre
Ormuz, signífero del bien, y Ahrimán, compendio y cifra de cuantos vicios y
maldades hay, se nos presenta impostergable.
En la vida y
personalidad del perínclito Jesús se converge ese aspecto de dualidad opuesta
que marca la trayectoria del mazdeísmo y de la pléyade de creencias y mitos
anteriores a la primera venida. Aparece como un superdotado de fuerzas que se
restringen al karma perfecto: la precognición, la clarividencia y la
telequinesis.
El paseo sobre
las aguas y el convite en la pradera se nos muestran como evoluciones
carminativas de esa energía inherente a sus facultades, halo de salvación,
salud que se derrama, luz que vence a las tinieblas del ser perfecto.
Pero estas
taumaturgias presuponen una amplia capacidad de concentración: los rayos
áuricos que se esparce de la silueta del que reza, porque él fue sobre todo un
orante (proseujomenos). No arrojaba al inmundo en nombre del propio Inmundo,
según los dicterios de los fariseos, sino para demostrar su señorío sobre las
leyes del pecado y de la muerte.
Representa el
desquite frente al mal y ahí está la clave de la fe del que espera su galardón,
el desquite al cabo de todos los sufrimientos, esta bufada de aires de
contrariedad.
Entre las
soeces deprecaciones, juramentos y avenidas de la sinrazón etílica que arrollan
las rieras del alma dolorida del beodo, se perciben todas esas otras frases que
fueron el pie de foto de los capiteles historiados, de los tímpanos alegóricos,
explicando una serie de milagros cuya recitación empezó temprana y lisonjera en
la tierna edad, siendo dovela de esperanza, contrasalmer de fortaleza, apófige
de la columna fidel, dulce susurro de ama de casa que se ha dado cuenta de que
“no tienen vino”.
Señor, hemos
trabajado toda la noche sin sacar nada. Te habíamos perdido de vista. ¿Dónde
estabas? Es él. Señor, sálvanos que perecemos. Tu fe te ha salvado. Vete y no
peques más. Mi madre de la tierra nunca me ha querido, siempre me humilló y me
puso en ridículo ante las gentes, yo no era lo que ella esperaba de mí. Sin
embargo, mi madre del cielo me protege. Tiene que haber un Dios que castigue
tanta justicia, por tanto hueso quebrantado y por tanto cuerpo dolorido. Hijo,
tu fe te ha salvado.
Los prodigios y
terapias inexplicables se operan mediante la imposición de manos. Antes hubo un
conocimiento anterior emanado de la armonía del cosmos. La ontogenia de sucesos
tan poco frecuentes como la transubstanciación están explicados en los milagros
del mar de Galilea, es decir, los palustres, rezuman un halo tan poético que
representan tentaciones a las que no ha podido resistirse ningún escritor o
periodista que las costase a pecho descubierto sin las mixtificaciones y
filtros de ahora. Los obstinados a la verdad de la cruz y los reacios a admitir
la historicidad del Varón de Deseos controlan por desgracia el botón que pone
en marcha la maquinaria informativa.
Creo, amigo
Torbado, que tú al prestarte a su juego, caíste en la práctica, pero no podía
ser de otro modo porque aquí o les haces el caldo gordo o te fusilan. En esta
carta no quiero que tomando el rábano por las hojas creas que te envío un
ultimátum para que vayas escogiendo padrinos. No te reto a duelo, no;
simplemente intento desgranar algunas reflexiones de uno que fue corresponsal
volante y heraldo de la buena nueva antes de que se produjera el gran vuelco
del bicentenario de la Bastilla.
Llega el tiempo
de dar testimonio; la única salida a tantas perversiones es la diaconía aunque
nos tengamos que enfrentar a todos. Hay que ascender los peldaños del púlpito,
encaramarse al ambón y proclamar con voz recia que resuene rotunda la verdad
absoluta y sin artilugios frente a los apóstatas. Es hora de descorrer velos
para frenar al islam que avanza con saña de anticristo.
Nos acogemos a
altana y nos perdemos en el laberinto de la pradera de las apariciones. Es
lícito que nos tachen de locos pero yo prefiero la venta ambulante antes que el
ultraje, y en este país las estamos escuchando muy gordas y campanudas. Las
peores las que resuenan en el recinto sagrado del altar. Hay que echarse la
culpa a las espaldas y que el hexaptérico del humeral donde se representa el
serafín alado nos acoja bajo su abolla y allí ningún peligro nos pueda
alcanzar. Decir esto es muy elástico aunque nunca deberíamos dudar de la
potencia divina.
Ya veo
acercarse a los del fogaril, traen antorchas que iluminan sus rostro terrible,
parecen monstruos, a prender la pira del fuego fatuo. La venduta va a dar
comienzo porque el sembrador de cizaña se acerca de puntillas aleve y por
detrás. Es la táctica para hacer avanzar al zancarrón como se hizo otrora. Hay
desestabilizar todo un continente, un almuz y un almez en cada torre, no más
campanarios. Vamos a ser demócratas. Velad vuestra cara, mozas, poneos la toca
de una vez, tapad vuestras carnes lujuriosas.
Los muros de
albardilla se venían abajo y las iglesias a tejavana estaban desmoronandose.
Sarracenos ganaban territorio porque Axia es multípara y sometida a su marido,
nada de feminista como Isabel San Sebastián, que nunca jamás visitará, la vulva
ocluida, la sala de partos. Reconquistad la tierra goda, el vientre de la Cava
es yerma ya, porque la incontinencia trajo lascivia y la deshonestidad es
infecunda por eso las españolas no paren porque se han vuelto todas o machorras
tribádicas o feministas. Celestina se nos aparece las mañanas y tardes
disfrazada de perchelera cotorrona. Ocupa toda la pantalla con sus caderas del
epidiáscopo parlante, llena el cuarto de estar de voquibles y de
reivindicaciones y contusos contoneos, monederos falsos. Se recorta su figura
sobre los plantíos primaverales y las almarchas de la vega baja. Retornan los
moriscos agitando verdes oriflamas pidiendo el desquite de Boabdil. Granada es
nuestra, devolvednos la mezquita de Córdoba.
Triste anda doña
Alda de la rueca al ventanal, ciñendo brial de luto y tocas blancas pues llora
la muerte de los siete infantes de Lara. Nunca llegará el amador que aguarda.
Si la nave de Pedro amenaza con la zozobra os queda a mano el recurso de la
oración, no encallará. Todo lo que pidáis a mi Padre en mi nombre se os
concederá. Nada temáis, soy. Nos lo asegura el que anduvo sobre las aguas. Caña
a babor, esperad otro poquito y le veremos de nuevo, pero esta vez revestido de
la librea de gloria, el justo juez que viene a juzgar. Perseverad en la
oración. Su presencia sembrará primero el desconcierto, a continuación el
revuelo. Casi ya siento desde aquí el estridor - esa furia con la que doña
Isabel Sebastián denigraba a un mando del ejercito por haberse atrevido a dudar
de la operatividad de las mujeres en la primera línea de fuego, con cuánto
tesón derramaba sus dicterios sobre el pobre señor “machista” esta Safo de la
cadena que garla, que paga dinero judío y ha enchufado allí al Hermida como
mandamás-; las antenas ebúrneas e inaccesibles se vendrán abajo pues como la
torre de Babel no han servido para comunicar sino para desmembrar las patrias o
deslomar nuestras conciencias. Ya no les valdrán maulas, ya no podrán excusarse
de acudir al banquete de bodas ni decir que lo de la pesca milagrosa no tuvo
por causa más que un espejismo, una ilusión óptica.
El piloto guió
mar adentro sin escuchar los cantos de sirena. El discurrir de la pléyade la
antorcha de la fe es una peregrinación, que puede que estemos al borde del
final de esta periégesis cáustica que ha sido la historia de nuestra estirpe.
Hay signos, la escritura nos da la clave y marca la dita de lo que habrá de
acontecer y se acercan espesas preñadas de letales augurios las nubes del cielo
de las postrimerías. Ninguna luz más oscura que la de amaneceres. ¿Quiebran
albores ya? ¿Se viene sobre el horizonte la bella madrugada del Salvador, el
esperado de las gentes (ελπιδια λoωv), el que nos liberará de las garras del
Mardoqueo washingtoniano, la democracia que es tiranía y un Israel que es Sión
y no responde a las expectativas soteriológicas que el Aba les ha asignado
matando a sus enviados?
Pablo, tan
sorprendente y enigmático como siempre, parafraseando a Isaías nos da la pauta
en “Ad romanos”, XI, 25-27: “no quiero que ignoréis este misterio (el de la
futura conversión del pueblo judío), dejad de obcecaros, y es que, si una parte
de Israel ha caído en las tinieblas, de Sión saldrá el libertador que
desterrará de Jacob la impiedad”. Todo el mal en el mundo entró por conducto de
una hembra. Así, volverá a ser otra mujer. De cuya vulva emanará el Mesías, -
la doncella de Nazaret- la que pague nuestros rescates. Esta reflexión, que
ponen los hermeneutas como contrapunto a la maldición de la higuera estéril, en
la que no ha menester ser un lince para ver detrás de esta parábola a la sinagoga obstinada en su hojarasca pero
sin fruto, nos coloca en antecedentes de lo que acontecerá. Sin embargo el
lenguaje del Apóstol de Gentiles es hermético y no específica cuándo se
producirá esta vuelta del pueblo escogido al Redil de la Madre. Por lo pronto
la posibilidad de esa metanoia parece remota y la rama de Jetsé no echa sus
tallos desde el crecal de misericordia sino que es injerto de la maldición
cainita del anticristo.
Quizás estemos
al borde del final del camino, en los últimos trancos de la periégesis, con el
paciente san Frutos a punto de pasar la hoja de su libro de piedra. Será
increpado por las turbas de nuevo el Xto desde el fondo de las losas del patio
del gazofilacio de forma atronadora e insultante.
-Si eres el
hijo de Dios, baja de esa cruz para que te creamos.
Y él bajará lo
mismo que san Frutos, el cancerbero de la catedral de Segovia, dejando vacío el
edículo, desierta la hornacina, trono de piedad de santo tutelar del que ha
escuchado tantas oraciones. Allí estuvo aguardando el bienaventurado eremita la
convocatoria al valle de Josafat en su de espera final y trono de sílice.
Ocurrirá que
todos los que le apostrofaban, insultaban piedras quedarán confundidos, sobre
sus cabezas lloverán sus propios salivazos escupidos a quemarropa a lo largo de
los siglos, como un bumeran que se vuelve contra los dientes del blasfemo. Se
hará justicia entonces y tendremos una venganza a pedir de boca. ¿Qué hacía el
hijo del carpintero pues? Calafatear vuestro féretro. Vino a vosotros y no le
recibisteis. Ahora mascad el polvo de vuestra derrota y entonad el himno de la
victoria del Galileo. La cruz de Puente Milvio os sobrecoge.
-Veinte siglos
de silencio. Creíamos que era un impostor y ahora resulta que se nos presenta.
Era cuando menos lo esperábamos. Estábamos todos enganchados a la red, parlando
como descosidos de las vacas locas, cagandonos en la madre de Milosevic, la eta
poniendo bombas y los energúmenos del norte pidiendo independencia, el papa
programando su enésima gira, la reina Isabel tomando el té y su madre dandole a
los buchetes de ginebra, el personal revolcándose en el fuego de la fornicación
o acudiendo a consultar a las sibilas, y los almohades asomando el almez por
Taifa, y los domingos, fútbol y mala literatura en el programa de los libros
que corre a cargo del Pastitas en emisión de madrugada.
-Así es.
Tendréis que pasar por el aro, injerir la amarga píldora.
-No hay
derecho; la segunda venida ha descabalado nuestros planes.
-Yo iba a
comprar un piso.
-Y yo a
casarme.
Se jodió la
boda, adiós a la hipoteca. No había dado señales de vida durante dos milenios y
ahora resulta que se nos presentaba de repente. así son las cosas de la
paciencia de Dios. Muchos habrán de tragarse sus propios gargajos, madre qué
susto, pero seguirán, aunque la dita no pueda ser más clara y les coman los
ojos las señales, refractarios a creer. Les espantan los milagros. Inventarán pretextos
para excusar su presencia al ágape. Dirán que su mujer se ha puesto de parto o
que se les murió la suegra, que andan en trámites de divorcio o que se van a
echar coche. El astuto no ataca de frente, dispara por elevación, unas veces
alargando el tiro otras concentrándolo. Siempre se sacará cartas de debajo de
la chistera pues menudo es para inventar excusas.
Los
trilateralistas son como muy unilaterales oye. Mucha democracia mucha libertad
mucha pero aquí no publica ni dios sin antes pasar por censura. La caja de las
libertades nos remite siempre a la cuenta corriente. Democracia se escribe como
diablo y democracia y demonio son alófonos, es pariente pobre de epidemia y su
grafía es la ese sinuosa, monograma de la serpiente inductora, sien ene
pecadora. En ella se empareja el “demos” griego con el “daimon”, que no es sino
el espíritu de los muertos, la mala sombra, hado fatídico y disfavor de los
fantasmas de perdición. En su nombre se cometieron atrocidades, matanzas en
masa que las borra con su dedo infernal. Pulpejo de los sigilos que destruye la
memoria. Luzbel eres fuerte pero no vas a ganar aunque reines desde la cátedra
de la pestilencia y se te reserve
proedria de honor en las conferencias de alto nivel ninguna de las cuales
se lleva a cabo sin tu firma. Dele diabólico y garabato al pie de los
protocolos. Dado y dale. De diantre.
El que empinó
el codo antaño agora se emborracha pero ya no se sentará más sobre el cojín del
estor a la luz de los candelabros. Allende esto los calafates de la escuadra
imperial ya están poniendo a punto la barca del pescador surta en la ribera que
otra vez, desamarrado el proís, volverá a surcar las aguas con un diácono
empuñando el timón para tu consternación de abogalla que avienta la brisa.
Excrecencia de hombre, infernal Kakurgos. El evangelista volverá a estampar
sobre el becerro la palabra clave que refleja esa serenidad candorosa del nuevo
testamento, cuajada de alegoría y preñada de deseos de decir la verdad y de
hacer el bien.
-Eπι τηv γη(sobre la tierra). Sentaos.
Justo lo contrario de vosotros empeñados en
arrasar el planeta de gases tóxicos de iperita deletérea, poblar de miasmas de
uranio empobrecido los campos de Mostar, volar los puentes que unen los pueblos
y afianzan voluntades, tensar la cuerda y sembrar discordias. Sentaros en
tierra. Sobre la hierba mojada. Discumbentes (de discumbo, acostarse a la mesa,
tumbarse de costado o de bruces al triclinio) sobre el santo suelo, esta tierra
que nos nutre y de la que venimos. No podréis profanarla pero es lo único que
se os ocurre. Alzar humos de perdición en chimeneas profanadoras del aura hasta
las nubes. Inventar excusas que harán crecer los movimientos de revancha.
Se sentaron y
con los restos de la comida se llenaron doce espuertas. Terrible es la
diferencia de estos benditos cuévanos con lo que sobra de vuestras orgías
nucleares a mano airada. Recordad que se os dijo: sentaros sobre la hierba, no
dilapidéis la herencia, respetad los ríos y las fuentes, no profanéis la
naturaleza, pero Galicia se ha convertido en una tumba de vacas muertas y en
vuestros pósitos nucleares se guarda radiactividad suficiente para hacer que
salten en añicos las estrellas.
De monstruos
llenáis las pantallas que son acaballadero catódico y harén postizo, Partenón
donde se desflora a las doncellas. Nada de próspero sucesos. Lanzáis la ságena
a la laguna estigia y la izáis prieta de horrores. Abortos en el líquido fénico
de la probeta. Coprológicos sacerdotes de la cruz inversa, devoradores del
moyuelo del mal de mente venal y voluntad antojadiza aquí nos proyectáis la
diapositiva de la Prosoposternodidimia y de las dos siamesas separadas por la
cabeza. Muy pronto, un híbrido de orangután y de mujer. El ojo de Frankistein
nos mira desde la incubadora del atanor.
Los eufemismos
se inventaron para dejar de llamar a las cosas por su nombre. Al príncipe de
las tinieblas le horrorizan las claridades meridianas porque considera que la
claridad evangélica sólo ha servido para que los hombres se levanten unos a
otros la tapa de los sesos. La sencillez y la simplicidad de una respuesta, el
sí o no como Xto nos enseña hace que sus huestes se pongan en pie de guerra.
Ama distorsionar los planteamientos, poner, negro sobre blanco, enjalbegadas a
la razón para que todos se confundan y se tropiecen. Pintará por eso Satanás a
los pedes de verde.
Para eso cuenta
con la triste colaboración de sus fámulos a los que les encomienda la tarea de
lavar cerebros y conciencias. Peones de brega en este caso son los capitostes
del diarismo universal. La serpiente infernal - la sien ene, ofídica hasta la
misma mancheta de la cruz caducea- evoluciona en lóbulos e intercadencias de
Aneo las sinuosidades del movimiento helicoidal. Corren días de anástrofe y de
catástrofe.
Lo vuestro son
los abortos de la naturaleza, los fetos de las aberraciones
prosopoesternodidimia, los manuales de casuística, que son ahora pura
estadística con su carga de posibilismo moral, para que se luzcan los dómines
de la sociología en las cadenas de radio; es el todo vale y el todo está
permitido con tal de ser razonable. Con cajas de guerra y mandrones estáis
proyectando un asalto en toda regla porque, si en el pasado perdisteis, en esta
ocasión no quedará títere con cabeza. Habéis consultado a los oráculos, habéis
abierto las páginas de los libros sibilinos. Se arrastra el dragón con muecas y
contorsiones de boa constrictor.
Regresan
nuestros soldaditos de la campaña de los Balkanes enfermos de leucemia a morir
a su tierra. Siguen la misma ruta de regreso de sus tatarabuelos los cuales en
los manglares antillanos también encontraron la muerte a causa de la picadura
de un mosquito. Estos vuelven con cáncer, aquéllos tiritando de fiebre y de
tifus con los huesos a flor de piel bajo sus uniformes de rayadillo. En la
lastimosa situación de nuestros veteranos de Cuba y los de Albania cabe
establecer un paralelismo. El enemigo es el mismo pero tiene la particularidad
de que no se le ve. No sabían por qué combatían.
Al menos los de
Filipinas dieron su vida por un alto concepto: la defensa de la patria. El tío
Sam les aguardaba oculto entre los matorrales
infestados de mambises entonces, y ésta vez les disparaba por la
espalda. Recibían a retaguardia las miasmas contaminadas del fuego amigo, a
morir por la democracia y ser víctimas de una guerra humanitaria. ¡Qué
contrasentido! Pero al diablo, insisto, le privan esta clase de paradojas. Los
yanquis desde que descubrieron que la mentira es un arma importante para la
difamación del enemigo y la psicológica batalla (habrá de quebrantarse la moral
del oponente) con la voladura del Maine no paran. El año pasado no han volado
solamente un acorazado, hicieron saltar por los aires a un país entero,
Yugoslavia, y lo que es más gordo, sin apenas bajas. Los muertos que los pongan
los otros.
Es la táctica
que ensayaron en Cuba y pusieron en práctica a lo largo de dos conflagraciones
mundiales, que han sido dos hecatombes, con Europa como teatro de operaciones y
Sarajevo como epicentro del volcán. Una preponderancia singular ha tenido la
capital del odio étnico, emporio del Talmud y ataguía de la venganza que ha de
llevarse a cabo contra la cristiandad. Bosnia es un furor que viene de lejos,
cruce de caminos del resentimiento. Está visto que si lo que pretenden es
destruir el castillo de una vieja civilización puede que lo consiga pero en
ello no se gana el título de original. A Lucifer le gusta ir sobre seguro,
repite los mismos golpes, utiliza acechanzas similares, se disfraza con parejos
capisayos y ropajes, engaña a incautos mediante parejas añagazas. Así, la
cuchilla redonda y en forma de falce del almoflate vuelve a alzarse amenazante
desde los alminars erguidos y despampanantes de Sarajevo, agujas en el cielo,
casi misiles en la cureña de ataque, apuntando al vientre bajo de Europa.
Viena, Paris, Madrid, Lisboa, Berlín, Londres, vuelven a ser el objetivo de
estos vectores de disuasión. Contra Cristo Mahoma. Esto no tiene vuelta de
hoja. Sin discusión. Se conjura la sombra del serbio que empuñó su pistola
contra la carroza del emperador hiriendolo de muerte. Las guías caladas de los minaretes de
Sarajevo se yerguen precursoras de que aquí va a volver a pasar algo, mientras
Ángela Rodicio, una Barbara Walters a la españolas aunque más modesta, sitúa
sus micrófonos en los puntos calientes, y nos alecciona más que nos informa con
su voz de trémulo acerca de los deja vu. Dicen que es la corresponsal volante
de la televisión pública española que recibe instrucciones directas del Mossad
en Tel Aviv.
Acecha el
sarraceno. Lo sufraga el dinero judío, monedas manchadas de sangre de los
campos de Haceldama. El estatero de la sangre, los treinta siclos que compraron
el dogal de la horca de Judas, oro que subviene conspiraciones y compra
silencios. Que escamotea las razones del justo que llora lágrimas de sangre en
el Huerto. Al abrigo de los improperios de este brío de destrucción tesonera
que puede acabar con el mundo late la razón de la sinrazón, es decir: cuanto
peor, mejor, para que el trigo se amonte con la cizaña y todo ande descabalado
y como en orre. Pasó el espíritu, quedó todo manga por hombro, pero el
consolador con tales rabotadas desinfla las torres de naipes de los términos a
la moda y a la droga. A consecuencia de la soberbia machacona con que se luce a
diario Camuñas, quedan aun rescoldos de la hoguera bosniaca. Ved la columna de
humo que se desplaza por la llanura guiando al justo en la travesía del
desierto, automedonte de los buenos israelitas. Pronto quedarán sin huelgo los
huebreros encajonadas en la videncia onírica. Aquí no puede haber videntes. No
queremos milagros. Atruenan las rotativas, echése a temblar el mundo que los
redactores jefes del consorcio triangular van a volver a echar al brasero de la
guerra civil otra firmita. Que vengan dineros y no paren exclusivas. Neptuno
navega a la superficie desde lo hondo de la sima enarbolando su tridente. Hay que creer en los Comicios Infernales
porque uno es demócrata de toda la vida, castellano viejo aunque no lo diga. Lo
que más me apura es que se hayan cegado las fuentes de Castalia y a la gran
vedette se la haya retirado la leche de sus mamilas, pues el goce tribádico dio
en aljebana, espuertas y serones de esparto que lleva la bestia de carga. Hice
de vuestras espaldas lomos de alhamel.
Esclavos os quiero yo de los vicios. El burdel estaba lleno de jofainas,
un palanganero anunciaba la hora por los cuartos y a la voz de mando iban
saliendo poco a poco los clientes con sus entretenidas la pintura descorrida y
un poco sofocadas. Suenan tétricos y como angustiosos estos golpes del cohen
sobre la puerta. Cesen los retozos, acabése el esparcimiento. Niñas al salón.
No se os vea a ninguna de vosotras el pelo de la dehesa. Ahora que cerraron las
casas de tolerancia todas las pupilas se han hecho tortilleras del ministerio.
Todo sea por la cultura. Paños higiénicos en el tendel donde huele a marmita de
los sábados y a puchero enfermo. Deja que se ensañe el viento con la ropa que
alberga el tendel, camisas flameando, ropa interior convertida toda ella en
oriflama, las enaguas de la abuela y el corsé, los marianos del pobre tío y el
braguero del huésped. Que bueno, a través de la radio consola suenan las notas
del último cuplé: Juanita Reina, Estrellita Castro, la Niña de la Puebla. Con
poco nos conformamos. ¿Para qué más?
Fin
4 de enero de
2001
CARTA A UNA
COSACA
9 de septiembre
de 1999
Sra. Asia
Safina,
Conductora y
redactora del programa “Mosaico”,
Moscú
Villafranca
Mi querida y
admirada Asia:
Ayer día de la
Natividad de Nuestra Señora recibí su importante y bella carta, enviada el tres
de agosto, en vísperas de la Transfiguración. Ha sido una gran alegría a la
vuelta de mis vacaciones en el campo. He regresado con mejor estado de ánimo
que marché y mejor de salud. Su misiva ha contribuido a acrecentar el estado de
euforia y esperanza que tanto necesitaba yo. Gracias infinitas, hermana del
alma. Y que Dios le pague tanto bien como hace a través de los micrófonos
esparciendo la palabra de vida, la solidaridad humana, el arte y la concinidad
insigne, que vuelve a la querida emisora radial moscovita un oasis de paz en
medio del marasmo de inmundicias que plaga el éter. Algún día el bien, la
bondad y la belleza que os caracteriza, y que es vuestro código de conducta
profesional, vencerán.
Los pasados
meses, mientras yo manejaba el dalle y el serrucho para segar la hierba o
apilar la madera para el invierno, con la grabadora cerca, sobre un caballón
del terreno o alguna rama, dejando que sonasen algunas cintas tomadas de la
radio “Voz de Rusia” la noche de Pascua y algunas emisiones de “Mosaico”,
siguiendo la voz enamoradora de la Ivanova o los melismas y codas del diácono
atacando las letanías o la “Querubinskaya”(el canto del Querubín) pensaba yo en una frase de
Nietzsche”: Todo el oro y el progreso técnico de Occidente yo lo daría por esa
melancolía rusa que alienta en sus coros”.
Pensad vosotros
en esta frase del famoso germano cuando os invada el desaliento o la
desesperación: Rusia es eterna. No puede morir, aunque tenga que portar su cruz
y soportar los escarnios y soeces insultos del Lithostrotos, como hizo Jesús.
No hay otro pueblo en la tierra que se sienta tan poseído de ese afán de
trascendencia mesiánica. Rusia, mirando su historia, su literatura, o a sus
propias gentes, no es más que “alter Christus”(otro Cristo). Está empapada de
soteriología. De allí vendrá la salvación. A mí no me cabe la menor duda.
¿Cuando? Esto es tan irrefragable como imponderable, porque los días del Señor
no son nuestros días, ni sus caminos, los nuestros. Porque Él utiliza otra vara
de medir.
Me ha agradado
sobremanera su carta, porque su palabra escrita, como la que vuela en sus
emisiones, es mi forraje espiritual, lo que llamaban los romanos frumentum, trigo, (_9_k).
Piensen
que el mundo vive en vigilia con las antenas desplegadas,
y que nada es inane, y todo cuanto ocurre, se dice o se hace, tiene una
repercusión estrecha en nosotros. “Ni un cabello se caerá de vuestras cabezas
sin el consentimiento del Padre que está en los cielos”, nos advierte el
Salvador. Dios no quiere las guerras ni tiene nada que ver con la maldad
congénita del ser humano, pero consiente todos esos males (guerras,
enfermedades, desgracias, enconos, recelos, homicidios) que comete el hombre de
todos los tiempos a instigación del Maligno.
Comprendo que
el mundo está pasando por instantes aciagos. A veces no quisiera yo que se
hubiese inventado la televisión. Habiendo interrumpido esta carta para subir a
almorzar, encuentro a mi esposa de un humor de perros, mi hija mayor me pega
voces y hasta me ha levantado la mano, y en las noticias de las tres pasan
imágenes de un nuevo horror en Rusia: el atentado de los fanáticos
fundamentalistas que han volado un bloque de pisos en Moscú. No cansa la bestia
inmunda en su sed de sangre inocente. Por si esto fuera poco, ahí están los
terremotos de Capadocia y de Atenas. ¡Qué horrible! ¿Estará Dios enojado con
nosotros? ¿Por qué no hay paz en los hogares y las familias están deshechas por
la droga, el adulterio, el consumismo egoísta, los malos quereres, y la risa
perenne del Callidus (otro nombre
para designar al diablo)? Gospodi pomilyui nas.
Tengo puesta
una vela ante el icono de San Nicolás, y
otro ante el altar de la “Bagoroditsa”, la Bendita Madre del Dolor, y ruedan
por la pretina de mi grabadora las preces del oficio de Vísperas Ortodoxas.
¡Señor, misericordia ¡
Durante estos
meses estivales he seguido los viernes su programa. Me gustaron muchísimo los
referentes al Monasterio de Valaam y aquel en que hablaba de Tartaria. Tuve
mucho gusto en conocer que sois oriunda de aquel país del kéfir, los cosacos y
la noche pura de la estepa con sus llanuras inmensas donde crece el aciano y
todo género de plantas aromáticas y oficinales. Es una tierra que no conozco
pero con la cual estoy familiarizado a través de las copiosas lecturas.
Turguenev nos la describe en “Diario de un Cazador”y está también en Pushkin y
en Gogol que habla de la vida sufrida y campestre en los kyrenes. Por eso es también
Asia Safina tan grande amazona. Los caballos y las habilidades desultorias lo
lleva en la masa de la sangre. También, la pureza y la pasión del aire finísimo
de la estepa... Ah, ¡Si yo volviera a nacer me hubiera gustado ser atamán y
mandar una sentnia de jinetes hidalgos! Iríamos por el mundo a deshacer
entuertos, defender doncellas, y batirnos con los tiranos y poderosos que
oprimen al desamparado. Sí, Asia Safina: tengo algo de Quijote. Razón lleva en
lo que dice en su carta.
Seguí la
emisión en la cual la Gran Ivanova entrevistaba a Manolo G. Moscote. ¡Pobre
Colombia! Verdad es lo que dice Bulgakov en la “Guardia Blanca” que han ganado
los americanos. También allí.
Observo que en
cada una de las entregas del “Mosaico” das los mejor de ti misma, en auténtico
“ tour de force”, sin ninguna concesión a la vulgaridad o al desencanto. Es
usted una dama de temple. Animosa, muy inteligente, políglota, entregada
plenamente a su trabajo. Le pido al Misericordioso que le siga iluminando para
que “Mosaico” siga alegrando las ondas hertzianas y siga siendo una emisión tan
cordial y diáfana como su productora.
Su carta la
entendí plenamente, aunque con el diccionario. El ruso es una lengua muy clara
y concisa. Se parece algo al latín porque condensa los conceptos sin necesidad
de excesivas palabras. Como no lo practico, ya se me va olvidando, pero hay
muchos vocablos de su misiva que me recuerdan el ruso eclesiástico, que para mí
es la más bella de todas las lenguas.
Ya sé que en mi
ensayo sobre Pushkin hay aspectos contendibles como relacionar la obra del gran
maestro ruso con la actualidad de hoy, pero en todo gran escritor late siempre
el alma de un profeta, aunque sea un alma laica. Sus descubrimientos sobre el
comportamiento humano vale tanto hoy como para la sociedad de hace dos
centurias para la cual va dirigida. Cala muy bien en los aspectos más salientes
del temperamento ruso: su valor, su patriotismo, su abulia, o la inconsciencia
de la alta sociedad peterburguesa cada vez más separada de los pobres “mujiks”.
Predijo no sólo la victoria del pueblo ruso en las guerras napoleónicas, sino
también la revolución que sería un lavacro para purificar todos los pecados de
la sociedad. Pushkin se alzó también contra la mentira e intentó impulsar a sus
contemporáneos a una vida del espíritu, para que vivieran en comunión con la
naturaleza, y se perdonaran unos a otros.
Hicisteis bien
en celebrar el bicentenario de Pushkin, que por desgracia ha tenido en España
no tanta repercusión como hubiera sido deseable, porque este poeta eslavo
engrandece al género humano.
Muchísimas
gracias por los sellos. Son bellísimos. Los guardaré como un talismán
conmemorativo. ¡Qué buena y qué generosa ha sido usted, hermana Asia, para
conmigo! ¡Cuánto me gustaría poder saludarla en persona! Por desgracia, esto
hoy no es hacedero, aunque para Dios no hay imposibles.
Reconozco que a
veces utilizo vocablos poco accesibles, pero es que me gusta que el castellano,
que es también una lengua cargada de riquezas y de matices, no sea una lengua
muerta, pero tomo nota de sus advertencias y hago la correspondiente auto
crítica. Teresita de Lisieux, a la cual tienes delante del espejo, ella os
protegerá. Ella haga caer sobre mis amigos de la Voz de Rusia su lluvia de rosas,
porque la monjita francesa sabe mucho de sufrimientos y de luchas, ofrecidas al
Esposo por la salvación del género humano.
Suyo
afectísimo.
PS. En relación
a mi seudónimo que lo elegí a propósito. Millán porque así se llama un monje
blanco que es el patrono de Castilla. Sacramenia, porque es el lugar de donde
soy natural, en la provincia de Segovia, donde fue fundado el primer monasterio
del cister el año 1.132 por donación del rey Alfonso que estableció en esta
región una especie de anillo de oro o cordón sanitario contra las algaradas
sarracenas, muy frecuentes entonces y puede que ahora, porque tenemos al Islam
a las puertas de Europa. La guerra de Kosovo no ha sido más que un pretexto.
¿Recuerdan la Batalla del Mirlo en 1349 y la muerte del buen rey cristiano San
Lázaro que fue martirizado en Constantinopla? Kosovo creo que en eslavo
significa mirlo de igual modo que Sacramenia quiere decir muros sagrados (sacra
moenia) en latín. Y Artedo por un valle de Asturias en el que he sido feliz y
del que acabo de volver ahora. En cualquier caso, no creo que de Millán
Sacramenia Artedo hablen muchos los profesores de literatura en lo futuro. Soy
un hombre insignificante, acaso un mal escritor y un periodista mediocre. Sin
embargo, en mí alienta un fuego grande que es el de dar testimonio de Cristo
ante mis semejantes.
Queden todos
con Él, para que proteja a Rusia de sus enemigos, y a España que está todavía
peor, aunque muchos no se lo crean. Esta es por lo menos mi opinión. Dios tenga
piedad de todos nosotros.
EL
ASALTO A LA DESTILERÍA DE JOSÉ MAYORAL
(Yo me marco un
prólogo)
Pepe Mayoral la
primera vez que topé con él en los veladores del Café Gijón, que, ya, por
desgracia, no son lo que se dice un Helicón de las Nueve Musas sino varadero de
eruditos de aluvión, literatos de acarreo, y alguna que otra niña pija heredera
de aquellas chicas “topolino” que yo conocí (¡qué viejos nos hacemos, pardiez!)
me impresionó por su porte digno, esa honradez y modestia del intelectual nada
vociferante, que siente su compromiso con la verdad y lo asume, y una mirada
penetrante, casi de berbiquí, propias de los que catalogan la realidad. Los
ojos azules de este rubiales humanista son un parapeto de la inteligencia.
Es la mirada de todos los pintores. Como
Picasso, como Gauguin, como Cezanne. Mayoral, más que ojos, lo que despliega
son dos taladros. De ahí que todos sus libros sean tan “visuales”.
En ellas la
palabra adquiere un perfil plástico de colores rompedores, que capta cuanto
rodea al autor. Cincela y pincela el entorno. Por eso, los mejores novelistas
son aquellos que han conseguido imprimir a sus creaciones un tempo
cinematográfico.
Este extraño
“Asalto a la Destilería” es un grito del genio en el que se contiene lo “dejá
vu” en narrativa:(Joyce, Beckett, Kafka, Dostoievski, Faulkner) con algo que es
completamente nuevo. Mayoral aquí, al escribir este relato mayor, en el cual
los que tienen paladares para la buena literatura pueden advertir retumbos del
eco de Baroja, Valle Inclán, al que supera por lo esperpéntico de algunas
imágenes, Gómez de la Serna, al que deja atrás al ir devanando sobre la novela
escalofriantes greguerías, sólo puede ser igual a sí mismo.
“Asalto a la
destilería” es una sottie, que diría Gide, o una farsa medieval al estilo
Chaucer, y ,si se quiere un danza de la muerte con ingredientes del género
urbano, o de la novela negra. Ante los ojos perplejos del lector se cruzan
agentes del FBI con las vueltas del cuello de la gabardina subidas, el
naranjero oculto bajo la chaqueta, pero que, incapaces de matar una lombriz, se
nos muestran completamente inocuos. El
atraco a la factoría no se resuelve en resultado de muerte. Es un desiderátum
en la novela que nunca se consuma. Nunca tomaremos el objetivo. Seguiremos
bebiendo hasta reventar. No somos más que una inmensa cañería.
A lo puro, los
disparos de metralleta todo lo más que consiguen es hacerle un agujero a la
duela de la barrica de roble de la enigmática fábrica donde se lleva a cabo la
cohobación en alambique para luego quitar el gollete a las botellas en los
lugares de alterne, o ser la causa de úlcera de estomago de alguno de los
personajes, de tanto empinar el codo. Nos encontramos otra vez, como en los
mejores textos de Felipe Roth, con la parábola del “santo bebedor”. Mana, en
lugar de sangre, alcohol, del alma y del cuerpo de los hombres pero dicen que
el vino es sangre de Cristo. Por eso, el libro tiene un no sé qué de
eucarístico, de reconciliación con la vida y con el perdón, que puede
constituir el mejor conjuro contra este tiempos de augurios apocalípticos, de
amenazas y de revanchismos en el que estamos inmersos.
Sorprende la
agilidad del dialogo, y el grado de interacción, merced al cual los planos de
la realidad espacio/tiempo quedan superados y sobreseídos. En un párrafo nos
encontramos en el Shepeherd Bush londinense y al siguiente corretea nuestra
imaginación por los desmontes de la Dehesa de la Villa. O sentimos añoranza de
Tembleque, donde se sitúa el punto de fuga o de huida.
El estilo está
salpimentado de codas en inglés, un idioma que posee el autor, y en otras
lenguas. Esta capacidad de adaptación a un castellano que se está transformando
a causa del avance imparable del monstruo lingüístico que nos acerca a la
realidad de Babel materializada en ese “spanglish” ovante en nuestra
conversación cotidiana de unos años a esta parte y que los de la generación del
68 fueron los primeros en captarla, es el sello de un habla viva que se acerca.
La novela está
escrita en tono de elegía. Es un treno por una civilización entrecogida y vista
por los forros de la solapa, que es como hay que ver las cosas, que desaparece
y un país que se deslíe en la propaganda consumista de “by lines” como morralla
fina que pasan al tejido celular del habla de nuestros jóvenes que empiezan a
no saber quiénes son y a qué mundo pertenecen; nuestro idioma, nuestro mundo,
está contaminado de un virus de muerte.
Para sintonizar
esa lengua que nos invade ya tiene Mayoral oído fino, fuera de la común. En
todo gran escritor hay un buen profeta, un zahorí y un anestesista.
A veces,
podríamos llegar a creer que carga la suerte, y que el autor, rebosante de
genio, parece víctima de su propio éxito imaginativo. Pero el tempo no decae en
medio del marasmo caótico de imágenes como lava incandescente que se superponen
y se suceden vertiginosamente para desembocar en una especie de delta de piedad
cervantina donde afluye el gran río de los flujos de conciencia visionaria de
este hombre bueno y silencioso al que, cuando uno lo ve acodado en la
“burladero” de ese coso taurino, más que café, donde hay tantos que embisten (
Mayoral sólo dialoga) nunca se pudiera llegar a pensar que estuviese penetrado
por una imaginación tan volcánica.
“Asalto a la
destilería”, aparte de una composición que supera las lindes de la novela, es
un exorcismo, en el que su autor conjura a todos esos madrigados miuras, que
atropan por norma, y que primero disparan y luego hacen preguntas, a que entren
al trapo de la razón, y no vayan al bulto del argumento ad hominem. Ya es
lástima que hoy, disfrazados de demócratas, pululen y ululen tantos Hijos de
Adolfo. Las viragos, que no vírgenes, de
cuerpos gloriosos y de almas en pena-su presencia nos hace pensar en aquel
debate medieval sobre si en realidad existe un alma femenina de la misma manera
que puede existir un alma canina, caballuna, o felina- con mucho sexo y poco
seso, y a lo mejor ninguna de las dos cosas, porque hay demasiado escaparate e
impostura, mucho pose, están ahí, haciendo pasarela. Rocíito se ha metido a
puta. Todas quieren salir en la prensa rosa. Mira que os lo advertí. ¿Qué luego
os las mata a golpes alguno de los extremeños celosos? ¿Y qué esperabais,
ilusos? El que siembra viento recoge tempestades. Esto de la violencia
conyugal, que algunos han empezado a llamar acertadamente de “género” (como
masculino, femenino y epiceno) forma parte de vuestra demagogia, de vuestro
proyecto de dominación universal. Habéis acabado con la palabra. Ahora queréis
suprimir el amor.
Quizás sea esta
la hora de la bestia. La serpiente transformista que ya no quiere ser artista,
ay mamá, sino que se nos alobó en el feminismo.
Mucho sexo en
apariencia y poco seso. Por eso, hoy los del 68, que nos considerábamos unos
tipos bastante inteligentes, no nos comemos una rosca, y es que la verdad ni
nos seduce ni nos apetece. Se ha perdido todo interés. Han echado bromuro en el
vaso de Cocacola. El cabrón de la muerte
ha intentado ante nuestras propias barbas asesinar nuestros sueños y matar la
vida. A las novias que amábamos las ligaron las trompas de Falopio. Si nos
quitaseis de ahí en eso esas esculturales jacas a la hora de comer, si la
Campos, menos globos percheleros, no se plantase tanto en jarras guarras, y nos
dieseis a las modistillas y plantadoras o a las queridas pupilas de la vieja
Echegaray o de Ballesta, volvería a nosotros el ahínco del deseo. Quizás sea
esta la causa de nuestra baja cota de natalidad. La española cuando besa ya no
besa de verdad. Se ha vuelto machorra. Las parideras del redil patrio están
vacías. No queremos traer, hijos al mundo. ¿Por qué? Dar a luz nos resulta un
tanto machista, ¿guapo? Ya sé adónde queréis
ir a parar, hijas de mi vida: al conde que todo lo enseña y nada esconde. Eso
es.
Era necesario que haya voces disconformes con
el “España va bien” y oigan en b berlina a los organizadores del pase de
modelos; les ha quedado un país como muy coquetón pero sin medula, y no es eso,
no es eso.
La vida
literaria, reflejo de nuestra anémica vida política, dominado por algunos
cuantos caudillos del Palacio de los Leones y de la Media Luna Cibernética
-todos se están haciendo a estas horas una gallarda y se masturban
irremisiblemente como se masturbaban los del 98, inane ejercicio el de la
masturbación como es el de la demagogia- recuerda a esa catasta donde los
romanos exponían a sus esclavos. Viene
la Noemí Campiello moviendo el caderamen, rumbosa e imperturbable cariátide y
nosotros nos amagamos en un rincón ante el empuje de esas otras hijas mías de
mi vida, porque el tronío y la crija de esa inglesa de ébano no hay quien lo
aguante, pero no la podemos llamar tía buena sin ser calificados de machistas.
Los rumbosos taconazos de las modelos y la cara de acusica de las rubias
bustoparlantes que recitan en un tono de voz homologado de plañideras de la
información, asomadas a las lúgubres ventanas de los telediarios, que se
repiten y son siempre iguales a sí mismos, son como golpes en la pared que nos
avisan de lo que se avecina. Su gesto imperturbable nos recuerda al de los
“gauleiter” y al de las valquirias nazis. El ocaso de occidente sólo nos puede
llevar y de qué manera a una nueve noche de Walpurgis.
Para evitar esa
sinrazón de tanta trampa y de tanto cartón piedra, de literatos de relumbrón, y
de periodistas de acarreo, ahí están con esa dignidad de entrega total a la
literatura escritores como José Mayoral. El dictamen o casillero en el que son
calificados hombres honrados- su rostro recuerda al del Justo de Israel - no
les exime de seguir en la brecha, siendo la sal de la tierra, y el antídoto
contra la ramplonería y mediocridad ambiente.
No es más que
una jugada del sistema pirrándose por
las medianías, que los prefiere pastueños, mansos, acomodaticios, con poca
conciencia y, a ser posible, lerdos; en esta sociedad un inteligente nunca
medra. Aquí no hay que pasar de listillo. La cara asnal de nuestro premio Nobel
es una especie de radiografía de este tiempo de desvergüenza. Sucede que
escritores de una sola pieza como Mayoral tienen dificultades para encontrar
editor, mientras que el burro de Balaán sigue viviendo de las rentas, de la
paja que arrebató en pesebre ajeno, y a un chisgarabís, con tal que se llame
Terencio, se adorne la calva con un bisoñé, se lo jalea y rubrica con contratos
millonarios.
Pero la verdad
no solamente os hará eternamente libres sino que la encontrareis en la luz que
acampa bajo el celemín.
Conozco ese deambular
peripatético, que se refleja en la novela del autor novel, y negativas de
guante blanco que llenan el alma de desespero y de conciencia de fracaso. Nos
consuela que los herederos de los que nos dan con la puerta en las narices ya
aserraron a Jeremías, sacaron los ojos a Amós, dilapidaron a Isaías y a Cristo
lo clavaron de un madero. La incomprensión forma parte de la lista de los gajes
del oficio en un escritor. Estamos ya
curados de espanto; supimos apencar con las consecuencias de la ordalía. El
fuego de los inquisidores ya no nos afecta, hemos conseguido cruzar la parva en
ascuas a pie enjuto. Nuestro compromiso con la literatura es una perpetua Noche
de San Juan, transitada de viejas canciones, porque la música es un manso ruido
escuchado a flor de agua. Nuestros pies desnudos huellan las brasas. Y no sólo
eso, sino que también somos capaces de cargar con un compañero a cuestas que ha
quedado difunto de taberna a causa del vino caro que venden en el Gijón, sobre
todo cuando nos lo sirve la bandeja de un camarero socialista que encima nos
sisa en la vuelta. Uno que escribe siempre ha de sentir ese aldabonazo de
conciencia mesiánica. Todos tenemos un poco la vocación de San Cristobalón.
Queremos salvar el mundo o justificarlo, desentrañarlos, sin saber cómo. Pero
siempre nos encontramos con alguno de esos pincernas que te desvalijan a poco
que te descuides.
Un milagro
permite que nos lavemos en un charco la cara y que veamos nuestro rostro
reflejado en las aguas puras de la Fuente Castalia. El arte empieza con Narciso
consternado por su belleza. El hombre es un enigma.
Si Baroja dijo
que ya ha pasado el tiempo de los milagros, a mí me parece que al bueno de Don
Pío se le fue un poco la mano; los milagros existen. Uno de ellos pudiera ser
que Mayoral y otros escritores de raza no se hayan rendido. No han quemado las
naves, no rasgaron las filacterias ni se resignan a entregar la cuchara. Al fin
y a la postre, el Covenant bíblico es un poco el compromiso de Dios con los
desheredados de la fortuna, con los que sufren y son víctimas de la injusticia.
Un día seremos
todos rehabilitados. Así lo anuncia señaladamente el canto del “Magníficat”,
algunos de cuyos ecos tiene resonancia en este texto, donde los personajes
largan parrafadas constreñidas a un rigor de imágenes ardientes como en Carros
de Fuego, como si ya Elías estuviese de vuelta entre nosotros. Otra vez se
escucha el verso de “ et exaltavit húmiles”.
Ojo, que en
este asalto a la fábrica de los zumos etílicos -alegoría del hombre moderno que
se pasa media vida en el bar arreglando el mundo o huyendo de su propia
sombra-, hay mucho mensajes en clave. Para descifrarlos, conviene leer este
fabuloso caudal de vidas que se entrelazan. Hay veces que una palabra, sobre
todo si está transida de aliento profético, puede hacer más daño que el fuego a
discreción de la boca de cañón de una metralleta.
¿Qué más?
Mayoral, como su mansedumbre ensimismada lo
dice, y su apariencia de inquilino recién desembarcado del portal del
falansterio de la renta antigua lo corrobora, no haciendo de otro alarde que el
de su inteligencia, no tiene esa nuez de Adán tan estragada de esos nuevos
D´Artagnan de nuestras letras, con espadachines y mosqueteros saliendose por
los forros y las guardas de su libros, pero ha demostrado que sabe llevar una
novela de acción, acción interior, y conducirla a lo largo del relato. No es
tampoco maricón, que hoy es lo que más lleva, ni era de los que le arrimaba las
putas a Emilio Romero cuando era joven. No; nunca se ha supeditado Pepe a los
serviles oficios de mamporrero, ni se ha colocado como Cela una” yamulka” en el
occipucio el bueno de Mayoral, -él que tan judío es - y no hagamos juegos de
palabras porque aquí hay algunos muy dados a confundir la velocidad con el
tocino, y a judíos con jodíos- carne de dolor, sangre de Israel. Pepe es un
tipo normal, con esa normalidad que suele ser albergue del genio, y un genio
bueno y civil debe descansar en las recamaras de su imaginación para haberse
sabido mantener limpio entre tanta podre.
Y es ese ángel
bueno que le anima a escribir a Mayoral es el que nos dice a todo que ya basta,
que lo que necesitamos es perdón, más alternancia y menos revancha, y, hartos
de crispación lo que menos necesitamos son menos insensatos que ahuecan o
impostan la voz cuando se dirigen, altisonantes, como esos poetas ripiosos a
los que colman de premios cervantes, hacia nosotros. Pero nos tendrán que
cortar la mano, si quieren que dejemos de escribir
Seguiremos
bebiendo vino - joder el chato se ha puesto a 250 pesetas- y “gijoneando” que
viene a ser una forma del hay que joderse madrileño, porque ser cliente de ese
club requiere sus buenas dosis de masoquismo, haciendo la vista gorda cuando el
camarero creyendo que estamos ya trompas
nos sisa, mentira de monedas en un plato con el vuelto de la cuenta, y
escuchando los zeugmas, metaplasmos, metátesis y otras figuras de dicción con
que nos dispensa el Cerillero, quien presta el dinero por otra parte con un
recargo del cincuenta o el sesenta por ciento. Hay que aguantar mecha y padecer
los agiotajes de la usura y los sablazos, o las intemperancias del falso amigo
que nos pasa la mano por el lomo y luego el canalla nos insulta, pero no va a
ser cosa de que por un provocador cualquiera, Adolfo, Adolfo, vayamos a sacar
el Mágnum. Prefiero un baño de whisky a un baño de sangre. Pero estamos
acostumbrados a sufrir. Somos carne de escritura y carne de dolor y toda esa
carne dolorida se cura con vino con sopilla.
Siempre será
mucho más incruento el allanamiento a una cervecería que a un convento. Al
atacar una destilería-ese es el verdadero mensaje de esta novela- lo que se
trata de evitar es que lo que en realidad pase, por esa transposición de
términos entre cuento y razón, que vuelvan los energúmenos a pegar fuego,
pongamos por caso, a una sinagoga. Es lo que verdaderamente puede suceder si no
andamos listos. Un escritor de talento como es Mayoral aquí lo que hace es un
conjuro contra el “arson” inicuo de los que ya traen la tea en la mano, los
apóstoles del odio sistemáticos, los retoños de Adolfo, inútil total y para
colmo sifilítico, a los añafileros de Moloch, con puestos relevantes en la
Administración, que fichan en algún periódico sacamantecas o salen todos los
días a la palestra en la televisión.
Este “Asalto a
la destilería”, novela mayor de José Mayoral, que ha publicado ya otros tres
libros, porque una novela es como una abrigo de pieles que se compra a la
querida, es una purga contra la pedantería, al tiempo que avisa de forma clara
a todos los mareantes.¡Oído al parche! El alcázar nos se rinde. Si pensáis que
vamos a dejar de escribir, porque a vosotros se os antoje, lo lleváis claro.
FIN DE DIACONÍAS
19 de enero de 2001
ÍNDICE
GARRAFATINA................................................................................................................2
El
LIBRERO
RIUDAVETS................................................................................................12
LAS CORRUPCIONES DE TORBADO Y LAS
MÍAS
....................................................22
YO CREO EN LOS
MILAGROS......................................................................................79
CARTA A UNA
COSACA................................................................................................145
ASALTO A LA
DESTILERÍA...........................................................................................148
Leche ligera es lo light, lo
políticamente correcto, no nos metamos en tremedales. Haga pedestrismo y haga
zapeo. Ponga usted al mundo a paso ligero. Sin embargo, el que esto escribe
prefiere el paso largo