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lunes, 11 de junio de 2018

fuentesoto y el cister


CHARLES DE FOUCAULD, LA FURIA DEL SIMÚN.
                  *SERÁ SU VOZ UN CÁNTICO NUEVO.
                                       Exaltación triunfal de un perdedor.
 
 
 
 
 
 
Hizo bandera de la máxima evangélica non turbetur cor vestrum neque formidet(no se turbe ni tenga miedo vuestro corazón) y huyó al desierto. La importancia y reversibilidad de los merecimientos del vizconde Foucauld, ese gran perdedor con Cristo, en el cual ha tenido su triunfo y exaltación (el Bien no es un capítulo cerrado que pueda acabarse en sí mismo y siempre permanece abierto a opciones de vida; la semilla germina en silencio) adquieren gran medida y un  relieve gigantesco. Su marcha a un rincón perdido del Atlas fue un gesto cargado de futuro.
Puesta en perspectiva y al trasluz del devenir reciente, la figura de este ex trapense, ex soldado, ex escritor y ex aventurero, se agiganta. Los dedos de la Gracia saben tejer una maravillosa pleita  de tela profética sobre el cañamazo de todo aquello que el mundo rechaza. Su voz mesiánica resuena en estos tiempos contundentemente. Foucauld no es un santo de hornacina y casalicio, al que pongan velas las beatas, sino un santo de este tiempo, del milenio. Se trata de una bienaventuranza de gran talla, faro egregio para cuantos navegan por la mar arbolada de estos albores del milenio, cuando hay algunos que se empecinan en propalar la especie de que se ha acabado el tiempo de la Cruz. De un plumazo quieren tachar toda la grandeza del Nuevo Testamento. Sin embargo, se está acercando la hora de los pobres.


La religiosidad de este hidalgo francés se fragua en la renuncia del yo y sobre el afán de unir bajo el signo de Jesús, que es el amor, la tolerancia y el respeto mutuo, a los creyentes de las tres variantes de la fe monoteísta. Una de las oraciones preferidas por este morabito cristiano y que pronunciaba sin cesar en medio de la soledad de una ermita perdida en las estribaciones del Rif [“Invito  a los habitantes de este planeta, cualesquiera que fueren, cristianos, judíos, protestantes, agnósticos o idólatras, a que me consideren su hermano universal”] adquiere espectacular magnitud al día de hoy, cuando los descendientes de aquellos hombres del Magreb, con los que convivió y tanto amó el solitario de la hamada de Bení Abbès, llegan a Europa en oleadas en busca de mejoras de futuro en la calidad de vida de sus hijos, siendo a veces objeto de la incomprensión y la discriminación, sin tener en cuenta de que ellos forman una raza de grandes valores sobre todo espirituales y humanos y acaso sepan salvar a Europa, que es víctima de su propio éxito, del marasmo materialista que da opción al egoísmo y la falta de caridad y de amor, Foucauld había fundado en un vivaque sahariano una institución que puso por nombre la Jauna (Casa del amor).
 A ellos parecen dirigidas, sobre todo, estas palabras imbuidas de clarividencia profética. Las sellaría con su sangre. Caería víctima casual  de la cimitarra fundamentalista. Pero su martirio, cargado de simbolismo anunciador de algo nuevo, y de una Iglesia que retorna a los principios que informaron su ser, representa un primer paso para un tímido acercamiento que enlace entre el Corán y el Evangelio.
 
Charles de Foucauld, el segundo vizconde del mismo nombre (1854-1916) nació en Estrasburgo  en el seno de una de las familias nobiliarias con más alcurnia de Francia. Los Foucauld fueron ayudas de cámaras, ministros o generales en la Corte de San Luis. Se entronca con los Doce Pares, aquellos que fueron testigos del juramento del Delfín cabe la Encina de Vincennes. Quedó huérfano de padre y madre a los siete años. Él y su hermana Louise fueron recogidos y educados por el abuelo materno, un coronel retirado. Siguiendo con la tradición familiar, a los dieciocho años optó por la carrera de las armas, entró como cadete en la famosa academia general militar que el ejército galo tiene en Saint Cyr. Eligió la rama de Caballería y al cabo de un lustro  saldría de teniente, con mando y plaza en el Cuarto Regimiento de Húsares. Bordadas las flamantes dos estrellas en su bocamanga, hizo vida de salones. Novias, saraos, bailes, romances y fiestas. Conoció el gran mundo de aquel  París “fin de siglo”de la exposición Universal, el París de Zola. Una época que se caracteriza por la euforia de los nuevos inventos que serían el germen de un desarrollo tecnológico sin precedentes, marchando a la par con el desarraigo social, la miseria precursora a la lucha de clases, junto con las guerras coloniales y la falta de estabilidad política del Bajo Imperio. Era el canto del cisne de Europa. Al otro lado del Atlántico nacía un nuevo poder. Sin embargo, los tiempos de decadencia suelen ser fructíferos en lo que se refiere al campo de las ideas y brindan terrenos fecundos para el desarrollo del genio humano.
 Era Charles de Foucauld un hombre de su tiempo: un romántico. Su vida legendaria parece arrancada de las páginas de la novela “Beau Geste“,  y asemeja por su contexto a la de la película “ Las cuatro plumas “. Fue un Lawrence de Arabia a lo divino y en versión francesa. En los primeros tiempos de guarnición, el oficial de los húsares, heredero de Cruzados y por cuyas venas corría una de las más linajudas estirpes, no se revela como un hombre de guerra, sino como un oficial decorativo. Podría haber pasado como el protagonista de una novela de Maupassant: galante, perdis, algo borracho y muy sibarita. Las fiestas con los amigos acaban en opíparas cenas pantagruélicas. Se aburría. Engordó...    La afición a la perdiz escabechada, al vino de Burdeos y a las setas le depararon algunos problemas con la báscula. Este Foucauld de la primera época fondón  “ bon vivant “ y abúlico- el fastidio es el castigo del buen burgués- nada tiene con ver con aquel otro morabito atezado por los soles del Sahara, desmarrido por una pitanza a base tan sólo de dátiles y leche de camella, con aquel penitente enteco de ojos encendidos por el amor de Dios y la alegre melancolía de quién presiente ya el martirio, la opción de muerte que él mismo había elegido.
 Por otra parte su comercio con  “ cocotes” parisienses y el trato con las mujeres de vida ligera parece ser que le depararon algún disgusto ¿ Padeció gonorrea o alguna venérea de carácter más grave?
 Nada se sabe de cierto.   Mais, il s´ ennuit...
Se aburría a morir en la caserna.     


El advenimiento de la segunda república en Francia implica algunos cambios en el callejero, no menos que la sustitución de todos los distintivos dinásticos. El cuarto de Húsares empezó a llamarse el Cuarto de Cazadores. Fueron movilizados y enviados a una avanzadilla de la frontera en Argelia.  Participa en algunas escaramuzas contra las cabilas. Recibe su bautismo de fuego. Aquel cambio de régimen de vida su organismo poco avezado a los agobios de la vida en campaña pronto lo deja sentir. Su salud se resiente. La primera impresión que deja el desierto africano en su retina no puede ser menos favorable. Estaba por llegar su hora. Se acentúa su crisis religiosa. Dios estaba llamando a su puerta con sutiles dedos. Años más tarde, el simún, ese ventalle que alza sus pliegues de arena sobre las dunas a la que proyecta con rapidez sobre la llanura inhóspita, como si fuesen espectros, lo cambiaría por completo. Allí experimentaría la fuerza del siroco, el mismo torrente de energía que derribó a Pablo camino de Damasco.
África lo cambiaría del todo. Sería para él su gran  metanoia. Quedaría hechizado por el misterio de sus noches mágicas. Ese silencio duro del desierto, el verdor de los oasis y la belleza de ese mundo moaré de los nómadas que discurren por el mar de arena a la búsqueda de pozos para sus camellos y pastos, al murmullo de las oraciones ensimismadas, y el grito constante de “ Allah alkabar” (Alá es el mayor), según lo recitan las cunas del Corán. Le caló muy hondo esa fascinación africana, cuna de las religiones mistéricas y cuna también del cristianismo. En los primeros seis siglos, sólo en el norte del Continente Antiguo había tres patriarcados, ochenta sedes metropolitanas, amén de  cuatrocientos obispos desparramados desde Alejandría hasta Tagaste. Hipona, en lo que es hoy Túnez fue la sede de Agustín. Las arenas de la región sub sahariana están regadas con la sangre de innumerables mártires, e incluso el rostro de Cristo, según lo retrata la iconografía bizantina, de cabellos negros y moreno semblante, pudiera pasar por el de un árabe. Los patriarcados de Antioquía, de Alejandría y de Constantinopla son los más antiguos del orbe cristiano. En los desiertos de Anatolia nacieron la liturgia, el monacato y una forma de vida peculiar. De Oriente nos vinieron la luz y la cruz.
Hoy ya no queda apenas rastros de aquellas florecientes iglesias. En todo el inmenso Marruecos, un territorio dos veces España, no quedaba en tiempos de Foucauld ni un altar, ni una simple ermita en cuyas espadañas campease el símbolo de la cruz. Estos son los predios inescrutables de la Media Luna. ¿ Por qué? Algunos Padres argumentaron que Mahoma era el anticristo. Otros adveran la tesis- mucho más verosímil - de que la pérdida de aquellas iglesias de más abolengo en la historia de la fe (traigamos a colación el nombre de los patriarcados de Antioquía y de Alejandría y a los coptos y maronitas) tuvo algo de castigo por el clima de disidencias entre arrianos, monotelitas, monofisitas, reinante durante los primeros siglos,  a los creyentes.  Habían malversado los depósitos de la fe con querellas intestinas, guerras de religión, herejías y desacatos.  En particular,  no se había cumplido el testamento de la Ultima Cena: “ que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.
 


Sin embargo, cabe la sospecha de  que el Islam, que en el fondo es un sistema de valores legatarios del Evangelio, nacido al calor de los Apócrifos, sobre las arenas regadas por la sangre de los primeros mártires en la antigua Numidia, Mauritania, Libia, Cilicia, Antioquía, Persia, conserve filiaciones e influencias del monofisismo caldeo y del arrianismo egipcio, que pensaba que Cristo era meramente un hombre enviado por la deidad en su lucha contra el Demiurgo. ¿Podrá Mahoma volver al redil de la fe? El camino de retorno es difícil, pero para Dios o Alá, que ellos dicen, nada hay imposible. Hace falta mucha tolerancia, mucha fe y mucho amor. Los seguidores del Profeta creen en el Salvador a su manera, por lo que la reconciliación podría saldarse. No puede decirse lo mismo del judaísmo sionista, que niega a Cristo, y se opone a Él con toda su protervia, recalcitrante en el error.
 En cualquier caso, aquí subyace uno de los grandes enigmas de la Historia de la Iglesia: la fuerza con que irrumpió el Islam en su propio seno. No faltan profecías que señalan que la reconciliación con la Media Luna será uno de los signos de la llegada de la Parusía. A juzgar por las apariencias de la actualidad (conflictos entre palestinos y hebreos en Jerusalén y el estado de “ Jehad” o “djijad” y en castellano antiguo “chijad”, guerra permanente) no parece muy próxima esa convergencia entre las tres religiones mistéricas. Pero es la idea por la cual vivió y murió este noble francés transformado en morabito. Sintió esa llamada del desierto porque en la soledad del yermo aguarda la fórmula ideal  de los que quieren ser perfectos.
Detrás de ella están los eremitas que siguieron las huellas de Juan el Bautista y se vistieron de marlota y de piel de camello en el más estricto sentido esenio. Ayunaron e hicieron penitencia conforme al dictamen de la mandaá de los primitivos cristianos de San Juan. Toda la mística del Temple abunda sobre el concepto de“ mandaá”(transformación). Cristo, por su aspecto, era un judío esenio, un hombre del desierto. Y su madre, María de Nazaret, debía de tener la apariencia de una tapada como una de esas buenas mujeres árabes, el chador o flameo de las desposadas, a la cabeza, y tiros largos, que encontramos cada vez con más frecuencia por las calles de nuestras ciudades, porque la avalancha viene y se acerca, para recordarnos que vivimos en un mundo unipolar, que acaba de cambiar de amo. Ellas se resisten a aceptar las modas occidentales y van muy derechas y orgullosas de su fe y de sus costumbres islámicas. Su presencia viene a recordar a muchas de nuestras cristianas sólo de nombre que existe una virtud que se llama el recato y el pudor, que la desnudez no dignifica a la hembra, antes bien la rebaja a su condición animalista - visión pagana- y la convierte en mujer objeto y juguete de deseos.  Pero este contraste o protesta por la indumentaria no es nuevo; ocurrió ya en tiempos de los romanos.


María no debió de andar por el mundo como una deslumbrante Madona de Rafael o una moza guapa de la Sevilla de Murillo, mal que nos pese, sino como una de estas humildes doncellas de cabeza inclinada  de los frescos griegos. Ella es la Theotokos Panmakaristos (madre de Dios y de los hombres) y también la “ Panagia Paramythia” (madre del Aviso). Esta es la imagen de la Virgen que he contemplado yo sobre el cielo encendido de Prado Nuevo el 13 de mayo de 1995. Nada que se parezca a la bonitura inalcanzable con que nos la presentan los pinceles y gubias de imagineros y pintores de la escuela sevillana, sino un ser de carne y hueso, que, en siéndolo, resulta estampa muy humana y a la vez divina. Su silueta salio dibujada en la corteza del fresno de las Apariciones en instantáneas tomadas con mi cámara de fotos en las primeras fechas de registrados los fenómenos a comienzos de los años ochenta. Eran aquellos días presagos las avanzadas de un cambio que ya se está operando mientras alborece un milenio. La Virgen, tocada del flameo de la castidad, paradójicamente elevaba un grito de protesta contra nuestro necio descoco. Su misión en las tareas de gobierno de la Iglesia ha sido esa presencia opaca de Esclava del Señor, porque, al proferir su “fiat”, asumió con su Hijo un papel mesiánico y soteriológico.  Esta voluntad del “ hágase en mí según tu palabra” se cumple todos los días en la vida de esa Iglesia del Silencio mariano. No sé si habrá hablado más de un par de veces en los Evangelios. Una, para ensalzar al Dios de Israel  en el canto del Magníficat; otra para increpar al Niño que se había quedado rezagado en el Templo disputando con los Sabios de la Ley, y una tercera, para murmurar en las Bodas de Caná una amorosa y humana advertencia de mujer que se da cuenta de todo”: No tienen vino”. Por lo demás, no hizo otra cosa a lo largo de su vida que “ callar y guardar aquellas cosas en su corazón”. (Et mater ejus conservabat omnia verba haec in corde suo. Luc, II, 51,52). Esta Virgen pudorosa vela, desde su recato de madre del género humano, por todos y cada uno de nosotros.
 
Según una antigua leyenda en un viejo monasterio de Vatopedi del monte Athos, los frailes llevaban una vida disipada. Dios permitió castigarles enviándoles una banda de piratas. Cuando éstos estaban a punto de irrumpir en el convento para saquearlo, y dar muerte segura por decapitación - era la regla entre los berberiscos -, la Panagia Paramythia se aparece al idumeo o superior avisandoles que se pusieran en fuga. Los monjes escaparon y los proyectos vengativos de Dios quedaron sin efecto. Pasada la horda, los cenobitas regresaron a sus celdas y vivieron en la observancia.
 Una imagen de esta Madre del Aviso y Virgen del Consuelo, con todo ese hieratismo bizantino, cargado de simbolismo y descarnado de toda sensualidad, era el único retrato que presidía la austeridad de aquel zaquizamí perdido en el Sahara al que el aventurero francés fue a parar. No es ya meramente la Madre del aviso sino la Escala de la Contemplación. “ Más de dieciséis horas llevo aquí plantado  - escribía el 22 de marzo de 1897 Charles de Foucauld- y no he hecho otra cosa que mirarte. ¿ Qué me quieres decir, Dios mío? Yo soy poco lo que tengo que deciros porque mi vida se ha convertido en una completa contemplación del Amado “. He aquí una de la primera muertas de “kenosis” o anonadamiento, sensación quietud, “poustina”,  exinanición, muerte del yo, nada divina, alumbramiento, “ Gelassenheit”, santa indiferencia, karma, etc.; todas esas acepciones ha recibido ese estadio en el cual el alma del hombre vierte como un río sobre la mar y se encuentra cara a cara con Dios. Estos términos saltarán con frecuencia a lo largo del libro, que tienes entre tus manos, amable lector, y  en el que nos proponemos acometer un estudio de la iniciación a la santidad a través de algunas figuras señeras de la Mística.
Esas moritas que pasan a nuestro lado ¿ no serán un poco las embajadoras del concepto de salvación que transmite a las católicas de la Vieja Europa, caduca y entelerida, que expira asfixiada por su propio éxito, pero ególatra y envejecida, la Madre del Aviso? El Islam es una fuerza. También una bomba demográfica. La Panagia Paremythia, de la misma forma que intercedió ante su Hijo para evitar el castigo a los relajados monjes del monte Athos puede desviar la mano del azote que se acerca a los muros de la ciudad alegre y confiada, haciendola recapacitar. Dios nos libre también de las luchas del pasado. De cualquier guerra santa y de las que los europeos, tanto católicos como protestantes u ortodoxos, somos culpables. Porque aquello fue una forma o un aviso que envió La Sabiduría Inmutable para confundir nuestra soberbia acrisolada en los vicios.
Ellos aportarán el vigor de la juventud, otros valores éticos. Traen en sus rostros quemados por el sol africano esa fuerza irresistible del simún. Foucauld lo percibió muy en sus adentros - esa descarga del mundo que se acerca y se transforma - cuando sintió la llamada de África y concretamente le atraía Marruecos, a cuya lengua tradujo los Evangelios y compiló un diccionario árabe dialectal- francés, que es hoy una herramienta de trabajo de la Filología Semítica. Pero no fue nunca un renegado ni un muladí este gran amigo de los árabes. En Tindouf se decía: “ Es una pena que un musulmán tan bueno como es ese fraile no vaya al Paraíso, por no profesar la fe del Profeta”.


Su vocación fue como un ventalle de gracia divina, una tromba de siroco que transformó de arriba abajo la existencia de aquel elegante y epicúreo teniente de Húsares. El proceso fue lento. En Setif protagonizó un motín con unos cuantos de sus legionarios. Protestaban por el rancho y las degradantes condiciones infrahumanas con que se vivía en aquel fortín enclavado en las mismas entrañas del Sahara. Sobre sus espaldas sintió el peso del saco terrero. Se le formó consejo de guerra y a punto estuvo de ser fusilado.  En ultimo término, le fue conmutada  la pena capital por la de la degradación.
 Con toda la tropa formada ante el adarve, un sargento procedió solemnemente a arrancarle las estrellas de la bocamanga. ¡Demasiado para un brillante militar de carrera formado en las aulas de Saint Cyr: un “chusquero“ lo expulsaba del Ejército!
Regresó a Francia desanimado, pero todavía más rebelde. Otra vez, la buena vida.  Una tarde, estando acodado sobre el velador de un café de Evián y hojeando un diario sin mucho interés le asaltan unos titulares”: Insurrección en Orán. El Cuarto regimiento de cazadores entra en combate”. Inmediatamente, solicita su reincorporación a su unidad, abandona a su amante de turno, una condesa por nombre Mimí, y vuelve a militar baja las banderas de la Caballería Francesa. Su escuadrón operaba en Tindouf. La rebelión es sofocada. Pero esta vez África atrapa al joven para siempre. En su espíritu se opera la decantada metamorfosis. El desierto con sus calinas ardientes, el silencio impresionante, con sus beduinos de ojos de fuego, hechiza a Foucauld. El mundo árabe es como un conjuro, un sortilegio. Pero de nuevo siente escrúpulos ante la posibilidad de estar siendo víctima de un espejismo. La zona de operaciones de su unidad tenía por centro el “ bled”, un blocao de avanzadilla, arenas adentro de Tolbruk, allí donde la bazofia, el calor intenso de los días y el frío de las madrugadas o la falta de agua potable sean todavía menos soportables que el aburrimiento.
Quienes hayan servido en alguna trinchera del desierto saben que el enemigo a batir por el soldado desplazado a estos destacamentos no son las cabilas, ni el sol abrasador que se cuela por el cogote y calienta como una estufa las barbilleras de lona de la galea. Ni siquiera los torbellinos de arena o las moscas insoportables o los insectos. Es el tedio. Muchos no lo soportan. Se vuelven locos o se suicidan. Lo llaman los franceses “ mal du bled”. Es como una resaca de tamo que se te va metiendo por los poros y sube alma adentro. La tierra llama a los hombres a su seno. Se siente entonces la fascinación del espejismo. Entran ganas de huir.  El suboficial Foucauld - había sido degradado en el escalafón - desde su garita de centinela en una de las barbacanas del fortín debió sentir la llamada del desierto y le entraron ganas de huir. Otra vez pide la absoluta, ahora ya para siempre, en el Arma de Húsares. Quiere conocer Marruecos. Como estaba vedada la entrada a los cristianos en aquel territorio, se hace pasar por hebreo. Desde la expulsión de los heroicos misioneros franciscanos y de los frailes de la Merced aquel inmenso territorio allende el Atlas quedó huérfano de la Cruz. Era verdadera tierra de moros. Uniéndose a una caravana de judíos que, mandada por el rabino Joseph Alemán, un sefardí, y, empeñado en entrar en la mítica Berbería in pártibus infidélium, se dirige a visitar la alfama de Chauen y otras aljamas del interior.
A tal efecto, aprende algo de hebreo y se deja crecer aladares, según la costumbre de los antiguos israelitas españoles. Aquel viaje le fascina y deja en su espíritu una huella indeleble. Como resulta de esta gira nace un libro en el cual narra sus experiencias por las inmediaciones del reino alauita, prohibido a los no mahometanos. Es el momento de su conversión. Decide hacerse trapense y entra en el convento de Santa María de las Nieves. Sus superiores acceden a enviarlo a una trapa recién abierta en Siria. La severa disciplina cartujana le parece poco rigurosa para la vida de penitencia y de sacrificio que él tiene en mente.
 


Recorre mendigando toda la región de Palestina y se instala en Nazaret donde lo acogen como hortelano las clarisas. En la huerta construye una cabaña y allí reza y estudia una vez terminada las tareas agrícolas. Se dirige a Jerusalén donde en otro convento de la orden franciscana realiza los humildes menesteres de portero y otros servicios ancilares. Se ordena  por fin sacerdote y se une a una expedición que se dirige al desierto, al país de los Tuareg. Quiere fundar una orden contemplativa dedicada exclusivamente a rogar por la conversión - y, si no por la catequización, problema harto difícil tratándose de mahometanos, al menos la reconciliación - del mundo islámico. A lo largo de su más que corrido cuarto de siglo que pasa en los oasis, el hermano Alberic (ese fue el nombre que adoptó al ordenarse) no consiguió bautizar más que a un solo neófito. Sin embargo, él pensaba que Dios opera bajo otros parámetros. Sus caminos no son nuestros caminos. El Señor echa otras cuentas.
Humanamente parece imposible entender cómo pudo aquel aventurero de Jesús de Nazaret, el corazón mordido de desierto, embarcarse en tamaña empresa. Solo. Sin apenas medios materiales, sin más respaldo que el de algunos de sus antiguos compañeros de armas, adscritos a las patrullas de la policía nómada que velaban por la seguridad del protectorado y que cada quince días llegaban al austero “bordj”, especie de capilla mahometana, con víveres y el correo para el anacoreta de Tamanrasset. No hizo prosélitos. La hermandad que se propuso fundar o Jauna que tendría por lema la palabra árabe “ amon” (paz y perdón), aunque Foucauld consiguiera ultimar sus estatutos, tardó bastante tiempo en ser aprobada por Roma. La Santa Sede, consciente de los dificultoso de la empresa que se proponía acometer el hermano Alberic, se tomó lo tomó con calma. En círculos eclesiales  lo daban  por loco. Entre los militares, por una aventurero. En todo caso, el antiguo conde no era sino un marginal, un inadaptado, pero hasta en eso, y en su pasión por el trabajo manual, quiso parecerse a Jesús Obrero.
Preveía que el cristianismo sólo puede triunfar abrazado a la cruz del silencio, de los que padecen y laboran. Es una religión de perdedores que predican en la tierra con el ejemplo y que son exaltados a la apoteosis final en el Cielo. La vida cenobítica, que tiende a la perfección evangélica, mediante la renuncia al mundo y el desprecio de las sabidurías terrestres a favor de las eternas, constituye algo privativo a la Iglesia Católica. Desde los primeros tiempos atrajo el yermo. Hay tres clases de contemplación, según la disciplina de cada uno de los monasterios. El anacoretismo o congregaciones idio rítmicas es la más vieja, pues era ya practicada en la Tebaida egipcia y antioquena. Los adheridos no llevan un sistema de comunidad. Viven apartados en cuevas o grutas, siguiendo las huellas de María Magdalena, de San Antonio o de San Jerónimo, pero celebran en común algunos oficios de la Sagrada Liturgia. Luego está el sistema cenobítico basado en la salmodia  y vida en común. Esta manera de santificación se generalizó en Occidente, con san Benito y los monasterios gaélicos. Por último, está la fórmula hesicasta o eremítica. Vida de unión silenciosa con el Criador. El hesicasmo consiste en la recitación constante y reparadora del nombre de Jesús, con la ayuda de los ritmos del aliento respiratorio y los latidos del corazón. Consiste en un constante estar tranquilo en sintonía con la Creación. Es la fórmula que impone la “pystina” o tradición quietista rusa, apoyandose en parte en los santones de la Mandra hindú. Es la que eligió el venerable charles de Foucauld. Se dice que la hesicasta - del gr.hεσikασθωσ, estar tranquilo, guardar silencio-   es la más perfecta.


El tres de diciembre de 1916, bandidos fundamentalistas avisados por el hombre que hacía las funciones de sacristán en la jaima de Beni Abbés y que sería el traidor, que les abrió la puerta de la misión, asaltaron el recinto donde vivía recluido el morabito francés. Murió de un culatazo que le propinó uno de sus asesinos al pié del sagrario. Acababa de hacer la reserva del Santísimo.  Lo había profetizado y lo había querido: morir mártir en la tierra que amaba. Trazó con los dedos temblorosos una cruz con la sangre derramada. Su última mirada fue para las cumbres del Atlas. Y murió como mueren los santos: perdonando a los que le mataban, fiel a su compromiso con el Evangelio.
 La hora undécima   
Hemos elegido la figura del Fundador de los Hermanitos de Jesús como umbral de estos ensayos sobre la actuación del Espíritu Santo en el Tercer Milenio por parecernos un santo típico de la modernidad, apóstol misionero del Tercer Mundo. En su figura se dan cita los dos aspectos: el contemplativo y el de operario de la Hora Undécima. Era consciente, por prognosis profética, de las dificultades de su misión ante el Islam y que no habría, ni en vida ni en muerte, resultados aparentes, pero él fue el primero en esparcir la semilla; en roturar aquel barbecho.
Cuando el numen del Paráclito suscita una fundación en el seno de la Iglesia, es que ésta responde a un situación de necesidad real. La catolicidad tenía una cuestión pendiente, después de tantos descalabros históricos, así con el Judaísmo como con el Islam, pero, sobre todo, con los hermanos separados de Bizancio, depositarios de valores sagrados de la Tradición. Dichas cristiandades del Este puede decirse que sufrieron más que nosotros y supieron a adaptarse a una convivencia positiva - sin que por ello faltasen amargas excepciones, claro es- con hebreos y musulmanes. La peculiaridad   de Carlos de Foucauld, obedeciendo a la llamada divina para dejarlo todo e irse a convivir al Sahara con los nómadas Tuareg, es que trató de convertirse en bisagra de fraternidad con todos aquellos prosélitos del patriarca Abrahán por la fe en un Dios único.
Este encuentro con el rostro oculto de Cristo le sobrevino, por iluminación celestial, cuando, recién llegado a Jerusalén, entra a orar en el Santo Sepulcro, en el momento en que los monjes de la comunidad rusa en Tierra Santa celebraban una misa cantada. Entre vaharadas de incienso, escucha el Canto del Querubín y las letanías trinitarias. Las invocaciones al Padre, al Hijo y al Espíritu, con sus tres atributos mayores: deidad omnipotente, fortaleza, e inspiración, constituyen la base de la comunión eucarística, según el rito grande de San Basilio. En ese dúo maravilloso entre el diácono y los coros se alzan al cielo los cantos de piedad y misericordia para una humanidad cansada y llena de miserias, habituada a convivir con el dolor y con la muerte. También se apela constantemente a la intercesión de los Ángeles y de Santa María para ser capaces de soldar esos dos planos: el de Dios y sus criaturas, los infinito y lo finito, la vida eterna y la muerte, la gracia y el pecado.
A la sazón, el humilde peregrino trapense se siente traspasado por el rayo de la iluminación. Esta fuerte conmoción quedaría plasmada en su mente toda la vida, y es seguramente por eso por lo que los miembros del instituto de los Hermanitos de Jesús tienen la obligación, entre sus prácticas diarias, la de recitar la invocación del Veni Creator junto con una oración a los Ángeles directamente tomada del rito de entrada a la misa que entonan los melquitas que reza así:
“Oh Señor, Dios nuestro, Tú que llenaste los cielos de legiones de ángeles y arcángeles para el servicio de tu gloria, haz que nuestro ingreso en tu templo venga precedido por el canto de tus coros, virtudes, dominaciones, potestades, tronos, serafines de seis alas, y que entonemos el Himno del Serafín. Por los siglos de los siglos. Amén.”


Aquí está basada la espiritualidad del original siervo de Dios: la disponibilidad de entrega a partir de la noción de que la gracia presume la naturaleza. No hay que romper con el hombre, sino aceptarle tal cual es, en sus valores, en sus tradiciones culturales que conforman una actitud existencial. Luego el neuma divino será capaz de moldear a su manera el barro en que fuimos fraguados. Decía Charles De Foucauld que “Dios nos llama a la plenitud del amor a cada uno según sus capacidades. Puesto que Él nos creó, sabe cómo somos. Ahí está nuestra perfección. Es una tentación querer ser grande en el Reino Venidero, debemos inclinarnos a ocupar los sitios de abajo, porque el deseo de grandeza personal interfiere con la gloria de Dios”. Semejante contemplación jovial y plenamente optimista de la actitud del hombre frente al Inefable está henchida de Evangelio. De paso, constituye una afirmación de modernidad.
El grano de mostaza
Se hace aquí evidente el parangón que existe entre Foucauld y Teresa de Lisieux. Ella también preconiza el empequeñecimiento y la opción de los pobres, de los ignorantes, los marginados y pecadores, desde un único punto detonante: el amor. El antiguo trapense es, en conclusión de lo expuesto, una santo “pequeñito”, pero que arraigó y se engrandeció. El grano de mostaza, transformado en árbol mayor, hoy da sombra, cobijo y frescura a todo el vergel de María. Siguiendo los pasos de la carmelitana normanda, casi paisana suya, prefiere los diminutivos a la hipérbole.”Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”...  Il etait tout petit.
De propio intento, quiso que el instituto nacido en un oasis donde paraban las caravanas tuareg cerca de Orán se llamase la “Fraternidad de los Hermanitos y Hermanitas de Jesús y del Evangelio. Es un rotulo misionero, en apariencia inocente, pero cargado de intencionalidad soteriológica, buscando el acercamiento entre los pueblos separados por discrepancias religiosas así como desigualdades sociales. Nunca rechazaría la tecnología y todas aquellas consecuciones de la ciencia mecánica y de la inventiva que hacen más llevadera la existencia del hombre en la tierra. Sus casas, siguiendo el paradigma de la jaima de Beni Abbés, que toma por modelo la casa de Nazaret, serán a la vez talleres y oratorios, donde se predica con el ejemplo a partir del compromiso con los pobres, huyendo de cualquier proselitismo.
Él entró en la historia eclesiástica como una brisilla de viento solano, que pedía perdón por vestir a la morisca con la chilaba y las babuchas, pero en el pecho un corazón grabado en tela, símbolo de esa alcancía llameante que contemplaron en sus éxtasis María de Alacoque y otros místicos medievales. Era consciente de lo improbo de su ingrata tarea. No suelen pedir las aguas del bautismo los que han nacido en el seno de la Religión del Profeta, pero Foucauld no había huido al desierto para convencer de grado o a la fuerza a los musulmanes de la supremacía de la Biblia sobre el Corán, quería sólo roturar el yermo para que los que llegasen más tarde pudieran recoger el fruto de su labor escarificadora. Ese sueño que tuvo al pie del Atlas nunca llegó a colmo cuando él murió a principios de siglo ni tiene visos de ser realidad ahora, cuando concluye. Más bien, sucede al contrario: el cristianismo en África, lejos de arraigar y de afianzarse, se encuentra en trance de recesión. Como ha demostrado la reciente guerra de Kosovo, también en una Europa descristianizada la Media Luna avanza y la Cruz retrocede. Pero puede que se trate de una mera apariencia con la que Dios castiga nuestra presunción, a veces insufrible por lo populista y triunfalista. La Iglesia no se propone recabar una meta política, ni es de uno solo, sino de muchos, porque diversas son las moradas en la casa del Padre y muy variados y diferentes los inquilinos que la habitan.
Sin embargo, el viento de fronda se ha trocado poco a poco en huracán. El morabito de Tanrasset inició una suerte de Pentecostés. Con su presencia callada y humilde recordó que sigue soplando sobre nuestras cabezas el aire del Cenáculo. Este aire tiene la particularidad de que no se le ve ni le siente. Opera de una forma callada desde los goznes mismos sobre los que gira la rueda de la Historia. No lo notan los sentidos, porque se esparce sobre ámbitos que pertenecen a la contemplación infusa.


Las caldeadas arenas de Numidia sirvieron de base al que, siguiendo la huella de las vetérrimas cristiandades de las riberas del Nilo y de las costas africanas, quería empaparse de soledad y de desierto mesiánico, a un instituto religioso que creció presto, abriendo casas en lugares del Tercer Mundo, como Dakar, Hanoi, Kuala Lampur, el Matto Grosso, la Patagonia, Ciudad del Cabo, Trípoli o Delhi. El Padre Foucauld recomienda en las constituciones redactadas en 1899 que amasen el desierto físico pero, sobre todo el espiritual, que conduce a Dios mediante el desprendimiento de los vínculos que atan al alma con la materiales. Esta es una idea que se repite sin cesar en los faquires orientales, retomadas por los “staretz” de los monasterios rusos de Vaalam y de Optina Pystina, a los que aludiremos en la frecuencia de este libro. Hasta en eso quería parecerse a los santones orientales incorporando a la mística católica metodologías diferentes para la ascésis.
Pero los Hermanitos de Jesús combinan, al propio tiempo, la acción pastoral y misionera  con la  contemplativa. Formaron a los primeros sacerdotes obreros, una clase eclesial muy discutida en Francia en décadas pasadas. Pero su fundador no tenía en mente parámetros de lucha de clases, porque sentía aversión a las conquistas políticas que durante toda la Edad Media y parte de la Moderna tuvieron apartado al papado de la imagen callada y oculta de la Carpintería de Nazaret. Jesús nació en el seno de una familia obrera. No quiso pertenecer a la clase sacerdotal ni hizo reserva de privilegio. Así y todo, nunca predicó la rebelión ni se enfrascó en las luchas políticas de su tiempo contra Roma. Eso sí; fustigó la hipocresía del Pontífice y la perfidia de los fariseos, que fueron en verdad quienes lo condenaron, y no Poncio Pilatos, un dato real que ahora por desgracia en estos tiempos de grandes compromisos políticos, consensos y pactos, de populismo triunfal y de culto a la personalidad, acérrimos intereses creados y sonrisas y bendiciones de medio lado, ha quedado obviado.
Quizá estemos perdiendo la perspectiva: Cristo nunca quiso ser más que un perdedor y puso en guardia a sus discípulos contra los aplausos y alabanzas del mundo. Desconfía de los ambiciosos de poder. Por eso, su verdadero espíritu, casi siempre oculto, hay que irlo a descubrir   incluso hoy a las catacumbas. Se encuentra entre los escombros de un bombardeo, la sangre de los mártires, y prefiere a los que sufren y a los desheredados de la fortuna.
La Madre Teresa de Calcuta copia algunas cosas -no todas- de los rasgos propuestos para la santificación de sus seguidores por el eremita de Tanrasset. Tal es la versátil facultad para predicar el Evangelio en los lugares más remotos e impensables de Pakistán, India, Turquía, el Strand londinense, el Bowry neoyorquino o los bajos fondos de París y de Marsella. Pero con una diferencia de matiz al resto de las ordenes mendicantes que han existido en el mundo católico, Foucauld resalta que la justicia debe tener prelación sobre la caridad. No basta con dar albergue o recoger los desechos humanos. Hay que reconstruir su dignidad de hombres y darles una perspectiva de rehabilitación para lo venidero. Se ha acusado a las monjas del sari, hijas de la famosa religiosa albanesa, de ser el tren escoba del Capitalismo, que, a cambio de recoger sus desperfectos, sus seres humanos hechos añicos, luego pasa la bandeja. Los epulones de hoy en día tratan así de acallar su mala conciencia poniendo un puñado de dólares sobre el cepillo.
 


El carisma del intrépido legionario francés, convertido a la milicia de Cristo, se basa no ya meramente en el aforismo agustiniano sobre el amor como causa primera de la libertad dichosa, sino que trata de ir más allá que el propio san Agustín y Platón. Foucauld precisa a que para llegar a alcanzar el rostro de Cristo hay dos caminos. Uno externo, litúrgico y deductivo, mediante lo que aparece en nuestro entorno, lo que nos acontece, nos preocupa, nos aburre o nos indigna. Al asomarnos a balcón y contemplar las maravillas de la naturaleza, y comprobaremos que desde allí Dios nos hace señales. Y otro, interior e intuitivo. Éste es un Dios personal e intransferible. En lo más hondo de nuestro ser lo vivimos, lo sentimos. Es sólo amor. Un amor del cual todos hablan, pero difícil de encontrar en medio de las truculencias capciosas, el culto al dinero y al poder, autoridades deíficas de esta sociedad en cambio. Vemos cómo no vence la fuerza de la razón sino la razón. Pero todo eso forma parte del misterio cristiano. Es la religión de volver la otra mejilla y elevar los ojos al cielo en espera de que Aquél que no admite mudanza ni accidente se apiade de los que sufren los atropellos del tirano o los antojos del enalmagrado y el ruin que cambia con facilidad de bando, en loor a una moral de circunstancias. Dejemos a los Zoilos y Aristarcos que se entreguen a sus fantasías despóticas para dar al pueblo la falsa moneda o la menguada medida. Ya les llegará la hora.
Al fin y a la postre, aserraron a Isaías, acantearon a Jeremías, y taladraron las sienes del profeta Amós con un hierro candente, clavaron al Hijo del Hombre en una cruz, dilapidaron a Esteban, decapitaron a Juan, a Lorenzo lo torraron sobre unas trébedes, asparon al dulce Andrés, y crucificaron patas arriba a Cefas. Preponderan los descendientes de Agar y Anteo sigue encontrando no pocos adeptos. Por lo que toca a Nerón sigue siendo como una antorcha. Siempre fue así, pero Dios, que es lento a la ira y proclive a la misericordia, es también el Maestro de  Justicia. Hay que acudir al profeta David para adivinar el porvenir de los réprobos. Ninguno llegará a la tercera edad ”Viri sanguinum et dolosi non dimidabunt dies suos“ y en otro versículo “Virum  iniustum mala sua capient in interitu”, que se podría verter al romance como”: el mal se vuelve contra aquellos que lo practican y será una fuente de congojas para el malvado a la hora de abandonar este mundo”.
La sombra de Anteo, insisto, acaba de pasearse por los cielos de Yugoslavia. Era un gigante prácticamente invencible en la batalla del aire. Se ha ejercido el chantaje y la fuerza bruta a todas las bandas. Viejos monasterios de Metopia han sido profanados, sus monjas violadas por la chusma enardecida que esgrimía “Kalaschnikoks” y cimitarras. Fueron profanadas aras sagradas y rasgados al filo de la espada los lienzos de los iconos. La sangre de los mártires salpica a los Nerones de turno que regentan los altos estrados, y las Semiramis en edad avanzada han utilizado toda la perfidia y la sed de vindicta de la que son capaces para posar sobre las horcas a toda una nación soberana. Incluso impregna los vuelos de la sotana blanca de un senil personaje obsesionado con giras apoteósicas.  Semejantes periplos triunfales, esas misas multitudinarias, oficiadas por un anciano de voz bronca y mano que rila, y no se rinde, pues parece que no se muere nunca, hacen pensar en las sentencia apodíctica de Marcusse de que el mensaje es el medio, o en lo que advertía Marción hace dos mil años sobre la Pontifical Jerarquía”: Roma todo lo asume, todo lo cohonesta, y en todo transige  uniendose  al poder, para quedarse con todo; ella no es más que la viva expresión del deseo del halago y reverencia ”. Lutero la llamaba combleza del Emperador, y Camilo Torres, un guerrillero, colombiano y sacerdote, la gran odalisca. Pero el fin de Roma no supone el término del mundo católico. Habrá, después del cataclismo que se cierne sobre nosotros, una Tercera Roma.  No es a esa Iglesia taraceada de oro y de piedras preciosas, o empapelada de rescriptos a la que nos vamos a referir aquí, sino al íntimo  Círculo de los Verdaderos Discípulos, que cargan sobre sus espaldas con la cruz, y se ofrecen día a día de rehenes de la culpa. Es la Iglesia real, de la triunfante verdad,  la de los confesores y mártires de la fe. La otra no es más que hojarasca. Nada más. Es nuestro proposito hablar de la Iglesia Escondida, que sufre en el silencio. La de los santos. La que no brilla porque está integrada por Humillados y Ofendidos, y cuya lista no tiene fin. A ella pertenece Charles De Foucauld.


 En las cancillerías cunden los lavatorios de manos mientras los enemigos de la Cruz progresan contra una Europa materialista y descristianizada. No sólo se ha matado y se ha bombardeado, sino que se ha mentido con todas las ganas.
El sueño del Padre Foucauld sobre un acercamiento de los sarracenos al Evangelio no sólo se aleja sino que la misma fe de Cristo corre peligro. Sin embargo, ¿qué importa? Él roturó aquellos campos del desierto en agraz. La semilla está echada. Un día germinará. Por lo que se refiera a los gigantes resurrectos y las cohortes bajo las banderas de Satanás cualquier día de estos puede aparecer el serafín de seis alas y arrojar al sanguinario Anteo de sobre las nubes. El trono de los liberticidas y genocidas es poco consistente.  Llega cualquier viento y lo derroca. No puede perdurar la maldad. Es conveniente en esta hora de tinieblas no perder el rumbo ni la perspectiva.
Figuras como las de este monje humilde escondido hacen la Humanidad seguir mirando a lo alto sin caer en la desesperación y sin desmelenarse. Liberal, tolerante, demócrata, y de un profundo respeto a los incardinados en otras culturas, lleno de amor a sus semejantes, aconsejada bajo la lectura de otro glorioso africano, Agustín de Tagaste, la fórmula de oro para la santificación: “ama y haz lo que quieras”. Esta divina inconsciencia nos lleva siempre al portal de la Luz. Foucauld rompe los moldes.
Era muy devoto del Santísimo Sacramento, que tenía expuesto día y noche en el altar de su pequeña ermita. Un día que acaba de hacer la reserva lee un pasaje de Marcos”: El Reino de Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra y ya duerma ya vele ésta crece sin que él lo sepa (Mc.IV, 27,28). Esta sentencia, verdadero crédito teologal a la fe viva, se va a convertir en piedra de toque de su espiritualidad; constata de un parte la necesidad de anonadación y de desasimiento o muerte del yo, pero Dios no pide imposibles. Nos conoce y nos ama, y no escatimará pruebas para los que elige pero este triunfo sobre las pasiones no representa un desquiciamiento, ni tampoco una visión de la santidad acaramelada y hecha de estereotipos egoístas. El santo no es un vidente ni un santero. Foucauld rechaza el fervor paniaguado, individualista, pasivo que dimana de una interioridad sospechosa. Su amor a Dios es algo coral, comunitario. El yo que tanto obsesiona a Occidente para los orientales resulta algo contingente.
A cambio propone una vía de participación con Cristo en su Cenáculo más activa, aparcionera y coral, donde tenga prelación el ser sobre la existencia. Hay que sustituir al yo por el nosotros. Al fin y al cabo, el hombre no es más que una partícula del cosmos ordenado por la sabiduría divina en el espacio, el número y la proporción. Es el ángulo exacto sobre el que todo converge desde las estrellas rodantes hasta la más endeble brizna de hierba. Todo gravita en torno a la deidad suprema.
Por otra parte, aspira al conocimiento divino mediante el misterio de la Encarnación en la Eucaristía mediante el cual el hombre puede llegar a ser partícipe de la vida divina. Hay una relación de causa a efecto entre acción contemplativa y liturgia, como esencia de la catolicidad viadora y peregrina hacia la cumbre del Monte Santo, esto es: Jerusalén. Los ángeles santos y María actúan como espoliques de esa andadura. El creyente no puede, sin embargo, deshacerse el cuerpo y necesita símbolos y hasta signos que hablen de la existencia de una vida de gracia mas allá de los sentidos. Por eso en los ritos sagrados se utilizan de adminículos como el canto, el olor a aceite, el bálsamo sagrado, los colores de los ornamentos, el arte arquitectónico insuperable de los templos. Mediante sensaciones exteriores accede a la contemplación interior.
Jerusalén, la Ciudad de la Paz, monte santo de la Liturgia cristiana


Además, ese viaje a la Ciudad de la Paz, esa escalada del Monte Sacro, es de ida y vuelta, porque de Jerusalén mana la fuente de toda virtud. Carlos De Foucauld funda un establecimiento monástico que tiene en cuenta la apetencia de Dios del hombre actual.
Había redactado sus constituciones en vísperas de un nuevo siglo, precisamente por la Nochebuena de 1899. Toda su metodología espiritual estriba en la búsqueda de un dialogo con el Deus absconditus, presente en la Historia, de una forma u otra antes de la Primera Venida, corazón reinante y alcancía que despide llamas de amor a lo largo de dos milenio, y actualmente  vivo y presente entre aquellos que lo desconocen o ignoran. Es la noche de la fe. Es el gran trauma de la soledad del justo. Es la travesía del enorme Sahara del alma.
Dios oculta su rostro inefable, pero es próvido, circunstante y testigo de nuestra lucha, absoluta, ente contemporáneo y actual, y se manifiesta en los hermanos. ¿Pero por qué se esconde? Valdría preguntar. La semilla germina y encaña sin que nosotros lo sepamos. Hay que recurrir al texto de Marcos, donde Cristo, que amaba la ecología y las cosas del campo, narra en este símili cómo es el proceso espiritual. Pablo, de su lado, argumenta”: gloriae suae Deus nos fecit compotes” a través de la encarnación de su Hijo en el vientre de la doncella el Padre nos hizo partícipes de la vida divina ¿Quien será capaz de penetrar estos arcanos insondables? Sin embargo, de ese cometido o compromiso de dios con el hombre radica la grandeza y el misterio de la religión de Jesús. Somos contuberniales, concolegas. El salmista utiliza un adjetivo muy hermoso para definir dicho concento: sodales, que suena mucho más bonito que solidario, pongamos por caso, aunque los dos posean la misma raíz.
 
En definitiva, somos sus hermanos, los compañeros de viaje en esta larga singladura del Cristo Resucitado. Nadie podrá ganarnos. Estos pensamientos sueldan la base del optimismo cristiano que aguarda el siglo futuro, aferrandose a la antorcha de las tres virtudes teologales y que mira más allá de la realidad que nos circunda: calamidades, guerras, apostasías, prevaricaciones, injusticias. Es el mejor antídoto para que perseveren en la fe aquellos que se sienten como expatriados en este revolcadero de infamias, donde los justos sienten enfado y  asco, donde la verdad es perseguida y queda a merced de la mentira, porque aquí se hace lo que ellos (siempre unos pocos) quieran hacer o tengan a bien mandar, donde sólo triunfa el malvado y se tacha de necia a la bondad. Ellos siguen con sus cubileteos celestinescos. Las combleza o barragana del tirano u homicida se pasea por el mundo con aires de santa. La “massmedia” acuña sus propios iconos y valores que habrá de imitar la juventud, si no quiere quedarse atrás. La locura de Cristo sigue pareciendo un elemento discordante para un sistema de valores enmarcados en la deificación  del dinero, la potencia sexual, la belleza física. De hecho, el monaquismo es una suerte de protesta muda contra los dislates y desafueros de la Iglesia externa o exotérica, que ha de transigir y convivir con los humanos y echarse a las espaldas sus brutalidades, la necia ceguera, y sus tendencias constantes a la superstición. Los anacoretas y ermitaños que junto con los mártires forman la savia interna de esa Iglesia esotérica o interna por oposición a lo que se muestra a los ojos como hojarasca y boato supieron escalar la cumbre de la perfección cristiana, de la verdad y la justicia con proyección.


Hemos querido dar inicio a este libro con la presentación de un solitario moderno, como demostración de que más allá del aparecimiento está la aparición, verdadera epifanía o muestra de la acción del Paráclito a través de los siglos. Estos héroes escondidos resguardan la grey. Soy un testimonio tácito de que la Iglesia es hechura de Dios, porque, a pesar de los escándalos e indignidades y el poco decoro de algunos de sus pastores, el rebaño continúa su marcha. Las ovejas de Cristo seguirán balando. Por eso, nos parece de importancia capital conocer el monaquismo en sus tres manifestaciones(anacoretas, cenobitas y monjes) a la hora de hacer un justo balanza. Foucauld es una figura mayor porque trata de conectar con la tradición perdida de la Tebaida de Asia Menor, imitando la orden  basílica - el primer monasterio que se conoce fue el de San Pacomio que llegó a contar con hasta siete mil monjes - y la regla de san Benito al mundo de hoy.
Sin embargo, lo que el mundo brinda es apariencia. La combleza del príncipe será despedida del harén. A la gran diva de la pantalla no la renovarán el contrato o se morirá, porque, por lo general, el impío no suele gozar de vida larga. La culpa atrae a la muerte.  El encintado de la Ciudad de Dios se dilata más allá del mundo visible, pues su poder actúa de forma inefable y clandestina. Al justo no le faltará, pese a sus sufrimientos, un gorgojo del pan de Cristo.
Cabe preguntarse, al filo de la esperanza de los que creen en la Resurrección, por qué el cristianismo, originado en África y en Asia Menor, y que germinó como la flor de loto junto a las riberas del Nilo, ha perdido fuerza en aquellas regiones del Oriente, donde ya para siempre quedaría desahuciado, primero, por el arrianismo, y, más tarde, por el islam. Foucauld parece querernos dar la respuesta mediante su testimonio martirial. La genialidad del antiguo oficial del Ejército Francés, así como su profética perspicacia, consiste en haber ido a beber del manantial de la fe en sus fuentes. Aspira, mediante su amor al desierto y a los hombres azules del Tuareg a la reconciliación de Cristo con sus antiguos enemigos sarracenos. Propulsa una renovación de la Iglesia en todos los sentidos (litúrgica, dogmática, carismática) y adopta para sus rezos algunos textos del oficio divino de Crisóstomo y de Basilio, Gerasimo el Sirio  o de San Pacomio, traducidos al árabe, y saca partido de las grandezas del rito maronita con sus constantes invocaciones a la Trinidad, la continua  impetración a los Ángeles, o la recitación del Akathistos de la Virgen María, cuyas estrofas empedradas de riqueza idiomática y de colorido casi sensual suenan en un oasis del desierto mejor que en ninguna otra parte.
Para él la misa no es sólo la conmemoración de la Cena y de la transubstanciación del Cuerpo de Cristo en vino y en paz sino un acto de comunión con la belleza del Cosmos, el canto eterno a la divina armonía en su apoteosis universal. Cristo ha bajado y se encuentra entre nosotros hasta el fin de los siglos. Allí se establece un puente de conexión entre los adoradores del Padre, con los ángeles, con María y con los santos haciendo de particioneros de este sacrificio incruento que conjunta a todos los participantes del credo trinitario por el bautismo. Todos contemplan su imagen en el hoy en el ayer y siempre. En ella, simbolizada por el Pantocrátor convergen las tres Iglesias: triunfante, militante y purgante. La eucaristía, cargada de simbolismo purificador, acontece esa catarais. El milagro es posible. El hombre puede subir y subir y acercarse cada día al rostro de Dios y cantar con los ángeles. La invocación angélica era casi consubstancial sal santo sacrificio. Hasta siete veces se aludía a ellos en el canto de entrada, el introito, el prefacio o el canon. Y la misa antigua se cerraba con la oración a San Miguel de las abluciones finales. ¿Por qué an sido suprimidas en la rúbrica del post concilio y, sin embargo, los ortodoxos la conservan? El culto angélico es complementario al de dulía, una parte importante de la tradición piadosa de la Santa Iglesia. Lucifer no debía de estar muy conforme con sendas devociones, porque se ve que está haciendo todo lo posible con acabar con la intercesión de la Santísima Virgen y de los coros de las nueve jerarquías. Está claro que trata de suprimirlas, presentandonosla como fórmulas de piedad arcaica, no suficientemente contrastadas. Nunca se saldrá con la suya.


Recién convertido el Hermanito Carlos debió de sentir en su corazón una revelación descubridora del sentido que tenía su existencia, cuando al poco de llegar a Jerusalén entra a orar a la iglesia del Santo Sepulcro en el instante en que se desarrollaba una ceremonia religiosa oficiada por los monjes del monasterio ruso. Se alzaban al cielo las letanías. El diácono abordaba el himno del Querubín (Querubinskaya). Se grabaron en su alma para siempre los ecos de este canto sagrado en el que el hombre devana el misterio de la procesión trinitaria pidiendo misericordia a un Dios Santo, a un Dios Fuerte, a un Santo Inmortal, como si aspirara a comulgar con su grandeza, interpolando el plano de la carne con el del espíritu. En sus escritos, recomendaciones y forma de vida, Foucauld se siente legatario de esa rica tradición del Oriente, recogida por los padres del yermo. Es un quietista a la manera de Pacomio, Epifanio, Irineo, Antón, María Egipciaca, pero quiso instalar esta regla orante de la vivificante Tebaida en los grandes barrios obreros y marginales de las ciudades del mundo, plantando una flor de loto allí donde impera la fealdad del albañal humana, haciendo subir el humo del incienso al pie de las chimeneas fabriles, estableciendo oasis de paz y de recato en medio del desierto de la agresividad, la complicación, el discreteo lujuriosos del hombre anónimo y deprimido de la post modernidad. Parte del principio de que es posible tener vida contemplativa en medio del tráfago del siglo.
Pero también incorpora a la Iglesia latina la oración de sustitución (badalaya) que predica con tanto denuedo el Corán y está basada en los principios evangélicos, resucitando una costumbre muy antigua. Nadie es más grande ni da mayor prueba de más que aquél que da su vida por el que ama. San Paulino de Nola(373-441), el amigo de San Agustín, y aquel que pondera tanto en sus escritos Jerónimo, tuvo uno de esos heroicos arranques y ofreció su persona y su libertad a cambio del hijo de una viuda de su diócesis, amiga de Terasia que era a su vez la esposa del señor obispo (a la sazón, no había obstáculo entre el sacramento del matrimonio y las sagradas órdenes), que había sido conducido por los vándalos tras una incursión en la Campania al norte de África, donde el propio obispo sustituyó al liberto y trabajó como esclavo encargado de las tareas del jardín en casa de un rico. Es el caso, el de Paulino de Nola, al que los fieles han invocado desde tiempo inmemorial contra los demonios, el más viejo del que guardan memoria los anales menologios de oración de sustitución o badalaya.
 Esta fórmula de heroísmo se practicaba asiduamente en el mundo árabe y fue puesta en práctica por algunas ordenes hospitalarias como el Temple los Frailes de la Merced, dedicada a la redención de cautivos. Con tal de manumitir a un reo, el ofertante consentía echarse al cuello las cadenas de la persona que quería liberar. Es lo que hizo con frecuencia San Raimundo de Peñafort. En la historia de la Literatura porque sin la entrega de un monje casi anónimo, oriundo de Arévalo y que fue a los baños de Argel para sacar de allí a Cervantes, poniéndose él mismo en el lugar de su cautiverio, nunca se hubiese escrito El Quijote. La caridad vence todos los obstáculos. El Amor todo lo allana.
Es locura de Cristo. Es, por otra parte, la soledad del místico, siempre lidiando con el vacío del dolor, la inseguridad de la tierra y la sucesión de los rostros y de los cosas, pero con los ojos fijos en esa Sombra que carece de mudanza. Es una relación de monologo, más que de dialogo, porque Dios rara vez habla, o se expresa con actos. Solamente la fe es capaz de pegar el gran salto para salvar esta distancia.
Rehén por sus hermanos.


Otros santos grandes del tiempo presente, como la nunca suficientemente ponderada Teresa de Lisieux se ofrecieron, asimismo, como víctimas propiciatorios del holocausto vivificante. Pasaron a ser rehenes del amor por los sus hermanos. Se desentendieron de sí mismos para dejar que el Almo obrara, conscientes de que nadie puede ganar al Espíritu Santo la partida. “ Pasaré mi cielo en la tierra obrando portentos en todo aquel que me invoque”. Así explicaba la Pequeña Flor Normanda su inefable Lluvia de Rosas, en el paroxismo de su donación completa al Misterio del Amor. Era su “ badalaya” votiva. El Señor a ella como a otros muchos les cogió por la palabra. Teresita moriría poco antes de cumplir el cuarto de siglo de su edad. Vivió poco pero en la escala de valores supremos pocas mujeres puede decirse fueran capaces de amar tanto.
Por lo que respecta al Solitario de Beni Abbés, su ofrenda también fue escuchada y Dios permitió que sellara aquel pacto de caridad hacia los árabes con su propia sangre derramada. Desde entonces sobre las arenas del desierto se oculta la esperanza de la vuelta a Cristo de todo un continente, que en los primeros años le fue muy afecto. A ojos vistas, no se ha producido este acercamiento de tolerancia ecuménica, antes bien, el fanatismo fundamentalista  cunero y fanático ha vuelto a mostrar su rostro menos amigable, por estas calendas en las que estamos, pero la semilla está lanzada. Algún día germinará. Después de todo, dicen que la fortuna ayuda a los audaces y que este mundo que gobiernan o desgobiernas los políticos, programan y diseñan los matemáticos, sólo lo mueven los soñadores y los poetas.
Foucauld era un idealista, un hijo de la imaginación de Chataubriand. Llevaba muy adentro las brumas del Rin y el tañido de las campanas de Notre Dame. Era demasiado francés para transformase en un vulgar enciclopédico volteriano.
Muerte de las palabras, muerte del Amor.
Hablamos tanto del Amor que se ha gastado el sentido de un término tan preciso como precioso. Anduvo siempre en labios de los poetas de todas las naciones y es casi una herramienta de trabajo de los místicos. He aquí que unos y otros parlan a destajo de sus enamoramientos y tanto abusaron de él que ya no queda otro remedio que escribirlo con minúsculas, porque el odio avanza, el escarnio y el egoísmo se apodera de todo el recinto. Si Cristo volviera, seguramente volverían a crucificarlo. Si enviase a sus ángeles para predicar en Sodoma y Gomorra la penitencia, que detendría el castigo, seguramente que los invertidos, tan abundantes por nuestros lados, intentarían sodomizarlos, porque los Principados aquellos eran hermosos a morir, y quizás por eso se los presenta la plástica piadosa no en vano cargados de pluma... ¡Somos hombres te tan poca fe!  Hemos de ver para creer ¡Y así tantas y tantas cosas en este tiempo en el cual parece que el Destino juega al juego del trocado, que al revés te lo digo para que me entiendas!


Debe de ser por que todos parecen empeñados en oficiar una ceremonia de confusión o misa babélica, en la cual se retuerce el pescuezo a la semántica en propio beneficio. Se rinde por todas partes culto al diablo. De ahí que, al escuchar mentar la palabra amor, nos llevemos la mano a la cartera, y no falta quien desenfunde la pistola, muy a sabiendas de que no existe y de que con esa palabra se pretende darle el timo de la estampita. Quiere decir concupiscencia, de la misma forma que ahora paz ha usurpado el sentido de guerra, y régimen de libertades comporta el de sometimiento a la ley, y el que se mueva no sale en la foto. La filosofía de los Derechos Humanos ha degenerado en “limpieza étnica”, refugiados, emigraciones masivas y exterminio de tribus enteras en África o en el Kurdistán, pero estas son movidas a donde las cadenas de la televisión global no envían a sus paniaguados en guisa de Herodotos o de Tito Livios de nueva filiación, para contar en sus oyentes en vivo y micrófono en ristre  cómo se desarrollan estas ocupaciones, invasiones y matanzas, o se alzan las tiendas de los campamentos de refugiados. No hay cosa que dé más asco que todas esas tumbas abiertas a la hora del postre. La verdad ni renta  ni interesa. No es más que una fantasía de unos cuantos iluminados que suspiran la llegada del Maestro de Justicia. Nadie ha alzado una voz en pro de los  serbios, cristianos ortodoxos, profesores de la fe, que están siendo eliminados sistemáticamente y expulsados de sus casas por los kosovares islamitas. Un obispo de cuyo nombre no quiero acordarme ha facilitado a los sarracenos las dependencias vacías del seminario de Sigüenza, antiguo bastión cisterciense, de cuyas paredes ha desclavado previamente los crucifijos que colgaban, para no herir susceptibilidades de sus pupilos mahometanos tratados en la Villa del doncel a cuerpo de rey. Demasiado, ¿no?
 
 Mientras el papa acude a Washington a bendecir al emperador Clinton ¿Para qué queremos un episcopado y un cardenalato católico tan arreado de púrpura y tan cargado de plumas? ¿De qué nos sirve rendir el culto a la personalidad y adorar casi como si fuese un semidiós, si el delegado de Jesús en la tierra no ha dicho ni esta boca es mía a la hora de condenar los apocalípticos bombardeos sobre Metopia, la primera Tebaida en Europa, la tierra de san Jerónimo el Dálmata? El obispo de Roma por intereses creados  ha transigido con la justicia. Poco ha cundido el ejemplo del enérgico San Ambrosio, quien siendo arzobispo de Milán hacia el año 389 se enfrentó a Teodosio por haberse excedido en sus expediciones de castigo contra Tesalónica, lo que es hoy Serbia y Macedonia, la de las cartas apostólicas paulinas, hoy sujeta a los horrores de la debelación de la parafernalia de la liga atlántica. Los embudos y cráteres que han dejado las bombas sobre aquel territorio sagrado claman al cielo. Roma, con tal de sobrevivir, transige con todo. Clinton, Blay, Schröder, Solana y ese secretario del FO que tiene la pinta de carnicero del Yorkshire, que se llama Robín Book,  se han salido con lo suya, y aquí nadie ha dicho esta boca es mía. Se ha cohonestado la mentira y el asesinato, pero los responsables de este atropello tendrán algún día que dar cuenta a Dios.
Ha venido el Enemigo de las almas y ha empedrado de chinitas el camino de la Verdad, de la Justicia y el Bien. Sembró el campo de cizaña. Crece entonces la espiga de la falacia. Y, desde luego, por de sobre todas las cosas, Satán manipula al dulce bisílabo. Al amor que es fuerza regeneradora de vida el Piloso lo ha convertido en revolcadero de la muerte y de la insidia. ¿ Qué es esto, pues? ¿La cena de Baltasar? ¿Ha comenzado el dedo invisible a escribir en la pared? ¿Siempre fue así? ¡Ay Amor, no sé por donde andas ni que fue de ti!
 No sabría qué responder.
Sin embargo, esta manipulación de los hechos objetivos, así como la profanación del Templo del Amor y de la Vida es una marca indeleble de la llegada de la Bestia. Según el Apocalipsis, las generaciones perecerán cuando muera la palabra y falte en el mundo  ese amor, que es para el hombre tan necesario como el oxígeno que respira.
“Entonces buscarán los hombres la muerte y no la habrán. Desearán acabar, pero la muerte huirá de ellos”.
Ya los griegos especulaban con el origen y la semántica de este vocablo. Amor es querer transformarse en el otro, según Platón, y esa noción caló profundamente en el Cristianismo, siendo la idea básica sobre la que lucubra San Agustín, y el motivo de inspiración de la Místicas. Los versos de Juan de la Cruz abundan en ese deseo de transformación en el cuerpo y en la sangre del Amado. Plutarco ve en él solamente un movimiento de la sangre pasajero. Para Tulio es sólo benevolencia y Teofastro lo confunde con el ardor del apetito carnal [su tesis no puede ser más apropiada para el tiempo presente], y entre los estoicos cunde la opinión de que el amor es una afección por causa del Bien y la Belleza, la Inmortalidad, la Armonía y el Deleite.   Esta afección se haya injerta en todo el tinglado de nuestros mecanismos volitivos, porque el ser está hecho para la vida, no para la muerte.


Antítesis de la muerte, al amor se le compara con el sol, astro patente de energía del cual toda luz irradia. Es el punto al que todo revierte.  Se le representa en forma circular por ser eje meridiano. Los antiguos colocaban en la rueda solar los principios del movimiento armónico. Cualquier criatura se vuelve hacia el astro rey y como el ámbar atrae las pajas y el imán al hierro, así el hombre gravita alrededor de sus rayos, en búsqueda perpetua del centro, para transformar y desaparecer en un hondón de deseos, pero en esa búsqueda de la utopía soñada y que nunca llega a catalogar con los ojos del cuerpo, siente perderse en un mar sin fondo. No hacemos pies al escudriñar con el tercer ojo místico las simas inefables. La marcha hacia esa punto configura una peregrinación por le dédalo. Anteo, al fin y al cabo ató su cuerpo a una cuerda atrapada en una aldaba de los guardacantones del Laberinto de Creta. A nosotros, que tratamos de iniciarnos en la vía purgativa a pecho descubierto no nos sirve esa añagaza. Hay que perderse en Dios, en el infinito océano a sabiendas de navegar en una mar aborrascado de tinieblas absolutas, como única antorcha, el candil de la fe. Estamos debelados por la oscuridad. En verdad, nosotros somos la noche, náufragos del amor, en continuo movimiento hacia el Edén.
Abstracción
Este sentimiento de ausencia divina que de describe como una tensión o tendencia hacia la armonía como evasión de un mundo inhóspito y sicalíptico, pues el deseo animal suplanta casi siempre a ese noble sentimiento de inspiración deísta. Somos pecadores. Jugamos con cartas marcadas. Anhelamos el bien, la verdad y la belleza, pero el mal nos retine. El pecado se apodera como maleza inextricable. Por la abstracción de cuanto nos rodea podríamos alcanzar ese nivel de serenidad absoluta. Platón nos ha venido soplando este concepto que nos vuelve utópicos y desacomodados entre la potencia y el acto. Ese es uno de los principios de locura. Nuestras vidas adolecen de ese desequilibrio peligroso o desfase entre lo que queremos ser y lo que en realidad hemos venido a ser. Cristo torna a remachar en este principio platónico. Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados.
Se vuelve a repetir como motivo central en el Libro de los Libros. San Juan plantea la respuesta a esa dualidad inextricable en la cual los planos del bien y el mal se confunden, la castidad y la lujuria, dolor y deleite, enfermedad y salud. Es una respuesta metafórica. Parece que el evangelista se va por la tangente, pero da su hemina de candeal profético em pócimas selectas. En sus párrafos se contienen como grandes símbolos de gemas de un Lapidario los avatares del pasado, el presente y el porvenir. De ahí que sea vital de todo punto estudiar el anuncio juaneo de las claves, las moradas, los estadios, la pugna en la que se enmarca el provenir del universo. Nadie ha penetrado en el sentido esotérico mesiánico de esta obra cumbre de lo que está revelado como los que huyeron al desierto. Cubre las necesidades escatológicas inherentes a todo ser humano al tiempo se hace una apología de los que en defensa de la Palabra del Cordero sufren escarnecimientos, cárceles del alma y el cuerpo, enfermedades, deformidades físicas, y son apartados de entre los hijos de los hombres como la escrófula o son tachados de locos. Su estilo es un templo que va siguiendo una línea escalonada de purificación, unión, contemplación.


Es la palabra escrita y hablada, que era para los griegos una suerte de talismán, la  que brota a partir de la contemplación del rostro del Amado para justificación del vencido acá abajo.  El Verbo os hará libres por medio de los libros, y en él encontraremos lo que define a los dioses: paz amistad, concordia. Su contexto, por eso ha sembrado la intranquilidad e incluso el furor y la rabia de los racionalistas que se oponen al Reino. Con sus símiles de pergeño inalcanzable resumen el Apocalipsis ese afán divino por la justificación del vencido, acá abajo, y que, arriba, en la Jerusalén Eterna, será coronado con el lauro de los triunfadores. Aquí los elegidos son los pobres de la Ciudad de Dios y este mensaje recoge un código estético y moral que trasciende al mundo pagano y al judío del que es originario.
Por boca del profeta
El deterioro de la Palabra implica la destrucción de la libertad. Es otro de los signos del fin del mundo. Recordemos a los Beatos o códigos miniados. Todos contienen el texto del Apocalipsis, cifra y compendio no sólo del mundo futuro sino del que fue y del que es. La imagen del Redentor engasta todas las joyas de la almendra mística o esa hendidura oval del Pantocrátor: diamantes, rubíes, la calcedonia, el zafiro, los jaspes y el topacio, la esmeralda y el crisólito. Hablemos de piedras, pero también tendremos que hablar de signos, y la voz de la verdad, hablando por boca del profeta, clamando.
“Vi  bajo el altar de la sangre de los mártires, que habían sido muertos por la confesión de la palabra del cordero, a los que daban voces diciendo: ¿ Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no vengarás nuestra sangre?”
Este libro es el que ha poblado regiones enteras con las almas de los aspirantes a un hueco en ese rincón de alabanzas perpetuas, ese prado nuevo, solar de toda ventura, Campos Elíseos prometidos por Cristo a los que creen en Él. Constituye la piedra angular de la especulación lapidaria, que ha llevado al estudio de los astros y de las propiedades físicas de la flora y fauna y fenómenos naturales del planeta, pues en su saber se encierran las siete disciplinas de la gaya ciencia.  Es cuna del arte cristiano en todas sus ramas, desde la cronología de los Beluarios y Beatos iluminados hasta las últimas catedrales. Todo lo que el hombre es, ha sido y será está implícito en sus paginas. El ser humano empezó a progresar y a ser algo más que una bestia de carga a partir del Evangelio. Este puede ser el secreto clave para comprender el pasmoso desarrollo que han tenido los pueblos de Occidente a lo largo de dos milenio. Uno no puede estar más en desacuerdo con aquellos panolis que invocan la vuelta al Kamasutra y a Confucio, habiendo nacido en la provincia de Soria, aunque comprendo que somos todos hijos de muchas madres y de haber mamado leches diferentes. Ya decía el Gran Isidoro que no es lícito imponer a los cristianos a la fuerza. Ahí puede que estribe uno de los grandes errores de la Iglesia Jerarquía, causa de tantos males, pero tampoco ésta puede inhibirse de proclamar la verdad que está en sus manos por legación divina, aunque este acto implique descalificaciones, oprobios, descomuniones con el poder establecido e incluso el martirio. No tengáis miedo a los que quitan la vida del cuerpo. Los enemigos del alma son mucho más temibles y formidables.
 Cristo preside la esfera. Es el dueño que reina en la ojiva, el alma del Pantocrátor, la columna de apeo de todos los arcos. Su aroma impregna toda el arte desde la música de los trotarios o tractos de la misa griega  hasta las sinfonías de Beethoven y nada se diga de Rimsky Korsakov, Tchaikovsky o los compositores rusos. Pero también el Libro del apocalipsis es un alegato contra la tiranía. El que es malo tendrá que hacer recudimiento de sus culpas y expiar su pena algún día. Por el contrario, sus páginas constituyen un manantial de consuelo para el que sufre por la verdad y la justicia y decide huir al desierto en busca del amor encarnado en el Verbo y la palabra viva. ¿ Qué es esto? Me diréis, y yo os contestaré”: Lo inefable”. Porque, si se ciegan las fuentes de la Palabra, se ocluyen los manantiales del amor. Es lo que el mundo no entiende.


Sin embargo, esta idea resulta obvia para la estirpe escogida a la que pertenecen los santos. Charles De Foucauld fundó el instituto de los Hermanitos del Evangelio. Es la orden que más santos ha dado a la Iglesia en las últimas décadas. En 1963 cuando fueron martirizados cuatro de sus frailes, la opción del martirio en la forma de badalaya se asume en los votos de los profesos. Las fraternidades foucauldianas en buena medida han inspirado el espíritu y la letra de las asociaciones de ayuda a los desamparados del Tercer Mundo, las célebres ONG, las cuales participan de ese espíritu laico y casi aconfesional  porque lo suyo era la semilla oculta, del carácter reservado, anónimo y modesto de su fundador.
El testimonio y la sangre de los mártires es inamovible. Ahí queda. Ellos entendieron el rumbo a los que se dirige la Nave de la Iglesia en la andadura de los tiempos. Quedó su testimonio y el recuerdo de su rostro, estampado en esa mirada triste y como trascendida de piedad hacia la humanidad que nos quedan del Hermanito tomadas en Beni Abbés cuando presentía ya próximo su holocausto. Para rúbrica de testimonio y signo de los signos. No quieran más los blasfemos hostigar a los ejércitos del Cordero. Han empezado a llover rosas pero ahí está también, para variar, el símbolo de la humanidad mal conducida y desgobernada por los falsos pastores. Ahí están esas denominadas limpiezas étnicas que son el pretexto para sembrar la disensión y el rencor entre comunidades de credo diferente, reavivando viejos odios. Hoy se lucha en todas partes porque vivimos insertos en una suerte de antinomia del amor. La amistas se transformó en enemistad, la concordia en discordia y la libertad en oprobio. Se mueve el cielo y la tierra. Hay como un movimiento cósmico que conduce a la “pressura gentium”. Vemos ante nosotros emigraciones en masa. Sin ningún rebozo se hacen los más audaces experimentos con la vida humana mediante la manipulación genética.
Luzbel otra vez ha clavado el grito en las estrellas. Otra vez quiere ser como Dios.
Mientras, el abanderado de las milicias arcangélicas, vuelve a tocar a rebato al socaire del lema “Quis sicut Deus?  Es una lucha que dura ya largo tiempo. El alzamiento de Miguel es un reto de salvación. Los solitarios de la viña del Señor, los operarios de la hora undécima, recogieron el guante marchandose a vivir al desierto, y dijeron lo que Pedro en el Tabor: “Qué bien se está aquí, Señor, hagamos tres tiendas, una ara Moisés, otra para Elías y otra para Ti con todos nosotros”. Subieron participar de la alegría de Dios mediante la renuncia. El yermo les volvió en soldados de Cristo, encuadrados en los escuadrones del Terrible para la satánica hueste y Glorioso Miguel.
La vida es lidia perenne y el paso del hombre por este mundo, tan corto, una incesante apocalipsis.  
 
 
 
 
 
22 de junio de 1999
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capítulo II
 


MONASTERIO CISTERCIENSE DE SACRAMENIA(Segovia), PRIMER JARDÍN DE MARÍA EN CASTILLA LA VIEJA
 
La piedra presenta un aspecto intacto en los engaces y junturas de la sillería. Una decoración floreada de acantos, helechos y arabescos esculpe las ménsulas que invitan a la oración y al recogimiento. No son flores que se dan por aquí. Una de dos: o el clima ha cambiado, o los hombres que esculpieron estos muros con sus ensueños y fantasmagorías tenían la mirada del alma puesta en otra parte. Impresionan las arquivoltas y el alzado de los vitrales y de las puertas, en el que todo es armonía. Causa perplejidad el estado de conservación de esta ermita de San Vicente, que durante siglos estuvo cerrada. Fue abandonada por los primeros monjes y está tal cual. Es una de las piezas románicas más originales, al tiempo que sencilla entre los monumentos de la Península.  Su estructura habla del recogimiento y sencillez del Cister. Las figuras antropomórficas y zoomórficas se combinan con las de la exótica flora.
 Todo es aquí plegaria y culto a María. Uno de los capiteles representa a un pastor, medio derrengado que trata de coger una oveja descarriada. El rabadán ofrece un aspecto pobre y toso, pero la decisión de su ademán y el deseo de salvar a la oveja que falta del aprisco sobrecogen. 
 Por entre las patas del animal y debajo del morro asoma un rostro misterioso, cuyos los ojos son  tan vivos que casi se clavan en el que los contemplan con la fijeza de un berbiquí. En otro hay un obispo sonriente que bendice armado de báculo con los dos dedos de la mano derecho bajo las ramas de una palmera real, símbolo de la eternidad y del martirio, que hacen flanqueo.
Los sillares son cuadrados perfectos, asignados y asentados con una devoción que llena todo el lugar y los plementos de la bóveda de cuarto de esfera u horno parecen recién salidos del cincel.  Todavía hay en las impostas  marcas de cantero, y debieron de ser moros los que hicieron esto, porque en todo instante el monumento ofrece como aversión a las representaciones antropomórficas. Sólo las necesarias. Es el ábside lo único que queda de un templo derruido o que no se llegó a terminar nunca, lo más probable a causa de alguna razia o invasión tan frecuente por estos pagos durante los siglos del Alto Medievo.
Esta capilla es el remanente de un tiempo misterioso del que sabemos muy poco, a no ser en estereotipos, pero que demuestra que  las piedras doradas saben rezar y cantan antífonas coreadas por la brisa que a su vez alza plegaria entre los chopos. Se sitúa en un valle que se encajona desde la fuente que llaman grande al entrar en el pueblo de Fuentesoto injerto en el fondo de lo que fue un antiguo mar. En las rocas de los bordes se aprecian los listados del lugar que colmaron las aguas. Dentro de esta fosa miocena se aprecian las margas calizas. El suelo está alfombrado de fósiles. Abundan las valvas del período triásico: arcestes y árcidos, curiosas caracolas y estrellas de mar petrificadas.  El valle es poco profundo en general pero los tesos y pequeñas mamblas lo ponen a recaudo de los vientos, sobretodo del cierzo que por invierno suele ser aquí crudísimo. Por trecho de una legua entre sotos y tesos, el río anónimo va a desembocar al Duratón.


 El cantar de las aguas de este arroyo era la única música que rompía la soledad de estos parajes, ideales para el contemplativo. Los cistercienses fundaban en lugares abrigados sus retiros, que llevan todos nombres de hondura celestial: Valdediós, valles de Dios, Collado Hermoso, Montsalud, Valparaíso, Armenteira (Pontevedra) de armentum, una prerrogativa de los templarios que siguen las costumbres romanos en la búsqueda de habitáculos que tengan buen tempero, aguas salutíferas, y el abrigo del prado ameno. También son cistercienses, aparte de Poblet y de Port Royal, cerca de París que, andando el tiempo sería importante foco del movimiento jansenista, la Meira (Lugo) por ser un lugar donde crece  miera perfumada de los pinos entre la toja, Moreruela (Zamora), Bellofonte, Cardeña, Scala Dei en Cobreces(Santander), Puerta del Cielo, y otros muchos centros de acogida del  sólido fervor de Claraval, de los que nos gustaría hablar uno a uno, pero, como son multitud y jalonan toda la geografía del medievo europeo, en gracia a la brevedad tendremos que constreñirnos a los más importantes, como el de Sacramenia, tan desconocido y de una personalidad singular. El cister lo inundó todo de la noche a la mañana y su crecimiento, que sólo encuentra parangón con lo sucedido con los jesuitas en la España de los Habsburgo, tiene algo de milagroso.
  Quiso imprimir a sus casas el Doctor Melifluo una marca recia y solemne en las que resonará a lo largo del día y la noche el eco de la himnodia gregoriana. Encontramos sus monasterios como una grata sorpresa al caminante, donde uno menos se lo espera: siempre en terrenos despoblados y en contacto con la naturaleza. Oiréis que siempre se dijo: “Et in Arcadia, ego”. Por supuesto la búsqueda de Dios puede resultar un idilio, si no fuera que a veces los seres humanos no sabemos estar a la altura de ese ideal de vida angélica. Las macizas paredes cistercienses serían también batidas por los vientos de la tribulación y la discordia.
 Mediante su amor al trabajo paciente y tenaz, ordenado bajo el regimiento de las horas canónicas estos valles umbríos se convierten en Jardín de María. En Helicón que piensa en el Cielo.  Es por esa noción de búsqueda platónica de la divinidad. La marcha hacia las estrellas en pos de la utopía agustiniana de la ciudad de Dios, y su construcción. El establecimiento de un gobierno universal, donde el evangelio sirva de pauta y código de armonía y de bienandanza entre todos los pueblos y todas las razas. Claraval, en buena medida, coloca las primeras basales de Europa, una Europa que no se puede entender sin el culto a la Señora, sin los pozos místicos. Es lo que evoca Prado Nuevo, que recoge las repercusiones ancestrales de esa huella mística española anterior a la Contrarreforma. El  Escorial pone cima dorado a casi cuatro siglos de cultura cisterciense. Por eso sobre sus colinas color malva en los atardeceres ricos en combinaciones cromáticas haciendo juegos de luces y resaltos sobre los lomos de la cordillera, y en armonías del campo, algunos hemos escuchado el batir de las seis alas del querube.
 Pero henos ya de nuevo en Fuentesoto.


En la otra ribera y pasando un pequeño puente se avistan unas cavernas horadadas por la erosión o por industria humana, que vete tú a saber, y sitas  al somonte. Son unas espeluncas formidables  en las que se dice moró un penitente local que llamaban Juan de Paniagua. El Beato Juan de Paniagua fue un santo mozárabe compañero de San Frutos, san Valentín y santa Escolástica, que tenían su cenobio a legua y media de este lugar sobre los riscos del Duratón. Cada veinticinco de octubre se celebra allí una romería. Había otra más importante por la Pascua de la Trinidad. El culto del Beato Paniagua perduró y le fue tributado en Fuentesoto hasta hace dos centurias, el primero de mayo, coincidiendo su fecha de celebración, con la de  la Cruz de Mayo. Esto prueba que la forma de vida anacorética estuvo muy afianzada en estos desolados añojales. Pero también había procesión en el predio que se denomina Los Huertos, el 20 de enero, día en que el Misal de Toledo prorrumpía en su exaltada liturgia al Mártir San Vicente, del que era muy devoto el donador de estos terrenos, Alfonso VII El Emperador. ¿Era este Vicente, diácono, oriundo de Huesca y martirizado en Jaca el santo de devoción del monarca, o era, por el contrario, el otro Vicente, obispo, muerto a golpes del vergajo festoneado con bolas de acero, en un lugar de Ávila, al lado de Sabina y Cristeta, a cuya memoria está dedicada la basílica románica más esplendorosa de la cristiandad, San Vicente de Ávila, maravilla también del arte cisterciense? ¿No han sido aun al respecto conciliados los pareceres? El Martirologio gusta de intrigar a los fieles cristianos, por su confusa nemotecnia. Todo hace suponer que este Vicente predecesor en la sede abulense de Prisciliano y el valenciano no tienen nada que ver. La plebe devota los confunde.
 Allí se elevan las ruinas de otro convento bernardo. Los cistercienses recogieron la tradición eremítica de los cristianos visigodos que se regían por la regla de san Basilio, seguida por aquéllos que a través de la senda angosta, domando las pasiones y sujetando las pasiones con la brida de la mortificación y engolfados, en definitiva, en los sacrificios de la vida penitente, aspiran a coronar la cima del monte de la perfección. Buscan los feraces valles recónditos con abundantes acuíferos, pero no les intimidan tampoco las fragosas angosturas de los desfiladeros o las sierras despobladas.
El beaterio y asceterio oriental de monjes que vivían en agregación de colonias, según se comprueba al visitar la Tebaida de Anatolia  o la Nitria egipcia, primitivas formas de pureza de vida evangélica, son convertidos por el divino Bernardo de Claraval en conventos fortaleza. Luego veremos por qué. Él sería el primero en invocar los predicados de la guerra justa, siempre que se atenga a una serie de requisitos. Esgrimiría ante el orbe católico la Teología de las Dos Espadas.  Los profesos no podían vivir inermes y les asistía el derecho a salir en defensa de su vida y de su honra. Esta idea la asimilaron los templarios, quienes a su vez, en su modo de operar, incorporan a sus estatutos bastante de la concepción mística sufí de los Caballeros del Desierto. Los dichos eran a su vez legatarios de la norma esenia de Juan el Bautista, practicantes de la “mandáa” o mandala, o mandra, que en hindú quiere decir transformación. Vivían lugares apartados de Siria y Mesopotamia en presidios  denominados “ribbats”. El famoso cenobio de Santa Catalina en las estribaciones del Sinaí no es más que un antiguo ribbat de los Caballeros del Desierto. Esta noción de austeridad, palpable en la solidez ciclópea de los baluartes de oración erguidos en lugares apartados de frontera,  y de lucha permanente con los enemigos exteriores  e interiores flota en la obra del Abad de Claraval, y puede contemplarse en nuestros días en cualquier convento cisterciense o trapense al que vayamos.
 Espiritualmente, mantiene la máxima evangélica de volver la otra mejilla y no responder a la violencia con la violencia. Sin embargo, esto es una tesis impolítica, imposible de implementarse en la práctica teniendo en cuenta los deberes de los príncipes a salir en defensa de sus vasallos.


Es criterio que empezó a arraigar durante los años carolingios, que Bernardo de Claraval retoma precisamente para llevar el agua a su molino: el poder del papa sobrepuja al de todos y los reyes cristianos no pueden tomar armas sin la correspondiente aprobación del pontífice. Dicho esto, cabría conjeturar que sería lícito implantar el catolicismo entre los infieles a culatazos. Nada menos cierto. San Bernardo nos sorprende porque ya en pleno siglo XII se alza como campeón de las Tres Culturas. Eso sí; la cruz ha de tener prelación sobre las demás sectas.”Reducid a los no creyentes con vuestra conducta inocente y con argumentos, nunca a viva fuerza” proclamaba en 1146, cuando estalló una terrible persecución contra los judíos a orillas del Rin. El monje clarividente e iluminado recorrió media Alemania convirtiendose en valedor de aquellos pobres israelitas. Como siempre, eran los de abajo quienes fomentaban los desmanes hebetados y supurando prejuicios antisemitas. A los que combatía desde el púlpito y luego salvaba la vida acudían a abrazarle. Esta dualidad ambivalente no admite el argumento “ad hóminem” al que somos tan proclives muchos de los que nos decimos católicos.
Gustaba mucho de pronunciar una frase: “ Si la misericordia fuese pecado, yo la cometería”.  Hasta el punto de convertirse en una muletilla que dejaba caer una y otra vez en sus sermones.
Estos son los hechos irrefragables. Alemania era ya en aquellos tiempos la tierra de la vergüenza (“shamland”) y únicamente las predicaciones de los cistercienses contuvieron  lo que llevaba camino de convertirse en el primer gran “Shoah”. Muy pocos sionistas se lo agradecerán, pero los datos ciertos no piden pan. Están ahí.
La ternura de su temperamento contrasta un poco con la dureza berroqueña que demuestra cuando sale en defensa de la ortodoxia y de la supremacía que compite a la Religión del Crucificado sobre el Antiguo Testamento y los incondicionales de Mahoma. No otra cosa cabía esperarse de quien peroró por los púlpitos de Sajonia, Polonia, Italia y Francia la necesidad de conquistar Jerusalén en la Segunda Cruzada. Pero su filosofía era del todo esotérica. Por eso quería en la linea de frontera monjes armados. Tenía que ser así. Porque la Iglesia es una organización externa. Habida cuenta del clima de inseguridad y de bandidaje, la vida religiosa tenía que refugiarse detrás de muros inexpugnables coronados  de almenas en punta de diamante.  Era su visión de una ciudad de Dios fortificada.
Sus frailes tendrían que saber defenderse, porque, de lo contrario, se los comerían las alimañas, si no andaban listos, o acababan con su cabeza rodando por el suelo del tajo certero de la cimitarra almohade.  Fueron los cruzados los que dijeron: basta. Las Ordenes Militares secundaron esa filosofía con las armas en la manos. Querían ganar almas para Cristo al filo de la espada. Así nació Europa.
 
Pero, no seamos ingenuos; recapitulemos ya.  Habían sido casi tres siglos de terror islámico en el sur de Europa.  Fue un holocausto aquél nutrido con una lista de héroes innumerables. No hay que perder de vista que la djihad era una guerra de exterminio. Abi Ahmer El Moafari, alias Almánzor, un bereber, con esa cortedad de luces, dureza y agresividad de la que suelen adolecer los iluminados de todas las razas y de todos los credos que se creen en posesión de la verdad absoluta, no se andaba con chiquitas. Lo mismo que mandó quemar los tesoros de la biblioteca de Córdoba, acabando con una parte del patrimonio intelectual de la raza humana, porque sus fondos contenían textos de los alejandrinos y tratados de medicina natural en la que eran expertos los romanos, pues nadie les dio alcance en punto a yerbas, y otros monumentos literarios irremisiblemente perdidos, degolló en León de una tacada a treinta mil cristianos. Mandó que el almuédano convocase a los fieles y sobre aquel dantesco escenario de degollina se hizo la adoración de la tarde. Corría el año 971.
 Años antes, habiendo cruzado la Sierra de Gredos, devastó la ciudad de Ávila. Gran parte de la población huyó hacia el norte llevando consigo las reliquias de los santos mártires Vicente, Sabina y Cristeta. Se dice que los cuerpos sagrados fueron escondidos en la Bureba, pero también sometió  a pillaje la campiña burgalesa, incendió cosechas, taló vegas y no respetó las aras de las iglesias y de los templos, porque en San Pedro de Cardeña mandó empalar a toda la comunidad de casi dos centenares y medio de monjes. Del acueducto de Segovia no quedó piedra sobre piedra. Esto ya lo veremos.


 Era la furia incontenible del Averno. Nadie era capaz de parar a sus jarcas. La bandera verde del Profetas ondeó en todos los mástiles. De las cincuenta y dos expediciones de castigo contra el Norte en ninguna marró, aunque iría a morir, mira por donde, en tierras sorianas, a pocos kilómetros de distancia de estos valles un poco a trasmano y que servirían de campo de operaciones a una nueva forma de vida contemplativa, cuya singular y azarosa emergencia estamos narrando. Si años después el todopoderoso Corso, demoniaco y poseído avenate, tuvo su Waterloo, el Moro Almánzor encontró la horma de su zapato en Calatañazor. A este respecto, contamos con el lacónico texto, casi como un conciso parte de guerra que nos legó el Silense:
“Murió Almánzor el año 1002. Su cuerpo rindió a la tierra y el alma quedó sepultada en los infiernos”
España que era frondosa y llena de bosques, encinares y robles, sobre todo en la meseta castellana, con las invasiones sarracenas se transformó poco a poco en un desierto. Ya no podría la famosa ardilla andar todo el trecho de Fuenterrabía a Tarifa sin tocar suelo, porque la selva era tan tupida que este animal podía avanzar saltando de rama en rama. La bipenna del invasor acabó con la prodigiosa fronda nuestra.
Desgraciadamente, y, como las crónicas sec repiten, porque el mundo parece condenado a seguir dando vueltas de peonza y donde menos uno se lo piensa hemos vuelto a volver brillar el filo funestísimo de los alfanjes sobre Yugoslavia. El espíritu moruno de venganza se reencarnaba en Clinton, Albright, y comparsa. Eran los lunáticos de la yihad a favor de la democracia. No se puede empuñar la espada en nombre de nada. Ni siquiera en nombre de Cristo, cuanto menos en el de la democracia.
Lo malo es que la idea que más vende es la de la guerra. Siempre fue así y tal vez lo sea siempre. De forma fija, acabamos tropezando contra el mismo canto.
La irrupción de El Moafari y sus hombres del desierto acaba el esquema de la cierta tolerancia de los árabes hacia la presencia de los cristianos adaptados o mozárabes en su zona dominada.
 No todo fueron proezas. Puesta la mira en salvar el pellejo, una gran parte renegaron de sus creencias dando pábulo así a un ambiente de delación y de sospechas, concomitante a cualquier guerra civil. Estas secuelas de la cobardía o de la venganza, como sabemos por experiencia los españoles, tan proclives a subirse al carro de los vencedores - ocurrió con las germanías comuneras, con la sublevación morisca, con la francesada, con la inglesada   y  ocurrió con Hitler, y está pasando con los americanos- crean una psicosis de miedo que es a veces peor que la propia liquidación física. Este pueblo, tan acérrimo y tenaz en la pelea, acaba siempre por congraciarse con el que gana.  Ya lo advertía el poeta: no somos más que un pueblo de arrieros, lechuzos, tahures, de logreros y de supersticiosos agoreros.
Antes de la llegada de los benedictinos a España hacia finales del siglo X estaba implantada en toda la catolicidad hispana una fuerte tradición monástica calcando los modelos de San Pacomio y de los sirios. Todos ellos fueron arrasados con las incursiones musulmanes a partir del siglo VIII, que dispersaron a los religiosos y religiosas e hicieron crecer la lista de los mártires en lugares tan significativos como el monasterio cordobés de Tabara;  y en el XII, con la llegada de Alfonso VII el Emperador, a raíz de la toma de Jaén vuelven a renacer, pero cambia el rito que antes era griego y se romaniza bajo la presión y el caudillaje de los monjes blancos llegados con san Raimundo y sus caballeros de la orden de Calatrava, la Kalat-Ribbat de los árabes, desde Borgoña, el Languedoc, donde precisamente en Montsegur se localizaría el foco albigense, Gascuña y otras regiones transpirenaicas. El “ Emperador” sería un revulsivo contra la hegemonía muslímica. A partir de su reinado, empiezan a cambiar las tornas y la balanza se inclina del bando cristiano. Se dice que fue un gran rey. El único fallo  que tuvo, a decir de los cronistas, sería la división de su hijuela castellana entre sus hijos, lo que daría rienda suelta a una descorazonadora tradición de guerras de sucesión y de luchas dinásticas.


El cenobio donde los monjes no hacían vida común más que en muy contadas ocasiones y  no salían apenas de sus celdas se convierte en monasterio con un régimen conventual muy estricto.  En su organigrama de observancia, el  de Claraval quiere que los monjes blancos trabajen, rezan, coman y hasta duerman, los lechos separados por un biombo o camarilla, siempre el uno cerca  del otro, en parte, para darse ánimos, y, en parte para que el superior los tuviese más controlado, porque el Cister está íntimamente relacionado con el Temple y ofrece una estructura militar, y, en último termino,  porque así se prevenían las discordias. Toda la autoridad, en manos del abad. No se dependía de Roma más que a efectos dogmáticos. Los monarcas de Castilla y los obispos declinan su patria potestad, hacen donaciones territoriales y de inmuebles,  y es así como el margen de la umbría de la cordillera central desde Somosierra hasta los Picos de Urbión y la margen izquierda del Duero se convierte en abadengos.
 
 Recogen los cistercienses de los benedictinos su amor al trabajo, la paciencia, pero rechazan el boato y la solemnidad. La disciplina es en san Bernardo más férrea que en San Benito, en correlación con la idiosincrasia de uno y otro: la del primero más aguerrida, y la del segundo, como buen italiano,  más partidaria de que la miel pueda resultar más eficaz que el vinagre, como paliativo. Por otra parte, los cistercienses serán los grandes adelantados de la devoción marial, impulsan con ardor esta singular forma de piedad, algo que los templarios habían incorporado a su vida de desde sus correrías por oriente.  Misteriosamente, al pairo de esa devoción se esparce rápidamente  el afán de construir catedrales góticas. Son menos intelectuales y más prácticos que sus hermanos por estar más avezados a convivir con soldados y campesinos que sus hermanos “ los monjes negros”. Pero el “ora et labora” lo imprimen como sello primordial de conducta. Allí donde aparece un cisterciense, se construye una capilla, se copia un códice, se planta un majuelo, y surgen aradas por los  campos. La impronta rural, casi de paz geórgica, es un rasgo fisonómico de la cultura cisterciense.
En todas las casas de bernardos la estructura es muy simple y austera. Cada individuo tenía asignado un papel que desempeñar. Y ha de someterse durante el culto a un reglamento de meticulosas ceremonias, donde los pasos que se han de dar y las genuflexiones con prosternación incluida, están minuciosamente estipuladas por rúbrica abacial. Así, si algún fraile, por negligencia o descuido, omitía alguno de estos ritos exteriores, luego tendría que ir a confesarse durante el Capítulo ante el abad y el resto de sus hermanos.
  Hay un campanero, un cillero, un capiscol para el canto de los salmos, un hebdomadario de semana para vigilar el sueño de sus hermanos, un enfermero, un carretero, y un apotecario o cirujano, y un racionero. Las abadías más ricas se permiten el lujo de un anatista, que era el encargado de asentar las cuentas del dietario y llevar cómputo de las anatas. Los historiadores debemos a esta escrupulosidad ordenancista del fundador borgoñón por precisar incluso cuántos pasos debería haber desde el claustro hasta el coro, o el grosor que había de tener el cerquillo de la tonsura, así como las pulsiones de la vida diaria que se recogen en las tazmías o libros de cuentas del convento con evaluación de cosechas, diezmos y primicias, la posibilidad de recomponer hogaño la cotidianidad de un convento medieval: la dieta, las devociones, los premios, los castigos, las costumbres funerarias, etc. 


 Había otro que administraba el armariolum  que guardaba los códices de devoción, evangeliarios y libros de horas para el culto divino. Debía avidez por la lectura, pero ésta se administraba en cápsulas. Los religiosos no debían manejar más que el “ pensum” asignado. Los libros prohibidos se guardaban bajo llave en un sector de la biblioteca denominado el “infierno”.
 Parte importante era  la bodega. No tenían prohibido el vino los discípulos de Bernardo, aunque por una gracia especial de la Santísima Virgen iban a él con moderación, pues al vino como rey y al agua como buey. En una dieta vegetariana como la de los trapenses, que no catan las carne, el vino les infundía energías, y era un buen reconstituyente para los duros inviernos de conventos sin calefacción, ubicados por lo general en lugares tan fríos. La mayor parte de los profesos solían morir de muy viejos.
 Se les tasaba por norma dos cuartillos a cada refacción, pero no lo probaban durante las cinco cuaresmas. Sin embargo, dos veces al año por Pascua de Resurrección y en la fiesta de la Virgen de agosto, jarro libre en las bodegas.
Con todo, resultaba infrecuente el espectáculo de ningún padre o hermano oblato que hablase con las columnas. Algo alegres, sí. Pero los cistercienses siempre tuvieron un carisma o tiento especial para paladear sus sabrosos caldos. Por un regalo de la Virgen a la que rezaban siete veces diarias, estos solitarios encontraban en el zumo de la vid la fuerza necesaria del espíritu, y no la embriaguez del cerdo. Luego con hierbas seleccionadas y después de un paciente trabajo de depuración en la retorta eran capaces de manufacturar bebidas espiritosas de fuerte contenido alcohólico. Como el “cointreau” y el “benedictine”. Las recetas de fabricación eran secretas y, al morir, el bodeguero se lo pasaba a su sucesor. Es así como en los claustros es descubierta una de las aplicaciones prácticas de la alquimia.
Eran eximios viticultores y a su sabiduría debe Castilla sobre todo la ribera del Duero los excelentes caldos que ellos sabían cultivar con mano maestras, plantando viñas y majuelos en declives y laderas, sitios muy abrigados, y siguiendo un proceso de elaboración en cubetas de roble muy estricto y fundamental.
 
Para fijar el tiempo en que se produce el cambio de guardia cultural, la revirada del orden estético y social el siglo duodécimo es la pauta. Significa uno de los espacios históricos y desconocidos de la proyección europea, un avance en línea recta. Nace de las Cruzadas que no representan sino una huida hacia delante.  El arte románico, su contraseña, constituye un estilo de transición desde la tierra de nadie de los siglos oscuros hacia el esplendor del arco ojival. Funde los sueños anteriores, porque la bóveda de cañón y el arco de medio punto nacen del legado arquitectónico árabe, merovingio y paleocristiano. El Pórtico de la Gloria compostelano  viene a ser un crisol de la quibla y del arrabá morisco, junto con la impasibilidad bizantina, las fantasmagorías sobre el juicio final y la presencia del mal en el universo, que obsesiona a los imagineros mozárabes.


No aflora por generación espontánea sino de resultas de una evolución permeable, con intercadencias y altibajos y el desconcierto que habían deparado a la mentalidad del cristiano las incursiones sarracenas. Pasado el terror del milenario, con sus fijaciones sobre el Libro del Apocalipsis, una idea obsesiva de que el mundo se acercaba al final de los tiempos, lo que desencadena dos reacciones contrapuestas, en unos el gozar de los placeres que da la vida, y en otros, el retiro de las pompas banales del mundo, en búsqueda del camino de perfección en el desierto, se produce un resurgimiento. El hombre europeo parece haberse encontrado a sí mismo. Tuvieron que pasar cien millones de años antes de que el simio de Atapuerca alzase su columna vertebral hacia lo alto y hablase. Y cien mil para la llegada de Cristo, pero sólo mil para que pintase los monstruos de los bestiarios y beatos. Menos de mil, más y nos plantamos en la calculadora. ¿Serán estas máquinas pensantes que tantos avances han deparado a la Humanidad la antesala del milenario de deleites que anuncia la Biblia o el comienzo del fin? Cuando nos detenemos ante el tímpano de Chartres esa es la preguntan que muchos se formulan.
Había sido demasiado duro el Siglo de Hierro. Se registró por entonces una de las crisis mayores del pontificado, debido a las conjuras internas y al clima de la inestabilidad. Roma, que ya en el había conocido en 410 el saqueo de Alarico, vuelve a ser invadida por tropas sarracenas en 844. El papa Sergio III es obligado a contribuir al sultán onerosas pechas y cargas fiscales. Las intrigas y el escaso decoro bañan el ambiente del palacio de San Juan de Letrán. Ciertos autores suponen que las llaves del pescador quedaron en mano durante un período de treinta meses de la Papisa Juana muerta de sobreparto el año 857, y aunque estos datos no han podido ser contrastados, es bien cierto que este clima de escandalos alentó el primer cisma con Bizancio. El papa Nicolás y el patriarca Focio se cruzaron los primeros anatemas. La separación se haría definitiva tres siglos más tarde con Miguel Cerulario. Juan VIII murió a martillazos. Las hordas sarracenas arrasaron Monte Casino cerca de Nápoles, pontificando Formoso, el cual abre una de las páginas más tristes de la historia de la catolicidad.
De los veintiún papas que subieron al solio primado a lo largo del siglo X se cree que un tercio de ellos falleció a mano airada, víctimas del veneno, apuñalados o ahogados en el Tíber por sus contrincantes, si hay que creer a un cronista tan ecuánime como es Vicente Silió en su magistral texto “Un hombre ante la historia”. Muchos de ellos eran hechura del crimen y de la intriga. El mentado Formoso fue desenterrado y su cadáver execrado. Secuaces de la facción contrario le cortaron los dedos de la mano derecha, con la que bendecía. Únicamente se salva de la quema San Silvestre II(999-1003), quien fue investido durante el terror del milenario. Era, según parece, un nigromante y cabalista que llegó a inventar una máquina capaz de responder sí o no a una pregunta dada, conceptuándose a Silvestre como el precursor del ordenador y de toda la cibernética. Rescató a Roma de la dominación musulmana mediante con una alianza con el germánico Otón III.  Fue el remedio tal vez peor que la enfermedad porque este concordato va a suponer el inicio de un estigma que haría mucho daño: el enfrentamiento entre Trono y Altar, la lucha por las investiduras, el ambiente de pugnas del reinado del emperador Enrique IV, la marcha a Canosa y todos los escándalos que rematarían en la rebelión luterana.
Dice Morruet que esta desdichada centuria se llamó el Siglo de Plomo por la grosería, el hervir de pasiones y la abominación que corrompe los estrados de la curia. Es un tiempo de tinieblas por la falta de escritores, ya que, como muchos pensaban que el 31 de diciembre del 999 se iba a acabar el mundo, nadie labraba, ni escribía y proliferaban aberraciones corruptelas de toda índole en el alto clero.
A este respecto la llegada al pontificado del monje Hildebrando en 1073 fue providencial. El austero monje siciliano que reinó bajo el nombre de Gregorio VII inició una de las reformas más traumáticas, instituyó el celibato eclesiástico. Este había quedado fijado en el Concilio toledano  de Elvira del siglo IV. Se recomendaba la abstinencia del comercio carnal con mujer a los ordenados sobre todo por cuaresma y las grandes fiestas. Decía que un obispo no podía estar casado y que todos aquellos presbíteros aspirantes a recibir la plenitud del sacerdocio deberían despedir a su mujer legítima o a la concubina, cosa que hicieron algunos egregios padres de la Iglesias como San Paulino de Nola, casado con Terasia, y San Agustín con una esclava nubia. Pero ya nadie se acordaba de aquellas normas implementadas por el concilio toledano, que casi nadie respetaba. En realidad las recomendaciones de San Gregorio tardaron en tomar cuerpo de realidad varios siglos, porque no es hasta el siglo XIV cuando arraiga esta costumbre de la soltería para todos los clérigos, incluso los minoristas.


Gregorio VII pagó caro su osadía al propugnar una reforma de las costumbres, pero, sobre todo, en su enfrentamiento contra el poder temporal. Fue depuesto por el candidato del emperador, Clemente III, y murió desterrado en Salerno en 1085. Triste final para el monje Hildebrando quien toda su vida luchó por unas cuantas ideas absolutas, pocas, pero exactas: a), que le poder de los papas viene directamente de Dios; b), que todos los príncipes de la tierra han de besarle el pie en señal de pleitesía; c), que el papa no se equivoca jamás, hable ex cáthedra o en charla confidencial, porque en su triple corona recae el viento trinitario y almo; d) que asume la facultad de hacer la guerra por delegación a los reyes bajo la órbita de su mandato. Esta es la Teoría de las Dos Espadas sobre la cual hace una exégesis brillante años más tarde San Bernardo. Algunos creen que de ese modo vino Dios a confundir su altanería. Imprimió un estilo y un carácter aquel oscuro monje toscano de cuyas rentas viven, engordan, y creen, todavía a pie juntillas, muchos purpurados de hoy. 
Esta insigne figura del pontificado va a convertirse en el gran campeón de la Iglesia romana como jerarquía y poder, independiente de los príncipes cristianos. Lo que quería Hildebrando, al hacer pasar por las horcas caudinas de su predominio y acaso de su insolencia al titular del Trono  Sacro Germánico,  era el establecimiento de la utopía agustiniana: un solo cetro y una sola corona de dominio universal. La tiara por encima de  la corona  y el trono. Un gobierno mundial encarnado en la persona del papa elegido por el Espíritu Santo. La idea está bien y muchos han sucumbido a esa tentación de la prepotencia, pero no es desde luego un precepto evangélico. El reino de Cristo pertenece al mundo de las almas, no de los cuerpos. Es interior, esotérico.  Se arrogan atribuciones, se interpolan conceptos. Espíritu y carne batallan sin cesar.
 Es el santo y seña de la mano del hombre que deja por doquier estampada la marca de su naturaleza viciada. Dicho esto, hay que decir que Gregorio VII ha sido uno de los papas mayores de todos los tiempos. Después de mí el diluvio. Quien venga atrás que arree.  Al morir en 1085, la debacle. La cristiandad intenta la fuga hacia delante lanzandose a las Cruzadas. Legatario y heredero  de Gregorio VII, que hubo de gobernar el timón de la nave de Pedro en medio de la borrasca de las Investiduras,  es Urbano II. Él fue el que mandó predicarla, pero en su pontificado se produce la reforma de los benedictinos por el Cister y la orden que más santos y más gloria ha dado a la Iglesia, la de los cartujos, aunque muchos de ellos no se hallen registrados en el santoral. Después de las tinieblas de la enorme noche, los rayos fecundos y providentes de la aurora.
 La presencia de los hijos de San Bruno en la historia, que aun siguen con las costumbres y hábitos del siglo XI, en sus celdas calladas es un testimonio de que la Iglesia, a pesar de los papas, es patrimonio de la herencia eterna de la Verdad de Cristo. El Cister y la Cartuja aparecieron en 1099, el año en que las mesnadas de Godofredo de Bouillon llegaban a las puertas de Jerusalén. Una de cal y otra de arena.


Si alguna virtud tuvieron las ahora tan denostadas Cruzadas fue que, merced a ellas, todo el mundo cristiano se pone en movimiento. Fueron una huida adelante para salir del marasmo. La cruz cruza el rubicón y se hace amiga de la espada. Nada volvería a ser igual que antes. Se cierra el ambiente de postración en que había vivido la Iglesia para cobrar un papel señero. Quedan atrás las tinieblas del Siglo de Hierro en el bajo imperio carolingio. La gracia presupone a la naturaleza y Dios nunca se atreve a tocar los moldes del lenguaje de un tiempo. Este determinismo le hace escribir del derecho con renglones del revés, aparentemente, todo se torció. Todo fue un fracaso porque el fanatismo, aunque sea en nombre de la verdad, suele envenenar los ánimos. Proliferaron los excesos y rapiñas, desafueros y  genocidios. Los burgos de Europa quedaron semi vacíos cuando un emisario de Urbano II iba de puerta en puerta predicando el “Dios lo quiere”. Hablaba de una tierra prometida, santificada por la presencia del Salvador, donde las fuentes manaban leche y miel y de un reino donde no habría esclavitud.
Ellos suspiraban por la libertad pues el siervo de la gleba estaba fundido con la tierra, tanto como los muros del recinto del castillo, las plantas y los árboles. Formaba parte de los bienes raíces de los señores de horca y cuchillo. Mil años de fe no habían sido suficientes para conseguir la emancipación de la servidumbre. Ahora bastaba con reconquistar Jerusalén, apoderarse las reliquias de Cristo y de los Apóstoles. Era por el otoño de 1095. Una bula del concilio de Clermont Ferrant garantizaba la vida eterna a todos aquellos que murieran peleando por la cruz en los Santos Lugares. Se pone en camino una turba de desharrapados. La mayor parte de los expedicionarios sucumbe a los peligros, enfermedades, hambres o a la intemperie de la ruta. Mujeres y niños fueron hechos prisioneros por los soldados turcos yendo a parar a los burdeles e himeneos de Estambul o de Damasco. Los propios griegos, a los que supuestamente marchaban a liberar, se muestran horrorizados por aquella hueste de Godofredo de Bouillon y de Balbino que se entregaban a la rapiña y a toda suerte de desmanes. A pesar de todo, Dios se sirvió de tales mimbres, tan precarios, para manifestar su voluntad de encarecimiento y de progreso. Del lodo y la miseria de las Cruzadas surgieron las catedrales y la polifonía del Pórtico de la Gloria, donde la materia se diviniza por el soplo del Espíritu. En ninguna otra época estuvo el hombre tan cercano al lenguaje de la redención como en el siglo XII. Asistimos a la hora máxima de la genialidad europea.
El cristianismo no es una religión enteramente judía, ni pagana. Es una simbiosis del antes y del después que se transforma en mariposa - efecto “Schmetterling” - y agita sus alas hacia el futuro. Al humanarse la segunda persona de la Trinidad acepta al hombre, tal y conforme es, moldeado en el barro, toma su debilidad y trata de convertirla en fortaleza. Esto nunca podrán comprenderlo los fariseos, los que se consideran puros, los sepulcros blanqueados. Dios bajó para estar un poco más cerca del dolor del hombre. En cierta manera, acepta el patrimonio recibido como consecuencia del pecado.
La guerra, las invasiones sólo traen eso: pecorea, agravios, enconos y suspicacias que duran no ya generaciones sino siglos. Por fin, los ejércitos papales avistaron los muros de la Ciudad Santa el 15 de julio de 1099. Se cumple un milenio de todo aquello. Seguimos bajo el signo de Aries. ¿No será el Agnus Dei que pintaron en los arcosolios de las catacumbas los primeros cristianos el Carnero que rige a las doce virtudes? El Cordero de Dios campeó sobre las oriflamas y pendones bélicos de la entrada de Godofredo en la Ciudad de la Paz. ¡Qué ironía! No fue sino la plaza de todos los conflictos. Pero aquellos rudos aventureros iban en busca del Santo Grial. Querían obtener un testimonio físico de la presencia de aquél por el que combatían y peregrinaban en el mundo. Resulta imposible entender el cristianismo sin esa avidez de reliquias. Tenían que ver para creer. Meter el dedo en la llaga, como Tomás. Es la humana fragilidad.
 
 
Dice San Máximo, obispo de Turín, en una de sus numerosas homilías que han pasado a todos los breviarios:


“Todos los mártires deben ser honrados, pero en  especial hay que venerar a aquellos que nos dejaron sus reliquias corporales como testimonio de su holocausto. Las reliquias nos asisten y dan fuerza en la oración. Son fuente de salud corporal y de milagros para superar enfermedades y nos sirven de viático en el momento en que iniciamos el camino del más allá”
Este texto del 451 sirve de punto de partida, al hacerse eco de una tesis muy divulgada desde el siglo II de que los despojos de los santos tienen propiedades curativas. Es el culto a las reliquias, como veremos adelante, con sus pros y sus contras, uno de los grandes caballos de batalla de la religiosidad católica. Después de todo, aquellos pobres desharrapados que se embarcaron en las tres primeras cruzadas iban a Jerusalén en busca de los huesos santos no sabían adonde iban, sólo querían huir, liberarse. Estas tibias y canillas, molares y calaveras de los que sucumbieron al tajo del tirano pero ganaron la victoria de la vida eterna, así como otras reminiscencias  del paso por el mundo de estos varones y hembras que siguieron al Cordero hasta la muerte, constituyen la panacea, pues, de las peregrinaciones.
El Libro de los Salmos viene a ser el texto en que se basan: “Y el Señor guardará todos los huesos de los justos después de la tribulación (Ps. 33.20-21).
A su vez el Eclesiastés recapitula a favor de los que mueren en Él”: Estos son los varones de misericordia, cuyas obras de piedad no han caído en el olvido. En su descendencia permanecerán sus bienes. Sus nietos serán una sucesión santa y su posteridad se mantendrá constantemente en la alianza. Sepultados en paz sus cuerpos, vivirá, sin embargo, su nombre por los siglos de los siglos. Celebren los pueblos la sabiduría de los varones de misericordia y repitánse sus alabanzas en las asambleas sagradas”(Libro de la Sabiduría 44, 10-15)
Quienes salieron vivos y regresaron a sus casas, llegaron de Judea cargados de reliquias. Unos y otros arramplaron con lo que encontraron a mano. Creerán en el Santo Grial y la virtud curativa emanada de los objetos que salvan. Se exhibieron como trofeos en las vitrinas de todas las catedrales de Occidente que entonces empiezan a erigirse, precisamente como aras de guarda de aquellos tesoros de origen dudoso, y algunos hasta del  peor gusto, Alfonso I de Portugal entra en Coimbra de vuelta de Tierra Santa nada menos que con la punta de la lanza con que abrió Longinos el costado del Señor, una zapatilla de la virgen María, la toca que puso sobre las sienes  Magdalena, la hermosa pecadora que ungió con sus cabellos los pies sagrados de Jesús. Ya veremos capítulos abajo en que para todo este negocio de los tahalíes cristianos.  Los huesos venerandos colmaron las tecas y los joyeles de las iglesias y los palacios. Se exhibían como talismán y salvoconducto de la buenaventura. ¡Inaudito! ¡Los gansos quieren transformarse en cisnes! Pero, nunca los recriminéis: el fetichismo lo llevamos los humanos en la masa de nuestra sangre.
Esto es la bella teoría. La praxis, tratandose de la condición humana, va por otros rumbos. Hubo abusos pero se salva la Fe común de los que ansían el reinado del bien sobre la tierra. Gracias a las tan besuqueados y traídos y llevados vestigios, las naciones europeas salen de su letargo y se ponen en marcha en busca de algo. Todo tenía un sentido trascendente e iniciático. No conviene descalificar tan importante fenómeno tachándolo de mera aberración por los fetiches, los sortilegios, los presagios. Puesto que el ser humano es por naturaleza supersticioso, la Iglesia trata de morigerar la condición innata encauzandola hacia lo Alto.
El mundo conocido abandona la gleba y se aburguesa. Cobran incremento los intercambios y el comercio, merced a las peregrinaciones que pusieron en las mentes un incentivo promotor desde el afán  de nuevos descubrimientos y sensaciones. Se elevan puentes, se construyen caminos.


Unos van a Cantorbery. Otros, a Reims a visitar la tumba de San Remigio y otros a Colonia, donde estaba el sepulcro de los Reyes Magos. Otros, a visitar la Santa Sepultura. Cuando la ruta de Tierra Santa quedó interceptada por Aladino, viran a Occidente y Santiago de Galicia se beneficia de este cambio de tendencia, ocupando Finisterre el lugar de la Ciudad de la Paz. Compostela representa el final de esa hégira de purificación emblemática y contradictoria, porque Dios elige al que elige, en la que se centra y consiste el paso del alma cristiana por la Tierra. No es la Jerusalén física la que buscan sino la del alma, ubicada en las alturas celestes.  Lo importante no es la meta final sino el propio sendero de una ruta empedrada de símbolos y de creencias.  Los ensalmos resultan a veces indispensables. Otra vez entran en juego aquí las dualidades de esoterismo del mundo mágico e imperceptible y lo exotérico del ámbito vulgar y común, controlado por las pulsiones exteriores. Son dos lineas de fuerza, la de las apariciones y los aparecimientos o apariencias que nunca se encontrarán. Porque metafísicamente se repugnan.
 En este mundo perecedero y ruin todo se encuentra mixturado y envuelto. La fealdad lleva de la mano a la belleza, y el oro y la plata subyacen en la misma mena que el barro.
Fue precisamente el vehemente y apasionado Bernardo el fundador de la Orden contemplativa más importante de la Edad Media el que se esfuerza por armonizar la contradicción inherente. Al ritmo de las estrofas de la plegaria mariana por él compuesta, el “Acordaos”, predica la Segunda Cruzada. Otro fracaso estrepitoso. Los turcos se apoderan de Edesa en 1.l44 y de San Juan de Acre, las turbas indisciplinadas y descompuestas de Balduino de Gante se dan al pillaje y perpetran  sacrilegios; arrasan el templo más antiguo de la cristiandad, Santa Sofía, dedicado a la Virgen María. Se trata del primer encontronazo de la teología marial entre latinos y bizantinos. Para aquéllos la Virgen era una mujer de carne y hueso, al socaire de las creencias paganas sobre ritos de la fecundidad, de los que va ser difícil desembarazarse, como se comprueba en las diferentes iconografías. Para éstos es una versión más estilizada, descarnada de cualquier suponer físico, con arreglo a la lección esotérica del Eclesiastés, cuyo texto describe de esta forma a María:
“Yo broté, como la vid, pimpollos de suave olor, y mis flores dan fruto de gloria y de riqueza. Yo soy la madre del puro amor, y de la sabiduría y de la ciencia de la esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad: en mí toda la esperanza de la vida y la virtud. Venid a mí cuantos me deseáis, saciáos de mis frutos, porque mi espíritu es más suave que la miel y más dulce que el panal es mi herencia. Se hará memoria de mí en la serie de los siglos. Los que de mí comen tienen más hambre todavía, y tienen sed los que de mí beben. El que me escucha nunca será confundido  y los que se guían por mí no pecarán. Los que me esclarecen obtendrán la vida eterna”
Se trata de uno de los himnos más sublimes que han salido de la iluminación profética de Israel sobre el conocimiento. Es la búsqueda de la ciencia, la Sofía, el símbolo de los que buscan a Dios a través del raciocinio, el estudio piadoso y la contemplación, utilizando los dotes más nobles de la naturaleza humana. En Oriente la Theotokos se identificó con esta sed del conocimiento de Dios que nunca se sacia. Su vientre parió al Redentor y es la fuente que alumbra la salvación. La Mujer aplastará la cabeza del dragón. No cabe mensaje más iluminado de profecía. La Virgen es el primer peldaño de la escala del cielo que jalona el comienzo de la vida futura.


Bernardo acuña el estereotipo de la disciplina, la castidad, la abnegación. Se rebela contra la relajación existente en los cuatros mil monasterios benedictinos abiertos por todo el Oeste cristiano desde Polonia a País de Gales y desde Northumbria hasta Silos. Desautoriza a Cluny por su apego a las riquezas, su connivencia con el sistema establecido,  su transigencia con la esclavitud que era permitida en los sagrados recintos monacales. Es un estallido de fervor idealista y de violencia contra los enemigos de la religión. El ambicioso apóstol de Claraval anhelaba el triunfo, no el martirio. Sanciona la guerra santa y dice que es justo matar en nombre de la Trinidad, una idea nueva que no estaba en los textos patrísticos al uso, pero que se explica en el clima de incertidumbre en que se vivió durante muchos siglos. Si los mártires se alzaron contra los dioses falsos de Roma ¿ por qué a los francos no les iba a estar permitido amotinarse contra la tiranía muslímica?
 Los secuaces del Islam llevaban muchos siglos cortando cabezas. Venga, pues, norabuena  la guerra santa. ¡ Guerra. Guerra al Anticristo! Al fin y al cabo los que tanto critican a los cristianos su incongruencia con las prédicas de la paz y el amor,  ahora y siempre se entregan ellos mismos a excesos sanguinarios. Parece ser que la agresividad forma parte inherente la condición humana. Se exige a los yugoslavos, por ejemplo, que pongan su cerviz ante la toza del verdugo inglés o norteamericano, pero, si se defienden, ya son malos, enemigos de la raza humana, fementidos y crueles “chestniks”. El gobierno hebreo de Jerusalén anda metido en otra cruzada para expulsar a los palestinos de Cisjordania y la mayor parte de los judíos del planeta aplauden esta conducta mientras se acuerdan todos de la madre de San Bernardo y los caballeros de la Tabla Redonda, porque en Palestina cometieron algunos excesos. Esto es un acto de hipocresía. Vivimos en un mundo de falacias, silogismos cornutos y entimemas. La ley del embudo, el doble rasero, se imponen o nos la imponen, de grado, o a la fuerza.
Va a ser en España donde los bernardos, propulsores de las Órdenes castrenses de Calatrava, Santiago y Alcántara, van a establecer un glacis defensivo, una especie de cordón sanitario de la cristiandad con el objeto de impedir el paso de las sangrientas hordas árabes en las razias  de primavera desde la cuenca del Duero a la del Tajo.
 El Cister, aunque San Bernardo lo recondujo y lo adaptó a la mentalidad continental, había sido fundado por un inglés, San Roberto de Citaeux, en el valle del Loira el 1098.  Lo insular y el áureo aislamiento  viene a ser una de las prerrogativas de los ingleses, que, en cierto modo, acata el Cister, porque, al fin y al cabo, los británicos siempre han querido ir a su bola y a su aire, haciendo las cosas como les plugo o Dios les da a entender, tanto en política como en religión.  San Bernardo en más de una ocasión se atreve a leer la cartilla al papa. Quiso crear un movimiento de renovación, un primer intento de reforma de las costumbres depravadas de las eminencias directivas por las corruptelas y las intrigas y el clima de encarnizada batalla a causa de las Investiduras.  Responde al carácter británico marcado por una tolerancia en combinación con la solidez de la razón practica.  La sencillez, acrisolada en las buenas maneras del respeto y la etiqueta, se refuerza con el pragmatismo. En las Islas siempre ha quedado un regusto por lo romano, puesto que son aficionados  los ingleses de la arquitectura de Roma, de su pasión por el Derecho. Esta adherencia a las costumbres romanas va a ser el nema del cister. Había aflorado en el valle de Clairvaux, cerca de York,  pero es San Bernardo el que lo impulsa.
 
Tres son las características más señaladas de esta orden activa y contemplativa a la vez en su ascendencia primigenia hasta que fue reformada con la instalación de la Trapa:


1. - Rigor litúrgico. Los monasterios cistercienses se distinguen por tener en sus iglesias  un rosetón a Poniente. Es una piedad circular y heliocéntrica.  Rezan mirando al Sol y componen esas plegarias maravillosas que orquestan la vida cotidiana de un monje que empieza al alba con el canto de “Iam lucis ortus sidere” y termina con el “Te lucis ante terminum”. El marchamo del día se corresponde con el de las horas canónicas. Son reminiscencias del culto de la Redolada céltica. El círculo proyecta sus brazos iluminados sobre el universo dando vida y alma a los mortales. Mueve todo cuanto gira en su órbita, y él queda fijo. Siempre la búsqueda del centro eucarístico en armonía con el girar de las estaciones, las alternancias y evoluciones de la aguja del reloj. El monje cisterciense, desde el supuesto de que clepsidra y observancia son compatibles, se siente locatario de un suelo lleno de miserias, pero está llamado a ser colono del cielo. Ordena su existencia mirando al orto y al ocaso. Ama la redola. Se siente seguro en el círculo de Cristo, recordando un poco a la heliolatría de sus antepasados. Porque el atavismo recuerda la comunión celta con los rayos solares. Aquí no es Apolo el que envía su energía, el Sol es Cristo.
2. - Vida en común las veinticuatros horas del día. Los cistercienses duermen en crujías generales, cada lecho separado con una camarilla encortinada. No tienen nada propio. No valen nada como individuos pero sí como grupo. Renuncian a la libertad y viven en un régimen de severo trabajo y como los benedictinos practican el “ora et labora” y difunden por toda Europa el amor al trabajo. Su especialidad, la agricultura. Se levantan a maitines a las dos de la madrugada y cantan en coro laudes, prima y tercia. Se vuelven a recoger para volver a la Iglesia a las seis de la mañana. A las siete de la mañana, ya estaban en el campo o en el taller. Es un sistema de disciplina más rígido incluso que el de los cartujos, porque habían de pasar en comunidad quienes abrazaban su regla las veinticuatro horas y llevar una existencia bajo la regencia de la campana, conduciéndose como autómatas y a golpe de badajos, con el oído atento al sonido del bronce  que llama y convoca. ¡Y ya son unas pocas veces a lo largo del día en la Trapa! Sobre eso, en un principio, regía el gran silencio. Los monjes no podían quebrantarlo y tenían que comunicarse por señas. Cada cenobio tenía su propio lenguaje mímico para ejecutar las órdenes del superior. La guarda de la lengua era una de las primeras cosas que aprendía el neófito en su proceso de aclimatación al gran silencio. No era lícito hablar de asuntos personales. San Efrén había dicho: “Una palabra es plata. El silencio es oro puro”. Hablar poco - lo imprescindible- parece ser uno de los secretos de la felicidad íntima y de la vida larga. Está demostrado que la charlatanería es uno de los picaportes del mal por los que se cuela el viento del diablo. Pero es duro abrazarse a este sigilo, porque el ser humano es, por naturaleza, comunicativo; esta dureza topó con algunas dificultades y los monjes, al bajar la guardia, se relajaron. Como el espíritu y la letra de las constituciones bernardas no pudo ser guardado a rajatabla, luego se vendría la reforma trapense, ateniéndose a los mandatos de su fundador.
3. - Son austeros y se rebelan contra el boato de los benitos. En los monasterios cistercienses el profeso no goza de tanta libertad y están más amarrado y vigilado. Claraval y el Valle de Citeaux suponen una adaptación de la Regla de Montecasino,  promulgada por San Benito seis siglos antes.
La autoridad recaía totalmente en el abad, nunca dependían del obispo ordinario y muchas veces se observa un talante independiente incluso de Roma. Fue la suya una labor constructiva y civilizadora aunque en muchos casos tuvieran que entrar a saco con un mundo viejo y en decadencia.  En todos los monasterios se observa, como en el de Sacramenia, la existencia de un cordón defensivo, o glacis de bastiones o atalayas sitos en los cerros empinados, para la vigilancia de los valles. El bastión central se encuentra rodeado de un perímetro de cenobios adyacentes, como una “anillo de oro”.


 En estas avanzadillas hacían guardia día y noche frailes entrenados en el empleo de las armas. El de Cardaba llegó a contar con otros cinco establecimientos subsidiarios, el de la Torre de San Gregorio de Fuentesoto, otro cenobio llamado de Santa Cruz camino de la Villa de Fuentidueña, el bastión de San Miguel en el cerro de Sacramenia y otros dos en Cuevas de Provanco y en Valtiendas. Respondiendo al clisé de mitad monjes mitad soldados los bernardos no sólo sabían Teología sino que eran expertos en Poliorcética.
 Cuando llegan los primeros frailes franceses a este valle, la vida poco a poco empezó a cambiar. Se trataba de la  repoblación de una tierra de nadie, que estaba arrasada a causa de muchos siglos de guerra. Claraval manda a su gente a defender la cruz de Cristo en la frontera. Esta es la tierra de Fernán González, los páramos que cruzaba el Cid camino de Valencia. Según referencias locales al Campeador le gustaban los asados y el cordero de Sacramenia, la bien guardada por recios adarves sagrados, como su propio nombre indica, y que desde el año 943 se había adherido al abadengo de San Pedro de Cardeña, donde el buen Cid se lamía las heridas de las ingratitudes y despechos regios, cuando Alfonso VI mandó arrasar su casa, al haber hecho un voto el conde castellano después de una batalla contra los moros, gracias al concurso del Arcángel San Miguel.
Ahí permanecen como testimonio memorial de aquel avatar los lienzos de los muros del primitivo templo al Príncipe de los Escuadrones Angélicos.
Hasta las piedras aquí transpiran un halo mágico y batallador. Es  la huella cisterciense que se alza señera, media legua, vega arriba, en la antigua iglesia de Fuentesoto. La torre y la ojiva del cementerio permanecen intactas. La nave derruida ha sido habilitada para cementerio. Pero el farallón empinado sobre la cárcava parece un centinela encaramado en la loma, de ojos escrutadores mirando desde sus cuencas vacías, que observa la yerma contornada  en el discurrir de los siglos. Un ángel de piedra se sienta en su cátedra como guardando los campos todo lo que abarca el horizonte. Estuvo consagrada a  la advocación de San Gregorio, pero no quedan actas. Puede que fuese una antiguo templo mozárabe puesto que su estructura cuadrada guarda un cierto parangón con San Juan de Lillo, Santa Cristina de Lena o San Julián de los Prados, de Oviedo. Allí no llegaron las lanzas de Almánzor, aquí dejaron las huellas. Pero, en medio de su desolación, estos farallones se tienen todavía erguidos. En la unción del silencio que las circunda, las piedras todavía parecen lanzar un grito de desafío a la historia y lanzan la contraseña de la ordenación de diáconos, al toque de llamada del obispo:
- Adsum. ¡ Presente!  Aquí estamos, para lo que haga falta.
 En uno y otro monumento el detergente del tiempo ha sido incapaz de borrar algunas inscripciones al pastel de color negro o mazarrón estampadas sobre las paredes en letra gótica. En la de san Miguel sólo aparece una cruz griega sobre el montante de la arquivolta. Fuentesoto junto con Pecharromán y Santa Cruz, hoy desaparecido, eran arrabales de Sacramenia. Desde estas atalayas místico estratégicas se otea la descubierta del páramo circundante de arenas coloradas y piedras calizas en un radio que abarca hasta los tesos de Tejares y el sorprendente mamelón que tiene la forma de hocico de jabalí sobre el mogote en que se asienta Torreadrada, la vieja Aderata romana, cabeza de los castros donde posaron las legiones de Augusto.
 Por el sur, la vega, adentrandose de sobre derroteros más suaves, confluye en Peñafiel a través de Aldeasonia, que haciendo  honor a su nombre, tiene algo de oasis en medio de la desolación de rastrojeras y añojales, y es un lugar de ensueño. Más allá del derrotero se alzan  las colaciones de Rábano, Calabazas y El Vivar. El paisaje y la toponimia no pueden ser más cidianos. Estamos en el riñón de las Castillas.
 


El Cister rompe los esquemas de la actitud sumisa hacia el Islam, consuetudinaria entre los griegos y los mozárabes, los cuales aceptaban con facilidad el yugo y hasta besaban el látigo del cadí, acertando a convivir, mal que bien con los invasores, y a cambio de no poca sangre, múltiples profanaciones de aras sagradas, como ocurrió con frecuencia en la Córdoba califal. Presumiblemente el nombre de Cardaba dado a la fundación tenga que ver con el de la capital andaluza, porque se cree que esta zona de la raya del Duero fue refugio de los hispano visigóticos en fuga de la persecución mahometana que arreció de los siglos VIII al X,  como prueba la cantidad de eremitorios y refugios cenobitas existentes en toda la región y la influencia mudéjar, que se observa en la arquitectura y decoración vegetal de los cimacios y capiteles de este arte primitivo en la provincia meridional castellana. Puertas y ventanas capialzadas del románico segoviano, exenta de cualquier insinuación a la iconolatría, que veda el Corán,  evocan la mano del alarife versado en las enseñanzas del Profeta.
 El santo de mi pueblo, Beato Juan de Paniagua, que se santificó ayunando y viviendo apartado en las espeluncas del término que los sotohontaneros llamamos Peña Colgada provenía de Al Andalusí, al igual que San Frutos, Santa Casilda y tantos y tantos otros. Cardaba es, por tanto, un remedo de la  Córdoba de Marcial y remite resonancias al peregrino o al curioso espectador del “cordubensis conventus” de Plinio, que los mozárabes trasladaron al norte, en la denominada zona del “convento asturicense”. Páginas adelante, comprobaremos la estrecha relación que tuvieron en un pasado las sedes episcopales de Córdoba con la de Oviedo; de Toledo, con León; de Avila con Astorga, focos que fueron del movimiento gnóstico priscilianista.  En el idioma alauita se llama de esa manera: Kar-da-bah, pero no era un topónimo arábigo.
 Allí, en aquella ciudad la más populosa de Occidente que en el siglo IX llegó a tener millón y medio de habitantes, al filo de la espada pereció San Sancho, y fue empalado, tormento indecible, San Isaac, diácono del monasterio de Tabara, del que San Eulogio cuenta que habló en el vientre de la madre, lo que suele ser un síntoma de profecía y descabezados; perecieron descuartizados San Walamboso, San Sabiniano, San Witremundo y San Abencio, todos ellos monjes mozárabes. Al cupo se agregó Santa Columba cuyo cadáver incorrupto, después de haber sido aquella monja del mismo adoratorio violada y despedazada por sus verdugos, apareció a los tres días colocado en una barca que los angeles guardaban rumbo a Sevilla.
 Las aguas del Guadalquivir se mancharon con esta sangre o con la ceniza de los cadáveres incinerados y aventados.  El monasterio  Tabense  se hizo famoso por el abundante número de mártires que dio a la Iglesia en aquella aciaga coyuntura. Se guardan actas que recuerdan la fecha del primero de junio de 851 como excepcionalmente trágica.
Igual suerte que sus compañeros dos años más tarde siguió la abadesa de San Salvador de  Peñamelaria -los monasterios mozárabes eran mixtos y admitían en su seno hombres y mujeres casadas- Santa Fandila, que estaba velada con otro monje de aquel lugar, Peña de Miel, por nombre Pedro, y otros cincuenta valientes más que fueron pasados a cuchillos por un eunuco del harén de Abderramán apodado “ Alzaraquí”(el Tuerto).
Esclarecido también con el don del martirio fue el santo niño San Pelayo cuyas reliquias se veneran todavía en la catedral de Oviedo. Su biografía fue historiada por una religiosa del ciclo gaélico, Santa Roswita, que vivió en Whitby en el lejano corazón del Yorhshire británico. Resulta portentoso descubrir cómo cundió la noticia por todo el septentrión cristiano del heroísmo de aquellos hispanos valientes del sur profundo que prefirieron morir antes que trocar la cruz por enseña del falce lunar, renunciando a ser pupilos de Mahoma. Este dato que el monaquismo estaba muy consolidado ya en occidente antes de la llegada de San Benito.


Nació Pelayo o Payo en Tuy donde pontificaba como arzobispo un hermano de su padre por nombre Hermigio. En una incursión sarracena de primavera ambos fueron tomados cautivos y llevados con otros muchos de aquel país a tierra de infieles, después de una batalla que tuvo lugar en Nájera. En el cautiverio cordobés todos los ojos se fijaron en él. El propio Abderramán III quedó prendado de la singular hermosura del rapaz. Los relatores del acta martirial, tanto Roswita como el presbítero Frugel, prefecto del monasterio de Cateclara, quien también escribe su panegírico, son de la persuasión de que Payo o Pelayo fue asesinado por negarse a acceder a los apetitos infames de sus verdugos, que habían quedado defraudados en sus expectativas. La belleza del prisionero había salvado la vida de su tío Hermigio, que pudo regresar a su diócesis dejando a su sobrino en prendas. Parece ser que el obispo no fue tan firme en la fe como su joven paje, y “sobrino”. Sencillamente, claudicó. El sacerdote no dio testimonio. Lo tuvo que dar el monaguillo. Este acto de sustitución nos llevaría a muy densas conclusiones sobre la esencia del cristianismo, que pertenece a los débiles. Cuando los rabadanes abandonan al aprisco, es un zagal el que, mediante el lavacro de purificación del martirio, auténtico bautismo de sangre, rescata a las ovejas de las garras del lobo, no importa la extracción social y hasta la condición sexual, porque bien puede ser que el niño Pelayo fuese un eunuco en la corte prelaticia de Tuy antes de ser llevado como rehén a Córdoba, del que saca la cara por Cristo. La sangre restriega toda mancha de culpa.
Pelayo fue descuartizado un día de junio de 925 por orden del califa, que no era otro que el tan ponderado Abderramán III, hijo de una cristiana, el constructor de la mezquita de Córdoba y que hizo de aquella urbe un emporio de molicie y de lujo. Tenía un palacio con catorce mil esclavos. La sodomía era una de sus debilidades y el amor efébico era corriente en este ambiente de sensualidad. Mahoma no la condena en el Corán y por esto los moros nunca la desdeñan. Este niño galaico tuvo el arrojo de negarse a ser juguete carnal del encumbrado mandamás omeya. Por eso lo mandó descuartizar. Cabe suponer que Pelayo, tras permanecer encerrado varios veces en el serrallo, fuera objeto de repetidas violaciones sodomitas a viva fuerza.
Pero la fiera profesión de castidad de este infante de Tuy va a convertirse en bandera de la Reconquista. Desde entonces el abismo entre moros y cristianos, por mor de la práctica del vicio nefando es un abismo poco menos que insalvable. El peor baldón que puede caer sobre un individuo entre nosotros es el de llamarle maricón. Eso es así. Inamovible, inapelable, y, por lo mismo infumable, por mucha carne en el asador que echen los  charlatanes sobre la tres culturas, la tolerancia del otro, la solidaridad, etc. El Evangelio predica la tolerancia y el perdón del pecador pero condena su pecado. Es bueno estar todos juntos pero no revueltos como propugnan los abanderados del Nuevo Orden. Que sigan las insulsas maripavas alcahuetas del fornicio con sus cantilenas y monsergas fláccidas, empecatados en la exhortación al escandalo, haciendo el caldo gordo a mentes farisaicas y estrechas, cargando el éter de chocarrerías sin médula ni substancia, desviandose de todo aquello que de verdad importa, y cargando la maquina sobre las chorradas. Son de esa manera, porque son la voz de su amo, y así honran el contrato del Gran Cofrade que les paga. A mí eso de la ley de Mahoma que dice que donde las dan las toman no me peta. La inversión de la naturaleza no puede entrar en el capítulo de “mis” derechos humanos. No puedo cohonestar ni transigir con la abominación.
Los restos del santo niño mártir fueron llevados por Ordoño “El Craso” de León, tristemente famosos en los anales por haber sido el responsable del tributo de las Cien Doncellas - los asturleoneses, feudatarios del moro, habían de pagar a éste diezmos y primicias; tenían que ofrecer todos los años a los musulmanes una ofrenda de cien muchachas casaderas - y que acudía a Córdoba todos los años para su visita liminar, y de paso, ir a los médicos que trataban su gordura. Allí se lo pidió a Abderramán. El monarca abasí transigió. Fueron trasladados con gran solemnidad a la capital del reino del norte.


 Con motivo de la caída de León arrasada por Almánzor el año 1000 las reliquias del mártir se vieron otra vez en danza, y, sacadas a toda prisa de la cripta isidoriana por manos fieles, cruzando Pajares - un hueso quedó en Arbás del Puerto- se hizo depósito de ellas en la Cámara Santa. Durante muchos siglos la misa de San Pelayo en rito mozárabe tuvo motu propio, con la particularidad  de que en el canon se pronunciaban plegarias en lengua arábiga, rogando por la conversión y el perdón de aquellos que ocasionaron el suplicio del santo. Entonces cada diócesis, por facultad de su obispo, tenía capacidad para organizar su propio culto y llevar un registro de sus mártires y de sus santos, y mantenían una independencia y autonomía con respecto al Vaticano que hizo posible que la luminaria de la fe no fuera apagada en medio de los grandes vendavales y que hoy se echa mucho de menos en estos días que corren cuando tanto se habla de democracia, y la autocracia y el despotismo cunden en todos los planos, tanto el político, el social, o el religioso.
 Roma se ha hecho más piramidal y monolítica que nunca.
Digresiones a un lado, ello fue que los cordobeses celebran su tránsito el 21 de junio y los asturianos cinco días más tarde. Es un misterio este baile de fechas, pero demuestra que la conmemoración del tránsito glorioso estuvo muy extendida por toda España.
En recapitulación de lo dicho cabe temer - la historia habla como un libro abierto- que el Islam no es una religión tolerante, ni tampoco lo es el Judaísmo en su afán de desquite. Alá y Iahvé dos deidades vindicativas y sanguinarias poco se acercan al rostro amable y manso de Nuestro Señor Jesucristo. El uno porque es responsable de casi todas las guerras que ha habido en suelo español y el otro por haber sido el dueño de los cuartos con que las guerras se llevan a efecto. En una mano, la cimitarra, y, en otra, la bolsa. A moros y a judíos siempre les encantó hacer la guerra. El uno, como jarca y el otro, como asentista o proveedor de las mesnadas. Unos pusieron la espada y otros el cofre. Asimismo, como azuzadores de las rehalas satánicas no hay quien ponga a los israelitas un pie delante. Son el pueblo que ama la sangre. Su oficio en la historia parece ser el de caminar errantes sembrando allá por donde la semilla del rencor y la cizaña.
 Y he aquí que de nuevo el odio nos envuelve. Es un odio demoníaco que escupe sobre la cruz. Pero la Media Luna ni el Menorah se distinguen precisamente por su condescendencia ni con su escrupulosa guarda de las nuevas tablas sinaíticas que han bajado del monte los norteamericanos. Clinton es judío. También lo es Magdalena Albright y el general Clark, y el propio Javier Solana, que si no es judío practicante, se ha mostrado siempre como un trilateral redomado.


El gobierno mundial abomina de las enseñanzas de Cristo y se está entendiendo con los islamitas para proceder a un segundo arrasamiento de Europa. Sobre Pristina, la Pristina de los latinos, en cuya lengua quería decir la Primera, y la antigua residencia de los zares serbios,  se abate un bosque de cimitarras amenazantes. Brillan los alfanjes y se escuchan las ráfagas de los Kalashnikovs. La historia del santo niño astur galaico se repite en la persona de Milsosevic acusado de criminal de guerra por no haber querido ceder al Turco la sagrada tierra de Kosovo y Metopia. La supositicia de los verdugos británicos imperialistas, siempre jugando al tresillo de sus intereses desempeña  una importante baza en todo este negocio. Es para echarse a temblar que un país que se dice cristiano, pero donde mandan los judíos desde Disraeli y Lord Templewood, se ensañe contra los serbios. Tenemos a la vista una verdadera guerra de religión, mientras el papa polaco ha enmudecido extrañamente ante los atropellos aliados. Quizá es porque no tiene la conciencia tranquila. A este calamitoso estado de cosas ha desembocado la manida Teología del Holocausto. Holocausto, desde luego. Pero ¿ a cuál de ellos se refiere Su Santidad?
Vemos el mismo latrocinio, la cara de odio. Los morancos vuelven a hacer de las suyas. De nuevo está a las puertas de Viena, de cuya llave son dueños los súbditos de Su Majestad Graciosa, mientras los alemanes tragan, la horda tártara, se ven por las pantallas a todas horas- debe de ser una consigna del Gran cofrade - las agujas de los minaretes sarracenos taladrando el cielo con su dardo amenazante.  Esto tiene todos los visos de cruzada al revés. Clinton, con sus pretorianos al lado, es el que lanza el grito de “Alá es el mayor. No hay otro dios que Alá”, y envía sus escuadras de portaviones contra un país diminuto pero lleno de dignidad como es Yugoslavia. Ochenta colosos formidables contra uno. Ya podrán. La pasada conflagración contra los serbios, tan sórdidamente comenzada y tan extrañamente concluida, puede que sea el principio del fin. El enemigo del género humano no ha cambiado de táctica. Se hace pasar por santo y, a veces por papa, al que todo el mundo está en la obligación de rendirse a sus plantas. Es un villano y un matasiete. Lo llaman el cálido, el piloso, el homicida; y, no en vano, a lo que se ve. Por algo será.
Un  furor antiguo pega aldabonazos. Aquellos que les quede un poco de dignidad y de decoro y cierto sentido de dignidad  no tendrán otro remedio que menear la cabeza con tristeza. De nuevo los Opas y Ulfilas de  turno están abriendo los postigos del recinto a los piratas berberiscos, echan abajo los quiciales para que entre toda esa algazara. Son puestas en juego las muletillas de antaño y se escuchan todos los tópicos y las tonterías que se dicen durante la chicad. No es lícito enrolarse en la cruzada.  Pero los amos del mundo han dado el visto bueno, conculcando el derecho de gentes, a la chicad contra Yugoslavia. El ambiente está muy cancerado y la herida del mundo, por causa de la gangrena que lleva en el alma el pueblo que mandó crucificar a Cristo, emana un tufo inaguantable.
 Hablan de limpieza étnica, como si los árabes no la hubieran practicado en Europa, a conciencia y sin contemplaciones durante muchos siglos, como prueban los ejemplos de los mártires de Córdoba arriba señalados.


El oriente cristiano está acostumbrado a hundir la cabeza bajo el ala y volver la otra mejilla cuando viene  el turco. San Isidoro exhorta a la mansedumbre y a la aceptación del otro. Tenía más razón que lo que era: un santo. Pero esa visión utópica de las cosas de tierra poniendolas en la misma ringlera que las celestiales no es una razón practica. San Agustín, que sabía más que Cardona, también es un abanderado de la tolerancia étnica y la libertad religiosa, pero al propio tiempo pregonaba la conquista de la utopía, un poder mundial o ciudad divina que sancionase la convivencia entre los humanos a partir de la doctrina del NT  Con lo que su influjo en la mentalidad medieval y en la forja del papado jerárquico fue enorme. La consecución de la utopía abarcaría a los hombres de todas las razas, latitudes, y épocas. Pero esta tolerancia, anexa al cristianismo interior, basado en   el Amor Divino no llegaría nunca a ser puesta en práctica por el cristianismo exterior, la burocracia, el papeleo inherente a toda estructura social. La casuistica y la estadística vencen casi siempre por abrumadora mayoría. La maldad y el pecado ganan siempre varias cabezas de ventaja. Por otro lado, las otras dos grandes religiones monoteístas, no ya tan sólo se mofaron de la credulidad que presupone que el ser humano vive en un estado de inocencia, sino que combatieron al Amor y le hicieron la guerra. No puede decirse que moros y judíos hayan sido precisamente tolerantes con la religión verdadera, aunque apeen su argumentación sobre los supuestos excesos cometidos por uno cuantos cruzados o la avilantez de ciertos personajes que han subido las gradas del altar de San Pedro. La acción del Islam supuso la aniquilación y el exterminio de las florecientes comunidades cristianas del Norte de África y del sur de España. Caería  la cultura visigótica. Los supervivientes de aquel holocausto tuvieron que ir a buscar refugio a las fragosas sierras cántabras.
 
En 1099 Raimundo de Peñafort funda las Hermanos Hospitalarios de San Juan de Jerusalén para socorrer a los cristianos de la primera cruzada, víctimas de la degollina o de la desbandada. Se comprobó que para llevar a cabo su labor humanitaria se necesitaba no sólo la fe sino el poder de la espada. Este primer núcleo de hospitalarios es el germen de las Ordenes Militarizadas. La actitud sumisa de los católicos ante la avalancha árabe que había llegado más allá del Loira (incluso entraron en Roma), haciendo del romano pontífice pechero del sultán es a partir del siglo XII que cambia. Se trata de una mecanismo defensa con cifra de agresividad moderada.
Los historiadores al uso -un espíritu que nació a humos de la Revolución Francesa- en su ceguedad volteriana se ensañan contra la Iglesia y fundan su argumentación anticatólica en las tropelías y excesos cometidos por las turbas de descamisados que aparecen  tras las predicaciones de aquel Pierre L`Eremite, aquel santón francés con trazas de iluminado,  que, estando un día en oración ante la tumba de San Pedro, escucha una voz extraña que le habla de la necesidad de rescatar los Santos Lugares. Una autosugestión personal la convierte en oráculo.  Se entrevista con el papa Urbano II, quien le delega para que vaya por los caminos del mundo anunciando el contenido de su revelación a las pobres gentes poco duchas en Teología. La revelación era una rebelión en toda la regla, con que la Iglesia se disponía a salir del marasmo causado por las disensiones entre el papado y el imperio germánico. Esta vez la divinidad se sirvió de un loco para encarrilar los proyectos de salvación transformadora. Ocurre con harta frecuencia.
Cesar Cantú afirma que fue el movimiento más importante desde la natividad de Jesús, que cala a todas las capas sociales, pero esta opinión del historiador italiano no la comparte la mayor parte de los que escriben iluminados por el candil de la Ilustración. Su obcecación les torna miopes y parciales. Aplican el rasero crítico de los tiempos modernos al Medievo. Ahí subyace una petición de principio, porque no se puede utilizar términos unicolores. Las palabras evolucionan y cambian de sitio. El cristianismo no es el resultado de una teoría estanca sino que se mueve al compás del avance de la misma vida. Tampoco se puede decir que es una institución judaica. Nacida del AT incorpora, sin embargo, creencias ancestrales de los mitos paganos. Entre los visigodos esta presencia romana es ineludible. El Cister se propone resucitar esas vivencias del mundo romano en abierta confrontación con los Hijos de Sem y de Jafet, que subyugaron al cristianismo. Anteriormente, los mozárabes tratan de adaptarse a los dominadores islámicos. Por desgracia, esta conato de adaptación no daría fruto  y, en definitiva, aquellos que eran perseguido en Córdoba o en Toledo se refugian   en las montañas, buscando la custodia de los primeros condes castellanos y de los reyes astures.


Ello  fue que por estos pagos del desierto de la Pedriza desde la marca de Sepúlveda, la septem publica, porque tenía siete puertas en tiempo de los vacceos y los romanos, según rezan alguno textos del   nuncupativo[1] fundacional, siguiendo las hoces del Duratón hasta Fuentidueña y más allá, se organiza la primera gran Tebaida española. Otro lugar sería el Valle del Silencio en el Bierzo.  Guardando la normativa  tradicional  cenobítica relacionada con el yermo del Nilo hombres y mujeres se visten de marlota, a imitación de Juan el Bautista, se  alimentan de hierbas y de cardos y organizan su vida conforme a los estrictos cánones de renuncia evangélica, rezan por el mundo, incluso por sus perseguidores y viven en comunión con la naturaleza, y ademas, luengos años. Porque como anunció Jesús, “ el que busca su vida la perderá y el que la pierde la ganará”. El primer monaquismo encuentra ascendencia en los patriarcas bíblicos. Es un deseo de abstraerse para conocer la voluntad de Dios a cada instante.
 Los patriarcas del AT gozaron de días dilatados. Adán se quedó a las puertas de ser milenario. Por unos meses no llegó a cumplir el milenio y Noé, el patriarca Abrahán y Noé alcanzaron los seiscientos años de vida. San Antonio Abad rindió su espíritu a los 120 y así otros muchos, porque los cartujos ninguno suele bajar de los 80. ¿ Cuál es el secreto de que estos preclaros hombres y mujeres de la austeridad, la simplicidad y la inocencia gocen del don más precioso y solicitado del ser humano en los albores del 2000? Todos hacían poco ejercicio, ayunaban harto y se cuidaban poco de sí mismos, a redropelo de lo que se estila hoy. Quien busca su vida la perderá... ¡Lo llevamos claro!
Las espeluncas monacales de este apartado sector de la provincia segoviana y las Médulas, esos mojones de sangre roja, en el corazón del Bierzo, que tantas similitudes guardan por su orografía escabrosa y apartada, serán andando el tiempo dos bastiones templarios.
Ninguna otra región española va a contar con un número tan vasto de iglesias y monasterios como estas dos parameras. Sin embargo, la segoviana se distinguirá y aventajará a todas por la gran cantidad, si no la calidad de monumentos románicos que aquí se edifican aprovechando aras celtas o romanas. Prácticamente, un monasterio en cada valle, y una iglesia o un propileo en cada alcor. A una sociedad declinante corresponde una religión montante, pero la religión que surge no era del todo nueva. Se ha decantado y acrisolado, pero los ritos son los mismos.  Los dioses paganos, bautizados por el tesón de aquella fe vieja y ancestral, se quedan en sus puestos aunque con otro nombre. Se aprovecharon las piedras y los mojones. Sólo cambiaron de apellido las deidades. Una religión que nació del judaísmo y del apóstoles en parte tiene poco  que ver con sus orígenes. Pero tampoco conviene ser puristas ni alarmarse. Cristo, el alfa omega, medida de todas las cosas, así cambia el mundo.
Esta es la zona elegida por los cistercienses llegados de Francia como base de operaciones en su afán de difundir el culto mariano, roturar campos, plantar viñas (gran parte de los majuelos que se desceparon en Fuentidueña cuando se implantaron las cooperativas y España empezó a beber whisky y cerveza a todo trapo, habían sido colocados en las laderas, al abrigo de los cierzos por una mano firme y sarmentosa de viejo monje templario que creía en las propiedades eucarísticas del vino) invocar a la Trinidad durante siete veces en el transcurso del día y velar por la seguridad de la población batante nutrida y numerosa e integrada por individuos procedentes de todas las etnias, hispano visigóticos, los antiguos celtas, judíos y  musulmanes.
La orden cisterciense, que es la primera de la Iglesia en abolir la esclavitud, va a ser una especie de crisol de culturas.


Como es fácil de comprobar en la iconografía del humilde románico rural de esta comarca, los alarifes árabes dejan estampar su influencia en los tímpanos solemnes y en las ventanas abocinadas o geminadas de los ábsides de tambor, donde la decoración de los capiteles prefiere la decoración vegetal al rostro humano. Dijo Papini: Cada capitel románico aboceta un ideograma del apocalipsis. El Fuero de Sepúlveda y las cartas pueblas de Alfonso VII el Emperador - se coronó en León en 1135 - demuestran este afán integrador de todos sus vasallos, judíos, moros y cristianos, en la religión verdadera.
Cierto que se combatía al moro, pero, una vez ganado, se le dejaba vivir en paz, sin  hostigamiento permanente. Iscar, Cuéllar, Peñafiel, Fuentidueña. Coca, Ayllón, Aguilafuente eran villas donde el impulso cisterciense se deja percibir y albergaron dentro del encintado amurallado, o en el alfoz, un gran componente étnico[2]. En las villas castellanas más importantes había siempre una judería, una alhama o “rabad”, de la que parece proceder arrabal que era el sitio destinado a la población muslímica en una especie de casa fuerte a las afueras.. O un “call” en Cataluña. El reinado de este monarca castellano que había heredado de su tío Alfonso VI la tolerancia para con las otras tres religiones y de su padre, Raimundo de Borgoña, los aires europeos y de reforma religiosa, va a resultar un equilibrio de fuerzas y el equilibrio hubiera resultado hacedero, de no haber mediado la intolerancia y la crueldad de los almohades. Pero no nos engañemos; las tres religiones se soportaban, pero en realidad de verdad, el clima de recelo y de sospecha no llegó nunca a alcanzarse.
El halo aguerrido cisterciense, según la vehemencia y apasionamiento de su fundador, no era un argumento ad hóminem. Por desgracia este sello no fue respetado siempre. Hubo lamentables excepciones como en la cruzada de los albigenses, confiada por Inocencio III a los cistercienses de Osma. Santo Domingo de Guzmán era canónigo cisterciense en Osma antes de fundar su propia orden de los dominicos. En esta campañas que contó con los excesos y tropelías de simón de Montfort, cuando se crea la Inquisición, que, contra lo que algunos sostienen no es una institución española, sino francesa, se advierte que el hombre con harta frecuencia tuerce los senderos del Señor. Pero ahí intervienen factores exógenos y hasta patológicos, como la lucha política, la codicia y otras miserias humanas.
Hay un románico de sillares y otro mudéjar que se extiende desde Cuéllar, la antigua Collenda romana, hasta la capital vaccea y una de las más ricas por lo que guarda de síntesis de España que es Arévalo. En todo este radio de acción vemos la influencia templaria y la de los monjes bernardos o bernardos.
Cabe pues hablar de un verdadero anillo de oro integrado por este grupo de monasterios segovianos. Un segundo aro de defensa de la cruz frente a la media luna sería erigida entre León y Pontevedra. El Cister se convierte, pues, en matriz del Temple, pero esta nueva visión no nace por osmosis ni por generación espontanea. Hemos visto a San Frutos y a sus hermanos rehabilitar las antiguas tebaidas. Caminando por la cuenca del Duratón encontramos las famosas grutas de los siete altares, una serie de aras empotradas en la roca viva con un arco de herradura y decoración jeroglífica. En estas catacumbas ancestrales se comulga con el espíritu de Cristo, asimilada a la cultura de otras deidades sincretistas. Hay necrópolis visigóticas en Sebulcro, La Molinilla, el Monte de la Hoz. Es un paisaje cósmico, como lunar, más cerca del cielo que de la tierra. Se alzan las rasas sobre los tajamares, espolones y peñascos acuchillados o piedras grajeras en los que hacen nido ahora el buitre y las aguilas de Burgomillodo. Los ergastularios  divinos, ávidos de un género de vida semi salvaje y penitente, se escondían aprovechando los clavijeros o cavidades de roca de lo que en otros periodos geológicos fue ribera del ancho mar. Recientes  hallazgos osteológicos de fósiles, de animales marinos muy abundantes en la región, así lo corroboran.


Al monasterio benito de San Frutos se llega desde Villaseca. Está emplazado sobre un península y los muros del antiguo recinto se miran en el espejo glauco y sombrío del Duratón empinándose sobre el abismo mismo. Dicen y con  razón que el que, por promesa se atreve a circunvalar de rodillas la ermita del santo, como se hacía antaño y parece que algunos audaces lo consiguieron, no le volverían a doler las muelas. Un paso en falso y te despeñas. La religión hostigada y perseguida vino a acogerse a estos ríspidos e inaccesibles breñares. Allí no podían llegar los moros porque se alzaba contra sus aljubas desde los cuchillares de la altura el cayado fantasmal de San Frutos. Y, santo y todo, era al parecer un hombre con toda la barba, aunque prefiriera utilizar un procedimiento que entre los celtíberos viene a dar resultados, porque aquí no hay una estirpe propiamente dicha, cada uno es hijo de su padre y de su madre, y andan los tiempos muy revueltos y el personal muy mezclado y entrometido el uno con el otro: la fuga penitenciada. Hubiera podido sentar la mano contra el infiel, pero Dios permitió que al golpear la tierra con su garrote se abriese una zanja entre el santo y sus  perseguidores. San Frutos es como un nuevo Moisés segoviano. Esta tierra recia, algo resquebrajada y dolorida, muestra desde muy antiguo una fuerte prosapia contemplativa. A romper con todo, callar, largarse al desierto. Somos demasiado roqueños para estar juntos. En soledad, nos volvemos tiernos y, si trasplantados, somos cosecha del ciento por uno. Quizás para nosotros el misticismo haya sido lo más fácil. De los hombres fiamos poco y a Dios se lo damos todo, pero ¿no será ese Dios un apéndice del yo que nos martiriza, una excrecencia fantasmagórica  de nuestro propio egoísmo?
 
Es el eremitorio lo que se dice un verdadero nido de aguila. El priorato, según su acta fundacional, fue levantado, años adelante por una donación efectuada por Alfonso VI, como dependiente o anejo  del Monasterio Silense  el 1073. Pero, como digo se asienta sobre otro mucho más antiguo en el que habitó san Frutos(642-715) que vivió en esta soledad entregado a la oración y a la penitencia, con una manojo escogido de discípulos, después de haber ocupado la silla episcopal de Segovia. Todavía entre las ruinas campea el blasón señorial de Silos (una espada inversa tronzada en báculo, con los gavilanes en forma de alguaza con una corona en el vértice y otra por cada cuartel con borde de enarma o empuñadora del broquel, pero también pueden ser sendas aldabas) sobre el dintel. Son las ruinas de una montaña sagrada. Con esa tendencia a esquematizar y a comprimir se cometen atentados a la verdad, pues parece ser que la interacción entre los benedictinos y los cistercienses es más fuerte de lo que se supone.  Los monjes blancos que no son más que el envés de la moneda mejoran y reforman la Regla de San Benito; y tanto  es así que sin ningún problema se permitió el asentamiento de los cistercienses sobre lo que era fundo de los benitos.


El conde Fernán González había otorgado al abad de Cardeña en 932 una “monasterio en santa María de Cárdaba pro pastura, allí donde se había aparecido la Virgen al Beato Juan de Paniagua”[3]. Doce años más tarde, se donó a su vez por el conde Ansúrez y su mujer, doña Gontroda, estos armentos, y en la escritura se habla de la tierra de Montelium (Mondejo) y de Aderata (Torre Adrada), así como Sannoval(Sandoval).
En los “Anales del Cister” el P. Manrique certifica que en las Cuevas de Peña Colgada habitaron siempre ermitaños y que en una de ellas vivía un anciano anacoreta llamado Juan de Paniagua. Su sepultura, objeto de devoción en los sexmos de aquella redolada, hizo muchos milagros. El primer convento cisterciense de Castilla se coloca bajo la protección de Santa María y de Juan, esclarecido no sólo con el don de milagros sino con el de fervor de la Virgen Bendita, que solamente en esta provincia del riñón de las Españas recibe hasta casi cuatrocientas advocaciones, correspondientes hasta otros tantos humilladeros, ermitas y santuarios de mayor o menor rango. Hornuez, el Henar, la Soterraña, El Rehoyo de Membibre, que tanto veneraba mi padre, y la Fuencisla, se llevan el lauro, pero hay muchas más casi tan desconocidas como sorprendentes, porque la devoción romana al culto de fecundidad, Cibeles para unos y para otros Afrodita, debió de arraigar de firme entre los vacceos.
El cristianismo no hizo más que, amen de dulcificar las costumbres aguerridas de aquellos barbaros,  proyectar esta veneración filial por la madre tierra, que aparece en su carro tirado por dos leones rendidos, empuñando un cetro y una corona, símbolo de soberanía y de reposición, cambio, en el ir y venir de las estaciones y de los ciclos, que velaba por  las cosechas y por  los hombres, hacia la Madre de Cristo, que ya aparece radiante en la vulva mística de los impresionantes frescos de Maderuelo.
En Fuentesoto hay una fuente que llamamos la “Fuentona” con forma de vagina. De niño me pasaba horas extasiado cara al raudal estallante.  El agua parecía igual, pero nunca era lo mismo. Líquenes verdes y  guijarros de varios colores tamizaban el fondo cristalino. La tierra rompía aguas. Los arabescos de la reflexión de la luz del sol contra la concavidad del peñasco juguetones hacían cabriolas y a mi me parecían ángeles cantando a la parida, mientras llenaba el botijo. ¡Salve,  linfa que manas este casto regocijo!
Sobre ellos se comprime esa impronta que es a la vez tierna y tosca, reflejo de esa pureza campesina. Arte primario y agricultor, pero un fervor rudimentario accionado por la chispa de una inspiración sublime. El castellano se hace albacea de ese sentido místico religioso hacia la tierra y hacia la diosa que depara las cosechas de los latinos. Olvidando sus verracos celtas que todavía siguen mugiendo desde sus casi soeces formas de Guisando y sus símbolos concupiscentes de la coyunda que no cesa, empezó a amar a la Diosa con todas sus fuerzas. Estábamos como cansados del mundo y avergonzados de nosotros mismos. Había que huir, marcharse a otra parte, hacer las Américas. La tierra era dura e ingrata. Luego, la gente no se llevaba bien. Había envidias, peleas, enfrentamientos por la herencia. No hay nada que hacer para los segundones. Me marcho a Alemania, madre. Hijo, no cojas frío. Aquí va este escapulario de Nuestra Señora que te sirva. Y la efigie querida de la Madre Hermosa despedía como un calor en nuestro pecho que contrahacía toda la falta de ternura y el cariño que no nos supieron dar las madres terrenales. Aquella imagen era un rostro dulce para lidiar  en tiempos muy duros. Fue nuestro gran amor, el único que conocimos. El que no falla. Creemos en ella porque estamos seguro de que la rueda de la vida no se detendrá cuando nosotros faltemos.


Resulta  un sinsentido de la naturaleza que un pueblo tan austero en expresiones  hacia fuera, y tan parco en palabras, reserve lo mejor de sí para Nuestra Señora. Aparece esa constante en Berceo y en las Cantigas. Castilla empezó a hacerse cristiana a través de la Madre del Verbo. Lo lleva en la masa de la sangre y  le entra por los ojos. Era algo que ya tenía de antemano. Desde este presupuesto iniciativo podemos meternos en el dédalo románico. Dejemos una cuerda atada a la manija de la aldaba, como  Anteo, quien se fiaba poco de su torpeza, a la entrada del Laberinto. Creta no sólo instituyó el culto al Minotauro sino que fue donde estaba el hilo de Ariadna, el principio de la Gnosis que tuvo rostro de mujer: Mitra, Afrodita, Venus y otras alusiones a la fecundidad y al triunfo de la vida sobre Tanatos. Está pegando a Efeso donde se cantó por primera vez el “Agatonik”(Alegráte, Madre de Dios) o el Akathistos que los cristianos orientales cantan de pie recitando las 24 estrofas de este hermoso ditirambo mariano, y así se viene cantando desde el año 626 en que fue compuesto para conmemorar la victoria del emperador Honorio sobre los escitas, gracias a la intercesión de la Virgen María. Pero no nos vayamos por la tangente. No queremos perdernos y divagar: para entender el significado del Cister hay que tener delante todos estos contextos de Deípara, Deigenitrix, Potens, Fidelis, Sedes Sapientiae, etc.
La historia, al contrario de lo que quieren algunos alacranes (¡ pica tanto y escuece y con frecuencia es mortal su aguijonazo ¡), partidarios del raspado de memoria y de los lavados de cerebro, no es una raya continua. Sigue las evoluciones alifares. Es en conjunto un arabesco con rectificaciones de línea, tachaduras, cambios. La trayectoria no se pierde ni claudica porque el maestro que diseña los alboaires de la bóveda de cañón tenga un mal día, se le hayan cruzado los cables o lo haya echado a rodar, dándose al vino de la ira, la guerra, o la venusta molicie.
Un buen día despierta el alfarero de su borrachera y se pone manos a la obra tirando por otro camino. No se pueden aplicar baremos sólidos a las cosas, porque la vida es solo consecuente consigo misma: su variedad y mudanza pavorosa.
Mas, por lo que se ve, hay algunos audaces a los que gusta conducir temerariamente por las autopistas de la sinrazón. Invaden el carril contrario y pisan la raya amarilla. Son los nuevos kamikazes del arcén. Así luego aparecen tantos cadáveres de muerto en carretera fin de semana. Los muertos hablan,  ríen, se tiran pedos y sueltan coces últimamente, o se las dan de novelistas. Los hijos de Julián Marías preponderan en esta charca de ranas en que se ha convertido la cultura de últimas. Uno de esos batracios vino a croar hace poco  lo siguiente:
- San Bernardo era un fascista.
- Hombre, Don Álvaro, ¿cómo me salta con ésas? Yo le diría, fíjate, que más bien no, y según y como. Y al revés se lo digo para que la vista del ciego se aclare y los oídos del necio se hagan con entendederas.
- Pues le digo yo a usted que era la violencia personificada.
- Caramba, mister  Pombo  cómo la lleva hoy vuesa merced. No sabe porque no lo ha leído o lo ha leído mal seguramente que el padre de los monjes blancos fue el primer defensor de los judíos que nació en la Galia? Si es un fascista el que defiende a los judíos desde el púlpito, la cátedra y el libro, pase el adjetivo calificativo, que hoy se ha convertido en un terrible anatema. Pero, si no, me parece que con su libro donde ensarta una serie de venablos jupiterinos contra la institución del monacato, ha metido el cuezo hasta el corvejón. Y ahora así se lo pagáis. No tenéis perdón de Dios porque desconocéis lo que significa la gratitud. Está visto que con los de esa especie, que es la de quien me habla, por su mala índole y por su protervia, hay que utilizar la tranca, pues tanto les va la marcha.
- Un fascista a secas. No hay más que hablar.


Y el escritor en ciernes, de ojos gatunos, se mesó la media barba y giró sobre sus talones con gesto imperativo. Y yo no fui capaz de contenerme. Había que decirle a semejante plumífero algunas cosas bien dichas. Porque al Cid nadie le mesa la barba y un judío que se la mesó a Cristo, de puro miedo, se convirtió.
- Menos mal que no le ha llamado lo que es usted. Por lo menos, no se dedicaba a rondar efebos por el Parque del Oeste, como hace Su Reverencia alguna veces. Es un axioma indeclinable en estos tiempos que vivimos. Si no eres marica, lesbiana revanchista, o de la cuerda del Ansón o de Polanco, olvídate de publicar. Si aparte de invertido, defiendes la aljamía, como le pasa a “la” Gala, eso sube la nota. Si, a falta de pluma, te regaló Naturaleza una nuez de Adán que sube y baja como el azud de una noria, y te parece algo a D´Artagnan, tus libros figurarán en la lista de super ventas.  
Así está el panorama. Los cristianos se hacen moros, los cisnes se convierten en gorriones. Y Dios te coja confesado si no judaízas o apostatas en esta corte que no es la del cuarto de los Felipes sino la del primero de los Borbones Rehabilitados que reina a la sombra de la herencia del dictador. El Cister es una de las pocas cosas dignas que nos quedan. Hay quien la emprende a golpes contra sus ruinas, y es que debe de ser porque sigue  pegando fuerte a juzgar por los contumeliosos ataques de los que es objeto. La horda sectaria siguen currándole la badana a los monjes blancos. Ha sonado la hora ciega de las tinieblas y de la perfidia. Quieren tronzar el árbol de la cruz. Se ven impotentes. De ahí su rabia. Pero tampoco habrá que tomárselo a pecho. Ya caerán.
Quizás esta orden,  coetánea del Cid, esté ganando batallas después de su muerte, tal cual. Allí donde aparecen estos hijos de San Bernardo no se aproxima el Infiel ni se entregan los reyes de taifa con la alacridad acostumbrada a sus expolios estacionales. Eran buenos agricultores, mas no por eso, se llaman a parte cuando se sienten conminados por algún intruso. Allá cruces se convierten en lanzas. Gente prevenida en frontera, el fundador de Claraval les quería unidos y recios. Eran especialistas en el cuerpo a cuerpo con los árabes. Las rutas de acceso con el Paular por Navafría eran guardadas por ballesteros de la comunidad del monasterio de Santa María de la Sierra. Al estudiar este anillo de oro o cíngulo estratégico, especie de avanzadilla de  Castilla en impulso hacia Toledo, el ojo se detiene ante los gruesos muros y profundas arpilleras de estas moles castrenses de las fortificaciones que se desamarraran por la cornisa nororiental segoviana.
 La arandela cenobítica sujeta los arribes del Duero poniendo contrafuertes de defensa a lo largo del Duratón y del Cega, se expande hasta las vegas de Peñafiel desde la roca tajada de San Frutos. Así llamada para conmemorar un milagro que hizo Dios.  Todavía se ofrece a la vista del que quiera ver la famosa cuchillada por donde se despeñaron las tropas del califa.  El siervo de Dios, cuando una jarca de bandidos iba pisándole los talones, se encomendó a la Virgen. Al punto, debajo de su cachava, nota cómo el suelo cede y se abre una enorme sima donde sucumbieron los que iban tras él. Sin embargo, tanto él como sus “hermanos”, Valentín y Engracia (aun está por evaluar el parentesco, puesto que un estudio de las costumbres eclesiásticas desde el punto de vista del celibato, tasado y recomendado por el concilio de Elvira, pero que no adoptaría como norma hasta Gregorio VII en el siglo XI, nos alerta como hacedero el que ambos discípulos no fuesen sino la mujer y el hijo del santo obispo) salieron ilesos. San Frutos pudo alcanzar aquel paraje sublime, lugar de contemplación.


Los primitivos monjes del denominado Priorato de San Frutos estaban en estrecha relación con los de Santa María de la Sierra y los de Sotos Salvos, aunque unos dependían del abad de Silos y otros del de Cardeña. Bernardos y benedictinos, en un principio, colaboran, no se hostigan, a lo que se ve en esta empresa de armas tomar. Por desgracia, los condes de Castilla, siempre a la greña con el reino de Navarra, Aragón y León, no imitaron esta conducta de fraternidad de los frailes, los cuales no se entrometen ni se llevan a matar, como con harta frecuencia suele suceder en una pueblo tan individualista y suspicaz como es el castellano, dejando que el espíritu de cada Orden cuaje, sin interferencias ningunas.
Años adelante habría- como no - cisiones, fricciones y roces, hasta el punto de que con la muerte de Benedicto a finales del siglo XIII la relajación fue pavorosa y Martín de Vargas tendría que reconstruir la institución de arriba abajo porque se había traicionado al espíritu y la letra de su fundador. No hay que dejar de reconocer que el horario de los bernardos no dejaba hueco alguno para la intimidad.  Regimentaban a toque de campana sus actividades. Trabajaban, rezaban y comían juntos. Sus horas de sueño transcurrían en dormitorios corridos y, por otra parte, la norma de silencio no era tan estricta, como al principio, por lo que postulantes y profesos se entregaban con frecuencia a conversaciones excusadas, surgían rencillas y desavenencias, como en cualquier grupo humano. Terrible cosa es en los conventos la murmuración.
 
San Bruno tuvo la caución previsora, para evitarse líos, imponer en sus casas el  gran silencio a rajatabla. Un hechos vale  por mil palabras y el silencio es oro. Era un gran psicólogo, conocedor de las flaquezas de la raza humana. Sin embargo, cartujos y cistercienses empiezan a rodar su andadura monástica guiados por un mismo espíritu de búsqueda de la excelencia en las cosas del alma. No embargante esta altura de miras, a veces resulta penoso acercarse a la consumación de ese ideal. Quienes piensen que los monasterios son ínsulas de paz a veces tienen ideas equivocadas. Ya no hay paraísos. En el claustro la vida es muy dura, máxime cuando el aislamiento y la rutina dificultan y transforman la convivencia. Estos cenobios, al principio en precario, luego se enriquecen y se hacen poderosos. La disciplina se cuartea. Al final de la Edad Media se hace de notar las dificultades que encuentra la vida monástica en Alemania, en Francia o en Inglaterra, y nada se diga en Italia, que en punto a corrupción eclesial siempre se ha llevado la palma. Muchos rompían el voto, asesinaban al abad, como pasó más de una vez, y se tiraban al monte, convirtiéndose en disolutos y facinerosos exclaustrados, los giróvagos, andariegos, amigos de lo ajeno, borrachos y violadores, que no se sujetaban a ninguna norma y sembraban el terror por las aldeas.
Con todo, los cistercienses no parecen ser los peores. Destacan sobre todo los de las ordenes mendicantes. Casi todas las sectas de iluminados, según se comprueba al cotejar algunos procesos de la Inquisición, se ceñían los lomos con el cordón de San Francisco. Y hasta entre los cartujos se comprueba ese desencanto con la forma de vida abrazada. Muchos pronunciaron un voto que luego son incapaces de cumplir.  El Lazarillo, que es una sátira implacable contra las corruptelas del clero, ofrece el caso de aquel cartujo que, llevaba un doble y vida, y acudía, so color de ir a pedir limosna para el convento, a entrevistarse con una entretenida. El padre Anselmo, que así se llamaba el tal, murió, al parecer de muerte natural, entre los brazos del pícaro redomado que era Lázaro de Tormes y que le había entrado a servir en su ermita como criado. Su albacea marcha en hábito penitente a dar la noticia del buen ermitaño al que ya no le dolía nada “pues hará siete días que lo dimos tierra” y le reciben anhelosos y expectantes, al fondo de una escalera oscura, la mujer, la “ suegra” y tres niños, supuestos hijos naturales del cartujo incontinente y a los que con sus limosnas sustentaba. Al ver a Lázaro de Tormes los niños dicen”: Éste no es papá” y la buscona se destapa con el siguiente parlamento:


“Estando en la villa de Dueñas, seis leguas de aquí habiéndome quedado estas tres hijas de tres diferentes padres, que, según la más cierta conjetura, fueron un monje, un abad y un cura, porque siempre he sido aficionada a la iglesia, me vine a vivir a esta ciudad para huir y evitar las murmuraciones. Todos me llamaban la viuda eclesiástica, porque por mis pecados todos eran muertos; y, aunque luego otros que entraron en su lugar, eran gente de poco provecho, de menos autoridad, y, no queriéndose contentar con la oveja, acometían a las tiernas corderillas. Viendo, pues, el peligro evidente, y que la ganancia no nos podía pelechar, hice alto, y asenté aquí mi real, donde a la fama de las tres mozuelas acudieron como mosquitos al tarugo; y de todos, a ninguno me incliné tanto como a los eclesiásticos, por ser gente secreta, rica, casera y paciente. Entre otros  llegó a pedir limosna el padre Anselmo, que viendo a esta niña le hinchó el ojo, y con su santidad y sencillez me la pidió por mujer; dísela con las condiciones y capítulos siguientes: Primera, que se obligaba a sustentar nuestra casa, y que lo que pudiésemos ganar sería para sustentarnos y para ahorras. Segunda: que, si mi hija tomase algún coadjutor, por ser algo decrépito, callaría como en misa. Tercera: que todos los hijos que ella pariese, los había de tener por propios, y que la hacía su legítima heredera. Cuarta: que no había de entrar en nuestra casa cuando viese a la ventana jarro, olla o vasija, que era señal que no habría lugar para él. Quinta: que, cuando él estuviese en casa y viniese otro, se había de esconder donde le dijésemos, hasta que el tal se fuese. Sexta y última: que nos había de traer dos veces a la semana algún amiguito o conocido que hiciese la costa, dándonos un buen gaudeamus. Estos son los artículos, prosiguió ella, conque aquel desdichado dio palabra a mi hija, y ella a él. El casamiento quedó hecho y acabado sin tener necesidad de ir al cura, porque él nos dio no era menester, pues lo esencial dél consistía en la conformidad de voluntades y en la intención mutua”[4]
Es la otra cara de la moneda, pero la verdad es mucho más infausta de lo que quisiéramos. Este agrio y humorístico pasaje del anónimo autor de una de los libros más celebrados y debeladores de las costumbres eclesiales y que debía de conocer a fondo, puesto que, al parecer, debió de ser un fraile que colgó los hábitos y se convirtió en giróvago, descubre una cruda realidad. En algunas cosas Erasmo, cuyas ideas recoge nuestro primer novelista picaresco[5], llevaba bastante razón: el padre de la mentira había ingresado en los conventos, convirtiéndolos en patios de Monipodio y aposentos del libertinaje.


Sin embargo, estas excepciones no hacen sino demostrar la rectitud de la regla. El hombre tiene el alma cancerada por las malas inclinaciones. Sólo dios es santo, y justo. Únicamente, Él salva. En la organización monástica, aparte del aspecto humano, hay un componente de interés político y económico. La grandeza de estas instituciones hay que analizarlas a la luz del sentido de lo que va dentro. No lo que queda fuera, que nos lleva, naturalmente, a la corrupción y la licencia que ha desmoralizado al pueblo. La Iglesia mueve unas fichas de carne y hueso. Sus miembros no son serafines. El cuerpo pesa. Y con todo y eso, ello no tiene porque despojarnos de la fe.
Conviene tener presente que San Bruno, muerto en 1111, y que es coetáneo de la consagración de todos estos templos cuyo asunto nos ocupa, quiso dar a su instituto un talante de sigilo y huida. Un años más tarde y en escoltado por un cortejo de veinte nueve de sus arqueros, todos los cuales pidieron el hábito blanco, llamaban a las puertas de Clairvaux. El abad era un inglés. Se llamaba Tomas Harding.
 Cuando el papa llama a Roma al famoso canónigo de Reims para hacerle obispo, él huye a Calabria, donde establece su segunda cartuja. Ni condena ni aprueba los procederes eclesiásticos, inhibiéndose de cuestiones mundanas y recomendando a sus hijos que mueran a las cosas del siglo. Por el contrario, Bernardo, más decidido y vehemente, se compromete con el entorno y tiene la audacia de lanzar contra Honorio II, el cual frente a Alemania se había pronunciado a favor de Luis el Craso de Francia, un reprimenda”: El honor de la Santa Sede ha sido gravemente comprometido bajo vuestro pontificado”.
Como buen cartujo, y aun siendo consciente de estos males causados por la malicia y la ignorancia o el despotismo humanos, calla. El cister pone enmiendas a las constituciones benedictinas. Los cartujos también se proclaman los monjes blancos pero su Regla, que es hoy la misma que en el siglo XI, y profesan el misterioso apego a la Reina de la Sabiduría en sus costumbres que los hijos del doctor Melifluo, nunca reformaron su observancia. Por eso se dice: Cartussia nunquam reformata, quia nunquam deformata.
Por una lado, el entusiasmo Bernardino y por otro el mutismo cartujo son los dos pilares sobre los cuales se apea la grandeza de la Iglesia Latina medieval. Cister y cartuja caminan al unísono y ambas lograron dar un impulso al catolicismo que sigue infundiendo energías aun en el tercer milenio. En ello se ve sin duda el dedo de los designios divinos.
Sin embargo, dentro de la vida secular, lejos del claustro, el clima de rencillas entre  las distintas monarquías o los escándalos de la política de los estados pontificios han enturbiado el panorama. Las discordias y recelos a cargo de los reinos de León y de Castilla, y con Navarra haciendo de peón de brega, alargó la empresa de la Reconquista. El clima enrarecido se proyectaría después a las guerras de credo en la edad moderna, que no son más que una secuela de las reyertas de Trono y Altar y alcanza casi a nuestros días.
Bien claro y sentado lo dejó dicho el Señor cuando anunciara que su reino no era de este mundo. De ahí que la fuerza y el carisma del pacto con Dios no haya que ir a buscarlo en la hojarasca de las apariencias internas o jerárquicas. Lo que vale es el Cuerpo Místico del Salvador Mesiánico, del Eleuterio. Cuanto más miro estas ruinas de los collados de mi pueblo más convencido estoy de ello. Sus sillares desmontados y por los suelos siguen emitiendo ese mensaje de esperanza.
Ya sé que la adaptación al siglo de las cosas de Dios siempre será difícil. Todo lo demás no es más que encaje de bolillos. Ese ir y venir de las ambiciones humanas que llaman acarrear.
 


Hay que ceñirse   a la mentalidad cabal de siglo de las Cruzadas para  entender  este deseo de paz del yermo como un hastío provocado por las cosas de la tierra. Alfonso VII, a cuya donación y voluntad expresa, se debe la fundación de Sacramenia,  ha de pechar no sólo con los almohades, sino, por encima de todo, con las veleidades de su augusta, madre, doña Urraca, quien revolvió Roma con Santiago a fin de anular los esponsales con el padre del rey, puesto que, a decir de las malas lenguas, siendo moza se había enamorado del arzobispo Gelmírez, titular de la silla de Compostela. Razones de Estado determinaron casarla con Alfonso de Aragón. Esta díscola y entrometida  hembra, paradigmática  de las miserias y grandezas de la mujer carpetovetónica, que no se significa precisamente por la dulcedumbre, sino por lo extremoso de su carácter, empaña un poco este augusto reinado.
Pues, Don Alfonso,  pesar de que tuvo en ella a su genitora y a su verdugo, incluso sus enemigos lo llamaban “ el magnánimo “, y fue de talante conciliador. Otro, en su caso, hubiera derivado hacia una de esas peligrosas patologías en  que suelen degenerar los temibles complejos de Edipo, surtidor de psicópatas, homicidas y de tarados.
Claro es que en el siglo XII la psicología no estaba inventada. A mí siempre me pareció emblemática la presencia en nuestra historia de estas mujeres de rompe y rasga desde Doña Tota, aquella que subía al caballo para ir a guerrear contra la morisma, hasta Agustina de Aragón. Pero una nación marcada por el signo de Marte, y que, además, es un matriarcado, nada de particular tiene que acostumbre a criar estas furias. Las españolas, con frecuencia, son ásperas. Parece  un mecanismo de defensa para abrirse camino entre tanta crueldad. Este país es duro como su nombre y su maravilloso paisaje lo personalizan. Jano devora a sus hijos, y doña Urraca era una de aquéllas de rompe y rasga.
Los líos de familia proliferan por estos pagos ya mucho antes de que apareciese el “Hola”, único sustento intelectual de los pobres y de los ricos, un atavismo en sí que habla de la degeneración del gusto y la doblez ñoña y chabacana.  Nos privan las alcurnias monaguescas. Pero esto ya era así desde los tiempos. El misticismo, al que tan proclives somos, por otro lado, puede que sea una reacción hasta ese estado de cosas. Refleja un cansancio de los hombres sublimando ese sentimiento de fracaso hacia la búsqueda de Dios.
A Alfonso VII le tocó en suerte una de esas madres crueles y sin contemplaciones que tanto abundan y sólo cuando murió Doña Urraca conseguiría respirar tranquilo empezando a desarrollar el papel con el que le conoce la Historia. El de Pacificador, que corresponde al cliché de líder ecuménico puesto que trató de fundir en Toledo las Tres Culturas. Eso es como la utopía, pero, al menos, él la intentaría inaugurando una tradición que culminaría en su biznieto, Alfonso X el Sabio, quien estableció la Escuela de Traductores de Toledo.
Castilla, y más concretamente esta zona de las vertientes  del Duratón y del Cega sería repoblada bajo sus auspicios con antiguos moradores de la Penibética.  Suscribo este detalle de contraste para realzar la personalidad fuerte y magnánima de este reinado durante el cual se colocan las primeras traviesas de la unidad española. Don Alfonso respondió a su cognomen de “imperator” por su magnanimidad, la tolerancia, el perdón y el vivo interés por ayudar a moros y judíos después de la batalla de Jaén. A los vencidos envía hacia el norte para colonizar los arribes del Duero hasta Despeñaperros. Un siglo después de [6]Calatañazo, el fiel de la balanza se inclinaba en poderío económico y en importancia   estratégica del bando de los castellanos.
Comulga con el espíritu abierto que muestra el Abad de Claraval que despliega a lo largo de su libro “ De Consideratione”, una serie de cartas al papa Pascual II que resultan un verdadero código de valores, amén de una suma teológica. Aboga por la igualdad de trato hacia los islamitas y hacia los judíos. Estos adquieren una singular preponderancia en Roma y en todas las cortes castellanas.


El que cesase la hebreofobia se debió en parte a las prédicas de San Bernardo. Varios historiadores coinciden en señalar que, como consecuencia del tumulto y furor mesiánico que despertaron los sermones de Pedro El Ermitaño, toda esa raza podía haber sido exterminada de un golpe.  Eran el pueblo deicida, desde luego. Pero advierte que Jesús nació de la Casa de David y es un sacrilegio atentar contra cualquier individuo de esa estirpe, amén de que Él vino a salvar y a perdonar.
Cierto que éstos no le estuvieron reconocidos, porque, con arreglo a sus costumbres el orgullo precede a la misericordia. Pero siempre fue así. El antisemitismo nefasto  no es más que una muestra de repulsa hacia la impiedad que resiste a la gracia y no cree sino en lo que tiene delante de los ojos. El pueblo judío no es más que un pueblo laboratorio en el que se condensan los rasgos de la estirpe de los descendientes de Adán. Lo que mantiene lozano y vivo al cristianismo ha sido esta voluntad de cruz de perdedor y es por lo que es atacado y vapuleado, unas veces desde dentro por sus adeptos más tibios, y otras porque su defensa de la libertad y del perdón ha ido de por vida contra los intereses tiránicos. Cierto que un cristiano no está facultado para entregarse a escarceos antisemitas, pero judíos y musulmanes han tenido de por vida carta blanca para marchar contra los seguidores de Cristo.  He aquí un enigma que no ha podido despejar nadie. Las grandes persecuciones contra la cruz, vilipendios y escarnios han sido sufragadas por el pueblo que se revuelve contra el estigma del Gólgota. Ellos han sido los primeros el Evangelio y han estado metidos en todos los contubernios y conspiraciones que se han producido. Se tiene que perdonar y soportar a esa estirpe que siguen rodando en las tinieblas del error, pero sería cometer perjurio convertir a la Iglesia en sufragánea de la Sinagoga. Como su propio nombre griego indica “εkλεσεiv” es convocar a los hombres de todas las razas y credos.
A ese afán ecuménico y de tolerancia responde la erección del primer monasterio del Cister en Castilla: ser amalgama de las Tres Culturas. El abad Raimundo y sus doce frailes iniciaron las obras en 1143. La construcción fue lenta y con muchos altibajos como demuestran las adarajas cubiertas del moho de los siglos que quedaron el las iglesias filiales. Las obras no acabaron hasta treinta años después. El obispo de Segovia cede al abad el sitio con todas las pechas que le correspondían en el lugar. Sería sub dependiente o anejo de Cardaba la granja de Cabaniel cabe al Henares, junto con el ya mentado pequeño cenobio de Santa María de la Sierra, el cual funge como vanguardia de una avanzadilla de casas de oración en dirección hacia la sierra que luego tramontan por la parte de Ayllón. 
Toda la documentación al respecto yace en los fondos del Archivo Nacional, aunque de ella habla con frecuencia Ángel Manrique, todavía está aguardando la llegada del historiador o del erudito. La donación del fundo no la realiza directamente Alfonso VII al abad borgoñón  recién llegado de allende los Pirineos sino a un tal Don Cerebruno, que debía ser religioso, o persona de consideración, pero no se dice más. Previamente, el propio rey había enviado una legación a Roma. Allí se encontraba San Bernardo en el primer monasterio de cistercienses de la Ciudad Eterna. Dada la devoción que sentían tanto el monarca castellano como el Doctor Melifluo hacia uno de los mártires más populares de los siglos antiguos, la ermita de san Vicente en el soto pueda que fuese puesta bajo esa advocación por doble motivo.
Resulta misterioso explicar como la Regla cundió tan rápidamente a no ser por la personalidad y el carisma del fundador. El cister ponía y destituía a papas. La ascendencia que tenía San Bernardo en San Juan de Letrán era muy considerable, a juzgar por sus reconvenciones al papa reinante entonces, y a quien él había dado previamente la cogulla blanca y el escapulario negro, hacía unos años. A Su Santidad Eugenio III, lo trata prácticamente como un monaguillo en su libro “De Consideratione”.


Inflamado de amor a Dios, San Bernardo en esta larga carta que ocupa cinco volúmenes, brilla a la altura de las grandes luminarias de la Iglesia. Esta admonición a los papas tiene hoy en día una actualidad sorprendente, cuando dice que estos han de ejercer su vicaría de Cristo, no desde la prepotencia y el privilegio, sino desde el servicio a la grey, en comunión mancomunada con el sínodo de obispos. La primacía en lo temporal y espiritual que se recibe mediante la entrega de las llaves, con la tiara, el anillo, la silla gestatoria y el flabelo, no es marca de privilegio sino voluntad de servicio. El papa, recién ascendido, recibe las llaves de Pedro cruzadas, como si fueran dos espadas. Ambas abren y cierran, atan y desatan en la tierra y en el cielo, en el cielo. Pero también defiende el monje de Claraval la libertad de conciencia y el sínodo.
Cuando se coloca la primera de este cenobio segoviano en los predios que hoy denominamos Peña Colgada, que yo tengo bien pateados de ir de niño a coger moras, o a uvas al majuelo de mi abuelo Benjamín, por la fiesta de Pentecostés del año 1143, está claro que se utilizan para la fundación los residuos de una antiquísima laura eremítica. Sobre aquel despoblado, en lo más áspero y a trasmano de la provincia y que debió de tener una singular importancia estratégica para los romanos. Estaban en el itinerario de las legiones del emperador Antonino. De niño recuerdo que jugábamos a vélites, équites y mílites, y arrimábamos la oreja contra el césped de la dehesa del Colorado porque alguien nos dijo que se escuchan cánticos extraños. Algunas veces las ondas magnéticas enviaban rezos y cantos de monjes en la penumbra. Otras eran los golpes del taconeo de un caballo. ¿El del Apocalipsis?
 
Desde entonces el enclave me ha parecido siempre estar penetrado de un halo mágico y espectral que conecta al hombre de los tiempos presentes y venideros con sus ancestros.  Teodosio era de Coca y Trajano pudo haber nacido en Pedraza. Luego llegaron los varones de misericordia huyendo de las persecuciones de los hombres del sur o de los líos y querellas, pleitos y guerras continuas de los que se decían profesos de la misma fe, y, desengañados del mundo, se vinieron a enriscar por las oquedades de este páramo, en el corazón mismo de la soledad. Muchos de ellos consiguieron ser felices.
Las incursiones almohades y almorávides expulsaron de sus grutas a los penitentes. A muchos de ellos la horda les pilló desprevenidos con la paleta y la llana en la mano y tuvieron que salir arreando. Ahí están para demostrarlo esas muescas de andamio y esas adarajas de pared sin terminar. Las de san Gregorio nos parecen más significativas que las de San Vicente.  Ambos templos nunca acabaron de hacerse, pero estuvieron muchos siglos abiertos al culto. Los peldaños del husillo de la escalera de caracol de la torre están gastados y alabeados por el medio. Cierro los ojos y veo subir y bajar por ella a una multitud de sacristanes atareados para hacer sonar la voz del bronce. ¡Cuánto ir y venir!  Eterna será siempre la canción del bronce. Voleos de gloria, toques a clamor, toques a rebato y las señales de misa: primeras, segundas, terceras. Cada una con un son diferente, y, según era el impulso que se daba a la manija que tira del badajo quería decir una cosa diferente.  Era el más perfecto sistema de señales de comunicación.
 Cada una recibía un nombre adecuado y su fe de bautismo. ¿Cómo se llamarían las campanas ausentes de la Torre de San Gregario, coronando la cima del somo, con su majestad de abad sentado en su faldistorio, y sus ojos cóncavos de arco de medio punto? Es de un angular impresionante enriscado en la eminencia del cerro que al visitante le hace recordar el versículo de aquel salmo”: Dominus custodiet ossa eorum: unum ex his non conteretur”.


 Aquí Iahvé, como si dijésemos, ha querido cumplir la palabra empeñada al salmista. Los franceses desmelenaron las campanas, derribaron la bóveda de cañón de la nave, utilizada hoy para enterramientos, pero las cruces del Temple y las piedras siguen ahí en pie desafiando a los cierzos y ventalles del escarpe. Continua sentado en su trono el obispo impartiendo bendiciones. Por uno de esos milagros de la imaginación, oigo su repique. Ahora me parece que están sonando a vísperas las campanas de San Gregorio convocando a los montes y esparciendo su sonido solemne sobre los rastrojos. Los fantasmas de mi cerebro bolean a gloria ya. Es el grito eterno de la Resurrección, porque los que mueren en Cristo vivirán para siempre. La vida no se les arrebata sino que se transforma y muda hacia una dimensión superior.
Momento de auge fueron los primeros años. Ximenez de Rada, el arzobispo primado y gran protector de los cistercienses, se empapa de ese talante francés cuya consecuencia más relevante es la construcción de monumentos tan importantes como la catedral de Toledo, los enclaves templarios de Fitero, Brihuega y la misma Osma.
El tránsito de románico al gótico fue muy rápida. En 1194 la catedral de Chartres es levantada.
Cala la moda francesa en el gusto y la inclinación arquitectónica, produciéndose no pocas deserciones de lo autóctono. El Vaticano no miró con buenos ojos esta aproximación de los herederos de Alfonso VI, cuya madre era una mora y con otra mora se casó (este casamiento daría lugar a la leyenda del Ceñidor de Zenaida, tema del que hablaremos más adelante si nos queda tiempo) esta tolerancia de los castellanos para con los miembros de las otros religiones mistéricas, cuando, precisamente, los bretones, alemanes y galos estaban empeñados en una dura campaña contra el sarraceno en Tierra Santa.
España, que siempre ha ido a su aire, seguía conservando como un tesoro la liturgia en rito mozárabe. Los cistercienses desde un primer momento tratan de imponer el rito romano. Los castellanos se muestran remisos a ese cambio. Inocencio III, que no se caracteriza por ser un pontífice conciliador (instituyó la Inquisición con la mira opuesta en luchar contra los cátaros a los que masacrara) se quejaba de que el rey Alfonso VIII parecía amar a la sinagoga y a la mezquita que al templo católico.
El año 1219 por el IV Concilio de Letrán queda proscrito el rito hispano visigótico. Los frailes de San Bernardo se habían salido con la suya.  El panorama religioso y político, cambió porque las disposiciones conciliares determinan la abolición de ese clima de entendimiento, que, mal que bien, había sido la pauta en la convivencia de la España antes de los Reyes Católicos.
Incomprensiblemente, son obligados los miembros de la comunidad hebrea, por disposición del referido concilio lateranense a portar sobre el hombro izquierdo un traje distintivo. Los musulmanes no lo necesitaban porque siempre fueron ataviados a la morisca y muchos cristianos llevaban al pecho una cruz bordada sobre el pecho. Alfonso VIII acata la norma del pontífice, pero la considera arbitraria y añora en los actos religiosos aquellas misas cantadas del rito oriental, con sus constantes invocaciones a los ángeles, las letanías tan repetitivas, pero que eran un remedo de la oración hesicasta de los orientales los cuales gustaban de corear una palabra o una oración cientos de veces. Triunfó Roma con su forma de ver la vida austera. Cotejando los antiguos breviarios y cartularios se aprecia que el rito hispano visigótico estaba más lleno de exuberancia, y de poesía  imaginativa que el implantado por los borgoñones.


Dentro de las capas sencillas del pueblo, la implantación de la arbitraria medida del papa que estableció la Inquisición, cupieron también resistencias a tener que rezar según modos extranjeros. Mas, como dice el refrán, “allá van leyes do quieren reyes” y, en hablando Roma, se acabó la cuestión. La cristiandad pasaba por momentos rebosantes. Poco después, Fernando III el Santo conquista Sevilla y Córdoba y, apoderándose de las campanas que habían sido confiscadas por Almánzor y que durante dos siglos habían sido utilizadas como lámparas de la Mezquita, las traslada hasta la Ciudad del Apóstol.  Estas, empero, no son más que vicisitudes extrínsecas; en lugar de echar por tierra el argumento del quid divinum que imbuye a la Iglesia, lo realzan. Son parte de su misterio y lo traemos a colación en el afán de buscar los caminos de Cristo por sendas escondidas, lejos de los convencionalismos que siempre tornan algunos aspectos eclesiales repulsivos para el no creyente, y sirven de yesca al fuego para alimentar los almiares incandescentes de la impiedad. Las grandes almas que han acompañado este devenir en medio de tanto avatar incierto han calado siempre hondo en esta idea del anonadamiento y del fracaso en la tierra, porque el verdadero triunfo, la apoteosis, vendrá sólo en los Cielos. Aquí, mientras tanto, lo que procede es sufrir y perdonar. “Todo llega para el que sabe esperar”, escribe en una de sus veinticuatro cartas místicas Rafael Arnaiz Barón, el oblato cisterciense muerto en la trapa de la localidad palentina de Dueñas en 1938, en olor de santidad.
Este humilde donado, del que hablaremos en otro lugar, fue una de las últimas flores que han florecido en el Jardín de María instituido por San Bernardo. Demostró con su vida que la clave está en perdonar. “Si la misericordia fuera un pecado, yo la cometería”. La santidad verdadera consiste en la crucifixión del yo, al tiempo que desdeña un desdén hacia la vida terrestre y a las cosas de los hombres.
Los reyes de Castilla no exigieron el bautismo en masa de los no cristianos. Alfonso VII se constituyó en mentor de los judíos. Es una pena que el Sanedrín Sionista no haya sabido entender esa munificencia con que se ha tratado en España a los hijos de David.
Pero también quisieron que la cruz fuese por delante de sus vidas. Concretamente, la basílica de San Vicente de Avila, joya del arte románico, fue construida gracias a los caudales de un rico mercader, que se había convertido a Jesús, y estaba bajo el patrocinio directo del monarca. No se puede escribir la historia del revés, como pretenden algunos buscando la revancha. Cuando yo muera, atraeré a todo lo creado hacia el Árbol de la Cruz. Estas palabras presagas del Redentor parece ser que siguen molestando a sus enemigos. Lo malo es que no habrá vuelta de hoja, por mucho que se empeñen. La grandeza del arte gótico que perfecciona se basa sobre este planteamiento de síntesis y de amalgama de pueblos.  Algo bueno tendrían que tener las Cruzadas. Godofredo Bouillon, dejándolo todo para seguir a Cristo, descubrió que Éste es múltiple en sus miradas. No cabe una sola perspectiva, porque la divinidad es amalgama de muchas cosas y está más allá de nuestros prejuicios y concepciones a priori, que pertenecen más que a la religión a la lucha política. Pero antes era preciso que todos los pueblos conociesen y honrasen la memoria de Jesús.
El marqués se equivocó de proceder, porque sus hombres cometieron mil barbaridades a las puertas de Jerusalén y de Constantinopla.
Dios permitió aquel mal para que se subsiguiera un bien. ¿Porqué no pensar, entonces, que del turbulento clima social que han degenerado en las guerras más sangrientas, y teorías filosóficas, como el marxismo o el feminismo radical, que niegan cualquier soteriología, o por medio de las nuevas tecnologías se puede acceder al descubrimiento de un rostro del Señor que antes no teníamos?
Esto es a grandes rasgos la índole del cambio que se operaría en la mentalidad humana a través de la revolución mística del siglo XI.


En el románico de ladrillo, amasado y colocado por manos de operarios que creían en Mahoma, pero que respetaban la religión de Cristo, aunque no dejasen de sentir cierta aversión a la forma con que la vivían algunos cristianos, ha quedado para siempre esa huella ecuménica, que se plasma sobre los lienzos de pared, esas ménsulas e impostas recargadas de tracería vegetal y todos esos alifafes misteriosos del capitel románico, donde se quería esculpir un mensaje críptico y esotérico.
Podemos interpretar el recado sólo a ojo de buen cubero, porque las claves están perdidas. Las figuras, recargadas de símbolos, y cinceladas de alegoría, nos hablan de que es preciso una metamorfosis para ir al encuentro de una vida plena. Ese intelectualismo en piedra tallada sigue inspirando en quien lo contempla el deseo de concordia. Es la armonía del universo reflejada en las archivoltas y las escocias.
 
Por primera vez, este rey abulense consigue que sus súbditos puedan vivir en medio de una paz octaviana que no se conocía por aquí desde hacía muchos lustros. Este auge e importancia del castellano va en menoscabo de los reinos taifas del sur peninsular. Acaban los ignominiosos gravámenes, como el ya antes reseñado Tributo de las Cien Doncellas y se dejan de pagar las onerosas pechas al Califa, quedando sólo en recuerdo el nombre de algunas pesas y medidas de talante morisco. Los árabes habían inventado la aritmética y enseñan a los pueblos a contar. Huella de su presencia son algunas palabras que han quedado en el diccionario: arroba, área, arancel, azumbre. almoneda, alpargata, ajedrez, algodón, andamio, alfombra, alfamar y alhamar, auge, almirez, arrope, azar, azúcar, adobe, alcanda, alcántara y alcantarilla, alcanfor, almacén, azogue, almohada, albañil, albérchigo, azafrán, algarroba, azucena, acerola, arroz, cifra, guarismo, elixir, cero, quintal, fanega, quilate, tahona, tambor, cenefa y alcabala, por sólo citar algunas a manera de florilegio. Muchas de las cuales siguen moteando nuestra conversación corriente. Con esa habilidad para las cosas concretas y la vida práctica y siempre a ras de tierra incluso en religión, porque al árabe no le gustan las especulaciones, tiende al esquematismo del suma y resta y deja secuela en esta forma de ver las cosas llamándolas por su nombre o hablando en cifra en el idioma castellano, que se enriquece no sólo con el acerbo lexicográfico sino también semántico del morisco, con su actitud diferente frente a la ida, porque siempre fue un pueblo realista que prefiere los deleites materiales a las promesas de las otra vida. Pero también sus creencias pueden volverlo fanático.
Y para aquéllos que aun sigan creyendo en los Reyes Magos unas palabras proféticas al respecto del máximo historiador español, Claudio Sánchez Albornoz, tan grande como ninguneado e incomprendido, porque aquí los que mandan son los discípulos de Américo Castro, y cortan el bacalao en literatura los Hijos de Julián Marías, judíos conversos, a los que la cabra les tira al monte.  Don Claudio, que era un abulense integérrimo, y recio como los pinos de Ríofrío, y que, transplantado a Asturias, la tierra de sus cariños, creció hasta concertarse en mayestático cedro de la verdad. Por ella sufrió, fue desterrado y perseguido. Sus palabras, escritas en 1969[7] cobran un treno profético en este verano del 99, con una nueva marea islámica  a las puertas de Belgrado:


“¿Se me perdonará también que, a veces, al contemplar la crisis social y espiritual de nuestros días, a la inversa, haya pensado en la pérdida de España?  Porque temo que otra gran tronada histórica pueda poner en peligro a la civilización occidental, que lo estuvo por obra del  Islam en los siglos VII y VIII. Ésta fue salvada, según creo firmemente, por Pelayo en Covadonga, resistiendo al Islam en las peñas de Asturias. ¿Quién puede imaginar dónde tendrá lugar mañana una nueva batalla de Covadonga? ¿Dónde se iniciará una nueva reconquista que salve al cabo la civilización nieta de aquélla, por la que, con el nombre de Dios en los labios, peleó el primer vencedor del Islam en Europa?”          
 Al oír las inspiradas amonestaciones de Don Claudio, al que Dios tenga en su Trono, se nos vuelve a poner la carne de gallina. No es extraño que los memorialistas de la hora presente intenten por todos los medios enjalbegar la memoria con muchos alifafes y enredos. Ningún padre de la Iglesia sanciona la violencia, pero sin la ayuda divina, que a veces permitió las guerras de defensa, el cristianismo o lo que es lo mismo la civilización de Poniente habría perecido. Todo pueblo tiene derecho a repeler al invasor que pretende sojuzgarlo. El Duero fue poblado y repoblado una y otra vez. Las banderas de los castillos cambiaron de mano ininterrumpidamente entonces ¿Y ahora quién parará al Islam?
Muchos parecen querer olvidar que hubo acoplamiento, avenencias, y algunas veces, palos, pero conviene tener presente que España y no los musulmanes ganaron las Reconquista. Por todas las trazas barrunto que los americanos se proponen un nuevo relevo del pabellón, pero si vuelven aquellos aciagos tiempos, no será por culpa de los españoles que aman a su patria y a su fe.
  Por aquellos días fuimos mucho más tolerantes de lo que algunos cacarean. Se conciertan casamientos de conveniencia o por amor entre musulmanes y aborígenes. Hay bautizos en masa y los monarcas otorgan privilegios de asentamiento: las Cartas Pueblas. El modo de ser de aquellos pueblos del norte africano caló. Mal que nos pese, lo árabe sigue circulando por la masa de nuestra sangre, con su tendencia a la ostentación, el orgullo de las gentes del desierto, su austeridad y también el fuerte sentido de la honra y la pronta inclinación a la venganza. Ese “ me las pagarás” es un remoquete del odio africano que a veces se apodera de nosotros. Sin embargo, esto, por ser tan frecuente, no creo que revista la menor importancia.
Dos cruces de piedra que había, una situada a unos pasos del cocedero de la Tía Grilla, y la otra en el Redondillo, según se baja hacia las pobedas camino de San Vicente, era dos hitos que recuerdan al visitante este hecho de que la convivencia no ha sido del todo pacífica y cristiana. Ambos símbolos fueron erigidos para precaver a la posterioridad de dos acontecimientos sangrientos, provocados por reyertas entre mozos o altercados con navaja con mozos forasteros. El día de San Pedro del año 1748 dos cuadrillas de Sacramenia y de Fuentesoto tiraron de navaja. Iban cargados de vino y por un quitarme allá esas pajas, que si has bailado con mi novia, el resultado fue una riña con resultado de varios muertos. La del Redondillo se levantó un siglo más tarde casi por lo mismo. La víctima fue esta vez un fraile exclaustrado de Cardaba con motivo de la desamortización de Mendizábal de 1838.


Es posible lo que escuché decir antiguamente en los filandones por el invierno cuando salían a relucir historias de ánimas y de aparecidos que el alma en pena de este pobre monje, que no se había distinguido lo que se dice por su inocencia de vida, pero a quien la pérdida de su cordón de cuero y la cogulla blanca desquició, vaga por los desmontes de Peña Colgada, alma en pena y que hace conjuros y maleficios contra aquellos que osen profanar el recinto. Mentira o verdad, lo cierto es que, como se sabe, el claustro y el ábside fueron comprados y los sillares desmontados y marcados trasladados en barco a Nueva York por W. Hearst, el todopoderoso magnate de la prensa estadounidense, el mayor enemigo que tuvo España en la guerra de Cuba porque se le hace responsable de la impostura de la voladura del bien y de la muerte de tantos soldaditos que pelearon en la manigua antillana contra los mambises, las fiebres palúdicas y las mentiras y amarillismo de los rotativos de la Cadena Hearst. Pues bien, este creso rey Midas, que tenía en sus manos los grandes consorcios de la comunicación escrita y radial se arruinó al poco de hacer la operación de compra. Una de sus descendientes Patricia Hearts anduvo metida en el escándalo de los asesinatos rituales de un tal Mason, que en los años sesenta conmovieron a California y a medio mundo. El plutócrata debió de pagar cara su audacia. El espectro de Cardaba lo hizo blanco de su cólera. Con los españoles y menos con los de Sacramenia, Mr. Hearst, no conviene hacer el tonto. Su imperio se vino abajo a raíz del hundimiento de Wall street muriendo al poco por un paro cardíaco. O por el conjuro del alma en pena del fraile del convento de San Bernardo...
En el siglo pasado los recintos sagrados de la laura se encontraban en estado de abandono, pero todavía seguía funcionando, a trancas y barrancas. En 1866, cuando gira visita el polígrafo mallorquín José María Quadrado, fue escoltado por un fraile ya en la ancianidad. Su presencia casi espectral al igual que los muros derrumbados le hacen glosar una versículo de Job”:Voy a dormirme en el polvo y, si mañana me buscases, ya no seré”. Quadrado es un verdadero viajero romántico que sigue una tradición empezada por los hermanos Bécquer. Ellos compraron otro monasterio cisterciense, el de Veruela. Allí Gustavo Adolfo iba a curarse de su tisis.
 
Con todo y eso, todo hay que decirlo: el hecho de que España no haya tenido una revolución como las tuvieron Inglaterra con Enrique VIII y Cromwell y Francia con el furor sanguinario de Voltaire, preservó algunas de nuestras reliquias inveteradas. Era mucho lo que había, el expolio, sobre todo con las invasiones napoleónicas, fue largo y tenaz. Al pasar a la burguesía los bienes en manos muertas, el patrimonio religioso enriqueció a una legión de anticuarios y trapisondistas. Si a esto se añade, la dejadez, la ignorancia y el escaso apego a lo propio, lo extraño que al cabo de siglos de rapiña se alcen todavía señeros en los alcores y cerros castellanos esas señeras ruinas.
El odio a la cruz de Cristo, llámese desamortización, llaméese secularización, las persigue, pero su barrena no lo ha zapado todo. Muy posiblemente esa labor de aniquilación se consume en un plazo de cien años. En los años ochenta desparecieron varias cruces y humilladeros que hay en Fuentesoto y para más inri en la fachada lateral de la iglesia de San Pedro de la noche a la mañana alguien pintó la del diablo, esto es, la que se traza al revés. He pregunté a varias personas que por qué esa “descrucificación” tan aparatosa y nadie me supo dar razón. Uno me dijo por toda respuesta y como dando a entender que en estas cosas la mejor norma es el no meneallo:
- Ahora vivese mucho bien. Cien veces mejor que antaño. Vamos pero que muy a gusto.
- Bueno, pues, bendito sea Dios. Pero yo no veo la relación que pueda existir entre tirar las cruces al río, dejar que se arruinen monumentos y marchar bien,
- Sí que la tiene - dijo el Clodomiro con acento de quien frena una discusión en seco.
Su gesto me dejó parado. Vi que los ojillos birlones del Teodomiro gritaban para su capote: basta ya de historias y de cuentos. Aquí la única estética es la de la andorga. Lo importante es marchar bien, ganar dinero, tener un buen coche. Queremos renunciar a nuestro pasado. Todo aquello fue el símbolo del oprobio.
- Pero eso es confundir el culo con las Témporas, Clodomiro, majo.


¿Y a qué no sabéis lo que me dijo? Que me fuera a tomar por él. Me entraron deseos de agarrarle por el escuezo y lanzarlo chimorretes abajo, pero buena de gana de discutir.  Y sin decir adiós tomé el montante y me senté a la puerta de la bodega, la que tiene una antojana con dos almendros, con mi tocayo Tomás Parrilla, que el año pasada cogió treinta cántaras de un par de majuelos. Como nos llevamos pocos años, poco más o menos somos coetáneos, ya nos conocemos. A los dos nos gusta la sangre de Cristo, que no somos moros ni judíos, ni tampoco lo negamos, ni hemos cambiado de chaqueta, ni afusilamos. De vez en cuando es no sólo conveniente, también saludable, para aventar las telarañas del alma que tanto escuecen, con unos tientos al jarro.
-Y de hoy en un año.
-Eso es lo que hace falta. Y que lo veamos.
El vino de por aquí debiera de traer el gollete de los Vega Sicilia. Fueron los del cister los que plantaron las viñas, una tradición que aun sigue brindando. Aunque muchos desceparon los majuelos cuando el ingreso en Mercado Común, mi amigo Parrilla los dejó intactos. Hay que ver que mi tocayo siempre fue un sotohontanero listo, aunque, a diferencia de otros, nunca le dio por zorrerías. Y eso que se va a llevar por delante.  Y si no fuese por el fruto de la vid, que es fuente de salud y de vida (los antiguos lo acreditaban como el árbol del Edén; Eva, tras su pecado cubrió las vergüenzas con hoja de parra) ¿qué sería de nosotros, Julián?  Nos demuelen las cruces, se llevaron las piedras nos tiraron la olma, nos  lo han cambiado todo de sitio. El escudo del Yugo de la Labor y de las Flechas del Poderío fue lo primerito que quitaron en este impresionante de ocultación del testimonio y del legrado de memoria al que hemos asistido en todos estos años.
Era el símbolo que tú y yo más hemos amado. Con pertinacia tesonera, poco a poco, sin dar cuartos al pregonero y como quien no quiere la cosa están desmontando lo que quedaba. Y en la iglesia de San Pedro las mujeres rezan la epístola y en ella por las fiestas dan conciertos y se arrancan por fandanguillos. ¡Si don Frutos, que paz descanse, con lo mirado que era para estas cosas, alzase la cabeza! Se me ha clavado en la memoria el recuerdo doloroso de aquel día, un primero de junio del infausto año 92, el del Quinto Centenario, ya sabes, lo estaban aguardando los traidores de este país para hacer de las suyas, esto es: todas las judiadas habidas y por haber, cuando, terminado el funeral, me fui a la sacristía a pagar al cura y vi cómo libros y códices valiosísimos yacían por el suelo o andaban amontonados sobre las cajoneras.
-¿Qué es esto? - pregunté airado.
Una mujer trayendo las vinajeras, la que canta la epístola y la que pronto dirá la misa a los del pueblo, al paso que vamos, me lo explicó:
- Morralla. Han desmontado la casa del curato y los libros se los ha quedado un tratante de ganado, que los ha comprado por dos mil duros.  Es amigo del señor vicario.
Si no hubiese sido porque tenía que presidir la conducción de respeto en el funeral, te prometo, Julián Parra, que hubiese montado un número. Estaba de tanto enojo que la bilis se me subía por los gañotes y alcanzaba casi los terceletes de los lunetos, allí donde antaño, se escuchaba piar a los gurriatos cuando el cura don Amancio predicaba alguna de sus desangeladas arengas, pero teníamos allí al pobre Silvino el ataúd envuelto en la bandera de España, con el sable de oficial y la gorra con dos estrellas, las cosas que más amaba, y no tuve más remedio que transigir y callar. De no haber sido por el duelo en aquel momento de dar sepultura a mi pobre difunto, hasta le hubiera dicho cuatro verdades al señor vicario, al obispo o a quien hiciese falta. Nos lo quitan todo, Julián, pero el vino que se guarda en cubetas de roble no se lo chiscará esta horda de borrachuzos que se ha apoderado de España. Paciencia y barajar. La biblioteca de la rectoral fue adquirida por cuatro cuartos por un chamarilero de Galicia que se la ha vendido toda a los ingleses. Te participo que tu clarete, al que me invitaste aquel día, es de los que ayudan a vivir y hacen más llevadero el morir.  Ya sé que tú lo recoges sólo para el gasto, pero aun así no por eso deja de ser un quitapesares. Que san bernardo te bendiga por no haberte sometido a los trágalas imperantes. Tú no descuajaste el majuelo, tío. Y, gracias a ti, no se rompe la tradición.


Tales desafueros no me pillan de susto, la verdad sea dicha. Estoy curado de espanto; ya sé que me llamáis el “tonto de las ruinas”. Pues falta un epíteto”: el de los libros”. Mira que os di tabarra con lo de la ermita de San Vicente, que si el tejado se os iba a desplomar, que no hay derecho a convertir la casa de Dios en un muladar. Y efectivamente la techumbre se vino abajo y se perdió toda la fachada de Poniente.  Me llené de indignación cuando el año 80 descubrí el derrumbe. Todo eran cascotes y hasta habías pegado fuego a una imagen de Santo Tomás, talla del siglo XVII de madera de pino. Pude salvar una mano del santo que ahora tengo yo en el sitio donde escribo como una cara reliquia, que me inspira y me exhorta a promulgar la verdad, pero tampoco conviene remover el agua sucia, que todos nos vamos a perder perdidos en el charco.
Como os dije, la cosa viene de largo porque ya en el 68 le dediqué uno de los primeros reportajes a este lugar. Apareció en el Diario SP a doble página. Aquel otoño anduvimos por aquí Santiso y yo tomando placas del ábside de cuarto tambor. Tiramos fotos a todo lo que se movía. A los trojes de las eras, a la yunta de machos, a las torres, a las viejas enlutadas en la iglesia acurrucadas cabe los hacheros funerarios y sentadas a la morisca, con sus manteletas que recordaban al flameo de las mujeres romanas. Sacamos al cura con el alba y la estola responseando. Cada padre nuestro, una perra chica. También tomamos instantáneas de las palas, las horcas y los garios, los aperos y los carros de telera, que hoy son bocados escogidos de los anticuarios. Esta urgencia por dejar constancia gráfica de todo aquello era porque nos cercaba el presagio de que estábamos ante las ultimas reminiscencia de un mundo medieval, y un sistema de vida pronto a sumirse en la laguna del olvido. Por eso, aquel reportaje tuvo mucho de denuncia y de aviso testimonial.
Nos fue difícil ganar acceso a la ermita de San Vicente.  La llave oxidada, no corría bien el pestillo. Cuando por fin, a golpes y meneos, conseguimos hacer trabajar a la cerradura, nos pareció aterrizar en el mundo de ultratumba, que guardaba dentro de densas tinieblas las riquezas y fruiciones de un lóbrego paraíso. Olía a moho.
 Todavía penetraba algún resquicio de luz por las aspilleras y nos pareció escuchar el eco de cantos gregorianos, porque la ortofonía era perfecta, que en aquellas iglesias no hacían falta micrófonos, y la voz humana resonaba importándose  a través de los resquicios de la plementería. El suelo, según la tradición primitiva en las antiguas iglesias, de tierra apisonada mostraba los túmulos de algunas tumbas recién excavadas. Había esparcidos algunos huesos y el fotógrafo como buen gallego torció un poco el gesto, porque no le gustaban aquellas cosas. Aunque era comunista, Santiso creía en la Santa Compaña. Al que esto escribe tampoco le llevaba la camisa al cuerpo. Pero llevábamos con nosotros al cura, don Laurentino que se reía un poco de nosotros. “Quietos, que os vais haceroslo en los pantalones, pero si los muertos no hacen nada, hombre”. “Ta. Pero, e por si muove, carallo, nun lu toques“, dijo mi colega en buen coruñés a la vista de un par de calaveras y algunas tibias que blanqueaban casi fosforescentes en la oscuridad.


Las ballesteras empotradas como una ojo vertical sobre el muro advertía que el recinto tuvo una función militar que cumplir.  Desde estas saeteras se disparaban flechas contra un supuesto invasor, pero las lauras de decoración de la archivolta poseen una frescura casi virginal, observándose en la piedra marcas de gubia. Además fue extraída de canteras por aquí, porque dentro de su configuración calcárea se advierte la filigrana de raíces o de pequeñas valvas fósiles. La luz del día penetra por el ventanero iluminando los perfiles mágicos del decorado. Las figuras del capitel empiezan a mirarnos. En uno, hay un obispo que aparece exultante entre dos ramas de palmera. Carilleno y orondo, impartiendo su bendición al concurso desde su cátedra desde la que oficia una hermosa liturgia interminable. El prelado luce sus insignias pontificales: la mitra, el báculo y bendice con el indice y anular de la diestra que sujeta un anillo bisulco o de doble dedo. La mano se enfunda en una quiroteca litúrgica cuyos pliegues hacen muescas en la piedra. Es una expresividad llena de quietud sobre toda ponderación.
Estamos ante uno de los capiteles más impresionantes y solemnes de toda el arte románico. Debajo, al lado del bando de piedra bajo la arcada, donde se sentaba el diácono y la orquesta coral, se abre la oquedad de una piscina, abriendo como la ranura de una llave. Dentro de la austeridad y desnudez del altar cisterciense este aditamento servía para guardar los vasos sagrados y abluciones, porque en aquellas iglesias, sagrario no había. La comunión tenía más sentido de participación que de sacramento y en todas las celebraciones el sacerdote y los fieles consumían el corpus y el sanguis sin dejar ni miga ni gota. Era para eludir profanaciones pero también porque aun no habían llegado las aberraciones de los siglos subsiguientes, donde el Cuerpo de Cristo, que es salud y vida de fe, se convierte en arma arrojadiza y caso de guerra entre papistas y protestantes. Como siempre, la testarudez y necedad humana consiguen que el medio se convierta en fin y no en objeto. Siguiendo los cánones del ceremonial hispano visigótico, tan importante como la eucaristía era la eulogía o recepción del pan bendito.  La devoción a la eucaristía empieza a afianzarse a partir del siglo XIV. Esta piscina, en su verdadera semántica litúrgica, que he visto yo en muchas iglesias rurales de Inglaterra y en el iconostasio de los griegos, luego empezó a llamarse credencia y a continuación tabernáculo. Pero dejemos de meternos en esos andurriales de la fe que nos llevarían muy lejos.
Justo por cima un torso humano y una faz contrita que trata de hundirse en el lomo de la oveja rescatada se agacha ante un cordero de diseño tosco y lo abarca con la panza. Es el Buen Pastor. A la vera aparece una cara como de una máscara. Su expresión no sé si expresa pasmo o hilaridad. Es el momo que contrahace a la sombra del buen pastor. Lo que el uno hace el otro desmorona. El buen pastor se dedica a ir buscando las ovejas perdidas que el diablo devora. Sin esta dualidad o lucha de fuerzas contrarias que perdura por los siglos de los siglos no podríamos comprender la simbología románica plagada de mensajes crípticos y de una exultación soteriológica que el hombre moderno a duras penas acierta a compenetrarse. En el otro capitel se plasma a unas aves muy prietas - pueden ser palomas, perdices o urogallos - que parece que se retuercen y se desgañitan haciendo trenzas con sus pescuezos en arco. El resto de los cimacios exhiben tan sólo una decoración de helechos o de canastillo.
 
A Santiso y a mí nos parecía que habíamos llegado al hipogeo del gran laberinto de la existencia. No nos olvidamos de dejar la puerta bien abierta no fuese a escaparse el gato o de acordarnos de aquel Anteo mítico que, para no perderse, se amarró con una cuerda a la cancela del Dédalo Cretense. Sólo conseguimos salir de nuestros sueños cuando el cura, don Laurentino, sacó la petaca y todos juntos, con el alcalde, Constantino de Frutos,  y quien esto relata, en paz y armonía de viejos camaradas, echamos un caldo. Nos parecía que aquel era un momento trascedente. Verdaderamente habíamos llegado al límite.  Luego, para que se nos pasara el susto, fuimos a merendar a las bodegas.
-Tantas ruinas- comentó mi fotógrafo- afligen, rapaz, pero el vino no es malo.


   Y, tanto; que aquella tarde de octubre bien que soplamos. Entre los cuatro, metimos al coleto casi una cántara. No sé ni cómo conseguimos salvar las vargas y cuestas de todos los Castros, que son tres: el de Fuentidueña, el de Sarracín, y el de Gimeno, según se va a Sepúlveda y que fueron todos ellos acampamientos del ejército romano. Pero, conduciendo y dándole a la petaca, entramos en Madrid sanos y salvos. Se conoce que, como fuimos buenos chicos, el fantasma del fraile de San Bernardo, vino acompañando y velando por nosotros por toda la carretera de Francia. Al fin y al cabo, lo que pretendíamos era dar a conocer al gran público el abandono en que se encontraban aquellas riquezas ocultas.
El artículo tuvo pegada y hasta me felicitó personalmente el bendito Marqués de Lozoya, que fue un verdadero ángel de la guarda protector del patrimonio artístico español, aunque siga habiendo modorros que guarden hacia él ciertas reticencias. Pero bendita sea su memoria.
Después del 77, otra vez volví a insistir en el tema desde las páginas del “Arriba”, como si Sacramenia, lugar mágico, hubiese encontrado en mí un pregonero. ¿Será porque anunciar la necesidad de una vuelta a la espiritualidad es la razón por la cual la Providencia me ha puesto en el mundo? No lo sé, pero aquella tierra tiene una fuerza telúrica, que me atrae o me rechaza, según convenga, pero siempre acabo regresando a ella, o con el alma o con el cuerpo. Sacó siempre lo mejor de mí.
A la sazón trabajaba yo como corresponsal en la Onu de la desaparecida agencia Pyresa. Uno en la ciudad de los rascacielos acaba harto de política. No he sido testigo de tanta corrupción ni de tanto bizantinismo como cuando asistía a aquellos debates que duraban horas y horas. Acabé no apareciendo por la planta quinta donde compartía el despacho con un periodista indio, que debía de ser un personaje muy significado en su país porque era pariente de Indira Ghandi. Como no acudía al recinto, este hombre se sentía a sus anchas, pero, como renunciara yo al despacho, y le colocasen a un coreano que trabajaba allí de servicio permanente, allá fueron ellas; un día se acercó a mí el Ghandi aquel y me zarandeó por la solapa, y me abofeteó: “Por qué has renunciado a tu sitio de privilegio mirando al East River, loco”. Porque no me gusta ver constantemente gabarras. Fluyen llenas de mierda”, le dije. “Pues me has hecho la pascua. Vivía como una maharajá y me han puesto de compañero a un indeseable”. “Ese es su problema”. Echaba espuma por la boca y dardos jupiterinos por los ojos.
Algunas veces me acuerdo con cierta melancolía de aquel maharajá de Carpurtala.
 Entonces comprobé que el tal pacifismo de los indios, el karma y la no-violencia no es más que un cuento chino. Las gentes para vivir tienen que seguir siendo alimentados por sus propios prejuicios.
 Cárter empezó a ser para mí un nombre mil veces repetidos y Zbignew Bzrecesinsky le entendía. Su acento era polaco. Nunca puede llegar un hombre a sentirse tan utilizado y manipulado por los intereses de la economía cósmica que un corresponsal en Nueva York. Todos los días hay que contar batallitas y repetirlas infinidad de veces. El lector acaba creyéndolas. Si no hubiera sido porque la situación en España, recién iniciada la Transición, era como un monstruo de muchas cabezas que se devoraba a sí misma, y que tenía el jefe despachando a ocho mil kilómetros. Por el télex me había llegado un réspice desde Madrid, porque el día que había muerto Elvis Presley yo había enviado una crónica de pitorreo que empezaba así”: Silencio, que se ha muerto el Rey del ritmo...”
A algunos incondicionales del ídolo de Menfis (Tennessee) les pareció aquello una salida de tono, cuando no un auténtico sacrilegio. Del contexto se desprende que a mí me priva menos el rock que el canto gregoriano. De la noche a la mañana, aquel cantante que había fallecido hecho un monstruito a causa de su adicción a los barbitúricos se había convertido en una mito. La santificación de Elvis era un hecho que yo no comprendía. Lo mismo que fue Alcapone, Carusso, Eduardo VII, Gardel y lo ha sido en el 97 Lady Di.


La sociedad moderna tiene necesidad de crear su propio martirologio llenando el casillero del día con nombres que alguna vez causaron impacto en la cultura de masas. A mí me pareció eso una alienación y así lo escribí. Dije que desde Hollywood los cofrades del gran Hermano eran los demiurgos más listos, pues saben convertir la basura en oro.
Se había muerto el Caudillo. Algunos, como Fernandino Jáuregui, se rasgaron las vestiduras. Yo ya no tenía valedores. Criticar a los americanos en tiempos de Franco podía ser rentable, pero ahora podía convertirse en algo muy peligroso. Manolo Blanco Tobío, siempre un caballero, a pesar de no compartir mis ideas, me echó un capote.  Pero también salvé la cabeza gracias a un milagro de la Virgen, porque los sabuesos de la CIA habían puesto precio a mi cabeza. Iban a por mí. En la comunidad paraláctica(todos teníamos algo de astros por más que nos dijésemos periodistas) española en Nueva York el ambiente estaba bastante enrarecido a causa de la pelea casi continua que sostenían Jesús Hermida y el llorado Cirilo Rodríguez. Mi paisano era mejor periodista, tenía más valía, pero el onubense con aquellos abrigos de piel con vueltas de piel de zorro que se mercaba en Macy´s parecía un autentico príncipe ruso y gustaba mucho a las señoras. No decía nada, pero resultaba más interesante, aunque reconozco que Jesús es un comunicador nato. Parece haber nacido en un plató.
Me había hecho yo por aquellos días de aquel tórrido agosto neoyorquino en que quedó solo en Manhattan, porque mi mujer se había ido a España para parir a Antonio Gabriel, nuestro segundo hijo, y bastante deprimido, amigo del meritorio de Cirilo, que era un chico de Sahagún de Campos, que había conseguido una beca Fullbright y vivía en la universidad de Columbia, con su compañera, Mari Carmen,  en una habitación de exiguas dimensiones -nunca vi tantas cucarachas, pues Nueva York estaba atestado de ácaros. Ellos vivían en el West Side cerca de The Cloisters. Una tarde subimos a  ver aquel recinto monástico a la vera del Hudson y hecho de retales a base de portentosas piezas arquitectónicas fletadas desde Europa.
Había castillos y monasterios enteros y entre ellos con dolor y sorpresa contemplé cómo las ruinas de las piedras doradas de mi pueblo, aquellas que había visto yo tantas en la vega de abajo cerca de la fuente colorada de niño cuando mi abuelo me mandaba a abrevar a la yegua torda y a su muleto, estaban allí haciendo dinero, y no en manos muertas. Pues en la fuente Colorada habré yo quebrado más de una botija de agua, y más de una vez me habré bañado con los de mi cuadrilla tirando desde el trampolín de unas piedras pasaderas.
Pagué cinco dólares pero pasé un buen rato y el tema me sirvió de punto de arranque para contar una bonita historia para mis lectores, de los mejorcito que escribí yo en Estados Unidos. O la Virgen se me apareció o fue el duende de San Bernardo el que me inspiró aquella elegía, partiendo de la base de que aquellas piedras arrancadas de un mundo viejo habían venido a conquistar mediante el gran silencio trapense al mundo nuevo. La crónica pego fuerte, aunque las fotos no fueron tan buenas. No estaba allí, claro está, Santiso con su retranca y ferrete a lo santiagués para sacarme de apuros.
Lo que más me dolían era que el refectorio, parte de la iglesia y del claustro que lo  había sido Santa María de Cárdaba se mostrasen a los turistas como si fuesen trofeos arrebatados al enemigo en una guerra de reconquista. A veces los norteamericanos adolecen del mal gusto de los nuevos ricos. Capiteles, arquivoltas, aras y cornisas habían sido vaciados de contenido esotérico.
Así se lo hice saber a mi colega Felipe Maraña y a Mari Carmen, pero ellos no compartían mi opinión:
-Están mejor aquí que allá, con todo lo que tú digas.
Pero el fantasma del Coto de Cardaba me respaldaba. Creo que estaba llorando de rabia:
-Esto es una afrenta para todos los cistercienses- gritaba desde el fondo del abismo de la serenidad inmarcesible aquel fantasmagórico oblato.


 Dicen que todos los monasterios bernardos cuentan con la protección especial de la Virgen a la cual están dedicados y luego al morir siempre se queda un monje de guardia que vigila por la observancia y pone dificultades a los que tratan de buscar a Dios por la vía del conocimiento místico, y debió de ser este espíritu que se me ha aparecido varias veces el que evitó profanaciones y allanamientos de morada. Debido a su acción, el magnate Hearst se fue al garete, y, aunque luego su imperio volvió a resurgir, nunca sobrepasará los límites de un emporio de papel cualesquiera. Me ilustró con una serie de profecías a las que, por recato, no haré mención. Baste decir que las cosas de Dios son así.
- Con los americanos no hay quien pueda, padre - le dije
- A ellos también les llegará su sanmartín - replicó.
Y yo le pedía entonces que me asistiese con su inspiración para escribir una crónica limpia y pungente contra aquella afrente al patrimonio sacrameniense. Me miró con ojos enfierecidos y como diciendo”: Lo más seguro es que sea así, pero ten en cuenta, hijo mío que ni el tiempo de Dios ni sus caminos son los mismos que los humanos.
- Ah, ya. Es otra clepsidra, otra arena, otra forma de contar.
Luego me dijo que su nombre era Emilianus, pero que le llamaban Millán. Enfundando las manos en las enromes mangas que le salían de la túnica y calándose la cogulla despareció. Le he vuelto a ver mi querido Fray Millán múltiples veces y en los lugares más inverosímiles. Su continente denota la paciencia benedictina, y la parsimonia de un trapense, pero también sabe ser un buen dialéctico y utilizar todos los recursos de la retórica. Había fallecido el año 1838 cuando toda la comunidad se dispersó. Aunque traspuso los umbrales de uno de los atrios, estoy seguro de que fray Millán no debe de andar muy lejos.  Le conté mis aflicciones, pues me parecía que un señor nacido en Sahagún de Campos, que junto con Arévalo y con  Cuéllar forman el triángulo de ese primoroso “románico de ladrillo” tuviese tan poco apego a las cosas nuestras. Se estaba ya gestando el cambio de la guardia y asomaba su deletéreo hocico el ciudadano González. Toda la operación “gonzalista” se gestó al pié de los rascacielos. Fue precisamente el inefable Felipe Maraña el que pidió a su tocayo el secretario general del PSOE el que pidió a voz en grito que fuese desmontada la Prensa del Movimiento. Perdoné, aunque no he olvidado tal incidente.  A pesar de todo, acudí en su compañía y la de su mujer a visitar los Claustros y me dieron ganas de soltarle ante sus mismas barbas su desfachatez e indecencia. “Pero, caray, Felipe, siendo tú de Sahagún de  Campos y yo de cerca de Cuéllar no entiendo tu postura iconoclasia”. Sin embargo, callé. Empezaba un tiempo de silencio y de incomprensión. Era la hora de los arribistas. Su único ideario: “quítate tú que quiero ponerme yo “.
Alguien observaba mi postura noble y patriótica. El espectro de aquel cisterciense se convirtió en mi ángel de la guarda y estuvo al quite en todas las tarascadas y mordeduras de víboras españolas en que se había convertido el gallinero de la multimedia. En realidad, un fondo de reptiles. 
Quedé algo reconfortado con su visita en aquel instante porque me parecía que todas aquellas piedras estaban fuera de su lugar y que ni aquel calor bochornoso ni la borrina que se alzaba de los humedales del Hudson poblado de quintas en sus riberas y algunas embarcaciones de cabotaje era el que le correspondía. A un de los ábsides le había atacado el mal de piedra.


Aquel contacto con la realidad y a la vez con los espectros me marcó un poco para toda la vida.
 
Empecé a tener las ideas bastante claras acerca de lo que, no tardando mucho, acabaría sucediendo, y parece que ser que todos aquellos presentimientos negros que tuve aquella tarde a la vera del Hudson ante mis propias “Ruinas de la Italia” se han ido cumpliendo una por una. Mari Carmen había traído merienda y honré la hospitalidad de aquellos dos buenos amigos, que, aunque no compartiéramos las mismas ideas, siempre seremos amigos. Hoy Maraña, que entonces andaba  lampando y tenía todo ese fuego inconformista de la juventud, es un importante cargo en el periodismo hispano, de lo cual me huelgo, pero no cambiaría yo ninguno de sus avisados comentarios sobre la guerra del Golfo, o la situación en los Balkanes, por la tortilla que había preparado su mujer y que nos merendamos en un prado contiguo a la salida de aquel recinto medieval.
Se nos acercó una judía que se quedó con mi nariz de romano, pero yo aquella tarde no estaba de buen humor y me despaché con unos cuantos alegatos en favor del viejo mundo. Les dejé arreglando el mundo y me vine en el metro para mi oficina donde escribí de un tirón aquel reportaje que tanto gustó. Lo mandé por cablegrama y a las tres de la mañana, como estaba de Rodríguez en la Ciudad de los Rascacielos, encaminé hacia un bar que había en la Tercera Avenida, que se llamaba de “ Irish Rover” y traté de moderar la satisfacción que me embargaba por aquel “scoop” con unos cuantos vasos de cerveza negra. Brindé a mi acompañante sempiterno, Fray Millán:
- A su salud, padre.
Y yo que éste aprobaba con una sonrisa de pícara y haciendo un gesto con las mangas de su hopalanda cisterciense aquella actitud de celebrar no sabemos el qué.  Chascó la lengua y luego sonó un gaudeamus.  No estaba tan abandonado ni tan “ in partibus infidélium” como yo llegue a suponer.
- Te lo mereces.  Lo has clavado. Ahora lo que hace falta es que aquellos bodoques dejen de hacer el tonto vendiéndoles sus tesoros a precio de ganga a los norteamericanos. Tú sigue chascando la tralla para meter en vereda al mulo.
Fray Millán llevaba más razón que un santo, pero temo que, como tampoco a mí, le hayan hecho demasiado caso. Mi fantasma particular y yo mismo pertenecemos a una especie a extinguir, al igual que algunos funcionarios. Pero no seremos nunca ni los primeros ni los últimos que se sienten consternados ante esa dejadez atávica del papanatismo de nuestros días. Ya Quadrado prorrumpe en un lamento profético al girar visita a Sacramenia, y tuvo la sensación de desolación de la que fui yo partícipe al salir del museo neoyorquino. Dice el escritor mallorquín. “Creí que, al salir de allí, escuché el lamento del Santo Job recitando palabras melancólicas sobre la condición humana la cual no es más que polvo. Si mañana me buscáis, ya no seré nada “.
 
Leopoldo Torres Balbás, un historiador ilustre de la Historia del Arte, que estuvo en Pecharromán hacia 1920, antes de que el monumento fuera vendido y dispersado, hace una detallada descripción de la iglesia, con una longitud de 56 metros por 37. Las tres naves estaban separadas por pilares cruciformes, y las bóvedas eran de plementería francesa. Se fija en los capiteles de las columnas, lisos, con ábacos formados por un filete y una nacela. Los capiteles eran grandes y en ellos se repetían motivos de decoración vegetal: piñas, tallos, algún helecho, bolas y mallas. Separaba el muro de la nave central una fina imposta, con dos gorjas invertidas entrefiletes. Se apreciaba la ornamentación de rosas. Todo el recinto debió de someterse a una reforma en 1733, fecha que aparecía en una talla de madera de San Bernardo que era de aquel año.


Aporta Leopoldo Torres Balbás otro dato que corrobora lo tantas veces declarado aquí del ascendiente musulmán que se aprecia en la mayor parte de todos estos monumentos, lo que demuestra la propuesta de que el cister fue un elemento aglutinante de pacificación y de fusión de las Tres Culturas, siempre a la sombra de la Cruz como estímulo y nunca al revés, porque la religión de Jesús ha sido la del perdón y la misericordia, cosa que no puede ser dicha de las otras creencias mistéricas.  Hoy muchos investigadores obvian que bajo el estandarte verde del Profeta fueron cometidas sarracinas -nunca mejor cuadra la palabra- y la Ley del Talión convierte al judío en el pueblo de la buena memoria. El Dios del AT resulta contumazmente vindicativo.
En tiempos de los tres grandes reyes que tuvieron por nombre Alfonso(el Emperador, el de las Navas de Tolosa, y el Sabio) se alcanzó una armonía inter racial entre los tres pueblos que habitaban Castilla que resulta paradigmática y un ejemplo de tolerancia a seguir en el futuro. Por desgracia, las Tres Culturas que hoy intentan meternos por los ojos y de la que hacen apostolado los que han sembrado de bombas el territorio de Kosovo fomentan la venganza, el fundamentalismo y la regresión al cuadrado cero de los tiempos medievales. En el fondo, lo que se está predicando de forma subliminal es la reconquista de Europa al revés. Este planteamiento que enardece a los judíos de Norteamérica no puede conducirnos a nada bueno. Supondrá un nuevo a volver a empezar de cero.
Es, poco más o menos, la pretensión esotérica de los cistercienses. Bajo su amparo se cincelaron tantas catedrales, se buscó la quintaesencia y la piedra filosofal no sólo a través del conocimiento místico sino también por medio de los valores alquímicos. En ella todo está medido y tasada hasta las dimensiones que debía tener una bodega. El vino no faltaba en ninguna casa de los monjes frailes. Ellos enseñaron a la posteridad a cantar a la Virgen y a plantar majuelos. El monasterio de Sacramenia se significó por su buenos caldos. Porque la vid es vida, fuerza y lleva al conocimiento de la trascendencia. No se puede dar de lado a este dato tan importancia porque los antiguos cristianos, quizás debido al origen dionisiaco de la religión heredada de Roma que la “sangre de Cristo” puede conducir al que pota a la divinidad inmanente y es fuente de salud. Por eso mismo el vino no estuvo nunca prohibido en ningún monasterio. Incluso, las observancias más severas, como la de los cartujos, y la de los cistercienses reformados o trapenses permiten un vaso o dos a las comidas, para hacer frente a los rigores del frío y a una dieta estrictamente vegetariana.
En Sacramenia ha desparecido casi todo, pero quedan el rosetón de poniente con la fachada de la iglesia y parte de la bodega horadada en una roca de la ladera.
Se encuentran concomitancias con el Monasterio de Piedra, en Teruel, otra joya cisterciense, y con la colegiata de Tudela en la labor de alfajor propiamente morisca. Hay aspilleras y bóvedas en arista rematando un suelo levantado donde se parecían los hoyos que otrora ocuparon las sepulturas visigóticas de piedra labrada.
El claustro, que también emigró con sus columnas gemelas y sus capiteles románicos tan agradables a los sentidos, pero tan difíciles de interpretar ante los seres monstruosos que despliegan y que eran  simbolismo habitual para el hombre de aquellos tiempos  pero que para la mentalidad actual resultan un intrincado galimatías de pesadilla, era el núcleo monástico por excelencia, según revela la “Carta de Caridad para los Usos y costumbres de los monasterios” redactado por el abad de Claraval.
Se hallaba orientado hacia mediodía para que hubiese gran disponibilidad de luz. Son fríos los inviernos por estas llanadas. La pieza claustral fue edificada en tiempo posterior o sufrió alteraciones o reformas de la época plateresca. Así lo revela el alfiz del arco ciego donde estaba situada la armariolum o biblioteca de los códices.
El cillero o granero, una especie de horreo de piedra, debió de ser la parte más antigua, pero de sus dependencias no quedan trazas.  Durante la guerra de la independencia sirvieron de caballerizas para los jinetes de Juan Martín el empecinado.


La sala capitular se conserva en Miami habilitada como museo. En uno de sus ángulos había una ara de data muy antigua. Era un altar visigótico dentro del iconostasio casi idéntica a la que yo alcancé a ver de niño en el cementerio sotohontanero de San Gregorio y que ha desparecido misteriosamente. Sobre ella, aparte e oficiarse la misa se depositaban los santos evangelios, que en los monasterios mozárabes estaban expuestos la mayor parte del día después de la misa del alba hasta el ultimo rayo del ocas y el abad o idumeo bendecía a la congregación agarrando las tapas del texto sacro forrado en oro con un humeral. Hay que hacer hincapié en que la costumbre de la bendición con el Santísimo tenía su origen en esa practica. Asimismo, sobre el ara se tomaba juramento. Cabe la sospecha de que Santa maría de Cardaba fuese una iglesia juradera, como lo fueron San Pedro de Cardeña y Santa Gadea.
Solían allí solemnemente los condes castellanos jurar los fueros y se llevaban a cabo las solmenes vigilias de armas y la investidura de los caballeros andantes. Pero también se leían sobre el ara las colaciones u homilías después del oficio divino.
El refectorio medía quince metros de largo por cinco de anchos. No era tan aparatoso como el de Poblet, pero contaba con una cabida para poder allí alrededor de quinientas personas. Durante la infesta del prandium o pitanza monacal se tenía por costumbre que un lector leyese algo edificante desde una tribuna del lado que da a poniente cabe un ventanal geminado.
Muy austero debió de ser el régimen de vida cisterciense, según se desprende de la lectura de “Apología a Guillermo” escrita por el santo fundador en 1225. Es una critica demoledora de la suntuosidad y lujo benedictinos. Al propio tiempo, San Bernardo estaba empeñado en hacer de Claraval una especie de segunda Roma. Todas las casas cistercienses estaban fuertemente controladas por la casa matriz, no se sometían al poder de los obispos ordinarios. Los abades eran auténticos monarcas de sus demonios, aunque para todo tenían que pedir a Claraval. No podían comprar ni vender, ni menos edificar a su libre albedrío. Hasta las medidas de los cimientos debían de venir aprobadas por el Capítulo General. Querían los cistercienses una unificación de todo el monacato, siguiendo las pautas de los cristianos orientales. En la ortodoxia, por el contrario al rito latino, donde son miríadas los hábitos y tocas de frailes y monjas, por ese nefasto afán fundacional de los muchos santos que pueblan nuestras hornacinas, no hay órdenes ni institutos religiosos. Sólo, monjes, que, al profesar, se comprometen a la castidad, la pobreza, y obediencia; y popes o curas seculares, pero en la Iglesia latina cada palo aguanta su vela, y cada uno ha ido haciendo la guerra por su cuenta. Hemos querido rizar el rizo.
 El drama personal de San Bernardo fue que no pudo ver ningún fruto a la cruzada que él predicó, ni recabaría la meta por él tan deseada de la unificación monástica. Ni camaldulenses, ni valdenses, ni benedictinos, ni cartujos quisieron aceptar su disciplina. La solidez y austeridad de sus principios es algo que se deja sentir también al contemplar los muros, muchos  derruidos, pero que aguantan el paso de los años, de sus abadías. Al establecer el Cister, lo que quiso fue diseñar para siempre y de una forma definitiva una Orden de Cristo, que es lo que significa en realidad. Cisterciense viene a ser lo mismo que cristianense, aunque hay quien lo relación con el sustantivo romano castra (campamento), pero a nosotros el primero de los significados nos parece más distintivo, precioso y  preciso. A la muerte de del maestre templario, Jacques de Molay, en 1314, los cistercienses portugueses de Tomar empezarán a llamarse Hermanos de Jesucristo.


La intima trabazón de los monjes blancos no ha sido bien delimitada y es un reto que aguarda a los historiadores del mañana, porque es un parcela apasionante que no cubre solamente el devenir de la Iglesia, sino la génesis misma de las ideas estéticas de Occidente. El modelo que ellos encontraron y siguieron en sus iglesias, que son verdaderos ribbats de sólidos fundamentos y con esa obsesión tan suya por el seguimiento de la rueda solar y el culto al sol, presente en los cantos del oficio divino a lo largo de las siete horas canónicas, no ha caducado. Siguen siendo en realidad la prez de la Iglesia. Ellos consiguieron el máximo esplendor del rito latino, pero, si bien se fija uno, conserva algunos aspectos llegados de oriente.
Por ejemplo, los templos bizantinos tenían todos cinco cúpulas y un campanario exento. Los templarios conservan este aspecto en el que se alberga una intención iniciática (en honor tal vez de las Cinco Llagas) y adoptan las campanas, pero dentro del recinto. Así la originalidad de la iglesia del monasterio de Cárdaba es haber seguido el patrón bizantino de las cinco cúpulas, pero no vertical, sino en horizontal. En cinco testeros planos. El número cinco vuelve a repetirse en otros enclaves cistercienses: el templo de La Cabrera (Madrid), en Santa María de Azoque (Zamora), así como en las abadías de Furness y The Fountains, en el norte de Inglaterra.
¿Será casual esta curiosa homogeneidad? No lo sabemos. Lo que sí se puede decir es que la cifra quíntuple se repite en el diseño de las plantas de Santa María de Teverga (Asturias), en Leyre, en Almazán, y en Arbás del Puerto y en San Juan de Lillo. Todos estos monumentos eran de factura mozárabe.
Según mi leal saber y entender, los cistercienses no se propusieron sino la síntesis de los francés y de lo español. El ábside liso y sin contrafuertes es una aportación netamente visigótica. La bóveda de cañón y el arco de herradura que pasa a ser luego de punto a medida que se van resolviendo problemas técnicos sobre la marcha, ya estaba aquí. La leva de religiosos extranjeros traídos por Alfonso VII de allende el pirineo se establece en valles escondidos donde previamente había habido monjes de la laura mozárabe y es así como se lleva a cabo la fusión.  Sacramenia se caracteriza por haber marcado ese punto de inflexión de adaptación a un tiempo nuevo.
Tal constante donde mejor se observa es precisamente en la ruinas del cementerio de Fuentesoto, que por fuera ofrece los rollizos muros visigóticos y por dentro aparece un arco ojival en cuyos paramentos quedan restos de grafías góticas. Su traza cuadrada por una parte recuerda el arte asturiano, pero el interior es paladinamente cisterciense.  He aquí un enigma que no ha conseguido ser resuelto por los eruditos, pues aquí se empezó a construir con bóveda de medio horno, pero luego se volteó en ojiva y lo que quedó fue una bóveda en arista que ha resistido misteriosamente a la intemperie de casi diez siglos sin una mala gotera.


El camposanto a quien lo visita siempre parecerá un lugar mágico. Una mágica telúrica arrastra a la vista hacia el cerro al que quieres llegar dejando a la colación a tus pies pues Fuentesoto siempre me ha parecido un pueblo fantasmas, hecho casi para creer en las Ánimas casi sin querer. La torre de San Gregorio que lo vigila casi de arriba tiene una forma antropomorfita. Los ojos del campanario y el aire de catedral o faldistorio de la configuración de la piedra llegan a mostrarse a la imaginación como las de un gigante que se ha sentado allá a descansar. Recuerda en parte las ruinas del castillo de Tomar, donde está Cova de Iría, donde dice que se apareció la Virgen, paradero insólito, y otra ubicación templaria. Aquellos castellanos que vivieron durante la gran eclosión primaveral del siglo XII, cuando se nota un cambio de rumbo, habían heredado de los romanos una tendencia ingénita a edificar siguiendo el viejo instinto sincretista. Para conmemorar la victoria sobre e islam el rey Alfonso Enríquez ofreció aquellos terrenos al patriarca de la orden cisterciense. El mismo fue el que diseñó el encintando del cenobio del Castillo de  Tomar como tampoco me cabe la menos duda de que San Bernardo anduvo por estos terrenos. San Bernardo era un genio que se adelantó a Leonardo, porque tenía profundos conocimientos no sólo de astronomía y de matemáticas, de pintura y de geometría, como revelan algunos pasajes de su obra tan apasionada y apasionante que han llegado hasta nosotros. Sabía de Leyes y de Teología.
Pero era tolerante y complaciente con sus profesos. En su “Carta de Caridad” lo demuestra. Su pluma destila misericordia y comprensión hacia las flaquezas humanas. Durante muchos siglos, en los monasterios cistercienses se vivía bastante bien. Lo que demuestra que los jardines de María no son una utopía inalcanzable, sino que pueden llegar a ser levantados y cultivados en medio de este valle de lágrimas. Todo estribaba en la parsimonia de una vida sin sobresaltos regida a golpes de campana, que discurría en parajes solitarios y umbríos con mucha vegetación, y, sobre todo, se permitía hacer uso moderado del  vino.
 A los enfermos se les proporcionaba dietas denominadas de alivio, basadas en lacticinios y a los enfermos se les solía curar con vino. Esta bromatología, tan peculiar de la región cuyo estudio nos ocupa en esta parte de la provincia de Segovia, estaba aun vigente hasta hace pocos años. Lo sé por propia experiencia. Mi abuelo Benjamín curaba los catarros y hasta las afecciones de la vista con un vino caliente que llamaba sopillas. La tuberculosis y el reumatismo así como una afección medular o mielosis (esta es  la tierra de los quebraos de espalda y las faenas del campo propician la aparición de las hernias tan frecuentes y que derivan en lesiones oseas), a falta de otras boticas más contundente pedían el vino de ribera como purga de benito.  Fuera de eso, los frailes bernardos, pues está constatado, eran grandes apotecarios e iniciados en la alquimia y conocían la mayor parte de los secretos curativos de las hierbas medicinales, pues, como decía Raimundo Lulio, no hay yerba que no tenga a sus  propias estrellas que la empujen y la estén diciendo a todas horas: crece. Gran parte de esta ciencia que yo he visto guardada misteriosamente en los ojos de boticario y tarros de la farmacia de la villa de Fuentidueña la sabían los monjes medievales al dedillo. Hoy está perdida, pero, a no dudarlo, volverá a florecer, a no ser que la mano del hombre siga empeñado mediante la acción deletérea de sus agresiones al medio ambiente siga empeñado en hacer desaparecer a tantísimas especies de nuestra flora autóctona.
A pesar de sus críticas a la molicie de sus mentores benitos, nunca San Bernardo privó del vino a sus hijos. Debía de saber bien lo que hacía, porque la sangre de Cristo, hoy tan adulterada y que en España absurdamente se tiene en menoscabo porque tanto abunda y la gente prefiere el infame botellín cervecero, pura química, al traguillo de clarete. 
 
Defroque se llamaba en los antiguos a la herencia, constituida por las escasas pertenencias, que lega un profeso al abandonar este mundo. Era costumbre repartir entre los pobres algún tarro con medicamentos, los eucologios y devocionarios, en ocasiones, algún cuaderno, los zapatos y la ropa interior. Es la regla general: desnudos venimos y desnudos nos vamos al más allá. Tampoco de ella se libran los monjes, aunque su constante contacto con la muerte y su preparación a la vida futura, se las haga más llevadera, pues esta familiaridad con la Huesuda es prerrogativa de cartujos y trapense. Esta esperanza en el más allá hace que el tiempo se mida con arreglo a otros parámetros diferentes a los que utilizamos en el siglo. Asimismo, es la razón por la cual muchos semblantes sean alegres.


No queda ni rastro. Polvo serás. Al visitar, año tras año, los escombros de lo que fue uno de los jardines de la Virgen más esclarecidos en la tierra española, me asalta esta palabra. Defroque es una razón de despojo que nos acerca a la realidad inexorable y fatídica: el hombre es el único animal que sabe que ha de morir.  Todo es un defroque lento y paulatino, que muda las cosas. Las ruinas de San Gregorio marcan un hito de éxtasis ininterrumpido con sus sillares purificados por las lloviznas y los vientos de un milenio. Alzadas sobre el somo parecen cantar el salmo de la santa indiferencia y proclaman que han alcanzado la vía unitiva.
Son el resultado de un despojo lento pero irreversible, el corolario del desasimiento de cuitas terrenales. A Quadrado le dieron ganas de prorrumpir en el canto del “Dies Irae” y Torres Balbás que hace la descubierta de estos escondidos parajes se pregunta proféticamente, poco después de la primera guerra mundial, cuánto tiempo tardarían en caer los muros de la iglesia sacrameniense pertinentemente inventariada desde el punto de vista de su descripción arquitectónica en su libro ya citado, en la que se incluyen valiosas fotografías del recinto iniciático que hoy ya no se pueden obtener. A mí, en mi modestia de periodista y de aficionado a estas cosas, también me pervade esa sensación elegíaca.
Esa sensación de pigricia  y abandono me dice que nada es duradero ni permanente. No somos más que flor de un día, verdura de las eras. El primer tuvo en la colina del Calvario lugar un viernes santo, cuando los soldados romanos se jugaron a la taba la túnica inconsútil del Salvador, verdadero origen del culto a las reliquias. Lo demás es una historia repetida. Ha cundido el ejemplo, porque el odio o la desprevención hacia todo lo relacionado con Cristo es en nuestros días de reforma positivista casi un imperativo categórico. Ninguno nos quedamos aquí, afortunadamente, para simiente.  Puede que de esta forma el Señor esté castigando nuestra soberbia, sin embargo, la desolación ante estos pingajos que otrora fueron muro solemne y compacto, valladar de contención contra las arremetidas del infiel y pebetero iluminado por la plegaria de tantas almas consagradas a Dios se vuelve rabia ante la incuria de un pueblo que ha querido volver la espalda a su pasado, dejando que otros lo manipulen y tergiversen a su antojo. Alma arriba se me sube la tristeza que pronto se transforma en bilis. Me parte las carnes y arponea mi conciencia en este verano último del segundo milenio.
Del noveno centenario del Cid, que amó esta tierra, que era fundo de su querido monasterio de Cardeña, nadie quiere saber nada. Si Larra dijo que habría que candar su sepulcro con siete cerrojos, tal objetivo fue conseguido con creces. Los historiadores ingleses escriben barbaridades sobre su persona, señalando que fue una invención del franquismo, y por propalar tales injurias se menciona a los ínclitos para los premios Príncipe de Asturias. Clausurada la tumba del Campeador, pondrás las crónicas del revés. Recuerdo con horror cómo, hace dos años, fui a visitarla. Me tocó con un grupo de turistas vascos. Uno de ellos, ni corto ni perezoso, a la vista de la despampanante escultura del apóstol Santiago que corona la entrada del cenobio cardenense, no se le ocurrió otra cosa que escupir a la efigie del matamoros y ante la lauda sepulcral todo fueron risas y apostrofes acerca de la Tizona, de Doña Jimena, etc.  Estuve a pique de enfrentarme a aquellos várdulos con pinta de energúmenos, pero preferí entonar un responso mudo por los huesos de los doscientos religiosos que perecieron allí un seis de agosto a manos de los amigos de aquellos bilbaínos que tantas pestes echaron durante lo que duró la visita contra Don Rodrigo. Oficiando de cicerone un frailecillo desgreñado y con cara de sueño, al que le asomaban unos pantalones de franela por debajo de la túnica blanca, tampoco tuvo arrestos para llamarles la atención. ¡ Dios, ¡qué buen vasallo, si “oviese” buen señor!


Pero ese viene a ser el destino crucificado de los que han sentido en sus venas la pasión de España y la han querido amar inteligentemente.  Siempre tienen que venir los Cien Mil Hijos de San Luis a arruinar la parva. Agora no son los infames afrancesados, son los hijos de Julián Marías los que vigilan el cotarro. Del Campeador sólo se acuerdan de él para echarnos tierra a los ojos o para manchar de ignominia su memoria. Y en este caso no sol los cien mil hijos de San Luis ni los de Julián Marías, sino los de Raquel y Vidas, aquellos dos hebreos a los que engañó llenado dos cofres de arena para saldar una cuenta. Debe de ser que todavía le duele la triquiñuela. ¿Y qué pasa? Por una vez que el castellano engañara a los judíos, éstos lo engañaron siempre, porque en aquellos años del reinado de Alfonso VI los judíos bailaban a dos aguas, financiando las campañas unas veces de moros y otras de judíos y el Cid era un mozárabe, no un mercenario, como quiere demostrar ese tal José Luis Martín, que por decir una tontería lo han nombrado catedrático de Salamanca. Pero esto no es más que la conciencia herida de Raquel y Vida que demanda. Al Campeador no lo perdona y ahora lo queman en efigie por haber ido por libre. Conque todavía estaremos pagando la deuda de la pesada broma de los dos baúles cargados de arena. Va a seguir durante mucho tiempo el expolio.
 
En 1996, con motivo de las fiestas patronales de Fuentesoto, para honrar la memoria de San Vicente patrono de la ermita de su nombre y uno de los restos románicos que, debidamente reparados, han quedado para guardar la memoria de lo que fue el famoso monasterio de Sacramenia, en cuyos predios estaban inscrito todo el valle, desde el hontanar, donde nace la fuente, hasta los muros sagrados sacramenienses, pronuncié el siguiente[8] pregón:
Sr. Presidente de la Asociación e vecinos y amigos de San Vicente, Sr. Alcalde, y concejales, entre los que tengo un amigo, Constantino de Frutos, amigo del alma - falta otro, Gregorio, pero éste se nos ha ido a fumarse su caldo de gallina al Cielo, desde allí nos estaría viendo, pues a él dirijo este emocionado memento. Gente de este pueblo, local y forastera. Esta tarde todos nos sentimos sotohontaneros. Porque notamos que en verdad pertenecemos a este pueblo, Fuentesoto, donde parece que hasta las piedras rezan.
Os llamo sotohontaneros aunque es posible que el gentilicio no lo encontréis en los diccionarios. Es de raíz latina. Soto viene de subter, lo que está debajo, por oposición a somo, o summus, la cima que corona. Y de fons que da por evolución de la f en h, como hontana y fontana, fontanar y hontanar. Es para mí un orgullo dirigirme a vosotros por medio de este pregón en día tan señalado, en esta hermosa tarde de agosto, cuando honramos la memoria del Dr. Melifluo, esto es: San Bernardo, el gran cantor de la Virgen, el impulsor de su culto el fundador de los monjes blancos del cister. También predicó la segunda cruzada y fue un entusiasta del culto de las reliquias o de la devoción a los mártires. Exponente máximo de esa devoción era San Vicente, el primer convento que funda él en Roma se llama con ese nombre, igual que la de vuestra ermita que se alza en los huertos de abajo.
Cuentan las crónicas que el famoso abad borgoñón, el cual a lo largo de sus 63 años de vida (1.090- 1.153) erigió más de un centenar de lauras cenobíticas diseminadas por la geografía de Europa, estaba en Roma cuando llegó la delegación del rey de Castilla, Alfonso VII, presidida por el monarca en persona. Ambos se entrevistan en el monasterio de San Vicente el primero que fundara Bernardo de Claraval en la Ciudad Eterna. Corría el año 1.141. Era un 3o de enero.


El rey de Castilla, el hijo de doña Urraca y casado con doña Berenguela que reinó de 1.123 hasta 1.157 quería perpetuar la memoria de su victoria sobre las huestes de la Media Luna en Jaén, un triunfo que la tropa cristiana atribuyó a un milagro de San Vicente obispo y mártir, uno de los sucesores de San Segundo, cuyo nombre figuraba a su vez entre los Siete Varones Apostólicos enviado por San Pablo a evangelizar la Península Ibérica. Con tal fin ofreció el monarca a ll papa unos terrenos sitos en el señorío de Sacramenia y, dependientes de san Pedro de Cardeña y en cuyas cuevas desde tiempo inmemorial había habido monjes.
Este santo muere decapitado después de ser sometido a la tortura del potro el año de gracia de 304 por mandato del prefecto Daciano de la ciudad de Ávila durante las persecuciones de Diocleciano, la más sangrienta de las nueve persecuciones romanas que registra la historia entre las padecidas por los seguidores del galileo. Recibió la palma del triunfo por defender la fe de Jesús en compañía de sus hermanas Sabina y Cristeta, dicen los martirologios, aunque, según las averiguaciones de mi propia cosecha, ambas bien pudieran ser la esposa y la hija del mismo mártir. En el siglo IV no privaban aun las disposiciones sobre celibato para los ordenados” in sacris”.
Los que hayáis estado en Ávila, la de los cantos y la de los santos, habréis podido admirar esa joya del arte románico que se llama Basílica de los Santos Mártires construida por un judío converso en el lugar donde fueron decapitados Vicente, Sabina y Cristeta.
Durante la Edad Media. Y en el rito hispano-visigótico o mozárabe, así se colige de lo que ponen diversos cartularios, misales y libros de horas por mí consultados, se les tributaba culto propio en las diócesis de la Tarraconense el 27 de octubre. Su nombre figuraba en el canon de la misa gregoriana hasta el siglo XII, cuando se impone coercitivamente el módulo de liturgia romana, quedando como excepción a este rescripto papal que proclamaba la universalidad de la modalidad lateranense para todo el occidente (el rito ambrosiano y el hibernés fueron apartados al igual que el mozárabe) quedando como excepción algunos  juraderos o basílicas de fuero erigidas para sepulcro de la realeza, como, por ejemplo, la catedral de Toledo, la iglesia de Sta Gadea de Brugos, allí donde el Cid, aquel castellano leal, comete la osadía de tomar juramento a su propio rey - Alfonso no se lo llegó a perdonar jamás- o San Vicente de Bueno, cerca de Briviesca, verdadero antemural de la fe ortodoxa, que guarda una tradición de hermosa leyenda fronteriza: la de Santa Casilda, hija de Almamún de Toledo, a quien los panes que llevaba para alimentar a los prisioneros cristianos en las mazmorras de su padre se le convirtieron en rosas, caso prodigioso del cual no me es lícito extenderme en este momento, en gracia a la brevedad.
Luego Cisneros remataría este anhelo por suprimir las diferencias regionales que siempre ha tenido Roma en su trayectoria globalizadora. Hogaño, la misa mozárabe sólo se celebra en la catedral de Toledo y durante las grandes fechas en San Isidoro de León.
Aquí es donde la historia se confunde, entrevera, y nos deja colgados sobre el precipicio de las lucubraciones y del supuesto. Estamos ante un galimatías, queridos sotohontaneros. ¿A qué santo nos encomendamos o qué santo ponemos? ¿A San Vicente obispo de ÁVila de los Caballeros, al que el poeta Prudencia canta en versos inolvidables, por la constancia en la fe, por su impasibilidad ante el tormento, pues después de sufrir el garfio, el potro y el fuego, fue descuartizado vivo y su cuerpo arrojado a los perros por orden de Daciano, pretor del Emperador Diocleciano, quien a su vez preconizó la ultima de las persecuciones, la más sanguinaria de todas? ¿O fue San Vicente diacono y coadjutor de San Valero de Zaragoza y que recibió el lauro del martirio en la ciudad de Valencia durante la misma persecución y en las misma fechas que el obispo abulense el año 304 de la Era de Gracia?


La hermosa tradición católica está a veces salpimentada de ucronías y de nebulosas. Guara silencio ante lo que más importa desde el punto de vista de la curiosidad anecdótica, aunque el depósito de la fe, la fe del pueblo, no por los pormenores padezca merma, ya que permanecerás incólume y firme en sus esenios en el devenir del tiempo. Así nos lo garantizan los Evangelios. Cristo no podrá fallar a sus promesas.
Veamos.
Como no quiero aburriros ni llenaros la cabeza de cifras y de datos de vetustos cronicones, os voy a contar un caso que ocurrió por estos pagos durante una de las guerras carlistas.
El personal andaba algo revuelto y segado en bandos, cosa que, por lo demás nada tiene de particular porque de suyo los sotohontaneros le tienen ley a las banderías y facciones. Siempre fue así en Castilla la Vieja. Y unos eran partidarios de don Juan. Otros, de Don Manuel.  Llegaban las elecciones, había palos, pero los comicios no despejaban la incógnita. No salía alcalde. No había forma. Cuando hete aquí que teníamos en Fuentesoto un sacristán, por nombre Felines, que era un vivales. Se las sabía todas. Ayudaba a un cura, llamado Sisenando, quien tampoco le iba a la zaga. Un día concertarán ambos una artimaña para deshacer aquel empate de las votaciones y los pucherazos.
- Mire, Don Sisenando, aquí vamos a hacer una cosa. Ya va siendo hora de que haya alguien que mande.
- Tú me dirás, Felines.
- Es muy sencillo. Se trata de lo siguiente: pedir parecer al Santo Cristo, ése que sacamos en la procesión del Encuentro la mañana de Sábado Santo. Le decimos: “Divino redentor nuestro. No tenemos alcalde y este pueblo se pierde. Muestranos tu voluntad. Tú nos dirás a quien designas.
- Eso es pecado de vana presunción, una ordalía. No tenemos que tentar a Dios. Jesucristo no quiso nunca meterse en política.
- Aguarde, Sr. cura, que los tiros van por ahí, pero no es así la cosa. Nosotros hacemos como que pedimos parecer y consultamos el oráculo divino. Sin embargo, como Él también nos enseñó a ser cándidos como palomas y astutos como serpientes, y, como ya decía San Ignacio que el fin justifica los medios, hacemos un simulacro, pero en realidad serán nuestras inteligencias lo que maquinan todo mediante una pantomima. Se van a quedar muchos que nos les llegue la camisa al cuerpo.
- Sé por donde vas, pero no se puede hacer. Es un sacrilegio. No y no, y no.
Era testarudo el sacristán, y tanto le dio guerra al buen párroco que al fin “Don Sise” consintió en someterse a la ardid urdida por Felines. Se trataba de colocar sendas cuerdas a cada mano del cristo venerable para que, en un momento y ante la interpelación del sacerdote, alzase la mano cuando se le nombrase el candidato designado de los dos. Así quedaría deshecho el empate electoral. Así podríamos tener alcalde.
- Mire, don Sisenando. Vamos a hacer lo que cumple. Usted se reviste con alba y estola, se pone a la cintura el cíngulo de oro de las cajoneras, se echa la capa la pluvial a los hombros. Mientras tanto, yo toco las campanas y convoco al pueblo para que vengan a presenciar el “milagro”. Atamos una cuerda a cada mano de la imagen, una para Don Juan y otra para Don Manuel. Usted canta lo que sepa o responsea, que eso se le da bien. Yo me escondo detrás del retablo y me acurruco en una tronera y cuando usted pregunte al cristo por el nombre del candidato, que ha de ser Don Juan, que para eso es un tío muy de derechas y de confianza, más que Don Manuel, que es un vaina y ha abierto en diez años siete tabernas, yo, zas, tiro de la cuerda.
- Bueno, Felines. Haremos como te parezca, pero vaya por delante que a mí no me gusta esta treta. No quieras meterme en líos.


-¿Y qué? ¿ No eligen papa los cardenales con una estufa que fuma humo blanco y queman allí todas las papeletas? Pues nosotros vamos a elegir alcalde tirando de una cuerda. Aquello es política y esto es política. Todo en la vida no es más que política.
Conque un domingo por la mañana tocan a misa. Acude el pueblo en peso. Pasados los kiries, el celebrante regresa a la sacristía para cambiar la casulla por la capa pluvial como en las rogativas. Cunde la voz de que Don Sisenando va a hacer un exorcismo.
Entona el” Veni Creator”, invoca al spiritu Santo, hace una pausa. La expectación crece y hasta se oye el volar de las moscas. El Felines estaba oculto en su escondite detrás de la hornacina de San Pedro. Era menguado de carnes y cabía. Casi estaba muerto de risa cuando el cura acometió la interpelación solemne con su enorme vozarrón de rabadán de las breñas.
- Santo Cristo del Milagro, - clamó - coadyúvanos en este aprieto, concierta las paces en este pueblo. ¿A quién elegimos alcalde? Hemos colocado una vara en cada uno de tus divinos gracias. Respóndenos, Cristo Muerto.
Pero el Nazareno, quieto.
Volvió a exorar el preste con voz todavía más campanuda:
- Dínos, Señor, ¿a quién? ¿A Don Juan o a Don Manuel?
La imagen no se movía. En los bancos crecía la expectación y la inquietud. Y otra vez imprecó el bueno de Sisenando el favor de la iluminación celeste, y nada. Cuando de allá a un poco salta la voz angustiada del Felines, que se había hecho un lío con las riendas colgadas a las extremidades superiores de la estatua yacente.
- Pues ni a Don Juan ni a Don Manuel, que se me quebró el cordel.
 
Este pregonero esta tarde, sin ánimo de entrar en polémica, ni de ofender a nadie, y después de sopesar los pros y los contras de la cuestión, sobre la que escribí yo hace muchos años un reportaje cuando hacía mis primeros pinitos en periodismo, y luego me emocioné cuando en Nueva York y Miami pasé por los claustros que miran al Hudson y al parque nacional de Everglades con el mismo señorío despampanante con que miran para  nosotros esos muros de la torre del cementerio, antiguo templo miguelino, augusto gremial de paz y de silencio en el páramo de ese somo al cual los sotohontaneros nunca hemos de perder de vista porque es hito de advertencia acerca de la vanidad de las cosas humanas y de la brevedad de la vida, se inclina por el parecer de que el San Vicente de ahí en eso, el de nuestra ermita, que está entronizado con su báculo y su anillo de obispo y sendos dedos alzados para el “benedícite” guarda relación con el mártir castellano. No con el aragonés. Con el Vicente obispo, no con el diacono de San Valero.
Y, como no me gusta dejar las cosas en el aire, y soy de formación algo escolástica, voy a tratar de demostrarlo.


Si os fijáis en uno de los capiteles de nuestra ermita cisterciense que resplandecen por las hermosura y virginidad de la piedra toba que parecen haber salido de las manos del cantero ayer cuando han pasado ya más de ocho siglos, os fijaréis en una de cabeza de obispo, ataviado de pontifical (capa con broches, mitra, mocasines, anillo y báculo estevado, y los dos dedos de la mano diestra que bendicen al concurso enguantados en su quiroteca. Es casi el único motivo religioso dentro de esta surtida representación de flores y animales mitológicos de origen pagano. La figura de San Vicente emerge en el seno de una decoración ficoidea exuberante, dentro de un casalicio formado por ramas de palma. Se trata, pues, de un obispo y de un mártir. el artista quiso dejar estampada en la piedra la personalidad del homenajeado en este ara diciéndonos que había alcanzado la plenitud del sacerdote por los atributos con que lo representa. Esa fue a mi criterio la intención del artista que esculpió las tallas de los cimacios del arco del ábside. Debajo de la tosquedad e ingenuidad de su cincel late un espíritu cargado de simbología.
Alfonso VII, el mentor que auspicia esta fundación en la “domus monástica “ sacrameniense nació y se crió en Ávila. A sus expensas se acometió la obra de la catedral así como esa capilla del arte románico que es la basílica de San Vicente y también fue este rey el que hizo la donación de Sacramenia al cister. Alfonso VII el emperador era devoto de los Santos mártires. Sin embargo, el primer convento que funda san Bernardo en Roma lo pone bajo la advocación del otro San Vicente, el oscense. Hay una interpolación de nomenclaturas.
Por otro lado, conviene meterse en la mentalidad del hombre que habitaba estos tesos por aquellos tiempos del Terror Milenarista, cuando todos creían que el mundo se iba a acabar el último día de diciembre del año 999, un guarismo que representa la inversión de la cifra conocida por los hermeneutas como de la terminación del mundo. El número innombrable e irrepetible. Estaban en un equívoco, porque la Misericordia de Dios prevalece sobre la incertidumbre y las trapacerías agoreras y otras iniquidades de los hombres y el sol siguió luciendo.
No se puede entender la fe del hombre medieval sin el culto a las reliquias. La vida era corta y azarosa, plagada de enfermedades, abandonos, despotismos, arbitrariedades e injusticias. Los cristianos se aferraban a las reliquias de los santos como talismán de protección, como salvoconducto y baluarte contra las embestidas del infortunio. La seguridad estaba poco garantizada debido no sólo a la razzias o campañas militares agarenas de primavera, sino a las pugnas internecinas entre los propios cristianos. Porque Castilla era entonces (y aquí radique tal vez su principal defecto) un reino de taifas. La gente iba de acá para allá con la casa a cuestas con los huesos de sus santos al hombro, como en la famosa novela del griego Nikos Kazantakis. Es una costumbre oriental que los griegos habían copiado de la iglesia de las Catacumbas. Es una parte ahora indispensable del dogma de la comunión de los santos. Dios accede a las suplicas de la Iglesia militante en atención a los méritos de la Sangre del Salvador y de los bienaventurados que le honran en la Iglesia triunfante.
Tanto es así que únicamente se permitía celebrar la misa en aquellas aras que contasen con los despojos benditos de algún confesor de la fe. Esta es la parte principal del Santo Sacrificio de la Misa después de la anáfora o canon. Se denominaba antímnesis o recordación. Estos altares purificados con el testimonio de los que dieron la vida por la fe abonan la famosa tesis de Tertuliano:”La sangre de los mártires será semilla de cristianos”
 
El “Cronicón Bruguense” señala que un seis de agosto del año 1002 moría en Medinaceli “siendo sepultado en los infiernos el caudillo Almánzor”, al cumplirse un año justo de haber llevado la ultima de sus más de un centenar de incursiones devastadoras contra el Norte.  Porque hasta cincuenta y dos de ellas le computan los cronistas. En una arrasa la catedral de León, en otra siembra la desolación y tala las vegas de Aranda, en otra derruye el acueducto de Segovia y entra a saco en el monasterio de Cardeña donde 206 monjes fueron pasados a cuchillos. Cada año en la fiesta de la Transfiguración, mana sangre roja de la fuente claustral. Cuando se abatieron las hordas sarracenas sobre Ávila, sus moradores huyeron despavoridos en todas las direcciones, llevando consigo y como única defensa las reliquias de los mártires, Vicente, Sabina y Cristeta pero el flujo fundamental corrió hacia tierras burgalesas. En el páramo o al abrigo de las montañas encuentran refugio. Buscan los riscos y los yermos como el de Buezo o las parameras como éstas y en uno de cuyos valles nos encontramos nosotros esta tarde.


El poema de “Fernán González “ refiriendose a aquellos días de afrenta y desolación bajo el yugo fundamentalista del Islam intercala la siguiente estrofa:
       “... Tomaron las reliquias, todas las que hubieron,
            alçaronse en Castiella, assy la defendieron “
Que la torre de esta iglesia de San Gregorio del cerro a nuestra izquierda pudiera haber sido objeto de una de las 52 incursiones muslímicas del sarraceno el año 1000 es una historia más que probable. Tienen esos muros santos de nuestra colación todos los visos de ser un “ribbat”o castillo. La torre en realidad es una atalaya. Se trata sin duda de un templo prerrománico del tiempo visigótico, coetáneo de San Miguel de Lillo, San Julián de los Prados, de Santa María del Naranco o de Santa Cristina de Lena. La bóveda se trae un aire con la de la cripta de San Isidoro de León. Todas ellas son iglesias de traza cuadrada, lisas y sin vanos. Antes del cristianismo quizás hubiese en ese somo un templo a alguna deidad romana, incluso vaccea, ya que el aspecto es el de un castro celtíbero. En cualquier caso, ahí está la espadaña señera, su veleta enmohecida que tanto sabe de los vientos que han soplado sobre nosotros. Pudiera ser el cálamo que trazase la historia nuestra y de nuestros antepasados en todas las direcciones. Sobre su aguja quedan todos los colores del espectro y permanece vigilante velando por la memoria y la paz eterna de los ancestros, testigo mudo y perenne de la vida en el valle que discurre con la alegría e inconsciencia de ese arroyo de aguas bravas que mana de nuestra fuente.
 
Si es importante la figura señera de Alfonso el Emperador es porque su reinado representa un oasis de paz y de bonanza en medio de la confusión dentro de los crudérrimos albores del castellano solar. Es el monarca de la Tres Culturas con pleno derecho y en el sentido estricto, no en el laxo que se quiere dar ahora a esta palabra, ya que la Cruz en la cual creía y por la que murieron tantos debe ser el faro y la guía de la ley del amor, que tolere, pero nunca se compare de igual a igual con la Media Luna o el Candelabro Mosaico. Porque es el rey de las Tres Culturas bajo la Cruz de la Victoria se hace coronar en Toledo donde funda la Escuela de Traductores que luego sería ampliada por su biznieto, Alfonso X. Fomenta la tolerancia para con moros y con judíos. Perdona y repuebla las tierras arrasadas por las invasiones del sur, rotura los campos y los limpia de malhechores y de bandidos. Es sobre todo el primer gran impulsor de las peregrinaciones jacobeas.


En defensa de los peregrinos instituye las ordenes militares que abren casas y castillos a lo largo de todo el camino francés. Son los Hermanos Hospitalarios de Calatrava, fundados por un cisterciense, el abad Veremundo de Fitero. Protege a los judíos y, pasado el furor fundamentalista sarraceno, instituye y dona, por todos los confines, monasterios. Su presencia irrumpe cual vaharada de aire fresco en un ambiente cargado y tenebroso como es el del siglo XI. Pero, sobre todo, es el Rey del Románico. Europa se llena de una serie de construcciones religiosas de apariencia ciclópea, como si los muros de estas iglesias intentaran hundir sus raíces en la tierra a la búsqueda de la profundidad de los misterios divinos, pero de una armonía de líneas y de un candor que sugiere u enerva, y que no ha sido todavía en arte mejorado por ninguna otra escuela o tendencia. Se trata de un mundo de la iniciación mística, mágico, didáctico y terapéutico, labrado por rudos canteros analfabetos pero que parecían hallarse en posesión de la piedra filosofal alquímica muchas de cuyas claves de interpretación se han perdido. Como, por ejemplo, los seres tetramórficos y las arpías, esfinges, águilas colosales, helechos que adornan los arcos abocinados y se incrustan con mirada profunda y un si es nos burlona sobre las ventanas telescópicas. Las bóvedas de cañón ofrecen maravillosa contra acústica, y mediante una disposición de ortofonía en las rendijas o huras de las paredes se realzaba la voz de los cantores y los predicadores no habían necesidad de micrófonos porque tenían a su alcance la mejor disposición sonora. Por el oído entre la fe y ciertamente en este tipo de templos románicos es el sentido que más vale. Los interiores en penumbra permitían en cambio la contemplación de los frescos que adornaban las paredes.
El monasterio es el paso siguiente a la antigua “domus áurea” y la mansión de los fundos latinos, emplazados sobre lugares estratégicos, oreados, y con una querencia de salvaguarda de los malos espíritus o demonios familiares. Era importante que el lugar elegido para cada fundo gozase de aguas salutíferas y de aires benéficos. Cumplía el papel que hoy se asigna a las ciudades, que son centro de poderes y de saberes. El cister, por eso mismo, es más que una orden eclesiástica; se trata de un auténtico proyecto de futuro, una nueva forma de conocimiento y de acercamiento a Dios, a través de los libros, de la razón, y de la observación de los fenómenos naturales. Aquellos monjes practicaban la alquimia y sabían mucho de plantas medicinales.
¡Increíble, pero cierto! La cruz ochavada de los claveros de Calatrava, Santiago, Alcántara , Avis, constituye el símbolo de un mundo nuevo, que galvaniza a la catolicidad en un salto adelante, un programa de vida que rompa con esquemas antiguos. Se dilatan los campos del conocimiento. Cambia la escritura. Cambia el culto. Mudan las costumbres. Salamanca, Palencia, la Sorbona, son emporios de la ciencia empírica y de la escolástica y constituyen el signo catalizador, o revolución innovadora, que supone el románico.
Y ello acontece gracias al cister y a las órdenes militares, establecidas bajo un mismo régimen, la “Carta de Caridad” promulgada por San Bernardo en 1.118. Habían fracasado la primera y la segunda cruzada, predicada por él, pero triunfa su mística traída desde oriente por los Monjes de la Cruz, en sus dos ramas: la activa de San Veremenundo de Fitero, y la contemplativa de cistercienses y trapenses.
 
Precisamente fue ese gran emperador de Castilla, al que tanto debemos nosotros porque resultó el fundador de nuestro pueblo, quien establece los Fueros de Calatrava los frailes soldados que llevaban al pecho una cruz ochavada. ¿Por qué ocho puntas? Porque el ocho era el número áureo, el número de la beatitud. En todas las fundaciones se esculpe en alguna ménsula o en aquel otro modillón el citado guarismo. Es la insignia que cierra el círculo. Ocho puntas tiene la estrella de David, y el ocho es múltiplo de doce, el ritmo de la creación, cuaternario, como el de los logaritmos. Hay doce apóstoles, doce planetas, doce meses del año, doce lunaciones, doce profetas. Si se multiplica doce por dos, nos salen los Caballeros Veinticuatro de las leyendas artúricas. Con ocho más nos da el número de gremiales que había de tener un coro catedralicio.
Europa entera, como si inundada de entusiasmo, se pusiera en movimiento con el proyecto de un objetivo común, se lanza al camino de la estrella. Quiere saber y ser sanado. Es como, por así decirlo, y salvando las distancias, saltar de la rueda celta y del arado de Cantalejo al Internet sin solución de continuidad, sin pasar por Venta de Baños y haber necesidad de peaje. Ese invento de Bill Gates, que ha revolucionado nuestras vidas en poco menos dos lustros a esta parte se basa en los conjuntos binario de los misteriosos monjes de origen cisterciense. Había habido un papa, Silvestre II que en los albores del año mil había descubierto una cabeza parlante capaz de contestar sí o no a cualquier pregunta, pero parece ser que la maquina de los templarios se aproximaba a lo que hoy llamamos ordenador, basada por de sobre en la dualidad matemática; sólo que sus movimientos los cifra en octavos, en lugar de dos.


Pese a todo, la más valiosa aportación de tales religiosos a la civilización no son los descubrimientos técnicos y científicos que aportan desde el claustro sedentario sino un movimiento de espiritualidad basado en el triunfo y exaltación de la cruz de Cristo. El hallazgo del arco rebajado y la bóveda de cañón es nada comparado con el resurgir del espíritu cristiano, basado en la tolerancia, la paciencia, el amor al trabajo, la alegría de vivir y el perdón. Las otras dos religiones monoteístas, que nunca predicaron la renuncia a los apetitos y bajos instintos, nunca podrán jactarse de todas esas consecuciones tecnológicas. Por eso, hoy muchos países islámicos siguen en la Edad de Piedra.
Esa es un poco la clave del impulso civilizador que e opera a mediados del siglo duodécimo. Y es ese mismo espíritu solidario, tolerante, alegre, con esa elegancia a la vez llaneza con que saben hacer las cosas los de Fuentesoto que renacen las fiestas de San Vicente, perdidas hace tiempo y recuperadas felizmente, como la ermita que recatasteis de las garras de la muerte, porque se había convertido en un muladar, merced a vuestro tesón. Yo me emocioné hace un par de años cuando bajé en compañía de Constantino de Frutos y la vimos adecentada, encalada, enlucidas las paredes de color salmón, y con ese aspecto rojizo que tienen las tierras del páramo, y reformada primorosamente. casi lloré. Le dije a mi amigo Constantino de muchos años, que tanto ha trabajado por el progreso de Fuentesoto estas palabras:
- Constantino, haces honor al nombre que te precede. Tienes, en verdad, maneras de emperador “et in hoc signo vences”.
Los dos adoramos la cruz recién restituida ante el altar. Nos pareció que sobre el valle se perfilaba la que apareció en Puente Milvio el año 312.
En un tiempo en el que, nadando en la abundancia de bienes materiales y de cierta prosperidad como la hubo pocas veces, aunque pendan sobre nuestras cabezas los problemas del paro obrero, la eventual desintegración de la España de las autonomías en taifas, y que este país se ha convertido en una especie de asilo de mayores, donde las gentes se pasan el santo día en la tasca jugando al tute, a la brisca y al dominó, o apoltronadas ante el televisor, cuando parece que la nación ha perdido el fuelle y se ha convertido en una catasta, un mentidero y una tribuna de reivindicaciones pasivas, y mira para las cosas que verdaderamente para las cosas que tienen trascendencia y son nuestras como quien oye llover, porque nos hemos vuelto cicateros de ahí nos las den todas, y estamos en una actitud de acecho y de reserva de agachar la cabeza y a cobrar, existe una gran soledad e incomunicación. Los demonios familiares hacen acto de presencia por el somo. Todos vivimos físicamente encima unos de otros, pero alejados en espíritu. Formamos una especie de “islas flotantes”, témpanos de hielo arrastrado hacia la marisma cada uno encastillado en su propio iceberg y atento a su trayectoria. Si alguien cruza en nuestro camino, arremetemos. Cuando se predica la solidaridad por todas partes nunca hemos sido tan inconsiderados para los que están cerca, aunque nos desbordemos en ayuda humanitaria para con los que están lejos. De tejas abajo runde la envidia y la maledicencia. Para los forasteros manda la regla del quijotismo y las donaciones generosas para Bosnia, Kosovo o los terremotos de Turquía. Mandamos ayuda al turco y apaleamos al pobre que llama a nuestra puerta.


Pues bien, instituciones y agrupaciones vecinales como la que hoy nos convoca posan la llama del fuego sagrado de la tradición leal a la igualdad cristiana y comunera, de amor y caridad - fijaos que hablo de caridad que es lo que importa, no de solidaridad etérea y filantrópica, y que nosotros hemos mamado desde niños, junto con las sopillas mojadas en vino que nos daban nuestras abuelas. Porque el vino de por aquí en esto, zona de la ribera durense, no es vino. Es más que vino. Era- hasta que desceparon los majuelos- canto gregoriano. También arribó en las alforjas de aquellos benditos frailes borgoñones del monasterio francés del Aula Dei que trajeron cargados sus carros esquejes y mostelas de las mejores cepas del valle del Loira, cuando se establecieron en Sacramenia y su contornada, a las órdenes del abad Beltrán, que unos años más tarde recibiría la mitra primada de Toledo.
No puedo por menos de evocar ese talante hospitalario de beneficencia y caridad que trajo el Temple a España, porque fue religión que se dedicó a defender al pobre y al desvalido y sacar la cara por los enfermos que se embarcaban en el Camino Francés desde los rincones de toda Europa para ganar la salud. Estaban de parte de los menesterosos y del pobre contra las arbitrariedades dela nobleza y de los señores de la guerra. Para acoger a los que que no tenían donde caerse muertos abrieron lazaretos y casas del peregrino. Fundan hermandades y cofradías como aquellas que había en nuestro pueblo y que yo conocía que se dedicaban a visitar a los enfermos y decían misas por los que fallecían. Cuando alguien caía malo, iban a verlo. Si fallecían, se cuidaban de su sepelio. Había una norma de vida que presidía el correr de la vida a la sombra de esa torre cuya cruz en lo alto cuyos ojos siguen mirándonos como cuévanos orondos de eternidad y acogidas a esa cruz que nos abraza con sus dedos inmensos y ésta era la honradez en medio de la paciencia y la pobreza que gracias a la cruz se transformó en riqueza espiritual, los dones que transformaron Castilla en un pueblo fuerte.
En tiempo necesidad se distribuían tarjas para marcar la entrega del pan a las familias menesterosas. Las campanas, esas campanas que se fundieron para fabricar balas cuando la invasión francesa, tocaban a rebato si acechaba algún ataque, se había declarado un fuego, o sonaban a clamor por los difuntos. ¡Mucha y gran devoción hubo por las Ánimas en Fuentesoto!
La democracia nació en Europa en los concejos que deliberaban a la sombra de esas olmas centenarias como la que había muy cerca de aquí junto a la cloaca romana, talada cuando hubo que ensanchar la carretera. Era tan frondosa y corpulenta que los músicos el Día de San Pedro podían tocar el baile subidos a lo alto de ella. En el atrio de la iglesia los domingos se reunían los hombres para tratar de los asuntos atañederos a la vida del común. Si alguno tenía un problema, un litigio o una que queja formular, lo anunciaba en la junta. De esa forma directa y de vis a vis se resolvían los pleitos y se allanaban las diferencias. Allí a ninguno se  le negaba el uso de la palabra. Tampoco había tanta envidia porque no existía esa desmedida ambición que ahora tanto nos aflige. Todos nos conocíamos. Sabíamos de qué pie cojeábamos y en qué lugar nos apretaba el zapato, pues como decía mi abuela Leonides., que Dios guarde en su gloria:” Hijo, hay que saber perdonar, que todos tenemos un ventanuco al cierzo”.
El humor nos estaba reñido con el respeto, pero, si alguno cometía extravagancia o decía algo que llamase la atención, que se fuese preparando: los sotohontaneros conservan una memoria de elefante.  Así todos nos acordábamos del burro del tío Aquilino o los garañones del molinero de la Villa, que se acarraban, llegado el verano contra las tapias de la iglesia o en la rinconada de ahí en eso, con su costal al lomo, entre patadas, bostezos y el retiñir de las es esquilas en el calor y las moscas de aquellos estíos inmensos.
Subían al pueblo inexorablemente a la hora de nona, a las tres de la tarde, cuando expiró Jesús en el Monte Calvario y medio pueblo se encontraba durmiendo la breve siesta antes de volver al trajín de segar, trillar, dar haces, beldar, arrancar hieros. Los que velábamos les veíamos portar cabeceando por el recodo de los Chimorretes avanzando pesadamente entre nubes de polvo blanco. Al cabecear, hacían mover las esquilas enrolladas al pescuezo.


Era una estampa arrancada de la Edad Media que impresionó mi retina de niño. En época de celo, cuando olisqueaban alguna burra torionda de lejos, soltaban la carga, los costales el cencerro y se lanzaban a los cuatro pies buscando al asna que les deparase un poco de amor y despertaban a los rezagados con sus rebuznos. Daban un concierto que no era precisamente el de la escolanía de pueri cantores. Por menos de un pimiento eramos testigos de esa llamada de la sangre en la fórmula de aquí te pillo aquí te mato; presenciábamos a lo vivo y sin tener que abonarnos a Canal Plus una exhibición contundente de los poderes superdotado con que invistió Naturaleza al onagro, o de la vehemencia fálica que otorgó Dios al jumento del tío Aquilino, quien ni a trallazos, ni aun a fuer de horrísonos juramentos era capaz de deshacer la coyunda o de evitar lo irremediable.
- Moño-decía el buen señor -, ya está éste re contra jodido queriéndoseme ir de picos pardos, tan a deshora.
- Usted déle, tío Aquilino. Déle y que se j.
- No hago otra cosa. Pero la cabra siempre tira al monte.
Burdégano era aquel hermoso animal que nació a su padre, el garañón de Moradillo, en lo de madrigado y a su madre, la burra del tío Isidoro, en lo de caliente.
Todos recordaremos al tío Farruco con su cuartillo de vino camino de la bodega.
-¿Qué hay? Bien y tú. ¿La familia, bien?
- Todos, superior, gracias a Dios, y que no falte.
-¿ Hace un traguillo?   
-Venga, señor Francisco, ya que insiste.
-Si no insisto, hijo.
- De hoy en un año, pues.
Y sin encomendarse a Dios ni a su Madre, Emérito de la tía Melánea, jaquetón y faceto, se metía entre pecho y espalda de un trago todas las existencias de vino del bueno de Farruco que traía para almorzar.  Éste miraba desconsolado para el jarrillo.
- Me has bebido hasta las escurriduras, hijo. Pues que te aproveche. Hay que volver a por más. ¡Qué se le va a hacer!
- De hoy en un año, señor Francisco. Este vino de usted me sabe a glorias. Me tiene que decir dónde la coge.
- ¿Dónde lo voy a coger? Pues, de las viñas,¡ leche! No creía, Emérito, que te hubieses vuelto como el Gitano Señorito.
Tornó grupas, pero, como dicen que el alacrán picado se asusta de su propia sombra, desde entonces tío farruco anduvo listo, se gastaba unos jarrillos tan pequeños que parecían de tienda de souvenirs, dejó de hacerse el encontradizo evitando los corrillos al pasar por la plaza. Subía hacia las bodegas como a la agachadiza tapando la “sangre de Cristo” con su manaza de labrador curtido, como si en lugar de un recipiente llevase un guijarro o un arma arrojadiza capaz de estampárselo en las narices del pedigüeño ocasional.
-Tío Farruco ¿qué porta usted en esa mano péndula?
-Llevo una trampa para cazar gamusinos y el que quiera saber más que se vaya a Salamanca, ¿hace?
- Pues,¡ ahora sí que estamos buenos!
Asimismo, todos nos recordábamos de frases geniales llenas de estoicismo y de humor negro, porque , cuando no había, no había, y santas pascuas, como aquel “esta noche ni tú ni yo , Teodoro, pues madre nos echa de casa” y la carta en la mesa presa del tío Enrique, otro personaje singular, al que todos conocisteis, y que velan el sueño eterno allá arriba entre los lienzos de pared del antiguo templo de San Gregorio aguardando la trompeta del Último Día que los despierte.
Memorable fue la despedida de aquel novicio (luego, no cuajó la cosa)que se iba a los frailes del Henar, por nombre Crescencio. Vino a despedirse de una vecina.


- Tía Piquilaya.
-¿Qué?
- Pues que me meto a cura.
-Pero,¿tú? ¿Tú?. Si eres un vaina. Andidiay.
-Dejo el siglo, señora Angustias (era su nombre de pilas, sin embargo todos la conocíamos por el cognomen de su marido el Piquilayo) Hice unos ejercicios espirituales, y me ha dado fuerte, y que me voy a los frailes, como lo oye... ya no nos volveremos a ver hasta el Valle de Josafat.
-Largo me lo fías, Cresce, pero, si ese es tu gusto, yo te lo apruebo y te doy mi bendición. Adiós, hijo, que tengas mucha suerte y que seas bueno.
Como recompensa regaló al neófito un duro de plata y dos docenas de soplillos, como viático para el camino. Ninguna de ambos presentes llegó al convento carmelita. Dio cuenta de los hojaldres y e los había gastado las cinco pesetas antes de llegar a Cuéllar.
A los quince días, ya estaba de regreso en el pueblo. Se encuentra otra vez con su vecina, quien se sorprende y se asusta, no estuviera viendo algún trasgo o visión celeste.
- ¿Cómo por aquí, tunante? Yo que contaba con ser tu madrina en el cante misa y tener un sacerdote a pupilo.
- Pues ya ve, tía Piquilaya. Sencillamente, no me probaba.
-¿Y de lo que te dí?
-Con putas y rufianes me lo comí.
-Anda, anda, con el santito...
 
Vegas abajo, tenéis el monasterio más antiguo de España y uno de los más venerables de la cristiandad. Muchos de vosotros estáis al tanto de sus vicisitudes y peripecias (fue trasladado piedra a piedra a los EE.UU.), de los que os hago gracia en honor a la brevedad. Quiero recalcar que esas piedras del ara venerable son un tesoro que nos vincula con el pasado y nos ayuda a acometer el porvenir con esperanza y optimismo. Son nuestros manes, nuestros dioses lémures y penates, tan importantes en las colonizaciones romanas. A ellos regresáis cada año y ellos os acogen. Es como volver a los cuarteles de invierno para respirar el aire que atando a la tierra regenera. Aquí tendréis el descanso del guerreo, el lugar al que retornáis para lamerlos las heridas , `para coger fuerzas, cargar las baterías y regresar como nuevo a la ciudad grande a la cual emigrasteis a haceros cargo de vuestras ocupaciones como estudiantes obreros, ejecutivos, grandes jefes o, simplemente, frailes. Estos días de hermandad y de solidaridad tonifican el espíritu y lo curten para las luchas de la vida. Yo os deseo vacaciones tranquilas sin libertinajes, veleidades, arrogancias, desidias o el mal perenne de la envidia, y mucha salud al socaire de los altos chopos de este valle enjuto entre las dos grises laderas de piedra toba, de zarzalejos y tomillares que nos circundan. Que no haya discordias entre nosotros, que reine la paz de Cristo. Que los hontanosoteros de arriba cabe la fuente y los sotohontaneros de abajo junto al recodo de los chimorretes sean una misma cosa: hermanos espirituales legatarios del mensaje de Bernardo y de Vicente.


Hecho estos incisos, porque aquí no venimos sólo hablar de piedras, de arcos y de cúpulas sino de la gente que ha rezado en las gradas del altar de nuestras iglesias antiquísimas, y tanto que se pierden en la noche de los siglos, porque el Cister no hizo más que recuperar un cristianismo establecido ya antes de las primeras invasiones muslímicas, de la era de los godos, y, antes de los romanos. En ese mogote de San Gregorio debió de haber un templo de urdimbre vaccea, pues tiene todo el aspecto de monte sagrado que convoca a las fuerzas telúricas ocultas en la naturaleza. El cristianismo no hizo más que consagrar un culto a la divinidad desconocida que existía aquí desde hace muchos siglos. Lo grande de estos añojales y barbechos es que no se puede trazar una raya exacta que divida al culto sincretista del trinitario.
El primer contingente de siete monjes bajo la estola del abate Raimundo que sucede a Dom Bertrand al ser promovido a la Silla Primada se establece en tierras de Sacramenia y su alfoz (Pecharromán, Santa Cruz, Fuentesoto, Valtiendas y Cuevas de Provanco) al correr de 1.142. Araron los capos, plantaron vides, construyeron cilleros, lagares y bodegas. Se cree que en la ermita de San Vicente trabajaron alarifes bereberes que habían sido tomados en cautividad por Alfonso El Emperador en Andalucía. Merced a la redención de penas por el trabajo aquellos buenos musulmanes consiguieron su manumisión y accedieron a la propiedad de la tierra. A ellos se debe todo el románico de ladrillo que se extiende a lo largo de un arco de herradura geográfico de los que sus dos salmeres de arranque serían Cuéllar y Arévalo, y Sahagún de Campos, la clave del dovelaje. Nos dejaron algunas de sus costumbres, ciertos rasgos faciales y algunas palabras. Todavía en nuestra iglesia de San Pedro no había bancos, como en las mezquitas, y las mujeres se sentaban en el suelo delante del hachero túmulo, para rogar por sus difuntos, a la morisca y llamaban a la manta del macho alfomar.
No quiero dejar de pasar por alto en esta bella atardecida de agosto pasar por alto que algunos aspectos de nuestra cultura se retrotraen al ascendiente semita, tanto árabe como judío. Cuando las persecuciones contra los hebreos de 1348 en Burgos, muchos de éstos salieron de aquella ciudad y se esparcieron por diversos lugares de Castilla, prefiriendo como refugio aquellas tierra de abadengo, colocadas bajo la autoridad directa del rey. Sacramenia era una de ellas por pertenecer directamente al fuero de Cardeña.
El Temple se crea no desde un afán belicoso contra las sectas, sino desde una óptica de paz y, a lo puro, guerra defensiva, condenando al pecado pero amando al pecador. En sus estatutos se mandaba rezar al cabo de la misa una oración en árabe y otra en la lengua rabínica. Los cistercienses quisieron ser la síntesis de la cruz como vértice de todo, no de la cruz al revés, y de volver otra vez a las andadas, cuando la lucha costó sangre de tantos siglos, como quieren los abanderados de las Tres Culturas.¡Ilusos! Nunca en España pudo haber eso sin admitir la prelación del Evangelio como norma de vida.
La integración llegó a conseguirse mal que les pese a muchos con sus altibajos y movimientos sistólicos y diastólicos propios de la historia de España, donde fue endémico el problema de los alumbrados, los judaizantes y aljamiados, que siempre tuvieron preeminencia y un mando oculto entre nosotros y para demostrarlo no hay más que echar un vistazo a nuestras letras del Siglo de Oro. En ella llevan casi siempre la voz cantante los conversos. Incluso, son de origen “marrano” la mayor parte de los tratadistas místicos: Teresa de Cepeda, Juan de la Cruz, Malón de Chaide, Fray Juan de los Ángeles, Sor María de Ágreda...
Aquí perduró hasta no hace muchos la tradición de las “tapadas”. Por las calles de nuestros villorrios uno se creía en Marruecos o en Irán al ver avanzar a las mujeres de rigoroso luto, cubierta la faz con el alfareme o velo de castidad, que no era sino el residuo del flámeo romano. Se cubrían entonces de los pies a la cabeza incluso para ir a trillar con manguitos y todo, y alguna hasta con el chal. Ahora se desnudan...
En las eras en más de una ocasión escuché yo cantar a una moza aquel estribillo del romancero trovado directamente del Cantar de los Cantar
                             
 “Morena me llaman, yo blanca nasçí.
                                 El sol del enverano me puso ansí.


                                 Morena me llama el hijo del rey;
                                 por la color de mi cara su amor perdí ”
 
La impronta cuneiforme vuelve a aparecer e las ménsulas, escocias y cimacios decorados a la morisca en la mayor parte del románico. Late esa superstición de las suras del corán iconoclasta a representar la figura humana por evitar la idolatría. Dichas cláusulas de la Ley que recita la azalá del alfaquí cinco veces al día en la fórmula del “khotbah” vedaban a los creyentes cualquier imagen antropomórfica por no haber otro Dios que Alá [la ilah ilá Allá], un dios celoso que no admite rivalidad. Este resabio iconoclasta es absolutamente morisco y la antítesis de lo romano. Los latinos eran fetichistas. Sus templos consistían en un camarín sellado donde ardían lámparas y ofrendas. El profeta quiso dar a sus creencias un marchamo de abstracción al amor de la taxativa ley de que Alá está en todas las partes y no tiene porqué representado. Es un ser espiritual lejos de toda materias y esta suposición va a ser retomada por los docetas y los priscilianistas , remisos a aceptar la presencia de Jesús en la eucaristía y mucho más a manducar su carne, siendo todos ellos de costumbres vegetarianas. Por eso la decoración que lucen las archivoltas y capiteles se esgrafía en lóbulos, grecas, trenzas ficoideas y arabescos. Alguno de estos menestrales que buril en ristre esculpieron las columnas que decoran la ermita de San Vicente y las helgaduras del ábside debían de estar soñando mientras trabajaban en el Jardín de Alá, un Paraíso de gozos diferentes y hasta sensuales (los guerreros que hubieran perdido un brazo combatiendo en la guerra les volvería a nacer allá y las piernas cercenadas en la lucha por el Islam crecerían otra vez, y les servirían a la mesa una corte de bacantes y de huríes que para distraerles cuando estuvieran aburridos danzarían para ellos la danza de los siete velos) al que prometió el Salvador, que sólo atiende a los goces y recompensas del espíritu. Para nada a los deleites carnales.
Sin embargo, en medio de este bosque de coníferas de piedra y de tallos de ramas salvaje, podremos distinguir en las ménsulas a alguna dueña medieval tocada de su caramallo que ciñe su faz en un barboquejo, moda de aquella época, de origen francés, y que servía de coronación al brial, como también, ya en el lado de la epístola, admirar el busto del glorioso Vicente obispo que proclama su triunfo martirial entre dos palmeras por cada uno de sus flancos y que aparece con mitra y báculo bendiciendo con el dedo índice y corazón de su diestra. Para estar vivo sólo le haría falta recitar el salmo XXVI que empieza: “Justus ut palma florebit”. El justo florecerá como la palmera, etc.
 
La vida en ese convento bernardos, como en todos, transcurrió sin novedad desde su establecimiento en 1147 hasta la desbandada general de la desamortización de Mendizábal, un albalá de 1835 que disolvía las órdenes religiosas. Los frailes vivían cara al sol observando las intercadencias de la veleta de la torre claustral y bajo la férula de la campana que regía la vida monástica distribuyendo las actividades cotidianas: las siete horas canónicas, con Maitines a media noche y las Vísperas con el entrelubricán o luz del Oeste.  Alzaban con la aurora y se acostaban al último rayo del crepúsculo. Las horas de trabajo manuales se alternaban con el estudio, la copia de textos en el armolianum y las visitas en el refectorio. No quedan en Santa María de Cárdaba rastros de esta dependencia pero en el Monasterio de Piedra, en Teruel, otro enclave cisterciense, el viajero puede   contemplar las bóvedas del comedor satinadas por el humo de siglos. Las cocinas estaban en el mismo lugar donde se hacía la colación. Solía ser la parte más caldeada del convento y justo al lado estaba el dormitorio. Queda el de Poblet, que era enorme y con una capacidad como para quinientos lechos, para atestiguar esta vida en común, que caracteriza a los cistercienses.


Había un superior, el abad que en algunos casos sólo dependería a efectos de jurisdicción del clavero o maestre, pero pro norma general los abades eran mitrados y su predominio era omnímodo. No dependían de Roma a efectos disciplinarios más que para cuestiones dogmáticas. En Sacramenia llegaron a juntarse hasta tres centenares de monjes entre profesos y oblatos o donados, sometidos a la disciplina de un prefecto. El capiscol o maestro de capilla se encargaba de los cantos del coro, el racionero, de atender a los pobres; el cillero, del menaje del grano; el ecónomo, del hogar. Había un hebdomadario encargado de leer para los padres mientras se sentaban en el refectorio.
Destacado lugar ocupaban los pendolistas o expertos calígrafos que transcribían los códices.
El paso del tiempo  transcurría sin notarse entre la sencillez , la rutina de los actos repetidos día a día, pero de forma muy ordenada y meticulosa. Se desconocían las prisas y los sobresaltos. Todo era parsimonia.
San Bernardo escribe su regla con mucha minucia y es una respuesta a la suntuosidad de Cluny, el amor al lujo y al boato, tratando de enmendarle un poco la plana a San Benito. Taxativamente se prohíbe en los estatutos de la “Carta de Caridad” tener celda propia. Los frailes dormían en una crujía separada cada cama por una mampara o una cortina. Manducaban a la misma hora, marchaban al trabajo juntos y rezaban bajo el mismo techo y sus voces se esparcían, en ese fabordón incesante de letanías y de antífonas rebotaban contra las paredes y pilastras de sus templos bien artizados y dotados de una excelente cata acústica para la reflexión de los movimientos vibratorios sobre las superficies cóncavas. La mística bernarda es coral y del todo comunitaria.
Permitía pocas concesiones al individualismo.
Todo era liturgia. No se había descubierto todavía la oración mental. Los que toman el escapulario blanco, color de la Virgen Madre, ofrendan sus vidas en conjunto.
1835. El albalá del ministro de Isabel II secularizando los monasterios. Un día triste para la catolicidad fue aquél. Abandona estos lares el último hijo de San Bernardo. Sin embargo, durante la Guerra de la Independencia, quiero recordar, nuestro monasterio tuvo una importancia capital como vivac de guerrilleros. Fue incendiado por las fuerzas de Murat, a cuyas órdenes los fementidos y temibles morriones polacos sembraron el pavor, el pillaje, la violación de mujeres y el expolio general. Porque fue cerca de este lugar, entre Honrubia de la Cuesta y Carabias que las hordas napoleónicas pasaron por las armas a varios miles de patriotas.
Corría el año 1809 cuando Juan Martín el Empecinado, que venía huyendo de Castrillo de Duero, se refugió en Fuentesoto en una de esas bodegas con puerta de madera y un montante tenebroso excavadas en la roca viva que contemplamos todos desde aquí, y luego un hermano lego se lo llevó al convento de Santa María de Cárdaba vestido de arriero. Cuenta D. Hardman, historiador inglés, en la “crónica de un guerrillero” cómo había acampado con una partida de sus leales en el ejido de Pecharromán. Los monjes lo recibieron con los brazos abiertos. En el refectorio durante el almuerzo contó el cabecilla cómo había sido traicionado por sus paisanos en Castrillo de Duero. Hubo de salir de naja valiéndose de una estratagema para evadirse de la cárcel municipal y, fiado de su valor y de sus descomunales fuerzas(era capaz de derrengar a un mulo de un puñetazo) y de su agilidad para esquivar las celadas que lo tendieron, consiguió contactar con los suyos viniendo desde Aranda campo través. Tuvo que estar metido tres días en un cubete hasta que los frailes estuvieron seguros de que los que estaban en la dehesa de Pecharromán eran de su partida.


“Oyendoles el prior - declara Hardman- que era un hombre de talento, muy piadoso y buen patriota, aconsejó a Juan Martínez Díez abandonar la provincia y pasar con su facción a Castilla la Nueva, donde no encontraría la hostilidad de los que habiéndolo conocido pobre e insignificante, envidiaban su encumbramiento, así como las fuerzas físicas que le dio Dios, que verdaderamente eran legendarias. Le ofreció cartas dimisorias y salvoconducto para todos los abades cistercienses de Andalucía y Portugal que lo protegieran. Le dijo:”Nadie es profeta en su aldea. Vete en paz, Juan Martín. A Mahoma le ocurrió lo mismo en Medina. Deja, pues, tu comarca y huye a otras donde te ha precedido la fama, para que puedas seguir defendiendo la causa de España y de la fe.”[9]
 Con esta alusión a una de las figuras más conspicuas de nuestros anales, Juan Martín El Empecinado - también pudiera llamársele el incomprendido- y uno de los de la leva del Cid, un hombre de la ribera, epítome de las virtudes y defectos de nuestro pueblo, quien tuvo la desdicha de morir en el rollo de Roa, él que se alzó contra el oprobio extranjero en defensa de las libertades por las órdenes de un monarca calamitoso como fue Fernando VII y al que él había defendido con las armas en la mano, pero que luego hizo renuncio y se revolvió contra los castellanos de pro que habían arrojado al francés de la península, quiero poner punto final a esta disertación. Roa no lo supo comprender y le dio garrote un aciago día de mayo de 1825. Era un prócer, un vástago directo de las ideas cistercienses, un hombre empapado del espíritu altanero y magnánimo de los hijos de la tierra.
Cuentan los que presenciaron su ejecución que, cuando era llevado entre doce mamelucos al cadalso, consiguió doblar el brete que inmovilizaban sus pies y las cadenas que lo maniataban. Dio muerte a golpes a seis de la escolta y pelotón de cincuenta lanceros se las vio y deseó para sujetarlo a golpe de bayoneta. Todavía se llevó a algunos por delante; moriría peleando. Roa, el pueblo al cual, años atrás, había conseguido libertar del yugo gabacho, pagó con moneda de ingratitud su gesta. A nosotros sotohonateneros nos cabe el honor de haberle dado acogida aunque sólo fuera escondido entre las duelas de un tonel que precintamos en una bodega como si fuera vino añejo, y vino añejo de alta gradación era el alma del Empecinado como nuestros mejores de esos que sólo merece escanciar una vez al año. Así derramó su sangre como vino superior. Pero ya se sabe: si la piedra da en el cántaro, pobre cántaro.¡Pobre empecinado! Remaba contra corriente. se adelantó a su tiempo. Pudo con los franceses y con los traidores de su facción, no pudo con los Cien Mil hijos de San Luis. La historia siempre está a punto de repetirse. He dicho “
 
 
 
 
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Capítulo III
 
JOYA CISTERCIENSE EN LA CÚSPIDE DE PAJARES: SANTA MARÍA DE ARBÁS
   
 
UN HITO DE LA ASTURIAS MÁGICA
                   


 Emplazada en un lugar que irradia fuerza lumínica y silencio, al pie de una ladera donde comienzan las escarpadas del Monte Ervasos, recatada y modesta pero luminosa en la noche de las estrellas y de los surcos, ara de soledad y de silencio vivificante, a un lado del camino y como contemplando el paso de los hombres, sus carruajes y sus reinos, orante y como en éxtasis por todos ellos, soportales y aleros, archivoltas de la iglesia de Arbás a la solana de la cordillera cántabra, poco antes de que comiencen los pendios, precipicios y vargas de la ladera de Pajares, marca el primer jalón de un rosario de monasterios que daban escolta a los peregrinos(Acebos, las Monas, Campomanes, Mieres del Camino, Monsacro, Valdediós, en la ruta guardada por los cistercienses) ya en la bajada. Es como una hermana mayor, arcipreste de devociones mariales, que está en el secreto de muchos tránsitos, de marchas y de contramarchas, portal de Asturias, y casa matriz de todos ellos. Sus sillares hablan de la importancia que tuvo antaño la vida cenobítica en el ámbito visigótico. Esos revoques platerescos y barrocos de la fachada ocultan la pureza de líneas por de dentro, como si la pureza de las nieves y el aire incontaminado de las cumbres se hubiesen obstinado en guardar intacta casi a la fábrica medieval.
Al visitarla, se participa de ese misterio, de la pujanza del catolicismo en su mejor hora. Aletea bajo sus bóvedas como una premonición de eternidades. Es un baluarte, un revellín de plegarias en los antemurales del Valle del silencio. Por el oeste, se va de risco en risco hasta Covadonga y por el Este nos dirigiríamos hacia Astorga. En Arbás parece estar el ingreso a esa laberinto mágico que se llama Hispania, la patria del dios Pan, o, si se quiere, el lugar exacto donde comenzaba el Jardín de las Hespérides.
Como digo, no es lo que a primera vista parece, una iglesia de montaña encajonada en los congostos del camino real.
Siempre que pasé por este sitio - y son veces ya desde aquella noche en que aparqué mi “600" recién estrenado al amor de sus muros, cansado como venía de las revueltas del Rabizo  y algo mareado por la sidra en mi primera excursión rodada en 1969- sentí como un latido de los antiguos dioses. Era la llamada del Monte tabor. El hombre aspira a la verdad, la bondad y la belleza. Siente nostalgia del edén perdido. No llevan razón los que quieren volvernos a la condición heredada, según Darwin, del simio. Nunca seáis remisos a esa llamada. Sentid la caricia de las alas protectoras del ángel en vuestros rostros.
Escuché una voz que me dijo:
-¡Qué bien se está aquí, Señor! Montemos una tienda, una para ti, otra, para Moisés y otra para Elías.
Hay lugares muy determinados de España que desparraman un magnetismo incomprensible. Arbás del Puerto pertenece a la lista. La voz de la gracia que incomprensiblemente y por tortuosas sendas me ha llevado a unir mi vida a Asturias sonó para mí en estas cumbres una noche de julio. La bóveda celeste era un palio tachonado de perlas vivas. Todo framontano tiende al lugar de sus ancestros y la querencia de una existencia pasada, si es cierto que el alma del hombre transmigra y se reencarna, irradiaba desde aquel punto. Treinta años más tarde de aquella cita con mis manes, en un hermoso crepúsculo de agosto, he llegado a ahondar en la causa del poderoso influjo. Allí se escondía una imán. ¿Por qué?
Es una razón esotérica y personal, como esotérico y personal es el Cister. Allí sentía la mirada de Fray Millán, el que se me apareció en Manhattan, monitor de mis desconsuelos. La ruta me llevaba a otra vida que viví al socaire de la túnica blanca y el escapulario negro. Noté sobre mis lomos el calor del cíngulo con el que te ata el abad el talle en el momento e la profesión cuando todo el Capítulo entona las estrofas del “Veni Creator” y tú el cuerpo prosternado en tierra y con los brazos sientes el impulso del vuelo de la paloma que quiere remontar vuelo hacia el Paraíso. El cíngulo es el cordón umbilical que te ata a los brazos de Santa María. Ven, acercate.  No soy digno. Nada sabes de lo que os tengo preparado. ¡Sufrimos tanto, Virgen bendita! Sois los escogidos. Alegraos en el dolor que expía la culpa. Pero, Madre, no me dejes. Es tan oscura la noche y tan prolongada la crujía...


Todo tiene una explicación larga. La Magna Mater tal y conforme la entiende el Dr. Melifluo es la bisagra que abrocha las dos mitades. Representa la fusión de lo creciente y lo menguante. Pregonera de la Encarnación y sombra intercesora de lo eterno, ella será nuestro refugio, porque a través de su personalidad doble, el Dios de Israel se humaniza, baja de lo alto, y el hombre pecador e imperfecto se diviniza.  Acoge en su regazo las dos edades: el tiempo de gracia y el tiempo oscuro. Reina en Arbás sobre la cima de las dos vertientes. Los que honraban a la diosa Cibeles con sus cantos peanes y los ritos isíacos estaban reconociendo a Cristo a través de María. En la polémica que amargó las relaciones entre los dos apóstoles, llevaba razón Pablo al preconizar que la circuncisión no es imperativo sine qua. Cristo, aunque nacido en el seno del Judaísmo, no pertenece ya a la Ley de Moisés sino a los hombres de buena voluntad de todas las razas y de todos los tiempos. Pertenece a todos nosotros. Aquellos que siguen el mandato de la caridad son “naturaliter animae  christianae” aunque no hayan sido adscritos a la Iglesia mediante el bautismo.
Bien que el apóstol de los gentiles, un exaltado y un extremista, al emprenderla a golpes   contra los flamines de Afrodita y los adoradores de Diana, estaba exagerando. Como buen judío, algo le constreñía a la letra muerta de las prescripciones rabínicas. Sin embargo, ya no sería nunca posible la marcha atrás.
El Temple supo penetrar más allá en el conocimiento gnóstico que era emanación de la tradición helenística. Entendió mejor el mundo romano que aquel vehemente Pablo, el cual, por mucho que proclamara su ciudadanía en aquel “cives romanus sum” que exhibía como salvoconducto a los que lo perseguían, sigue amarrado a las filacterias que lo enganchaban al mundo de Moisés. Y la humanidad necesitaba un cántico nuevo, un corazón más limpio. En realidad, el cristianismo, aunque nacido en el seno de la sinagoga, es una forma de religarse a Dios diferente e incluso opuesta diametralmente al judaísmo. Se debe a todos los nacidos. A los hombres de antes y después. Cristo hoy, ayer y eternamente. alfa y omega, broche del círculo. Al reencarnarse en el seno de María había querido mostrar un símbolo pontificio que conecta la orilla umbría y la solana.
Al estallar el segundo milenio, se vuelven a recuperar los viejos cantos de la “Virgo turreata” que había domado a la muerte con la fuerza de su fecundidad. Una virgen en Nazaret había parido un niño. Cibeles, Mitra, Diana, Afrodita eran el símbolo de la vida ovante en su germinar vencedor. Se comportan como un anticipo de la Deigenitrix. Se exhuman de lo hondo de los surcos las tallas de las vírgenes negras, y todas las catedrales tienen por nombre votivo el de Notre Dame. San Bernardo en sus delicadas extravagancias pasionales, llevado del fervor hacia Santa María, parece que desbarra. Sus composiciones presentan una ascendencia de paganismo. Pero, al resucitar esas reminiscencias estaba siendo inspirado por el Espíritu Santo que se sirvió del esoterismo de aquel noble borgoñón para llevar adelante los planes de la economía de la salvación. En la Madre Redentor se cumple la parábola del grano de mostaza y las preconizaciones del “Magníficat”:”Y me llamarán bendita todas las generaciones”.
 
La psicología cisterciense propende a ser síntesis de lo viejo y nuevo, y, superando la retórica de los primeros siglos de cristianismo, vuelve a conectar con los conocimientos perdidos. Es romano y occidental por antonomasia. Si se quiere, reconduce y purifica algunas supersticiones de antes de la caída del imperio, y presenta toda esa solidez profunda que en arquitectura caracteriza al románico.


El Circo Máximo, el Capitolio, los acueductos en toda su grandeza y soberbia factura en sus paramentos, fachadas, galerías y exedras ofrecen demasiada obra muerta. Muchos vanos sin aprovechar que vuelven los recintos deslumbrantes por fuera y tenebrosos por dentro. El románico, en honor a su nombre, timbra tales constantes. Sin embargo, supo edificar, como por arte de encantamiento, y por auténtica inspiración del Paráclito que secundaba a los hombres, una floración de maravillosas construcciones que tenían algo de las casas de campo de Toscana y ofrecían una ornamentación ingenua y tosca al estilo de las esculturas en relieve sobre los arcosolios y columbarios de las catacumbas de Santa Práxedes o de Santa Cecilia. Los temas de los sarcófagos, donde resplandece el candoroso júbilo de los creyentes en la Resurrección entreverado con el realismo de los ciclos estaciones, que proyectan esa santidad de la naturaleza o préstamos de la cosmogonía sincretista reconducida a la mitología religiosa, inspiran a los maestros que labraban los tímpanos románicos: el Buen Pastor, que no es más que una refundición de Endimio Crióforo y de Mercurio, el atlante que carga a cuestas con un globo. En el tránsito paulatino de unas creencias a otras, el Cofre de Danao se muda en Arca de Noé. Elías sube al séptimo cielo en el carro de Plutón. La vid báquica, emblema del placer y de todo lo bueno y rotundo que, en su fecundidad y mudanza depara la vida, es ascendida a símbolo de la Eucaristía, entre frondas de flores, haces de trigo y gavilla que tanto gustan de formatear los buriles románicos para rendir tributo a los ciclos estacionales. El crismón mesiánico, el pez eucarístico, las guirnaldas, el ave Fénix y el pelícano. Los rostros son toscos y las figuras humanas desproporcionadas, picudas, rechonchas o cabezonas, pero aparece linda y bien lograda la ejecución de los paños.
San Bernardo insiste: ”Réspice stellam. Voca Maríam”. Ella es la estrella y la estila dulce en el mar amargo, denso en procelas, de la lucha por la vida”. Su majestad hace pensar en las ricos y exaltados dípticos y espondeos de aquellos argones encargados de custodiar el altar de los sacrificios a Júpiter. Nada tiene que ver este candor del santo con las complicaciones y retorcimientos del mundo levítico. El Covenant, demasiado pegado a la letra, descuida el espíritu. Nunca podrá entender esta ternura hacia una simple mujer el hombre judío. El culto de hiperdulía supérstite preluce al crudo realismo mosaico. Deben darnos pena los pueblos que no acatan el valimiento de Santa María. Siempre estarán huérfanos. Son dignos de lástima. No son capaces de mirar para la estrella, ni de invocar a la dulce estila. Serán precipitados de repente en el océano de las tinieblas.
No se puede abarcar tanta grandeza. La penumbra de las iglesias cistercienses se convierte así en el Helicón de los que sueñan en Cristo. Ha sido siempre el más sagrado e insuperable de todos los estilos. Nadie ha sabido imprimir a la piedra tanta sobrecarga de espiritualidad. El gótico suprime luego las penumbras aligerando el dispositivo que desemboca en la apoteosis ojival donde las bóvedas se encaraman como queriendo saltar hacia las estrellas y las viras de la tracería suben y suben a la búsqueda de un infinito. Las catedrales son un alarde casi exhibicionista de la materia que en pugna con las leyes de la gravedad llega a divinizarse. Todo es vitalidad, belleza, artizada polifonía. Dicen que Reims y Chartres fueron diseñadas siguiendo una escala de valores que imita la gradación del arpegio y las oscilaciones del Péndulo de Foucauld. Reflejan el guarismo de la nota de un libreto con infinidad de negras, blancas, corcheas, fusas y semifusas. Por eso, presentan un aspecto tan musical que invitan a entonar un “Te Deum” a chorro libre. Son dechados de perfección acústica u ortofonía. Fueron edificadas para el sonido, porque éste es, de los cinco sentidos, el primero que capta la fe. Ya sabemos que el diablo nunca fue un buen músico y apostillen los alemanes que los “malos no saben cantar”[10]


Esta maestría fue producto de la sabiduría gnóstica. Los Templarios indagaron entre los hebreos, los judíos y los árabes y debieron de quedar absortos cuando descubrieron que la altura de la pirámide de Keops, el cono más perfecto, evoluciona a una altura de 149 metros, que representa la vertical de la altura entre la Tierra y el Sol multiplicado por 1.000.000.000. Las leyes de la belleza se combinan con las verdades matemáticas de la Física. De esa forma el arte gótico aparece impregnado de la armonía de las esferas celestes.
 
Entrar en la esta iglesia solariega de Arbás por la puerta lateral de arcadas embebidas apeadas sobre capiteles de traza fabulosa y en el que se repite el tema ursino, del oso rapante de la escatología druídica que  hace acto de presencia más que regular en los blasones de la heráldica del norte ( el oso que mató a Favila, el oso encaramado, prendido de las garras de un árbol) pero que aquí entronca con la leyenda de la fundación del oso domado y uncido al carro por un cantero, formando yunta con el asno y el mulo; la peligrosa fiera transformada por un milagro en caballo de tiro, es un anticipo del asombro que sentirá el peregrino de Compostela ante el Pórtico de la Gloria, dentro del contexto de la continúa obsesión exegética por el Bestiario mitológico que caracteriza al románico. Cada representación encierra en su arcano una semiótica algo más allá de su tosca composición. Se trata de un salvoconducto, un talismán para entrar en el huerto de las Hespérides. Era un lenguaje que entendían los iniciados.
Pasamos a un zaguán enmorillado,  extasiados en los arcanos de la arquería, prieta de figuras y de símbolos que aluden a la resurrección de Lázaro ( por tres veces esculpida en tres edículos del tímpano), la serpiente que se vuelve cerdo, y el cerdo, que, a su vez, se transforma en oso. El oso que rampa, la culebra que repta y el cerdo que hoza practican una interesante ambivalencia escultórica dentro de la iconografía del medievo. Todos los pórticos románicos animan a la reflexión escatológica. Como si de ellos descendiera la iluminación solemne. Contemplarlos transmite paz y gozo, a pesar de la muerte, que es conculcada y del diablo que se aparece a las almas, en guisa de mono, de sierpe, o de un asno demoledor y obstinado (“Assinus ad lyram”)[11] la mayor parte de las veces. El burro toca la flauta. Al final siempre Jorge termina venciendo al dragón, colofón triunfal de la gloria expectante, que impregna de lógica tanta fantasmagoría onírica. Ha salido del estro arrollador de una raza de iniciados, gigantes visionarios. Hay un trasfondo de Cristo que asegura y bendice, como una querencia sublime de revelación. El conjunto constituye una investidura de eternidad.
Nunca el hombre estuvo tan cerca de los misterios del legado evangélico ni alcanzó la cristiandad un grado de clarividencia espiritual como en este frondoso estilo de muro sólido y de verdad consistente.  El gótico es sólo un apéndice, la conclusión ovante de este gran delirio didáctico del Maestro Mateo al que da cima el bosque sagrado, que sirve de pauta a los artistas normandos para la erección de sus catedrales. El óculo vertical de la aspillera del ábside desemboca en el rosetón policromado, ese calidoscopio de colores policromados de la rueda que gira sobre un centro inmóvil que a su vez activa todo cuanto se halla dentro del círculo de influencia. El motor no padece mudanza ninguna. Dios es eterno e inmutable.


Dentro ya del templo, nos sentimos como en un laberinto de paz sacerdotal y agrícola. La nave central remeda un arbolado de piedra toba o caliza, sus poros iluminados por los resplandores de soles milenarios que la han bañado colándose por el rosetón, un elemento indispensable, pues así lo determinan taxativamente las constituciones de la Carta de Caridad, en el arte cisterciense. Es una luz de canto de vísperas. Se percibe aquí a las fuerzas cósmicas librando un combate invisible. ¡Alta tensión! El alma se dispara hacia lo alto levitando en la búsqueda de lo imperecedero. Los ojos se quedan fijos en ese centro de la rueda que no experimenta mudanza en medio de los vaivenes de la luz que da vueltas. Ha empezado el tiovivo de los rayos secantes y toda esa fascinación que esparcen las combinaciones de la hora mágica del entrelubricán.
Las nervaduras de las bóvedas de arista convergen en el almizate o harneruelo que abrocha la cimbra. Parecen brancas celestiales de la palmera mística extendidos sus brazos hacia arriba en gesto frondoso de eternidad. No muere nunca la ceiba. La éntasis de su robusto talle la mantienen a cobro de las ventoleras, pone en fuga a la furia del huracán Se busca la hebilla que engarza lo invisible con lo invisible. La ceiba, roca del bosque sagrado, es Cristo. El almizate ojival remeda al ónfalo de“omphalus”( el ombligo, la mitad), el punto donde se produce la comunicación entre el mundo de los vivos, de los dioses y de los muertos. A través de este cabillo iniciático se accede al verdadero conocimiento. Los nervios se aovan en ensamble octogonal.
Otra vez, el ocho templario, como en Ponferrada, la Vera Cruz de Segovia o el atrio circular de Eulate. Ocho lados posee la cruz de las ocho órdenes militares (Calatrava, Montesa, Avis, Thule, Malta, Hospitalarios de Jerusalén, Santiago).Son los ocho lados de la rosa de los vientos y los ocho grados de la gama de colores del espectro. Es el número áureo de los alquimistas.
Arbás trata de armonizar por primera vez en las historia de la Arquitectura la solidez normanda con la esbeltez de la ojiva. Las bóvedas se apean, como en Sacramenia, sobre pilastras, responsiones y columnas. El ábside lo corona una cúpula gallonada. Sus ocho franjas, como lenguas del Cenáculo, convergen en el almizate del vértice. El artista trató de captar a la vez la consistencia del hipogeo etrusco con la llama enardecida de la lengua de fuego de Pentecostés. De la combinación de esas fuerzas contrarias nace una misteriosa tensión espiritual. Vida y muerte se vuelven complementarias.
Una talla románica de la Virgen preside el presbiterio, justo detrás del altar. Aparece sentada en un trono de majestad y bendice con dos dedos. Su augusto y melancólico mirar cuadra con el color plomizo de este mediodía de orvallo  montañés. Resulta impresionante el ambiente de brumas. De plata se vuelve la luz gris y en medio del silencio místico creo atender a las voces de coros lejanos que devanan letanías. Solos monódicos que nos revierten al Mantra y a las preces hesicasticas, los ritos de purificación, y al eterno combate entre la vida y la muerte, el pecado y la gracia. Cuanto más sencilla es una música, más inefable. Estas piedras han sido colocadas para recoger las vibraciones del canto llano.
 Los gemidos de misericordia rebotan sobre las cavidades con un timbre de voz antiquísimo, ecos de la dulce melopea de los monjes que acá rezaron otrora. Las codas celestiales aun perduran, estableciendo entre el cielo y la tierra una escala de Jacob con peldaños de ida y vuelta, irradiadora de protección. “Mater admirabils”, “potens”, “clemens”, “fidelis” , “prudentissima”... Trono de la sabiduría... Avanzamos hacia la catarsis. Un ángel se ha convertido en maestro de ceremonias de una misa cantada interminable. Se empapan de añoranza todos los poros del alma impregnada de la sonoridad del aire. El Tercer Ojo escucha melodías de un diapasón que nunca sabrán captar los oídos de la carne. “Ex auditu ad fidem”, sentencian los escoliastas. Es el más sutil y intelectual de los cinco con que contamos ya que nos lleva a Dios. De la misma forma que el olfato potencia la memoria, la vista, la contemplación, el tacto, la sensualidad, el gusto, la aquiescencia a los placeres, por el oído comprendemos la realidades de la revelación.


En los templos románicos es este sentido el que más manda. Todos los demás se encuentran sometidos a esa grandeza acústica, a la sonoridad que lo impregna. Los frescos que pintaban sus paredes apenas se atisban y las figuras de los ábsides historiados casi ni se distinguen en la penumbra, pero la voz se haya diáfana y cristalina, como en sintonía con las grandes vibraciones del universo. In principio erat verbum
 
María, emperatriz, madre de la ciencia administra el conocimiento a los elegidos desde el curul hierático. ¡Cuánta sabiduría insospechada encerrada bajo ese nombre! Comanda las estaciones, rige los vientos, avanza hacia el futuro triunfante sobre el carro del que tira una yunta de leones mansos. Este es el principal mensaje del oso domado de Arbás. La bestia será subyugada. La carroza en la cual marcha enjaezada y atalajada de los dones de la espiga, la flor y el pámpano, significa el paso del tiempo, la vida que se renueva.¡ Loor a la Magna Mater, a la Virgen en cuyo vientre late el infante que será presea de nuestra salvación, el Mesías al cual asesinaron los malvados de Israel ! Desde entonces, Dios mira para los gentiles que quisieron reconocerlo. A través de la Mujer, Dios abrazó a la gentilidad. Esa es una de las claves secretas de la mariología, lo que la tanto la retórica concepcionista a ultranza del barroco como el materialismo ateo no ha sido capaz de entrever: la fecundidad que perpetúa la raza de los llamados.
Su templo, que como todas las fundaciones cistercienses, goza de la advocación de Santa María, reclinado sobre un cueto en el arranca de un “arva” (campo alto), era el punto de recalada de los peregrinos que hacían la ruta de Compostela por Oviedo (camino francés). Parece ser que la veneración a la Cámara Santa de San Salvador en la ciudad de Júpiter, esto es  Oviedo, cuya toponimia arranca del genitivo de este sustantivo,”Ovis”.
Se construye por una donación de Fruela, hermano carnal de Doña Jimena, e hijo del Conde de Oviedo, a los frailes blancos, recién trasladada la corte asturiana a León. El carácter hospitalario y militar del edificio ha dejado por entero su impronta en el edificio, a pesar de sus múltiples reformas y revoques, todas esas manos de cal y de arena que han dado los siglos.
La Virgen en su gremial dorado parece que me sonríe. Entonces, me prosterno. De lo hondo de mí sale el canto de completas al uso cisterciense. Se entonaban en el crítico instante en que caía el telón de la noche sobre el horizonte y se encendían los primeros cirios de la vigilia. Mi voz modula sus vibraciones a lo largo, lo ancho y lo alto de la casa de Dios vacía, donde Cristo sigue esperando a los hombres:
Ecce iam noctis tenuantur umbrae. Lux et aurorae rutilans coruscat: supplices canora voce praecemur, ut reos culpae miseratus, omnes pellat angorem, tribuat salutem, donet et nobis bona sempiterna munera pacis. Amen[12]
Es una llamada a la luz del alba desde lo más profundo de las tinieblas de la noche. Lleva la marca de la liturgia cisterciense de una estructura efébica. Cristo es Helios, el sol sobre el que gravita el universo. Sus tres símbolos son el huevo, la almendra mística, por eso en el pantocrátor se le representa saliendo de una especie de vulva, rasgando el himen de las tinieblas, el orto del amor que vence siempre al entrelubricán de la maldad y que cada noche se renueva, y la vid, que cura y embriaga.


La iglesia de Arbás, primorosamente reconstruida al final de la guerra por un hijo del polígrafo Menéndez y Pidal, cuya familia era oriunda precisamente de estos términos, fue un “ribbat” o fortaleza contra las incursiones sarracenas y hospital de peregrinos. Nunca hay que perder de vista estas dos variantes de la rama activa cisterciense: la defensa del cristiano hostigado por las algaradas desde el sur, y la curación de los enfermos.
La letra arrasaba en los siglos medios. Capítulos adelante, veremos el pavor que inspiraba esta palabra y la segregación y cuarentena de la que eran objeto aquellos que la padecían. Muchos al enfermar se lanzaban a los caminos en búsqueda de curación o contraían la enfermedad en plena ruta. Se encomendaba a San Roque. Llevaban consigo una carraca o tablillas de San Lázaro que al ser agitadas su sonido anunciaba a los demás viandantes que se apartasen; allí llegaba un leproso. Otro mal era la sífilis que a veces se confundía con las letras por sus llagas purulentas. Camino Francés y Mal Francés son casi homónimos. Las hospederías, asilos y lazaretos que se desparraman a lo largo del camino son en realidad leproserías y hospital de apestados. Arbás era uno de esos sitios. Llegó a contar con siete crujías con una capacidad de trescientas camas para cuidar al malato. Muchos no avistarían los cuetos del Monte del Gozo, ni regresarían a su lugar de origen en Francia, Alemania, Escandinavia, o Constantinopla. El Apóstol les enviaba a aquellos monjes providenciales para cuidarles en la hora suprema. Los pobres caminantes enfermos encontraban refugio en las casas de Santa María.
Debido a lo áspero y escarpado de esta ladera de Eivaso, que permanecía aislada a causa de la nieve en los crudo inviernos del páramo leonés, y batida por los vientos polares que soplan desde Peña Urbina el sostenimiento de una comunidad se hizo problemático. A ello debió de contribuir la relajación de las costumbres monacales a medida que se acerca el Renacimiento. El cister sufre un eclipse a partir de la supresión del Temple a comienzos del s. XIV. También las peregrinaciones jacobeas aflojan en ese siglo y se inician una serie de movimientos místicos en Alemania capitaneados por el Maestro Eckhart que dudan del valor de los actos externos, como pueda ser la peregrinación. En el Kempis tampoco se recomienda esta piedad que suele ser puerta abierta a la disipación:”Los que muchos van de acá para allá visitando Santos Lugares o acaparando reliquias poco se santifican”. Esto lo había podido haber dicho perfectamente Lutero. Erasmo, jaquetón y lenguaraz, dos centurias más tarde, le da la razón al autor de la “Imitación de Cristo”.
El decimoprimer siglo abre la puerta al apogeo de la religión. Cristo se hace presente en la vida de las gentes. Fueron nada más que cuatro o cinco siglos. Después parece que se aleja y ni el Humanismo, la Enciclopedia y menos el Modernismo han querido aceptar su rostro de misericordia, pero en todos los católicos del mundo queda como un poso de añoranza de aquel reencuentro con el Señor. Ello explica sin duda el auge que han vuelto a tener las peregrinaciones jacobeas en el verano de este año finisecular, cuando esto escribo.
San Bernardo representó para el mundo católico como un estallido luminoso de estrellas que regó los campos de agosto. De su figura y obra emanan un ímpetu tan súbito e inexplicable con los elementos de juicio a nuestro alcance. El doctor Melifluo lleno del fuego del Espíritu Santo debió de ser uno de esos varones incandescentes que iluminan toda una época. Desde que llama a la puerta de la abadía de Citaeux y allí es recibido por San Roberto hasta su muerte sobre el mapa de Europa se multiplican. En tan sólo una generación se produce esta floración milagrosa de cistercienses cuyo predominio abarca desde Rievaux en el Yorkshire hasta Tomar en Portugal y desde Pontevedra hasta la Polonia profunda, ya casi en la estepa rusa, que era dominio de los escitas. Es una verdadera eclosión de frailes blancos, que marca el apogeo de la vida monástica.
Por desgracia, y por esa regla inexorable de los movimientos de oscilación y de gravitación, como todo lo que sube baja, el cister también cayó.


  La personalidad del fundador de esta orden es una de las más enigmáticas y sorprendentes. Hay incontables facetas en este monje borgoñón: el doctor Melifluo de simpatía arrolladora y desconcertante hermosura viril, como nos lo retratan los bolandistas del P. Croisset, guarda escaso parangón con el polemista infatigable en las aulas de la Sorbona donde sostiene una cerrada con Abelardo y Arnaldo de Brescia, o con el agitador de masas de la Segunda Cruzada que electrizaba con sus sermones al auditorio. Luego, está el político taimado, el escritorista, que se atreve incluso a amonestar al propio papa. Medió en las reyertas entre Inocencio II y Anacleto, lanzando un anatema contra éste último y considerándolo antipapa. Fue el consejero y valedor exclusivo del pontífice a continuación del cisma: Eugenio III.
Hay otro bernardo inspirado, clarividente y profético, al difundir por el Occidente cristiano los presagios de San Malaquías, que hablan del fin de la Iglesia jerarquía, y el inicio del milenio igualitario, o “quiliasmos”. Estas ideas  se contienen en “De vita Sancti Malaquías et de rebus gestis”.
San Malaquías era un monje inglés que profesó en la orden bernarda y, consagrado obispo de Armagh, hubo de abandonar su sedea causa de las persecuciones de los monjes de St. Dunstan. Murió en los brazos del abad Bernardo. Sus pronósticos sobre los papas reinantes del siglo XI se han cumplido a carta cabal, tanto en lo que se refiere a los papas entronados como a su divisa. Así por ejemplo el que hace el número 69, Paulo IV, tasado con el blasón de “fide Petri” respondió a esta evaluación anticipada enfrentándose a los judíos de Roma los cuales execraron su memoria, según podremos comprobar más adelante en este libro. Caso parecido fue el de Benedicto XIV, “Animal rurale” que padeció con constancia las persecuciones y trabajos, con la paciencia de un buey, como se deduce de la historia de su pontificado.
La lista da comienzo con Celestino II “ Ex castro Tiberis”  y acaba con “De gloria olivae”,número 111 del catálogo. Según los cálculos malaquianos estaríamos, al abrir página el tercer milenio, en el penúltimo de los sucesores de San Pedro, el 110. A J.P.II le corresponde el distintivo “De labore solis” (los trabajos del sol) porque verdaderamente ha sido el sol de los pontífices, y su luz e proyecta en medio de grandes trabajos y la amenaza de las tinieblas y de un mundo en guerra. El ciclo se cerrará con el triunfo de la paz; ese es el sentido de la rama de olivo. Desandará los caminos andados por su predecesor, estableciendo la concordia entre los creyentes desorientados. Morirá mártir.
Uno de los afanes primordiales de san Bernardo fue poner coto a los abusos e intrigas palaciegas que pesan sobre San Juan de Letrán. Así se deduce de sus advertencias a Eugenio III. Fray Justo Pérez de Urbel llega a escribir en su “Año Cristiano”:” A la sazón Bernardo fue el verdadero papa de su tiempo. Claraval tenía más importancia que Roma”.
A lo largo de todos sus escritos insiste en la importancia que tiene la devoción a la Virgen María como salvaguarda de la fe, y al poner a la humanidad a los pies de la Madre de Dios, estaba viendo desde su atalaya iluminada por la luz del Espíritu Santo la necesidad de humanizar el rostro de Dios haciéndolo más femenino. Asigna a la Virgen el papel de corredentora, pero se muestra remiso a su concepción inmaculada. A ella va dirigida las dos plegarias más grandes en Occidente del culto a la Virgen: el “Salve Regina” y el “Acodaos”. Su discípulo, Malaquías, con esa ferviente pasión por Nuestra señora que es común a los monjes blancos (cartujos, trapenses, y cister) anunció que será “Ella la que rescate a la Iglesia de las fauces de la sierpe”.


Sin embargo, no todo fueron aciertos y panegíricos. El santo postulador de la causa de María fue un fracaso político. Los reinos cristianos se desentendieron de su llamada a la unidad. Comprobó que la cruzada segunda por él predicada fue un desastre. Parece mentira que tantos aspectos pudieran cobijarse a la sombra de un hombre solo. Bajo su iniciativa quedaron abiertos 150 cenobios en el espacio europeo, casi todos ellos se fundaron aprovechando otros monasterios arruinados, o antiguas aras votivas a los dioses celtas o romanos. Bernardo no derriba los viejos ídolos; antes bien, los rebautiza y los incorpora al acervo espiritual del cristianismo. Reconduce el tributo a Júpiter y no le importa bendecir antiguas aras de Minerva o de Cibeles. Esta es la cara oculta de lo románico, pero siempre partiendo del principio de Cristo como fuente de toda gracia y propulsor del conocimiento. Las gentes viven y progresan gracias a la Redención. “Extra crucem nulla salus”. Pa él la Iglesia no es más que un medio, nunca un fin. Solamente la cruz salva. El hombre para vivir en armonía con Cristo ha de apartarse y vivir en el retiro de la naturaleza, sus ojos fijos en el sol que torna. Para volver al mundo para defender la cruz cuando ésta estuviera en peligro. Sus monasterios y las órdenes por él inspirados constituyeron un baluarte de protección. El Islam se estrelló contra este antemural de plegarias. Si no hubiese sido por San Bernardo, toda Europa hubiese caído en las garras del Islam.
El cister empieza a perder su predicamento una vez terminada la reconquista en 1492. Su labor había sido dada por concluida. Expiraba una misión para dar paso a otra. Terminaba la época de los buceadores. El triunfo de la Iglesia tridentina significó tenerse que adocenarse. Obediencia de cadáver, taxonomía de Ignacio a sus pupilos, era un pasaporte a la solidez piramidal del ordeno y mando, del anatema. Doctores tenga la Iglesia, pero el aire se cuajó de poltrones de la sopa boba, practicantes de una doble moral, que se arrodillaban ante crucifijos. Demasiados santos deshumanizados y hornacinas pobladas de nimbos de cartón piedra. No discutas. A callar. Todos como en misa. Se había interpretado con alguna indolencia a Jerónimo, el hirsuto y ardiente dálmata que muestra una obsesión erótica sublimada a lo largo de sus escritos, sentencia: “No busques más la ve. Te basta con saber lo que pone la Vulgata”.
Y el Kempis no para de apelar al “vanidad de vanidades “ del Crisóstomo como vacuna contra el excesivo afán de conocer:”No escudriñes, hijo, si quieres acceder al bien “. Los santos de cartón piedra acaban en memez oscurantista. Hazte un eunuco, si quieres conseguir la vida eterna. Castrate.  Ardua norma. Como llevaron a cabo una hermenéutica poco imaginativa y al pie de la letra la palabra del Señor, que estaba hablando de otras renuncias y entregas y sólo utilizaba una metonimia, obraron con poca consecuencia. La herida del concilio de Elvira tardó siglos en curar. No se puede dilapidar la tremenda hijuela del Galileo y sus máximas para alcanzar la vida eterna en una obsesión por el control del instinto erótico que remata en demencia. Dios no quiere monstruos, ni hipócritas, ni impostores. Sigan siendo crueles y castos. Cometan con su mente retorcida torpezas de toda índole. Sólo los limpios de corazón verán a Dios.
San Bernardo parece que escruta a través del óculo de su celda y mira el campo, contempla las flores, oye el canto de los pájaros, observa la rueda del disco solar en su girar impenetrable. Quiere saber, porque la indagación no puede ser un freno a la magia del misterio. Es un pesquisidor entregado y tenaz de la Magna Scientia. Con su postura de estudio y de súplica santifica la gnosis que había sido condenada en los primeros siglos, pero él quiere trepar por la enredadera que tapa la pared y la escala. Ser cristiano viene a ser como perderse en el corazón de los designios divinos, el dédalo impenetrable.


Ese es el mensaje esotérico que trasciende los muros sagrados de este enclave a horcajadas sobre las cimas de la cordillera cantábrica. Es el primer hito del llamado convento asturicense y umbral de ingreso a la ruta jacobea. En cierta manera, portón del Paraíso. Allí se inician toda una serie escalonada de monasterios que llevan hasta San salvador de Oviedo. Fragancia tan sobrenatural no es extraño que suscite la ira del Cálido que no entiende de tales razones. Nos quiere ahora analfabetos, pegados a la ubre del televisor, y todos, contra todos, y, si no en guerra, por lo menos, recelando unos de otros. Crea disensiones y dominarás el mundo. Así es mejor  
 
Estos días de agosto del verano del finmilenio un columnista de la “Nueva España” órgano del Sionismo internacional que ha abierto casa en los chiscones del Fontán - el alcalde Gabino invita a espichas y a inauguraciones, pero esta “Nueva España”  ya no es la mía sino una España insolente, buscona, reivindicativa, corta de vista y muy en plan de aldea global -, uno de esos plumíferos que me parece se sientan al ordenador tocados de una montera picona y con un talante de genios superdotados para la hipérbole que hincha el perro para poder sacar cada día el periódico a la calle, un periódico en el que toda noticia o todo personaje ha de pasar por las horcas caudinas del ramalazo local [se piden ejecutorias de asturianía y , si no muestras patente de ovetense, no sales en la foto ni te bautizas], pedía la demolición de todas las catedrales góticas. Se quedó muy a gusto después de soltar tan infame osadía. Parieron los montes. ¿Cómo podremos sustituirlas? ¿Con horreos? Ya quedan pocos. Se los ha llevado el viento.
Habrá que echarse a temblar porque vuelven los mineros de la marcha sobre Yarrow con un hacho y un candil y la dinamita fresca. Hay ganas de revancha. Los buitres circunvuelan en rasante barruntando la cadaverina de los cristianos lanzados a la arena. El aire sopla muy cargado de presagios. El pato no se conforma con su suerte y quiere transformarse en urogallo.
Sin embargo, no mareemos la perdiz. Peticiones como la del columnero abajo firmante certifican la muerte de España. Asturias, mágica e iniciática, era su cuna y mostraba desde los montes este magnifico cancel del Arbás, cumbre del cister, a espaldas de Covadonga y los valles del silencio bercianos, por el otro cabo. No cabe entrada más sublime al edén que desde la perspectiva del alto de Pajares. ¡Magnifica puerta de ingreso a los valles que dominan el escenario de Peña Urbina!
Bajo la dirección de un hijo de Menéndez Pidal (don Ramón , aunque nacido en Coruña, se mostraba muy orgulloso de su ascendencia citomontana y solariega de Pajares) en 1969 se procedió a la reconstrucción que fue llevada a cabo con el gusto del eminente arquitecto, muy familiarizado con las peculiaridades del arte cisterciense. Respondía de esa forma al espíritu de su padre, uno de esos sabios, rara avis, que alegran de tarde en tarde la existencia de los que se dedican al estudio de de la verdad y de los que aman la belleza. España, como demostró el polígrafo y astur ilustre, era la patria del Dios Pan, el jardín de las Hespérides, donde estuvo ubicado el Paraíso terrenal, en algún lugar al otro lado de la cordillera que contemplan los muros de Arbás.
Alfonso X nos la presenta, también como un lugar de abundancia, por la fertilidad de su sueño y la clemencia de sus aires. Todo lo contrario, pues, del criterio que han venido sosteniendo los escritores del 98, a mi modo de ver demasiado encumbrados. Dicha hipótesis de locación edénica la han refrendado algunos estudios cosmográficos recientes. Es una obsesión constante de la nueva paleografía. El Hombre de Atapuerca ¿ era el ser humano que vio y vivió ese paraíso?
Los trabajos llevados a efecto por Luis Menéndez y Pidal rescataron de las ruimas a este importante templo que permanecía en estado de abandono desde el Barroco. Ahora pertenece al obispado de León y se halla adscrita como parroquia dependiente del Priorato de San Isidoro. La obra de reforma fue sapiente y decorosa.


Estudiando su primorosa iconografía nos encontramos a un pensamiento medieval de rasgos heliocéntricos. El Cister representa la apoteosis heliocéntrica de la recitación hesicasta de las horas canónicas en alabanza de la Trinidad. Luego vendría la ruptura antropocéntrica del Renacimiento. Los retablos y basas angulares, donde curiosamente el tema religioso no es el más frecuente irradian quietud y belleza, todo conforme a un misticismo ancestral que encuentra su precedente en las pintadas de las Catacumbas.  Hay asimismo una constante preocupación por la trasmigración y las almas y la reencarnación. De otra forma no se explican los grifos, arpías y esfinges de los Bestiarios. Es una poesía didáctica que se agolpa contra los muros con una carga apodíctica y de demostración poderosísima. Lo que nos dice un tímpano románico vale por una cascada de silogismos. La Teología inicia el vuelo. El ángel, rotos los sellos, despliega ante la mirada atónita del creyente los papiros de la revelación. Es la magia del “libri muti” (el libro que calla) investida de elocuencia. Se demuestra la proposición de que “ en principio era el Verbo”. Aquel menestral maneja una horca y éste sabio de barbas patriarcales se inclina sobre un atanor. Un ser alado en el vértice de una de las ménsulas se lleva el índice a los labios. Callad, hombres insensatos. Guardad silencio. Es otro símbolo alquímico para significar la grandeza de aquel que es llamado a un estado de contemplación viviente.
 Estadios zoomórficos, antropomórficos y vegetativos, se superponen; las tallas de arenisca del zócalo sobre el portal confirman la leyenda augural del oso devorador de hombres y del buey clemente y manso - Apis era adorado por los egipcios y se convierte en el toro de San Lucas- que bajo las riendas de un auriga divino se pusieron a trabajar y aceptaron el yugo, juntas zarpas y testuces. El oso esculpido es motivo central del tímpano de Santa María de Arbás. El ángel y la bestia pueden trabajar juntos, combinación de contrarios y emblema del poderío divino para domar a las fieras y amainar tempestades.
 Se cuenta al respecto que una noche de cellisca un capataz, varón piadoso, favorecido por dotes de clarividencia y que gozaba de una fuerza física descomunal, escuchó golpes y mugidos en el muladar. Se levantó de la cama y con un blandón en la mano para alumbrarse y, en la otra, una estaca  bajó a la cuadra: un oso había penetrado en el redil,  había dado cuenta con sus zarpazos de varias mulas y estaba acabando con la vida de los bueyes. El buen cantero luchó con la fiera toda la noche a brazo partido. De amanecida, cuando ya lo tenía dominado, el oso salvaje se tumbó a sus pies y habló con voz humana de esta manera:
- En loor de Santa María, de hoy en adelante dejaré de ser oso y me transformaré en buey.¡Gloria a la Trinidad Augusta, amen!
Acto seguido le lamió las manos.  El animal, ya del todo domesticado, consintió la armella y , uncido al yugo de la carreta de los yangüeses, empezó a laborar en el acarreo desde la mañana siguiente. Participaba en las labores del campo y entraba en la cuadriga de tiro para el arrastre de las piedras. Esta historia tiene un sabor profético a los textos de Isaías donde se anuncia claramente que el león se apareará con el cordero y las lanzas serán convertidas en rejas. En ella, asimismo, se encuentran resonancias de la leyenda del Lobo de Gubio, amansado por San Francisco. Es la mejor metáfora del cristianismo, con su poder de transformación mediante el amor y la palabra.


Como consecuencia de este hecho maravilloso, el cantero se hizo monje y contaba hasta el final de sus días que aquella noche la Virgen María le había evitado una muerte segura librándole de las fauces del plantígrado y que este acto de misericordia sería un presagio de lo acontecería al final de los tiempos. Las gleras y cantiles de la base de estre monte misterioso, el Ervaso, donde las noche de luna llena la mole de la cumbre irradia destellos sagrados, están en el secreto de una promesa de salvación a un mundo convulso y en crisis. Justo aquí se cerró el paso a las hordas del infiel y el avance musulmán sobre Europa frenó frente a estos riscos imponente que son avanzada de Covadonga. En Santa María de Arbás un misterio de viejas promesas nos cerca y nos vence como le ocurrió al oso devorador. La fuerza bruta tendrá que rendirse ante la fuerza espiritual. Hay que volver a resaltar esa cualidad del cisterciense para penetrar en la realidad ultra telúrica, esa energía invisible que irradia del cosmos, que tienen todos los sitios donde ellos edifican templos. En parapsicología se denomina psiquismo a este fenómeno
La historia nos embelesa: que una bestia curupia se transforme en paciente bóvido, se someta a la tralla y la rienda del auriga y entre en razón es una parábola de la sempiterna lucha contra el dragón. El mito del eterno retorno. Será el mal domado y acabará tomando el yugo de la virtud. Tendrá que unirse al proyecto de santificación y transformación de un mundo nuevo. Algunos apostillarán que el mal no existe, pero esta proposición no es más que una entimema gratuita.
El Cister recoge el testigo de esa inclinación romana por construir puentes, alzar estatuas en lugares muy concretos dominados por lo telúrico. Siente la ergasiomanía del mundo romano, la “cupiditas aedificandi” o fiebre constructora. Precisamente por de dicho atavismo ergasiomaníaco, o pasión vehemente por la arquitectura, surgieron las catedrales. La devoción a la Virgen, como floración o resurgimiento de otras formas de adoración antigua a Isis, Mitra, Palas Atenea, Cibeles o Afrodita del culto a la fertilidad, movió el gran impulso, siendo el vértice de apeo entre lo antiguo y lo nuevo. De tal modo que no haya oposición lógica entre la Mujer que aparece en el Apocalipsis con la Mujer de esas creencias sincretistas. Después de todo, el papa acaba de decir que Dios es también femenino.
Aquí, en las alturas cantábricas, se clavó el primer cipo con el cartel de “No pasarán”. Sus calcaños sujetarán el morro de la bicha. Todos los pueblos del orbe entonarán cantos de alabanza a la Trinidad. Jesús, hijo de Dios, a través de María, cancelará la culpa. El triangulo trinitario se convierte en cuadrilátero.  Faltaba un lado. Para avanzar en el camino de lo perfecto lo par es necesario. Dos, cuatro, ocho, doce... veinticuatro. Ese número áureo les introdujo a los cistercienses en la clave del laberinto. María, nombre mágico, se repite a lo largo de los valles, corona las cimas, elige su trono en los desiertos, colma de dicha y de armonía los bosques impenetrables. Es sed de belleza y de infinito. Por eso, decía Papini que todo lo que es bello tiene un entronque netamente cristiano. De esa belleza sin una aplicación utilitaria no participa el mundo judío, que es un mundo convulso, terrible, cultor de un dios vindicativo. Al contrario, en el NT Dios se manifiesta a través del Amor, y éste no es otra cosa que Verdad y Belleza, los tres ángulos del Ojo que todo lo ve. El pecado de estos tiempos ha sido la vana observancia de acabar con el Tabor y volver todos al Sinaí. Se trata de dos compartimentos estancos. Aquello quedó sobreseído y es por esa incapacidad para el compromiso con cosas que atañen al legado evangélico por lo que la verdadera Iglesia, que ha desplazado su epicentro hacia Moscú, donde se han hecho más sanguinarios los zarpazos indiscriminados de la serpiente, y ya no viene dirigida desde Roma, sede de la impostura, está siendo perseguida. La primera consecuencia del Vaticano II ha sido dejar en manos sionistas la Barca del Pescador.
Pero esto no es más que un un accidente.
 En santuarios románicos como el de Arbás parece que el tiempo se para. La muerte es derrotada.
Más cerca del cielo que de la tierra este monasterio en un congosto de la cordillera, parece que lleva a las estrellas en sus zancajos.


Canteras y torrentes, gleras y algún matorral. El aire se afina. A horcajadas sobre el lomo de la sierra las filas de roca que bajan en pendiente forman una protuberancia radial que recuerda a la silla de montar. Un cíclope invisible ha dejado allá su albarda de rocas por donde desciende la nieve y el corzo campa. Aquí todo es querencia de techumbres olímpicas. Oteo la figura de una suerte de sufra geológica que sostiene las varas de una correa de tiro invisible. Los valles en el regazo de la pendiente seca y pelada forman una especie de alfamar verde en lo hondo de la roca viva que sirve de cauce al río Bernésga.
Es un escenario que conviene contemplar en noches de luna llena, con esas lunas fuertes del septentrión que en el Bierzo parece que nos acercan con su luz bañada de misterio al tiempo en el que reinaban los gigantes. El arte románico con su simbología inocente parece capsular el lenguaje telúrico de estos “arva” en un afán de superación por la senda del camino iniciático. Aquí las fuerzas de proyección, ascensión y freno parecen haber encontrado techo. Arbás es una especie de non plus ultra, un no va más de la ruta jacobea. “Per arva ad astra” (Por los campos altos se sube a las estrellas) que diría Virgilio. Todo nos habla de esa tensión hacia lo alto, de ese deseo de superación. Desde aquí casi palpamos la cúspide y nos sentimos reconfortados los que venimos huyendo de la persecución.
Utilizando medios tan humildes e incluso simbología pagana el mensaje bíblico y el anuncio de la resurrección parecen entrar por los ojos. Por la puerta de Baco se entra en la luz de Cristo. El ambiente es de pesadilla, como una pesadilla. No ha conseguido el cantero un dominio de la perspectiva por lo que hay una desproporción y una mal trabada melanthesia  que tornan monstruosas las representaciones dionisíacas de hidras, grifos, sierpes, huríes, arpías, cerastes, víboras cornúpetas, monjes con cabeza de perro, ardientes llamas que son como convulsiones de las Euménides,  y el Mono de Serapis, del que se dice que era hijo de Cronos, porque establecía el padrón de división entre los días y las noches. Justo a cada hora orinaba. Este plano escatológico de parábola iniciática y de jeroglífico se combina con la cotidianidad más tosca y absoluta - es un arte para entrar por los ojos con pocos resabios intelectuales- de cosechas y vendimias, frailes que escuchan un sermón o andan a capítulo como en los cimacios del convento de Santa María de Nieva. Aquí, en Arbás, todavía no se ha llegado a ese candor. Habrían de pasar dos siglos. En el mudéjar aragonés a estos elementos figurativos se agrega la escritura cúfica.
El matiz dionisiaco de los monstruos sagrados que configuran la iconografía del románico es inalienable. El artista no renuncia a la materia, expone en toda su crudeza la realidad de la vida, la presencia del mal, la acción del diablo, pero con ahínco trascendente trata de divinizar esa materia que se nos ha legado el Salvador.  Las alusiones a sus poderes taumatúrgicos son indeclinables: el pecado se convierte en gracia santificante.   En la piedra está Platón, Aristóteles y se va al encuentro de las enseñanzas de la cultura del Nilo de la mano de Hermes Trimegisto, junto con las enseñanzas del Genésis, el Libro de Ruth y los aforismos de los Doce Profetas. Los círculos se entreveran formando una pirámide helicoidal. Todo en un revolutum por el que se llega a la verdad inalienable de la sindéresis cosmogónica. Todo se contradice en apariencia, per recuperamos el hilo de los razonamientos y vemos que todo cuadra debajo de una intención devastadora. Nos empapamos de semiótica. Del panteísmo y del Logos griego arribamos a la exaltación del Cristo en majestad, juez supremo de todas las cosas, centro inmóvil del movimiento que circula por doquier y estalla en la música de las esferas. Palpamos, en definitiva, lo inefable.


La Carta de Caridad aspira a la fusión del ámbito de lo sensible, y de lo ultrasensible, del alma y el cuerpo, del todo y la parte en Cristo Jesús. En ella se rechazan los postulados de la ley vieja y los errores de Mahoma, mas en ningún momento se condenaba a los hermanos extraviados del judaísmo o los adeptos de otras sectas. En casi todos los asentamientos cistercienses aparecen alarifes moros y banqueros israelitas. Los templarios fueron mucho más allá. Tras la misa - es una pena que los rituales fueran quemados con Jacques de Morlay y que ardieran con él en la pira de la Bastilla en 1315- rezaban en comunidad junto con la oración a San Miguel, protector de iglesia y sinagoga, el “Escucha Israel” de los rabinos y la” alfadía” que repiten cinco veces al día los cadíes . No se practicaba la intolerancia étnica o racista, pues todos los hombres somos iguales, redimidos por la sangre del Salvador.  Ese fue el primer gran hallazgo de los cruzados, pero, con arreglo al espíritu de la época, en caso de ataque defendían la fe con la espada. A lo largo de la ruta de las peregrinaciones sobre todo en el camino de Santiago fue erigido un glacis de protección a los caminantes. Las ordenes militares se encargaron durante siglos de esa protección permanente, y, cuando asomaba en lontananza el almoflate o trinquete de la Media Luna, subiendo por el sur, y la línea del horizonte se convertía en un bosque de lanzas , de rodelas y aljubas, sonaba el toque de llamada al grito de Santiago cierra a España, y monjes y soldados convocaban a la hueste para aprestarse a la defensa. El santo y seña santiaguista se contraponía al que proferían los almuedenes desde lo alto de las mezquitas “yilla ilah alá”. Se pensaba a pie juntillas - creencia seguramente esotérica- que el Hijo del Trueno defendería a los que llevaban la cruz encarnada a manera de peto sobre su brial. Ciertamente, el grito olímpico de “Santiago cierra España” fue el muro contra el que se estrellaron las pretensiones de conquista del Islam que sonó desde poternas y barbacanas  de los monasterios almenados.
Aquellos frailes hacían la guerra defensiva pero nunca practicaban el derrotismo psicológico que pavorosamente agarrota a la cristiandad al día de hoy. Moros y judíos preferían vivir aparte segregados en sus aljamas con arreglo a sus costumbres y sus propios códigos legales. No eran molestados para nada. De no haber sido por ese espíritu tolerante, no hubiese cabido esa interacción tan fructífera que ha dejado poso a lo largo de los siglos en nuestra forma de ser: cientos de palabras de origen semita, multitud de costumbres, supersticiones, creencias. No. La barbarie no es cristiana. Y ahí están, para probarlo, la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada. Son ilusos los que consideran que Mahoma es tolerante, cuando desde Despeñaperros para abajo apenas quedan vestigios arquitectónicos de la importante cultura bizantina antes y después de la fecha fatídica del 711, mientras que, desde la sierra de Guadarrama hacia el Duero son muchos más importantes los vestigios que se conservan. La jarca, cuando llegaba, arrasaba, talaba e imponía la cuna coránica que empieza a mostrar su talante exclusivista desde la primera sura:” No hay otro dios que Alá, y Mahoma es su profeta”, una ley que allí donde llega tratará de imponerse, o por las buenas o por las malas.
Por eso, encuentro una verdadera gracia divina mi acercamiento en peregrinación al Paso de Arbás . Su presencia es un símbolo que alza su espadaña de advertencia a la apostasía y a las maulas en que nos hacen vivir los herederos de don Opas. La mentira y la credulidad fueron la llave de la traición que abrió la puerta de España a los sarracenos. Me parece que en forma de nube la sombra de Don Rodrigo se pasea por las cumbres vírgenes de Peña Urbina cantándole estrofas plañideras a su Cava.  Por una hurí casquivana  y un rey atolondrado vino a perderse España. Sin embargo, en este verano último del siglo, de eclipses y de impasses, se alza la sombra de protección de este adoratorio, que abre la puerta al helicón astur, como un bastión eterno. Quizás las campanas desmelenadas tengan que volver a expandir por la campiña su mensaje de bronce, tocando al arrebato al son de “Santiago cierra, España”. No se trata de un grito agorero. Es casi una premonición. ¡Y que Santa María nos valga!


 
 
 
 
 
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CAPÍTULO IV          
 
 
CATALINA DE SIENA Y LA DOCTRINA SOBRE EL PURGATORIO


 
 
  
 
* una vida llena de raptos, clarividencias y otros prodigios.
* Santa Catalina es una demostración de cómo Dios se revela a los humildes y se oculta a los soberbios, poderosos y sabios de este mundo.
* Salvó a la SRI en un tiempo tan difícil como fue el Cisma de Occidente. Sus oraciones sirvieron para que el papa Gregorio XI se restituyera de nuevo a Roma.
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En mi corazón no hay diferencia de sexos. Yo fui el que hizo al ser humano varón y hembra y para mí no hay distingos  ni condiciones - le decía un día el Señor a Catalina de Siena en aparición particular -. Y  yo hago lo que quiero. Por eso, deseo que sepas que en estos tiempos el orgullo de los hombres se ha hecho tan grande, especialmente el de aquellos que se creen sabios y discretos, que mi justicia ya no puede resistirlos y está a punto de confundirles mediante un justo juicio. Pero, como  la misericordia está en mí siempre al lado de la justicia, quiero antes darles un aviso para que se reconozcan y se humillen, como hicieron los judíos y gentiles cuando les envié personas ignorantes, pero a quienes había yo llenado de sabiduría. Sí; yo les enviaré mujeres débiles e ignorantes por naturaleza pero prudentes y poderosas con el auxilio de mi gracia para confundir su ignorancia. Si reconocen el estado de locura en que se encuentran, si se humillan, aprovechandose de las instrucciones que les enviaré a través de mis mensajeros débiles, tendré misericordia de ellos “[13]


Este párrafo encierra la clave para comprender el proceso misterioso de las apariciones en la Iglesia Católica y el controvertido tema de las  Mariofanías, desde la de la Salette a la de Lourdes, pasando por Fátima, El Escorial, Medjiogore y otros muchos lugares donde se registran episodios preternaturales. Aunque es una capucha muy amplia, en el que puede  esconderse de  todo; desde la fraudulencia al misticismo. Está claro que Dios no puede utilizar el mismo lenguaje que el de los hombres. Que nos movemos en un plano convencional. No hay visiones oculares apenas, sino intelectuales. La gracia del contacto físico con la deidad muy pocos la han tenido verdaderamente.
Hecha esta observación, hay que decir que  no se puede entender la Redención ni incluso el Covenant sin esta predilección que muestra la Sabiduría Increada por los pobres, por la más abyecto y despreciado. Es una convocatoria a las nupcias espirituales del divino novio con las almas de su dilección. Él al que escoge, lo escoge.  Con las escurriduras y detritos vuestros, y las piedras que vosotros rechazabais, yo formé mi templo. Seleccioné con los sillares que vosotros mandabais al estercolero mis columnas foreras. Fueron los pobres los arcos basales del edificio de la redención. Dios nos lo advierte. El Dios de los milagros y de la intervención de su potestad para abrogar momentáneamente las reglas por su augusto designio arbitradas es y está, mal que les pese a muchos positivistas fanáticos y blasfemos, ebrios de racionalismo y de cordura. Nunca sabrán entender las locuras del Espíritu Santo.
El caso de esta sencilla burguesa, hija de un tintorero de origen mahometano y convertido al cristianismo viene a corroborar lo afirmado. Hay que tener en cuenta que la SRI (iglesia Romana) atravesaba por una de las crisis más profundas que se habían conocido. La humilde virgen toscana recibió el designio del Señor para hacer las veces de embajadora y plenipotenciaria de sus deseos ante los grandes de la tierra, papas, cardenales, reyes. Su cometido fue acabar con el denominado cisma de Occidente. Estaba secuestrado el Romano Pontífice en el destierro de Aviñón. Las reformas de dominicos y de franciscanos no habían sido óbice para que Roma fuera un ahechadero de corrupciones, simonías, salacidades, incluso crímenes. Tanto fue así que esta “ignorante”, cuando fue a entrevistarse con el pontífice a la sazón reinante en Aviñón, Gregorio XI, un francés que no sabía italiano, saludó al vicario con estas palabras:
- Debo de declarar que Roma está infectada de vicios, Santidad.
El papa guardó silencio.
 Dos siglos antes, otro monje de gran inocencia de vida, reprendía al todopoderoso Eugenio III con un réspice que debería dar que pensar y recapacitar a los que, en un deseo, quizás loable de defender al vicario de Jesús para ponerle a cobro de sus enemigos, quieren mermar la santidad de la doctrina de aquel que lo ha escogido para el gobierno de su grey y le dijo:
- ¿No os dais cuenta, Padre Santo, que no sois más que polvo vilísimo y que dentro de seis meses estaréis siendo pasto de gusanos?
Era Bernardo de Claraval


Catalina de Siena una pobre mujercita fue la escogida para enderezar los caminos torcidos tras el llamado Cisma de Occidente.   Por encima de hagiógrafos y detractores, resulta un hecho incontrastable y un claro ejemplo de lo mucho que puede Dios. La entereza de esta hija de Sto. Domingo  que iba por Italia predicando la penitencia, dejando una estela de santidad y de conversiones (sus seguidores eran los famosos “ caterinati” incondicionales, gente aventurera o de aluvión, el equivalente a los  “ yurodivi” rusos, practicantes de la negación total, incluso la de la propia honra y practicantes de la “ kenosis” o autoaniquilamiento. Eran los  locos de Cristo, el cual tantas veces en la historia toma por la senda menos convencional y se une al grupo de los pobres, de los desposeídos, de los borrachos)  demuestra que el sometimiento a la voluntad divina por parte de aquellos que siguen al Salvador y tratan de imitarle en la inocencia de vida ha de tener prelación sobre la autoridad humana. Dicho de otra manera- una vez más - Dios escribe con renglones torcidos al derecho y confunde a los soberbios, hace ludibrio de los poderosos y se muestra como el verdadero Señor de Israel de la forma más inesperada. Como cantó María de Nazaret en el “ Magníficat”.
Taumaturgia.
Un rosario de prodigios y de predilecciones celestiales encauza  la vida de esta sierva de Dios. Su biografía parece increíble vista desde la perspectiva de 1999 cuando las mujeres se engríen, se fomenta el adulterio y es de buen tono incluso la fornicación. Empiezo a escribir este estudio el primero de diciembre en que celebramos el Día Mundial del Sida, cuando todo el mundo es solidario, pero nadie se arrepiente.  Ayúdame, Catalina, virgen de Cristo, a hacer una canto a la castidad tan necesaria en estos tiempos y enseñame la humildad de no tener que callarme, acomodaticio, ante los improperios, transgresiones y pecados de omisión. Rodeado por ellos vivo.
Nació en Siena, ciudad toscana, en 1347. Su madre se llamaba Lapa y su padre Jacobo Benincasim. Vino al mundo en un parto doble, que hacía el número veinticuatro de una vasta prole habida de la unión del tintorero y Lapa, una mujer de singular belleza. La madre era una gran vividora y tenía mucho miedo a la muerte. Pero un milagro de su hija haría que Lapa pudiera alcanzar edad provecta. Sin embargo,  esta prolongación de la existencia no fue un don sino una especie de castigo, porque vio morir a muchos de los suyos, cosa que lleno de tristeza los últimos días de la anciana, como más adelante se verá.
 Su hermana mielga se llamaba Juana.  De niña era tan rica y graciosa que sus padres la llamaban Eufrosine, que en griego significa alegría, encanto, porque ya en aquella edad  tierna era el encanto y la alegría de los que la miraban. A los tres años se sabía el Ave María. Sus juegos no eran con muñecas sino con cromos de santos ,y a los ocho años quiso huir, como Teresa de Avila, al desierto; poco después, formula el voto de castidad ante un icono de la Madona con la siguiente fórmula: “ Prometo ser siempre tu esposa, Jesús Salvador y conservarme sin mancha “. Desde los ocho años en que profesa este voto de virginidad hasta la hora de la muerte, a los treinta y tres, nunca faltó a su promesa, ni cometió pecado de impureza. Lo proclamó en su agitada agonía, cuando los diablos, que habían sido contumaces adversarios toda la vida, no quisieron dejarla en paz ni en su lecho de muerte. El tránsito no fue dulce, ni mucho menos. Rara vez los escogidos gozan de una muerte beatífica. Han de pelear hasta el fin. Eso le ocurrió a Teresa de Lisieux, al cura de Ars y a la ilustre y tantas veces rememorada mentada Teresa de Avila. Es un rasgo de los grandes taumaturgos.  Francisco de Asís, muerto de tracoma a los treinta y tres años, permaneció delirando siete día consecutivos hasta rendir el último suspiro. Mucho tuvo que sufrir en embestidas del diablo, pero, con la ayuda del Señor pasó la prueba. A Teresita los demonios en su lecho final  le tentaban con la obsesión de que no había otra vida. Sentía  una angustia terrible, pero, cuando exhaló el postrer aliento, una paloma se posó en el alfeizar de la celda, derramándose por toda la estancia una fragancia de aromas exquisitos. Los mayores santos son hostigados con dudas y con vacilaciones hasta el final.
Pronto empezaron las grandes penitencias. Permanecía todas la semana sin comer. Dormía en el suelo con una piedra por almohada y una cadena de hierro la llevaba arrollada a la cintura a modo de cilicio. Su madre que quería casarla con un rico mercader de Siena no desperdiciaba la ocasión de humillarla en público. En cierta ocasión, la arrastró por el suelo, cuando, después de mandarle quitar la toca, vio que Catalina, en señal de penitencia se había tonsurado los cabellos.


Esta oposición materna, con ser empecinada, también la consiguió vencer, aunque su madre era partidaria de que contrajese matrimonio con uno de sus muchos pretendientes. Se dice de ella que no era hermosa, pero que tenía un algo especial. Su voluntad era de hierro. Hubo de huir de casa. Solamente un puñetazo en la mesa dado por su padre, el buen tintorero de Siena, al cual amaría tanto nuestra Catalina, conseguiría vencer la oposición materna al monacato.
- Catalina es libre. Podrá hacer lo que quiera..  Dejadla ir a su aire.
 Profesó en la Orden Tercera de Sto. Domingo de Guzmán. Las dominicas estaban siendo un revulsivo contra la depravación de costumbres. Sus conventos eran viveros de misticismo donde se contemplaba los grandes movimientos de la reforma, cuando la cristiandad se encontraba sumida en las tinieblas del cisma, provocado por Clemente V..
 Dieron comienzo otras pruebas. El Divino Esposo le regala con todo género de gracias especiales y de visiones, pero la santa duda de si todo esa clase de prodigios no pudiera ser artificio del enemigo de los hombres y Jesús le pone a prueba. Le dijo que para saber distinguir los milagros de Dios de los del Maligno hay que empezar por aborrecer toda vanidad, por mortificarse y por morir a sí mismo (kenosis, que  viene kεvωσ, y significa  vacío, exinanición contigo). Si alguien siente algo así como halagos y le gusta tener fama de santo, ello no es buen signo. Los favores celestiales empiezan  siendo pruebas, amarguras, crucifixiones, oprobios y más tarde se transforman en bendiciones. Antes, ha de morir el yo. Hay que despojarse de uno mismo. La ruta angosta por la cual lleva Jesús a los que elige es así de sorprendente, y casi siempre siguiendo los mismos pasos. Dios puede llegar a parecer desconcertante. Nadie puede poner puertas al campo. Su actuación sobre las almas a las que aparta para las nupcias espirituales resulta inquietante y alborotadora desde el punto de vista de la prudencia de la carne y de los respetos humanos. Es en virtud de este misterio carismático que vuelve inexpugnable e indomeñable al cristianismo, fuerza de redención y nunca de condenación. No queráis clasificarlo, ni ponerle etiquetas, porque el Omnipotente se sale del fichero. Él es el Amor invencible.
En la ciudad de Siena pronto empieza a cundir su fama de taumaturga. Para unos se convierte en piedra de escándalo, para otros en paradigma prodigioso del Espíritu de Dios. A  cierta  mujer que tenía lepra  acude todos los días a cuidarla. Besaba sus heridas y para vencer el asco y el horror que le inspiraba la enferma Catalina llega sorberse los humores que manan de las pústulas. Al cabo de tres semanas, ella misma  se contagia de la enfermedad de su paciente, pero, cuando ésta, que había pagado con ingratitud sus desvelos, entra en coma, de repente, la lepra de Catalina desaparece. En otra ocasión es una cancerosa, Teca, una beguina, del convento de las Hermanas de la Pobreza de San Francisco. Sus llagas despedían un hedor que tiraba para atrás. En su cámara olía a perros muertos; nadie era capaz de subir a cuidarla. La cancerosa aparte de estar enferma, era una  infame. Injuriaba a su enfermera diciendo cosas terribles, incluso llegando a atacarla - era una añagaza del artero y malvado Padre de la Mentira  que urde los más burdas acrimonias con tal de  confundir a las almas - por el flanco que más le dolía, y que era la virtud de la continencia. Un día que subió un poco tarde a cambiarle los apósitos, le dijo sin ningún remilgo Lapa:
- Mucho tardaste, Catalina en venir. Por lo que veo, te gusto yo menos que tus frailes. ¿ No es el padre prior uno de los que te sofaldan  y tú te dejas hacer? ¡Porque te gusta eh! ¡ Así prolongas tanto la acción de gracias después de la misa!
- Hermana. ¡ Por Dios! ¡ No diga eso!


Sin embargo, la enferma no dejó que increparle todos los días con sus embustes y falsos testimonios, acusandole de haber faltado a su voto de pureza formulado ante el altar de la Virgen, cuando Catalina tenía ocho años. Ella no era una de aquellas beguinas celestinescas que en aquellos años acababan liándose con algún fraile. El pecado de impureza encubierto y la hipocresía sigue siendo una cuestión pendiente, y sin solución, dentro de los muchos males que afligen a la Iglesia latina y hoy, con la impostura picando a las puertas de Occidente, arrecian.
 Venciendo el asco que le inspiraban aquella boca y aquel cuerpo hediondo, no dejó por eso de acercarse a asistirla. Recibía los improperios de la paciente con una serenidad augusta de cariátide griega. Un día le dijo:
- Yo te perdono y Cristo te perdona, hermana mía, porque no eres tú la que dice esas barbaridades; es Satanás quien las inspira y quiere entrar en ti. Como prueba de inocencia y de vida inmaculada,  yo te ordeno que dejes el cuerpo de esta mujer.
Catalina hizo un milagro. La pobre encancerada, libre ya del zaratán que la tuvo a las puertas de la muerte, se arrojó a sus pies y pidió perdón a la santa y fue por toda Italia peregrinando como penitente y cantando las alabanzas de la Rosa mística de Siena, a través de cuya intercesión estaba obrando el Señor tantos prodigios. Se unió al grupo de Lisia y de Alessia, de Pietro y de Tomasso, los otros “ caterinati”.
Su caridad y amor al prójimo, a toda prueba, fueron demostrados en otras ocasiones, cuando siguiendo el ejemplo de otros grandes santos caritativos, como Martín de Tours y Nicolás de Mira, se quedó en cueros literalmente para vestir al desnudo. Para ella tenía prelación la caridad sobre la modestia. Sólo santos taumaturgos como ella fueron capaces de tanto heroísmo. No conocía cortapisas, porque ella capaz de decirle al jefe de los sacerdotes  lo que los apóstoles: “ Es mejor obedecer a Dios que  a los hombres[14] y éste fue un poco el misterio en el cual se sustenta toda la grandeza de su personalidad. Era Catalina una italiana de rompe y rasga, partidaria del todo o nada, nunca las medias tintas. Una rebelde a lo divino. Tenía un fuerte carácter, aunque también, llegada la ocasión, sabía ser diplomática.
 Éxtasis
Ni médicos ni psiquiatras se han puesto de acuerdo a la hora de esclarecer y estudiar debidamente estos fenómenos misteriosos de catalepsia. El arrobo místico, cuando es verdadero y no fingido, se escapa a cualquier lucubración científica. Es la cumbre del rapto, la quinta morada de la comunión espiritual con el Amado, como demuestra el estudio de la vida de los místicos. Francisco de Asís experimentó la vulneración. Esto es: experimentó sobre su propia carne la herida en el costado infligida a Jesús en el Calvario.  Como Pablo de Tarso. Teresa de Jesús padeció la transverberación. Su corazón fue traspasado por una ángel. El caso de Catalina de Siena es más singular, pero no menos sorprendente. Un día le fue arrebatado el corazón por el Esposo. De resultas de aquel acto de entrega, le quedó en el pecho una enorme cicatriz que vieron algunas monjas de su orden, y atestiguarían más tarde en el proceso de canonización (subió a los altares en 1411) su confesor fray Tomás y sus biógrafos. En este hecho se cimienta la devoción cordimariana y la devoción al Sagrado Corazón de Jesús populares en Francia durante el siglo XVIII. Al ir a comulgar Catalina - el fenómeno se repite con Margarita María de Alacoque - veía como un brasero u horno encendido que le entregaba el sacerdote celebrante.


La devoción eucarística tiene un fuerte implante en la Edad Media. Es el acicate contra la herejía de los cátaros o albigenses,  inspirados en las doctrinas del herético Berengario. Es  una forma de manifestarse Dios a través de una grandeza que muy pocos comprenden. La palabra  eucaristía proviene del griego ; significa acción de gracias y  agrado, satisfacción consigo mismo y con los demás. Es el principal sacramento de la Iglesia basado en las palabras de Cristo en la última cena, aunque el misterio de la transubstanciación choque con los que en teología han defendido el concepto de memorial o remembranza, y todavía algunas incógnitas no hayan quedado despejadas . El triunfo de la eucaristía se produce precisamente cuando el Islam y el Imperio otomano estaban arrasando media Europa. El Islam considera un sacrilegio, algo inconcebible, que alguien pueda mascar y comer al propio Dios. ¿ Pero no forma parte este fenómeno de uno de los grandes arcanos del Mandamiento Nuevo, y de la Religión del Amor? Que sea la hija de un italiano de origen morisco, Giacomo Benincasim, quien defienda la transubstanciación en un tiempo en el cual los sacerdotes no celebraban ni consagraban todos los días y que ella durante cuaresmas enteras no probase otro alimento que la hostia consagrada resulta un hecho significativo y singular.
Sin embargo, el dogma de la eucaristía no forma parte del cuerpo de doctrinas de la Iglesia hasta Santo Tomás de Aquino, su gran impulsor en Europa. A este otro santo italiano se debe la maravillosa teología de la transubstanciación. En Oriente había formado parte del corpus de la fe, pero no de forma tan radical. Para ellos eulogía  y eucaristía son partes del mismo todo. Quizás algunos , más papistas que el papa, debieran de mirar para los hermanos separados, que siempre han mantenido una práctica más comedida, menos dogmática, y por tanto más cristiana, al respecto. No se puede matar por esta cuestión y precisamente una de las cuestiones que alimentan la maquinaria trepidante de las guerras religiosas de la edad moderna, fue la disputa real entre católicos y luteranos sobre la presencia real o rememorada de Cristo en el pan y en el vino consagrados. Los bizantinos, siempre recalcitrantes a todo anatema, defienden esta creencia por la Tradición, pero , nacida de un compromiso de fe voluntaria. Más bien como practica piadosa. Sin embargo, desde los primeros siglos, los sacerdotes han repetido la formula maravillosa de “ Este es mi cuerpo y esta es mi sangre”.
  Durante los primeros siglos de la Iglesia, los cristianos se reunían para las comidas en común que eran ágapes y que tenían carácter funerario.  Las misas en la Alta Edad Media se celebran al calor convival y no es tanto el hecho físico de la degustación del cuerpo de Cristo como la celebración del memorial de su pasión. En los primeros siglos la palabra “eucaristía” y “eulogía” (pan bendito que hace hablar bien) se entreveran. En la actualidad, al socaire de  influencias protestantes, se habla en la Iglesia de conmemoración de la Cena y los teólogos incomprensiblemente parecen haber aparcado la cuestión de la transubstanciación bajo las dos especies. Esté o no esté de una forma real o simbólica, el hecho es que Cristo vive en el mundo. Su espíritu es indestructible.
Para la tranquilidad de algunos que nos puedan considerar sospechosos de herejía, adveramos que únicamente en la Santa Iglesia Ortodoxa, donde se siguen comulgando bajo las dos especies, la consagración se lleva a cabo, conforme a las rúbricas exactas y antiguas de las Cartas Apostólicas, no de espaldas a la cruz, sino en el interior del iconostasio, que es el “ sancta sanctórum” donde se consuma este milagro diario, pero nada rutinario, de la redención. Las rúbricas litúrgicas incoadas con motivo de las disposiciones del Vaticano II, por desgracia, acercaron la postura católica a la protestante.  Lutero, que en tantas y tantas cosas llevaba razón, cometió un error mayúsculo en este tema glorioso de la conversión absoluta del pan y del vino en la sangre de J.C.  El agustino alemán mentía por toda la barba. Marró de punto a punto. Pero seguramente Dios le ha perdonado. No protestaba contra Dios sino contra los abusos cometidos por aquellos que se dicen sus vicarios y ministros.


Contemplados los hechos al trasluz de los siglos, se observan que las devociones, como cosa humana, vienen y van con arreglo a las apetencias, modas y gustos. También los hombres vienen y van. Sólo Cristo permanece. ¿ Cómo dar cumplida interpretación a lo que parece una demasía inefable de los santos? Estos desaforados casos pertenecen a la cumbre mística, algo impenetrable. Con ojos humano, discutible, pero nunca a la luz de las cosas de los espíritus. Muchos  santos estaban locos. Eran unos orates de Jesús y así se explica esta devoción cordimariana o mesiánica  que ahora podrá encontrarse en crisis, no en sí misma, sino por causas extrínsecas. El corazón de Jesús es un baluarte de amor contra el odio, un refugio en  la promesa. Esta categoría es ineluctable y permanece inalterable, pero siempre merece la pena estudiar estos fenómenos en el contexto del que irradian.
Para entender el amor de Cristo uno de los personajes más maravillosos del Evangelio es María Magdalena, la mujer pública, que unge sus pies y le llama rabonni “ maestro mío”, la que pecó pero que permanecería luego treinta y tres años en el desierto sin probar bocado, alimentandose sólo de la eucaristía que le llevaban los sacerdotes. Eucaristía, Tebaida, el cuervo de San Antonio, las disciplinas de San Arsenio y San Pacomio, las barbas de Macario y de Hilario entran en juego para explicar este rapto de amor. La Huida al desierto. El cuerpo de Cristo que nutre a los penitentes y les infunde fuerzas para vivir, sin necesitar de tener necesidad de otro alimento humano. La alemana   Teresa Neumann, que es relativamente moderna, se tiraría  treinta y tres años sin probar otro alimento que la hostia consagrada. Pero, metidos en interrogantes, ¿ donde acaba el fervor, la verdadera santidad, y dónde se da pábulo al exceso? He ahí la gran interrogante de una cuestión maravillosa. Estos excesos pondrían en pie de guerra, en parte justificadamente, a los hijos de Lutero, pero, en contra de lo que consideran algunos descreídos, el verdadero misticismo arroja como característica la posibilidad de que se den todos esos imposibles, tales atropellos y descarríos del amor (el que ama nunca se equivoca) que demuestran la índole esotérica y sobrenatural, irreducible, de la religión del Galileo, la cual  marcha por la historia entre las luces y las sombras de la exaltación, la contraofensiva, a contrapelo de la soberbia humana y a veces del fanatismo. Porque el pecado forma parte de la índole del hombre.  No tomemos al hombre demasiado en serio. Sólo nuestro pantocrátor es Cristo y es en su nombre que se producen estas locuras, estos milagros del amor. En esos pobres locos se manifiesta el espíritu divino. Las apostillas, las acusaciones, los anatemas pertenecen al cosmocrator, esto es: al Malo. Y Cristo lo derrotó, porque impugnaba el reino de Dios.
A  nuestra religión los acaramelados e insípidos hagiógrafos con buena o mala  intención, pero poco objetivos, la  hacen un flaco favor. Sin embargo, estos casos de exaltación demuestran que somos algo más que un conjunto de huesos, tejidos y arterias. Mediante la virtud y la renuncia a sí mismos,  el hombre y la mujer pueden llegar a semejarse a los propios angeles. ¿ Por qué no lo intentamos? Los frescos bizantinos y las maravillosas composiciones de Fr Angélico invalidan la tesis del evolucionismo  de Darwin. Mediante el poder de la voluntad y la gracia divina el ser humano sería capaz de zafarse de las constricciones alienantes que sujetan su instinto a la materia. La dulce Eufrosine es un señuelo que convoca hacia esa excelsitud que trae al pairo al hombre del fin milenio, que ha perdido el sabor y el saber por las cosas de Dios y se animaliza sin remedio, porque el materialismo le dice que no tiene por qué creer en aquello que se tiende más allá del alcance de la vista. Ella representa el perfume imperecedero de las almas escogidas, del justo de Israel que se mantiene inmaculado en el fango que lo rodea.


Su nombre va asociado al del lirio, como el color siena que expresa una estética de delicadezas tersuras donde la neta exactitud y la beatitud se dan la mano debajo de las arcadas  pintadas por Fr Angélico para enmarcar sus cuadros, que no son otras cosas que seráficas  representaciones de la vida celeste, entrevistas por un agujero. Todo tiene la fragancia de la calta y la azucena de los huertos amados, de los pensiles no hollados donde aparecen ángeles de alas tersas y expresión serena y Vírgenes que desde su regazo entregan al mundo la belleza de sus desposorios con el Verbo Encarnado. ¿ Cómo podremos vivir y respirar sin esas exageradas demasías de la devoción apoteósica del espíritu europeo, de su cultura, de su arte, de su recogimiento y de su silencio?
Catalina, estigmatizada por la lanza de Longinos, es un dechado de las perfecciones femeninas, en las cuales parece haber dejado de creer la mujer de hoy. No importa. Ella sigue representando en su magnitud el heroísmo de Ester, la belleza de Judith, el amor y la simpatía de Rut y de Rebeca. Hay en todas estas cosas muchos del yo místico que desconocen aquellos que no han tenido el gusto de ser partícipes de tales experiencias. La perfección, tal y conforme la venimos entendiendo la santidad, no es una perfección de nimbo y de hornacina a la medida. Dios conoce el modo de romper todos los moldes. En todo santo habrá siempre algo de iconoclasta. Ellos - para eso están ahí - siempre  tuvieron a gala poner las cosas del revés. Esta rebeldía de la santidad tiene mucho que ver con el  duelo de muerte que libra Cristo contra el diablo, las fuerzas oscuras y la soberbia del mundo.
Sólo vivió treinta y tres años, la edad de Jesús y los que María Egipciaca, su prototipo, pasó en la Tebaida. La familiaridad con los ángeles y con los santos era en ella un hecho habitual. Una de las cosas que explica la angustia imperante es la ausencia o el silencio de Dios; un problema que no existe para el hombre o la mujer de fe. Hoy se aceptan los trucos de la televisión o las bizarrías del mago David Copperfield, se piensa que es dogma de fe todo lo que alienta detrás de las candilejas midriáticas. A muchos se les dilata la pupila y los dedos se vuelven huéspedes a la vista del boato y de la pompa terrenal. Algunos periodistas y personalidades televisivas son aceptados como oráculos. Su algarabía no deja que hablen los santos. Expresamente, se opta por la algarabía de los charlatanes. Por lo general son gente vacía. Vivimos en un mundo virtual en el cual el dinero, que es algo místico y cabalístico, es el único dogma. Sin embargo, no se admite que el Creador pueda dirigirse a sus criaturas, que pueda Dios hablar y aparecerse a una pobre sirvienta cuyos  mensajes no son de recibo porque quebrantan los esquemas preconcebidos. Una santa como Catalina de Siena demostró que Él es el que Es y Está. Siempre Estará. Representa un hecho de la cotidianidad por encima de supersticiones, brujerías y ensalmos, aunque por supuesto tenemos que aceptar la existencia de una divinidad subjetiva, a la que se puede acceder razonablemente por los caminos de la ciencia contrastada y la objetividad. Lo que Dios no tolera es a los tibios, a los que no toman partido. A ellos los empezará a arrojar de su boca.
El que el Apóstol de los Gentiles la echase un rapapolvos para mirar para otra parte y distraerse durante un éxtasis, no deja de revestir un hecho ingenuo del cual Catalina saca partido cuando explica en una de sus cartas que” si la cólera de Pablo fue para mí un hecho terrible, ¿ qué no sería el rechazo de Jesús con los condenados el Día del Juicio Final?”.
 Pablo hace honor a su fama de vehemente e impulsivo en este retrato que de su persona realiza la monja dominica italiana.


Gregorio Marañón, al que apasionaron de siempre los fenómenos paranormales,  dice que la raya de separación entre el fervor y la superchería es casi imperceptible. De ahí que en el siglo XVII español proliferaran tantos alumbrados o místicos de pacotilla. Un místico y un iluminado se parecen mucho, pero el primero refleja un convencimiento mientras en el otro los fenómenos  preternaturales responden a una enajenación de las potencias, a intervención diabólica. Sin embargo, todo iluminado nunca dejará de ser un místico, aunque de segunda categoría. En la realidad él ve cosas que otros no ven. Para el hombre de hoy estos ringorrangos pueden sonar a denuestos del agua y del vino, pero el medieval, que vivía y moría empapado de teología, se encontraba incurso en la problemática. Nada tiene de particular, pues, que a una santa otro de la corte celestial la reconviniere  y a una iluminada - pasó con la Beata de Piedrahita - se le ocurriese apostrofar a la Virgen llena de celos místicos por haber concebido del Espíritu Santo. “ Tú fuiste su madre, pero yo soy su mujer “ le dice la exaltada nuera a la Madre que calla.  Paradójicas situaciones como ésta se han venido dando con frecuencia en los conventos femeninos y Teresa, que era una gran experta en estos negocios de raptos y arrobos, visiones, premoniciones y avisos, pero que, conociendo a las mujeres,  despreciaba la beatería y el iluminismo, pone en guardia contra tales desvaríos. Las visiones y raptos de Catalina de Siena, por estrambóticos o exagerados que parezcan, responden a un hecho real e incontrovertible: su amor a Cristo y su amor a la Iglesia. 
 
 
Teóloga.
 Mas dejemos todos estos episodios.
 En mística la frondosidad no permite ver el bosque. Son cuestiones casuísticas que no llevan a ninguna parte. Pocos sabrán que la gran doctora de la Iglesia - después lo han sido Teresa de Avila y Teresa de Lisieux -, era semi analfabeta. Son curiosas las grafías que la Doctora Abulense nos lega en sus escritos en sus extrañas citas incorrectas en latín, lengua con la que tenía no pocas dificultades, pero que en su desacuerdo con las normas gramaticales son un tesoro para estudiar la evolución prosódica durante la Edad Media  de la lengua de Virgilio. Así cuando dice, parafraseando el Libro de Salmos:” laetatus sum in is qui dixerunt mihiqui in domun Domine ibimus..(sic). También, tenemos el caso de Sor María de Ágreda quien en sus escritos sobre la Mística Ciudad de Dios y la Vida de la Virgen despliega una serie de conocimientos teológicos, tan profundos, que no pueden ser patrimonio de la propia industria y el estudio personal y concienzudo sino de la ciencia infusa.  Catalina, por su parte, que  aprendió a leer a los veintiún años, también parece ser que recibió sus conocimientos bebiendo directamente en las fuentes del torrente divino. Por lo que, siguiendo la línea de otras “ iluminadas carismáticas”, sus escritos despliegan un conocimiento de los intrincados problemas teológicos, como el de la Trinidad, que pasman. Esta pobre muchacha toscana tuvo el don de la ciencia infusa, la penetración de conciencias y el carisma que se derivó del Cenáculo: la xenoglosia, lo que turbaba tanto al papa Gregorio IX, que llegó a “ temerla “ y a los príncipes y reyes de su tiempo. “ Dios me dio el don de lenguas para confundir la arrogancia de los poderosos”.


 A Catalina de Siena le debe la Iglesia Católica el Dogma del Purgatorio. Dante con su “ Divina Comedia “ contribuyó a esparcirlo de una forma indeleble por la mentalidad del hombre occidental, pero esta monja, por así decirlo, fue la gran descubridora de los novísimos. Ocurrió a raíz de una ocasión en que a causa de sus numerosas enfermedades estuvo de cuerpo presente y a punto de ser enterrada. Su espíritu, rotas las mortales ligaduras, se había elevado a la región excelsa, de la que no se vuelve y en la cual no existe noción de tiempo. Hasta aquí nadie había hablado del Purgatorio con tanta precisión y conocimiento de causa. Cuando estuvo tres días en el vientre de la ballena, fue arrebatada por el ángel.  Mientras, deudos y amistades la lloraban y preparaban las exequias. Su madre, Teca, recibía a las notables de la ciudad de Siena, que se agolpaba a las puertas del domicilio de los Benincasim para testimoniar su pésame.  Es así como describe la visión que tuvo cuando estuvo “ tres días en el vientre de la ballena “el confesor y biógrafo de Catalina de Siena, San Francisco Capúa:
Mi alma penetró en un mundo desconocido y vio el premio de los justos y el castigo de los pecadores. Pero aquí me falla la memoria y la pobreza del lenguaje me impide hacer una descripción adecuada de las cosas. Sin embargo, tengo la seguridad de que contemplé la esencia divina y por eso sufro ahora tanto al verme de nuevo encadenada al cuerpo. Si no me lo impidiese mi amor a Dios y al prójimo moriría de dolor. Mi gran consuelo está en sufrir porque tengo la seguridad de que mis sufrimientos me permitirán una visión más perfecta de Dios. De aquí  que las tribulaciones en lugar de resultarme penosas sean para mí una delicia. Fui testigo de los tormentos del infierno y de los del purgatorio; no existen palabras con que describirlos. Si los pobres mortales tuvieran la más ligera idea de ellos sufrirían mil muertes, antes que exponerse a experimentar uno de esos tormentos por espacio de un solo día. Vi en particular los tormentos que sufren aquellos que pecan en estado de matrimonio no observando las normas que él impone y buscando en él únicamente los placeres sensuales”[15]
Cuando ya estaban a punto de inhumarla, la joven, con cera de los hacheros y blandones mortuorios sobre los cabellos y la mortaja, resucita. Parece ser que fue un caso de catalepsia similar a la que percató Teresa de Avila, la cual, desahuciada de los médicos y no habiendo podido ser curada de sus inexplicables sofocos de que vino de un pueblo que llaman Becedas,  la creyeron por muerta.  Estuvo amortajada. La visión del infierno que nos describe la santa abulense coincide en todo con la de la santa toscana. Ambas religiosas tuvieron una contemplación del castigo con dos siglos de diferencia y van a estar sujetas a un proceso ascético muy parecido y como calcado uno de otro, como más adelante se verá. La ruta por la que acometen la escalada del monte de la santidad se proyecta sobre el mismo trazado (precaria salud, una gran influencia de la figura del padre, y talante inquieto y andariego, que refleja un carácter depresivo, poco estable y lábil). El desierto exige bloques psicológicos de una sola pieza. Mientras que a los que quieran abrazar la vida cenobítica sin tener todas las aptitudes para ello se les recomienda la peregrinación. El cuarto voto, el de la estabilidad, introducido por San Benito en su Regla, fue el origen de tanto monje giróvago desarraigado. Era el más duro de la observancia.
Catalina, como buena hija de su tiempo, era muy andariega. El medievo empieza a despertar de modorra en que el mundo había caído tras los siglos oscuros, con las peregrinaciones. Este ir y venir sería a la larga benéfica para la cultura y para el arte. Se diseminan las ideas, que viajan en el zurrón y las veneras del peregrino compostelano. Ella no paró. Caminó desde Roma hasta Florencia. De Florencia hasta París.
  Otra constante es, amén del complejo de Edipo,  el gran ascendiente que ejercen sobre ambas sus confesores y directores espirituales.


  También sus referencias son reiterativas en ambos casos a los pecados de la carne, sobre todo a los que tocan el tema del adulterio, que tanto entristecen al señor. Muchos se condenan por darle tan escasa importancia, pero, paralelismos aparte, aquí tenemos la idea de un Cristo justiciero, y también un cristianismo en que el cual el sexto mandamiento será prelativo. En cierta forma, Santa Catalina y Santa Teresa de Avila serán un  poco las responsables de esas obsesiones subliminales. Entre los ortodoxos, jamás se habla del purgatorio ni existe esa obsesión sexual que a veces emponzoña y martiriza nuestras conciencias. O la martirizó y obsesionó en años cruciales de nuestra formación. En parte, también tuvo la culpa Dante, un místico, un exaltado cantor de la pureza de la mujer. Y, un misógino,  cuyas son las grandezas y miserias de Occidente, que sueña con Beatriz y Dulcinea y luego se acuesta con Maritornes, sin solución de continuidad y sin haber encontrado el comedio. ¿ Cuándo el mundo cambie de página en los albores del Tercer Milenio tendremos un catolicismo de obsesos sexuales o, en el otro cabo del péndulo, nos haremos disolutos? ¡Pobre humanidad, tan lejos de Dios y tan cerca de sus obsesiones! Pecando unas veces por exceso y otra por defecto. ¡ Ten piedad de nosotros, Señor, que nos creaste y nos formaste del barro! Perdona nuestros pecados.
En muchos ámbitos teológicos se ha dejado de hablar del Purgatorio entrevisto por Catalina de Siena y Dante. No pocos  lo pasan aquí en vida, lo que, en alguna medida, no deja de ser cierto. Estas visiones tienen algo mucho de truculento, pero no reflejan más que el pensamiento y el sentir de una determinada mentalidad.  Luego vinieron los hagiógrafos, los poetas y los artistas del cuatrocientos y del quinientos con sus pinceles, hicieron encajes de bolillos con los que no existía, pero con las mentiras y lucubraciones se ciñen al contexto de  maravillosas obras de arte. Los predicadores evangelistas yanquis son más tremebundos y truculentos que los Savonarolas italianos en la explotación del caos apocalíptico en su propio beneficio y vanagloria porque el más allá es un morbo que vende.
 Deforman el rostro de Dios. Siempre lo hemos querido dibujar a nuestra propia conveniencia y a nuestra forma de ver en el mundo y él no se queja. Sin embargo, cuando alguien empieza a hablar en su nombre y decir: “ Hija mía...” estamos perdidos. Es un hombre el que habla pero quiere apropiarse la parcela del Salvador. A pesar de todo, Dios está dentro. ¿ A qué tanto alboroto?
En cualquier caso, siempre resultan convenientes tales reflexiones a la hora de expurgar conceptos. Por muy santos que digamos que somos, no somos todavía buena gente.  Sin embargo, a partir de Catalina de Siena va a encontrar una forma de coloquio con la divinidad, una manera de entenderse, que en algunos de sus émulos deviene teología de alto bordo y en otras ensoñaciones contemplativas infumables y en la mayor parte - en los iluminados- filaterías retóricas. Es donde falla Occidente. En Oriente, a través de la “ pystina” rusa supieron interpretar al Dios Perdonador mucho mejor que nosotros. Sin embargo, la meta a la cual llegan los grandes, sea de un lado o de otro, siempre es la misma, aunque por sendas mas o menos estragadas. En los impostores, nunca. Ellos resultan el fruto máncer  de la añagaza diabólica.


Este acceso directo y sin intermediarios, de tú a tú, con la sabiduría infinita hará que se confundan los planos. Dios baja. Pierde su trono y se adapta a la mentalidad de la criatura. En Oriente el hombre se diviniza. En Occidente humanizamos al Señor. Nos le fabricamos a nuestra medida y llegan los particularismos del carácter emprendedor y exclusivista. Pronto empezamos a encasillarlo y ponerlo caudas y etiquetas. Resultado: se fabrican dioses repulsivos, egoístas, comineros, vengativos, fatuos,  obsesos sexuales, chantajistas. A la vista está que son ídolos fabricados y mediatizados  por la por humana flaqueza.  Por eso, el cristianismo ortodoxo nunca pierde esa grandeza cósmica de la salvación general. Aquí lo que importa es el “ ¿ qué hay de lo mío?”. Su propia filautía en combinado con la materialista voracidad hace que nuestros “ salvadores “ por estar tan en ras de tierra, manejando un lenguaje poco asequible, de raptos, corazones ardientes, eucologios dudosos, nos resultan antipáticos. Alguien está haciendo trampa. Como Cristo no puede engañarnos ¿ dónde está el fraude? Un Dios tan personal, que habla con nuestras mismas coletillas y anda metido en nuestras preocupaciones seculares parece que nos descorazona.
 
 San Odilón de Cluny
A partir de la preocupación sobre los últimos trances nace una cosmogonía que se centra sobre la preocupación que ata la vida humana al más allá. Vivimos en perpetua y tenaz tensión trascendente.  De otro modo, la religión - lo que “religa” en sentido etimológico - carecería de sentido. ¿ Cuál es él proposito de todo esto? ¿ Es absurdo todo cuanto rodea a la condición humana? Santa Catalina al descubrir el Purgatorio halla una tercera vía, pero también tiende un puente hacia lo dantesco. Era una imaginación genuinamente italiana. Después de su viaje de tres días por las regiones de ultratumba vuelve para describirnos un mundo envueltos en llamas, donde se escucha el gemir y los ayes de los amarrados en blanca para toda la eternidad. También parece ser que vio al Padre Eterno, a Cristo con sus atributos de gloria, embutido en la toga de justo juez. Hasta Santa Catalina, se tenía una noción un tanto más vaga de lo que ocurre después de la muerte. San Odilón, abad de Cluny, promovió la fiesta de Todos los Santos para orar por los que fallecían y a los que, en virtud de los rescates presentados por la sangre, pasión y muerte del Salvador, se creía en el Paraíso. Gozando de la luz de Dios. Empero, el argumento de la monja dominica de Siena aquilata un poco más y advierte que entre los corderos de Jesucristo y los cabritos de Satanás hay una categoría intermedia de clasificados, que no han lavado todavía sus culpas lo suficiente para presentarse ante el trono del Padre. La filosofía del Purgatorio, de la que nadie se había atrevido a hablar hasta entonces, es una caja de resonancia de los dictados de las religiones hindúes sobre la reencarnación. El alma, para llegar a Dios, ha de experimentar diferentes vidas y mutaciones. La existencia de ese lugar equidistante entre la luz y la sombra de los benditos y los malditos, lo que se llamaba limbo o seno de Abraham antes, confirma la sospecha de que lo que hay detrás de la muerte pertenece al terreno de la alegoría. La Biblia no se expresa de una forma contundente respecto a los novísimos y, sí, utiliza un leguaje metafórico: gehena, estercolero, el lugar del llanto y del crujir de dientes, etc. No todo es tan simple como a primera vista parece. Hay también que estudiar el contenido de los mensajes y visiones de Catalina a la luz de la época en que fueron formuladas.
Su filosofía refleja el ambiente de luchas entre güelfos y gibelinos y la agonística de trono y altar en que vive la península transalpina del siglo doce al quince. Italia y toda la cristiandad vivían en ese ambiente de tensiones, un auténtico purgatorio. Esa proyección escatológica será una constante fija en el “ Weltanschaung”[16] medieval. A su socaire nacen los grandes himnos de la liturgia de Difuntos el Dies Irae y el  Liberame, Domine.


Bien se conoce que el ser humano arrastra cadenas. A la sazón, la vida era dura, breve a causa de las múltiples plagas y enfermedades y sujeta siempre a los arbitrarios designios de un déspota, que pudiera portar tiara (güelfos) sobre sus sienes, o corona regia (gibelinos). Fuera el emperador, el papa, el rey, el dux o el conde o el señor del castillo al cual estaba sujeta la behetría, el pueblo vivía en régimen de vasallaje. Los hermeneutas y tratadistas medievales se impregnan de esta cosmogonía o visión falsa de Dios, en la cual la Trinidad aparece como un señor justiciero, de horca y cuchillo, con derecho de pernada incluso. ¡ Qué lejos está de la visión que proyecta sobre nosotros la Biblia de que Dios es amor!  Por eso, los santos de aquel tiempo que, a través de la iluminación y de las gracias particulares, frecuentan el trato con el Ser supremo, a duras penas conseguirán zafarse de estos prejuicios del tiempo en que viven. Ni tampoco de la complicada y retorcida psicología italiana con sus filias y sus fobias. El Padre Eterno luce su majestad en lo alto sosteniendo un globo terráqueo en la mano diestra. Aparece sentado con tiara y vestido de capa pluvial. Cristo bendice. Es un hombre maduro con la barba partida en contraposición a su Padre siempre representado como un anciano. El Espíritu vuela en forma de paloma de la que se irradia un flujo de rayos concéntricos del sol que arrasa. Por antonomasia, es el vivificador.  Por el contrario, al diablo se le representa hirsuto y tiznado de hollín como un negro[¿prejuicios racistas?] , que agita el rabo entre carbones encendidos y a la agachadiza se acerca o huye al infierno. San Miguel entra en escena en su atuendo de guerrero (galea, yelmo, espada y una loriga de cuero) trayendo el ponderal o balanza con el que pesa las almas. Santa Águeda muestra sus pechos tostados. Santa Catalina mártir apoya sus dedos en la rueda. Un cochinillo yace a los pies de San Antón. El distintivo de Santa Inés es una guirnalda. A cada santo de la lista le corresponde una cosa inanimada como instrumento de santificación.
No hay que perder de vista tampoco in hecho irrecusable: la descubierta del Purgatorio corre paralela a un tiempo de mortandades y epidemias; 1348 es el año fatídico de la Muerte Negra. La guadaña de la peste bubónica esquilmó las tres cuartas de la población europea. Aquel flagelo se creyó obra de un castigo venido desde lo alto. La doctrina del tercer lugar, en el cual expían la culpa los pecadores, pero del que el alma sale al cabo de un tiempo - antes era el limbo de los justos o el seno de Abraham, o la Laguna Estigia donde aguarda Aqueronte, según las religiones mitológicas  - en definitiva venía como anillo al dedo a los predicadores que desde el púlpito no se cansaban de fustigar la depravación de costumbres de los prelados de la curia. Este es un tiempo en el cual triunfa la Retórica. Otro dominico, Vicente Ferrer, iba recorriendo las iglesias de la cristiandad exhortando al arrepentimiento y defendiendo al que él creía el papa legal, el de Aviñón, su paisano el valenciano, Benedicto  XIII, mientras que Catalina de Siena enarbolaba la causa del papa romano, Gregorio XI. Muchos vieron en la gran mortandad que sobrevino el año 1348 una seña del enojo divino con los cristianos a causa del Cisma de Occidente.
 La palabra purgatorio se las trae. He aquí que encuentra fácil arraigo. Se empieza hablar de que dentro de la comunión de los santos hay tres cabezas: militante, triunfante y purgante.  Los condenados al estercolero de Jerusalén o gehena no cuentan.


En tiempos de cambios como fue el final del XIV los adivinos y agoreros incrementan su prestigio. De la curación o de la predicción de dolores inminentes, reales o imaginarios, pero temibles siempre, viven los videntes charlatanes en sus vaticinios propicios o infaustos para una humanidad que ni se corrige ni enmienda. Siempre fue igual. A veces el sacerdote viene a ocupar el puesto del hechicero tribual. La teología de la comunión santificante, siempre maravillosa, vino a dar el espaldarazo a un negocio que andaba en baja. Las animas benditas se lo pagarán y ellas nos perdonen, pero todo hay que decirlo; el purgatorio incrementa las ofrendas del cepillo a barrisco. Los sufragios se combinan con enjuagues. Hallaron una verdadera mina. Cristo jamás habló del purgatorio. Él es el perdón. Cuando se refiere a la “gehena” o estercolero de la Ciudad Santa lo hacía en sentido traslaticio. No cabrán lugares inmundos en la Iglesia de los pobres. El infierno y el purgatorio pertenecen al lenguaje altisonante de los ricos. Su ambición, su soberbia, su cólera, su afán de poder ya ha hecho de este mundo una caldera constante de Pedro Botero. Alligheri ya avisaba cuando puso al papa Bonifacio VIII en el orco a cuyas puertas hay escrito un epígrafe: “ Quienes entréis acá, abandonad toda esperanza “. Le estuvo bien empleado. Porque, a pesar de ser papa, era un hombre maligno.  Era francés...  
Todo esto se comprende a la luz de la lucha de la Investiduras, del cisma de Occidente, en el cual los italianos siempre barrían para casa, y del escándalo de las Indulgencias. No eran pecados de Cristo sino de su Iglesia. Para perdonar a estos papas y obispos indignos quizá fuera inventados la doctrina del tercer lugar con sus repulgos maravillosos. Siempre será mejor que la nada o que el horno crematorio.
 Dios elige para el dolor.
Pocos sabrán entender estas razones y apostillas. A la Iglesia no se la hace de menos porque se expongan puntos de vista, que son el resultado de a investigación y de la hermenéutica apologética, porque el amor de Dios y la revelación no son estáticos sino evolutivos. Es como el descorrimiento del velo de un gran escenario. El lenguaje divino se articula de manera contradictoria. Se mueve por otras coordenadas. Mide con diferentes patrones. Nuestros imperativos categóricos de conciencia son incapaces de percibir ese timbre misterioso en que vibra el aliento del Señor. Dios escoge al que quiere, pero lo elige para el dolor. Su elección se transforma en gracia paciente. La paciencia ante las adversidades reviste una de las señales incontrovertibles de la santidad. Es su gran santo y seña.
A la bendita de Siena los propios frailes y hermanas de la Orden Tercera, cuando entraba en éxtasis, la echaban de la iglesia de la Misericordia a puntapiés. Catalina permanecía impávida ante las calumnias. Igual que una columna dórica. No alzaba la voz incluso cuando estuvo en juego su propia virginidad y reputación, como cuando iba a asistir a aquella enferma de cáncer la cual la acusaba de ser mujer mundana, pagando con moneda de ingratitud todos sus desvelos. Los recursos y ardites del gran embustero carecen de límites. Se disfraza para arremeter en las ocasiones más impensadas e increíbles.
Otra vez, la llamaron puta y borracha. Solía tomar vino a las comidas y lo recomendaba a los enfermos como medicina. A un tinajero de Florencia, proveedor de algunos conventos, cuando se le acabó la mercancía, la propia Catalina hizo un milagro semejante al de las Bodas de Caná. Hizo que de la canilla de una cuba afluyese vino, igual que de una fuente irrestañable. Durante tres años no hubo vendimia, pero las existencias del milagroso tonel no se acababan nunca. A tan acerada invectiva, tan corriente en aquellos días, como ahora, respondió con una frase épica:
- Benditos los prostíbulos y las tabernas de mi Dios.
Sentía Catalina una gran admiración por María Magdalena, pero, defensora a ultranza de la continencia que nunca se desgranó la flor de su pureza, le daban mucha pena las mujeres de la calle, tanto como los beodos, porque todo el mundo se metía con ellos, porque eran la irrisión. A todos recordaba que Jesús comía y bebía y se trataba con publicanos y pecadores. He aquí un ser puro que de nuevo desenmascara a los fariseos, los que se precian de incontaminados. Ahí está una de las pruebas fehacientes del amor por el Esposo. Benditos los prostíbulos y las tabernas del Señor.


Asida a la roca de la oración, Dios permitía que su sierva fuese mal tratada por los demonios. Tales vejaciones cobraban apariencias diversas, porque los recursos del Embustero son inagotables. Unas veces eran tormentos físicos. Cuando avistaban la ciudad de Florencia una tarde, en que regresaban cansadas al convento ella, Alessia y la hermana Lisa, el diablo entró en el cuerpo del asno en que cabalgaba la santa y dio con sus huesos en tierra. Quedó maltrecha y tuvieron que llevarla malherida. Otras, el maligno actuaba por conducto de personas de su entrono, casi todos de vida consagrada, que criticaban sus ayunos y calificaban sus arrobos de burdos montajes, para cebar el monstruo de su vana gloria.
Tuvo detractores y enemigos numerosos entre el clero y los miembros de la Orden de Predicadores, en la que era profesa, que no perdían ocasión de menoscabarla y dejarla en ridículo. Italia era por aquellas fechas un semillero de intrigas y de odios. Florencia se había levantado contra Pisa. Venecia le había declarado la guerra a Roma y Génova no quería saber nada de Milán. Por causa de las pasiones políticas, la cristiandad era una casa dividida. Los caminos estaban trufados de forajidos y de asaltantes. La confusión reinante entre güelfos y gibelinos, ya consignada, - aparte de una tensión religiosa entre la Santa Sede y los burgos libres existía la codicia por las rentas de la Iglesia - hizo que los papas huyeran a Aviñón.
En Florencia, adonde iba con las bulas papales, como embajadora de la Silla Apostólica, un día,  quisieron matar a Catalina. Salió ilesa milagrosamente de aquel percance ocurrido en 1373. Siguió postulando por el regreso de los papas a la Ciudad Eterna, pero las repúblicas de Venecia y Florencia eran refractarias a aceptar la soberanía pontificia sobre un elevado número de bastiones que pagaban pechas al dux y a los condotieros. Eran los últimos coletazos del duelo trono altar que tuvo en pie de guerra a los cristianos de occidente durante el Sacro Imperio. Decían que la diaconisa del papa era una mala mujer, una loca histérica que fingía comunicaciones con Jesucristo y que tenía tratos, al igual que Gregorio XI, con el diablo.
Estas voces señalaban que su padre era un borracho y que había nacido en el seno de una familia en la cual vinieron al mundo nada menos que un cuarto de centenar de vástagos. Eso era cierto. Catalina hacía el número vigésimo cuarto. Su padre, Jacobo, murió relativamente joven y tuberculoso, quien sabe si como resultado de esos excesos nupciales. Por lo que toca a su madre Teca, ésta  era una sencilla y pobre mujer que tenía mucho miedo a la muerte.  Lo veremos adelante.
- A nosotros no nos engañas. Sabemos quién era tu padre, un cornudo, que le daba al cristal y tu madre, una odalisca que no hizo en su vida más que parir- así le habló a la santa el diablo durante una de las frecuentes comparecencias ante Catalina, a la que intentaba perder, a sabiendas de que la obra que ésta intentaba acometer mediante una reforma eclesial por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, le iba a suponer la pérdida de muchos adeptos.
En Florencia su persona se convirtió en blanco de las invectivas del alto clero. La persecución contra ella en aquella ciudad fue terrible.
Otra en su lugar, ante tan graves insultos, hubiera tomado las de Villadiego, o quizás intentado arrancarle la lengua al bellaco que los profería. Catalina de Siena, una verdadera amazona en la lucha contra los malos espíritus, ni descompuso el gesto. Este silencio, tanta paciencia, era  signo evidente de que ella había bebido del cáliz del dolor, ese vaso de elección que al principio sabe acido y repugna como un vomitivo, pero que acaba siendo paladeado como delicioso néctar.  Aguardó a que pasase la tormenta y regresó a Roma cuando en el Conclave de 1378 Urbano VI sucedía a Gregorio XI.


El lenguaje de Dios - conviene repetirlo - llega de forma insólita, y por conductos inexplicables. Sólo lo escuchan los que sufren, porque Él amó a Job y encuentra en la paciencia de los crucificados su mejor baluarte: “ patientia opus perfectum”[17]. Habla por boca de los pequeños y despreciados, por ser la humildad agradable a sus ojos. Esto es un aserto incomprensible para los ojos de la carne. Por lo pronto, suscita sonrisas de autosuficiencia y mofas aviesas que mortifican y santifican a sus siervos. Pero la verdad será alguna vez descubierta y atestiguada. La longanimidad de Catalina de Siena es la longanimidad de Job. Con ella a flor de labios todos los justos de la historia desafiaron al diablo.
Ella vivió en una coyuntura histórica en el cual el poder temporal había establecido pactos y asensos con el Vicario de Cristo, que permanecía aherrojado por cuestiones de estado, y prisionero en las querellas del siglo. Su incómoda actitud no conformista con las manipulaciones de las que era objeto por el rey de Francia el romano pontífice se transforma en grito de rebelión para reformar la Iglesia, morigera las costumbres disolutas de las personas consagradas. Aquella coyuntura se parece a la de ahora, con una diferencia, la catolicidad bajo el mando de Juan Pablo II atraviesa por una situación más grave que cuando estaba al frente de ella Gregorio XI, porque aquélla era una querella interna de obispos libeláticos y de una curia que se resistía a perder su poder frente a la hegemonía del emperador germano. En la actualidad, la crisis, más profunda, estriba en que, por conducto de la máxima autoridad, ésta se ha lanzado con armas y bagajes al campo de los responsables de la muerte del Salvador. Con su teología del Holocausto el que rige los designios de más de setecientos millones de creyentes parece haber  dado de lado al fundamento de todo el edificio: la crucifixión del Señor. El papa no está ya en Aviñón, sino que es un títere de la sinagoga. Los enemigos de Cristo lo tienen secuestrado y se escudan detrás del vuelo de su sotana para hacer daño.
Pese a lo cual, las Catalinas de Siena de hoy por hoy (no se las ve, pero están en alguna parte) siguen siendo el hilo conductor de la voz del Señor. Los eclesiásticos, lejos de mostrar unos deseos fervientes de reformas, inculcadas desde el mandato del Vaticano II, y convertirse a Cristo, se devanan por el poder. El asenso de un mal pastor con las fuerzas del siglo ha llevado a la grey al caos, pero el Espíritu continua hablando a través de mujercillas de pueblos, las videntes, verdaderas o falsas, y los apóstoles de los últimos tiempos. De ellos dependerá la reforma que está pidiendo la Iglesia de Cristo. Esa magna tarea de renovación no saldrá ni de las plataformas, ni de los foros, de los congresos mundiales, ni de las multinacionales del espíritu que aspiran a convertirse en sucursal de la Coca Cola a la Silla de San Pedro, ni de las conferencias episcopales, ni de los consensos - el triunfo de la masonería, y con ella las fuerzas del Averno ha sido total - sino de esos pequeñuelos del Evangelio. En ellos está el verdadero amor a la Iglesia y por eso la critican, porque Catalina de Siena, con sus milagros, sus penitencias, y sus escritos  no tuvo reparo en llamar la atención del mismo Romano Pontífice. Nadie pudo ahogar su voz de la misma forma que los medios más poderosos de comunicación se verán inermes para hacer callar a aquellos que piden un cambio de rumbo. Ellos sufren. Son tachados de locos y de visionarios, pero ellos denuncian los pactos con el diablo. La situación actual de la SRI, tributaria del poder económico norteamericano y constantemente amenazada por la espada de Damocles del “ lobby” sionista, que ha puesto las calderas del mundo a toda presión [todo te lo daré si postrándote ante mí me adoras], porque Jesús, a lo que parece, no fue tentado en vano, hace pensar en aquellos papas prisioneros de Aviñón.


Con palabras de Ajab al profeta Miqueas “ tus profecías no anuncian sino el mal y calamidades “[18]  acusaron a la bendita toscana de ser el aguafiestas de su siglo. Sin embargo, ella con su espíritu de clarividencia predijo que se acercaba un tiempo nuevo, de grandes carismas. Lo cual así fue, porque los papas retornaron a la Ciudad Eterna desde el Sur de Francia y la cristiandad conoció una era de esplendor y de influencia como no ha conocido jamás. Tres siglos de gloria ininterrumpida. Lo mismo puede decirse en la tesitura actual. María no nos abandona. Pasarán los tiempos de tinieblas. Serán glorificados todos aquellos que en nuestros países mal llamados demócratas, de los que viven a la sombra del gran consenso, y se enfrentan solos y desamparos como los primeros cristianos en el circo, a las garras y colmillos de la Bestia.
 Comuniones místicas.
Singular prestancia cobra así esta monja fundadora[19] y reformadora, a la luz de los acontecimientos de 1999. Esta doctora de la Iglesia no fue sólo un epítome de las cristianas virtudes que practicó hasta el paroxismo sino un aviso a los navegantes. No pasarán. No se saldrán con la suya, porque la Iglesia no es un papa, ni un obispo, ni una cuadrilla de seglares o de algún que otro alumbrado, sino que pertenece a la inspiración verdadera del Espíritu Santo. La sangre de los mártires que se vierte en el más absoluto anonimato y oscuridad les grita a los impostores el consuetudinario golpe de atención, el clarín de llamada:
- Y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
Sus secretarios ponían por escrito el contenido de sus revelaciones o el tenor de lo que conversaba durante sus encuentros con el Amado. Se refería sin cesar a la necesidad de una transformación. Quería una Iglesia moza y moderna, no aletargada en las disputas feudales. Hablaba de la iniquidad de algunos de sus ministros. Es un lenguaje a veces incomprensible. Es el lenguaje del Audi, filia[20]. Exhorta a que corra por el camino de la verdad olvidándose de sí misma. En sus alocuciones con los que ama El Esposo predica a favor de la muerte del yo. Mediante la renuncia, se accede a las altas cumbres ascéticas, que se constriñen a la vía purgativa, unitiva y contemplativa.
De esta forma un muchacha semi analfabeta ganó los estadios de la ciencia infusa. Vio a la Trinidad que consiste en el sumo bien, y la fuerza viva, la luz eterna, el abismo infinito y el mar insondable. Fue la santa de la Eucaristía. En un tiempo en que los sacerdotes no oficiaban  misa todos los días, ella reclamó la frecuencia del sacramento y durante muchos años se alimentaba las cuaresmas de la hostia que depositaba en sus labios el consagrante. No tenía que hacer éste grandes esfuerzos, puesto que en numerosas ocasiones, según se desprende del testimonio de sus confesores, la sagrada forma se precipitaba desde el altar hasta su boca. Es un fenómeno raro, pero que se da con frecuencia en aquellos que han alcanzado un alto grado de perfección: la comunión mística.


Con estos prodigios y carismas a sus almas preferidas respondía el Señor a los herejes y ateos. Una comunión mística famosa fue la ocurrida en la iglesia segoviana de San Facundo. El sacristán confabulado con unos judíos que querían ridiculizar el misterio de la Santa Cena del Señor compró por treinta maravedís una Hostia consagrada. Se la llevaron y prepararon una queimada en la sinagoga. En un caldero junto con grandes cantidades de anís, orujo y aguardiente, sumieron el trozo de pan sin levadura, pero el aquelarre terminó pronto. Aquellos hebreos, confundidos y espantados,  contemplaron cómo el Pan de los Ángeles empezó a elevarse hasta la alfajía o artesonado, y, rompiendo las techumbres del edificio, ascendió por todo el cielo de la ciudad, remontó el pináculo de la torre de San Esteban, y, poco a poco, fue a dar al convento de los dominicos (aun pueden apreciarse sobre el portal plateresco el orificio que abrió la Sagrada Forma al rasgar el recinto). La hostia se posó sobre los labios de un novicio moribundo que acababa de recibir la unción de los enfermos y se disponía a recibir el viático.  El religioso recuperó la salud después de comulgar y aún pueden contemplarse los dos boquetes  que abrió en las paredes de la antigua sinagoga, actualmente convento de Claras, y en el pórtico del convento de la Orden de Santo Domingo, del que fuera prior Torquemada y que funcionó como  hospicio durante muchos años. Los hechos son coetáneos a Santa Catalina de Siena, el siglo catorce. Para conmemorar tan insólito fasto se viene todavía celebrando en Segovia la fiesta eucarística de la catorcena.
El divino poder obró en este caso, como en tantos otros muchos, contra las leyes de la naturaleza. Pero esto es algo que nunca sabrá entender la prudencia de la carne. Los impíos se constituyen en  herederos de aquel grito de rebelión atea “ comamos y bebamos que mañana moriremos “. Tienen los ojos demasiado embotados por la gula, la vanagloria, la lujuria y la ira, para adentrarse en las maravillosas de la ciencia infusa. La guinda será siempre esa maravilla que honra la teología cristiana: la Trinidad. En la procesión trinitaria radica la clave del conocimiento de fuerzas que dinamizan este mundo nuestro de hoy, tan confuso. Es la piedra de toque de nuestra fe y la fe no se alcanza sino por la misericordia del Señor que la da gratis y prefiere a la hora de repartir tan grandes dádivas a los pequeños.
Las dos hermanas gemelas de Catalina
 
La virgen toscana vino a este mundo atada al mismo cordón umbilical de una hermana melliza suya por nombre Juana que murió al poco del alumbramiento. Eso según la carne. Conforme al espíritu tuvo en el espacio y en el tiempo a otras dos hermanas gemelas. La una fue española: Teresa de Cepeda y Ahumada. La otra, francesa y muy posterior en el tiempo. Teresa de Lisieux murió en 1897. Entre las tres místicas doctoras de la Iglesia universal existe una comunión de ideas y de avatares francamente sorprendentes que delatan la veleidad de la gracia divina a la hora de labrarse sus gemas escogidas que salvando la distancia del tiempo y del espacio brillan con una potente luz cenital asombrosamente pareja. El paralelismo dentro de la terna es insigne. Estas tres religiosas parecen hablar un mismo lenguaje y su escalada de la ruta de la santidad se adentra por vericuetos que parecen copiados unos de otros. Verbigracia, en Catalina, en Teresa y en Teresita se observa: 1) una fuerte influencia de la figura paterna en su psique; 2) muy precaria salud en las tres a causa de las  mortificaciones - cilicios, ayunos, falta de sueño, disciplinas y desprecio total a su cuerpo - que llevaron; 3) persecuciones e incomprensiones sin cuento por parte de las personas que rodearon a las tres santas, sirviéndose para esta labor de zapa y acrisolamiento de su virtud el diablo de personas consagradas; 4) ofrecerse como víctimas de expiación por los pecados del mundo y la conversión de los pecadores.
En Teresita de Lisieux, una de las mujeres más excelsas que ha pasado por la tierra después de la Virgen María, con haber vivido tan sólo veinticuatro años, esta circunstancia de la expiación continua y de los sufragios perpetuos de reparación, se transforma en algo tan bello  y  misterioso como la lluvia de rosas, un operativo de emergencia, un servicio de guardia con ventanilla perennemente abierta para enjugar lágrimas, liberar presos, curar males, remediar a los necesitados. La lluvia de rosas es un negociado que no se cierra día y noche, porque su institutriz le formuló al Señor una confidencia: “ Quiero pasar mi cielo en la tierra haciendo el bien a los hombres después de muerta “. Es el paroxismo de la heroicidad y del amor.


Sin embargo, Thèrése Martín Guerin no pudo curar a su pobre padre de la enfermedad nerviosa que padecía[21].  Se sentía fuertemente atraída por la personalidad del padre, al que amaba tiernamente y al que vio morir al poco de profesar ella en el Carmelo. Catalina de Siena tanto amaba a su progenitor, Giacomo o Jacobo Benincasim, el tintorero, quien  no había llevado una vida del todo virtuosa, que sintiendo la proximidad de su muerte, le comunicó a J.C. en una de sus revelaciones particulares:
- Llevame a mí. Prefiero ocupar su puesto en el paraíso.
- Tu padre, hija mía, ha vivido en pecado mortal - manifestó el Señor.
- Haz que yo me vaya por él. Estoy dispuesto a pasar cualquier prueba, hacerme acreedora de cualquier calumnia o soportar cualquier enfermedad, con tal que mi padrecito se salve.
- Convenido - contestó el Amado - Giacomo se salvará pero antes tendrá que pasar algún tiempo en el Purgatorio purificando sus pecados. Y tú, hija y esposa mía, Catalina, a cambio de esta gracia que te concedo, llevarás toda tu vida una enfermedad hasta tu tránsito. Harás las veces de Cirineo del hombre que te engendró. Le ayudarás a portar su cruz, compartiendo la culpa.
Efectivamente, la penitente, a partir de la muerte y salvación de su padre, se sintió siempre afligida por un dolor de costado, mal de ijada que llamaban los médicos antiguamente, una enfermedad de carácter hepático renal. El malestar era tan fuerte que no le dejó ni de día ni de noche. Fue la enfermedad que la llevó a la tumba.
Santa Teresa también padeció lo suyo desde su juventud a causa de este misterioso dolor de ijada, que la tuvo postrada y en estado de rigidez tetánica durante tres días. La dieron por muerta. Afortunadamente, cuando iba a ser inhumada dio señales de vida y se evitó el sepelio. En la Edad Media el dolor de costado que producía espasmos y contracciones musculares, acompañados de lividez mortal (la nariz se afila, los miembros se vuelven rígidos, síntomas parecidos a los de la muerte), fue el responsable de que muchos fueran enterrados vivos. Es probable que de esta enfermedad de la ijada murieran el padre Granada y el venerable Tomás de Kempis. Ninguno de los dos subió a los altares porque, incoada la causa, y al exhumar los restos, en ellos se vio la mueca horrible de la desesperación del último instante, cuando al despertar, se vieron encerrados en la caja y trataron de buscar auxilio inútilmente. Habían sido inhumados con vida. La muerte más angustiosa y terrible se cree que es la que se produce por asfixia.
Este amor filial hasta el heroísmo la ejerció Catalina con su madre, Lapa, una mujer buena, pero simple y vanidosa (fue muy bella en su mocedad) y que le tenía pavor a la muerte. Cuando la peste en 1373 regresó a Italia, Lapa de Benincasim, sintiendose enferma, llamaba a su hija aterrada porque iba a comparecer ante el Altísimo.
- Dile que no me  permita morir. He parido veinticinco hijos, algunos de ellos se dedican a su servicio y se han hecho curas y monjas, pero todavía soy joven.
Y aquí tenemos nuevamente a Catalina, que había librado a su padre de los castigos del infierno, con embajadas ante su querido Jesús. El Señor, mirando para la Hermana de la Penitencia con gesto  compasivo,  le dijo:
- Verdaderamente, la humanidad no tiene remedio. Pero te concedo lo que me pides, aunque tu madre se lamentará algún día de recibir este don que se le otorga. Ella morirá cansada de vivir.


Así fue. La buena mujer pasó a mejor vida a los ochenta y nueve años y llegó a sobrevivir a Catalina y a la mayor parte de sus hijos, pero al final estaba harta de vivir. De las guerras, las enfermedades, los sufrimientos y agobios. No puede haber mayor dolor para una madre que ver partir a sus hijos antes que ella. El Señor llevaba razón. Porque como reza la Imitación de Cristo: “ Vanidad es desear larga vida y cuidarse poco de que sea buena “[22]
Persecuciones e incomprensión
Son el crisol donde Dios prueba las almas. Si se analiza la biografía de la Reformadora del Carmelo hallaremos un constante nudo de pruebas, zancadillas, envidias, trabas, prejuicios, provenientes de sus propios hermanos y hermanas de escapulario. El diablo ataca a través de aquellos que tiene más cerca. Puede ser la madre o los parientes, o la esposa, incluso los confesores y los clérigos. El cura de Becedas la hizo a la santa abulense proposiciones deshonestas, pero, ésta, que, aparte de ser una castellana muy lista, leía las conciencias, un día que se fue a confesar con él, le arguyó de concubinato. Efectivamente, aquel sacerdote vivía amancebado con una mujer que había cautivado su voluntad con agüeros y supercherías. Su barragana le había reglado en prenda de amor eterno un amuleto Parece ser que era una cornalina, la llamada piedra preciosa del amor. El pobre clérigo, llorando, después de escuchar lo que le había adivinado durante su confesión auricular, tiró el amuleto nefasto al río Adaja, despidió al ama con la que vivía en concubinato y se puso a bien con Dios.  Murió al año de todo aquello sucediese tal y conforme como le había anunciado la santa.
Catalina padeció persecuciones de parte de las personas a las que más amaba. Una fue su madre, Lapa, que era algo alcahueta y la tentaba para que saliese con chicos, cuando ella había hecho voto de castidad, a la edad de los ocho años. Luego, aquella monja de conducta poco edificante, Teca, a la que cuidaba cuando cayó enferma de un seno, y la insultaba llamandola mujer mundana, en pago a sus desvelos por encancerada.
Algunos frailes, cuando la veían entrar en éxtasis, se liaban a pegarla patadas para que despertase y la arrojaban del templo de la Misericordia, sitio que acostumbraba a frecuentar cuando iba a Roma. Salvaje conducta que demuestra que la convivencia no resulta tan idílica dentro de los muros de un monasterio como algunos consideran. Luego, cuando fue a Florencia con embajadas del papa, para que acatasen su autoridad, el deán de la catedral y el arzobispo quisieron matarla. Dios la libró. Sobre la bella ciudad, cuna del arte, planeaba ya la sombra  cainita y  feroz, que se disfraza de la piel del catolicismo católico apostólico y romano, pero que nada tiene que ver con Cristo y que mandó al pobre Savonarola, un elocuente dominico, reformador de las costumbres a la hoguera. El propio papa Juan Pablo II ha rehabilitado últimamente su figura. ¿ Pero cambiaremos alguna vez? ¿ Nos convertiremos? ¿ Cuándo vamos a pedir perdón de una vez dejando de lado al fanatismo, los prejuicios de casta, las ansias de poder, la camándula?
 Esa paciencia practicada por algunas personas en grado heroico es el argumento más convincente en favor de su santidad e inocencia de vida. Más que los milagros, raptos y alocuciones extrañas, lo importante es tener fe y amar. Lo demás os será dado por añadidura.


Catalina de Siena, santa taumaturga donde las haya, es admirable por sus visiones (enseñó a la Humanidad a dirigirse a Jesús de tú a tú, y descubre  no sólo el Purgatorio sino la  plática con Dios) pero más admirable resulta  aun por su paciencia. Su desprecio a los respetos humanos, ese desdén por el qué dirán es muestra suficiente de que las cimas de la exaltación contemplativa, la “ kenosis”, el “ abandono” iluminado, la santa indiferencia o “ dejamiento” de que su virtud no es succedánea sino una autentica manifestación de la divinidad en el ser humano. Su imagen nos quiere exhortar a que el cristiano se ponga en camino en un progreso del Peregrino que va más allá de la muerte.  Hemos tratado de explicar esa llamada siguiendo derroteros poco convencionales y no descubiertos, porque la santidad, con arreglo a la imagen que de ella nos  han dado hasta ahora los tratados de ascética y los bolandistas, tiene bastante de repulsivo. Los hombres y las mujeres nunca podrán ser ángeles. Muchos olvidan que tenían un cuerpo y unas necesidades fisiológicas que alimentar y que superar, pero al que vencieron y domaron mediante el libre examen, la fuerza de voluntad. Esta doma no excluye, como en toda guerra, donde se pierden batallas, caídas, descarríos, altibajos, desilusiones.
Con ello se tira por su peso la tesis del condicionamiento determinista y los vaporosos y turbios  predicados con los cuales los charlatanes del Psicoanálisis quisieron explicar la práctica del misticismo como una sublimación sexual, o un desvío del instinto genésico hacia los derroteros exaltados de la comunicación sobrenatural. Querer mezclar a Jesús con Eros no deja de ser una blasfemia, que puede brotar de un alma demoniaca como era la del médico vienés.
Hay fuerzas tanto exógenas como endógenas incapaces de aceptar que la Iglesia está viva. Sufre. Padece. Ama. Cae. Yerra. Rectifica. Se levanta porque opera en un mundo que, amen de valle de lágrimas, es campo de Agramante. No osen manipular al Espíritu Santo desde la fraseología hueca de los demagogos de turno. Ni desde Freud, ni desde Marx, dos verdaderos anticristos, fuerzas del Demiurgo. Ni desde el capital. Ni desde el monetarismo o de cualquier otro credo político de uno y otro signo del espectro. Es incontrolable precisamente porque participa de la fuerza liberadora de Cristo. Por eso, se dice que el espíritu sopla donde quiere, por más que algunos se obstinen en ponerle puertas al campo.
Para comprender un poco del misterio de esta fuerza avasalladora que renueva a la humanidad desde dentro, hace falta haber estado en el desierto, haberse bañado del sol de la incomprensión, y vestido la marlota y la piel de camello de la pobreza y la penitencia, predicar el sublime anonadamiento del que, perdiendo su vida, la encontrará, y muriendose a sí mismo, a sus pasiones y apetencias, la encontrará. No somos más que beduinos en tránsito, miembros de la caravana de la fe que acampa junto a los pozos de un oasis. De tarde en cuando, el simún huracanado ateza nuestros rostros. Las noches son frías y misteriosas. Su silencio impenetrable se rompe por el gemido de alguna hiena que avienta la presa. No se trata nada más que de una travesía de prueba.
La hora de tinieblas
“ Qualis vita, mors ita”, decían los latinos. El estilo es el hombre. También, la muerte. Se conoce a las personas en el juego y en la mesa. Y, en su momento final. Nadie espere tener un tránsito a la eternidad diferente a la forma como ha vivido. Sin embargo, hay santos en los cuales  la travesía por el desierto dura hasta el borde de la tumba. Catalina de Siena conoció una hora de tinieblas en su misma agonía. Había arrebatado mediante su vida penitente a muchas almas de las garras de Satanás. Éste, que es rencoroso y astuto, que no perdona, en el instante supremo se las tuvo tiesas. Quiso resarcirse de viejas afrentas. Es un hecho frecuente, que ofrece increíbles paralelismos con las otras dos místicas doctoras antes reseñadas. Tampoco la muerte de Teresa de Jesús fue dulce. A Teresita de Lisieux la visitaba el tentador  todos los días en su celda y le hablaba de esta manera:


- No hay nada al otro lado. La muerte es el final. Has vivido preparandote para este instante y ahora te encuentras con las manos vacías. Has sido imbécil. Podrías haber vivido mucho mejor. Haber conocido el amor y el lujo y los regalos del mundo. Ese cielo en el que sueñas está deshabitado.
Esas mismas consideraciones venenosas sonaron en los oídos de Catalina cinco siglos antes. Teresa de Cepeda y Ahumada para superar la tentación compuso en artículo mortis el famoso soneto “ No me mueve mi Dios para quererte “.
Ocurrió que en la fiesta de la Epifanía, después de tercia, estando en la iglesia de la Misericordia, Catalina se desmayó. No era la causa de aquel desvanecimiento uno de sus frecuentes, ni el mal de alferecía o epilepsia, no menos infrecuentes, sino un acceso del lancinante dolor de ijada que arrastraba después de la muerte del tintorero. La alimentación escasa, la vida a la intemperie de los mendicantes[23] así como los sacrificios sin tasa habían minado sus robustas salud.
Fue transportada a la casa de misericordia o “ refugio” donde con sus compañeras la comunidad solía pasar la noche. La enfermedad duró cuarenta días en medio de dolores atroces y el ininterrumpido hostigamiento de Satanás que durante las ultimas semanas de estancia en la tierra la acometió con denuedo. Los diablos no sólo la tentaban con el pensamiento de que no había nada después. Llegaron a maltratarla físicamente, arrojandola de la cama. Todavía tuvo fuerzas para levantarse al alba y caminar varias leguas al lado de las hermanas girando visita a las diferentes iglesias de Roma (maitines en san Juan de Letrán; prima, en Santa María la Mayor; vísperas en San Pedro Advíncula, etc.), pero en Viernes Santo no pudo abandonar el  lecho. Al día siguiente, sábado  de Gloria, durmió en el Señor. Los rasgos de su rostro recobraron la expresión dulce que le caracterizaba a Catalina, después del esfuerzo de aquel combate omnímodo con los emisarios de Lucifer. Antes de expirar, mandó a su confesor, fray Tomás, que  al leerle la recomendación del alma rociase su cuerpo de ceniza. Con mano trémula se persignaba sin cesar y no cesaba de mover los labios murmurando secretas jaculatorias imperceptibles. De madrugada exclamó con voz magna:
- Gracias, Señor, que te acercas. Gracias infinitas por tu amor. Te amo “ rabonni”, maestro mío, dulce novio que me mandas a buscar.


Y rindió la cabeza sobre la almohada. La estancia quedó penetrada de una gran luz y bañada de un olor enervante  de nardos, jazmines. La aurora apuntaba la amanecida de un día primaveral romano. Era el 29 de abril de 1380. Catalina había conseguido la palma de la victoria en contra las fuerzas del mal. No sólo es patrona de Italia sino que se la invoca asimismo como intercesora en los casos sospechosos de posesión diabólica. Toda una multitud de cojos, mancos, lisiados, leprosos, ciegos o aquejados por algún mal desfiló ante su catafalco que estuvo expuesto durante tres días a la veneración pública. Muchos se curaron. Era sin duda un paradigma de feminidad. Fue la mujer fuerte a la cual el Todopoderoso confió sus secretos. Su actuación en pro de una Iglesia en crisis fue providencial.  Fue, en puridad, una elegida. Quizá algunas de sus proezas milagreras adolezcan de ese ambiente de exageración que envuelve como una aureola inextricable a no pocos santos medievales. El milagro lo era ella misma si contemplamos a esta pobre monja giróvaga o peregrina italiana,  a través de su portentoso idilio con el Salvador. Inaugura un nuevo lenguaje. Ensancha unos horizontes de libertad en los que han ido penetrando otras grandes figuras de la Mística de la Cristiandad. La virtud sigue ejerciendo fascinante magnetismo en las masas. Está claro que, de la misma manera que Jesús tuvo discípulos, cada uno de los santos encontrará siempre émulos e  imitadores. Ellas serán la manifestación de Dios como fuerza viva en el devenir eclesial.
 
 
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Capítulo V
 
ISABEL DE HUNGRÍA, MADRE DE LOS POBRES DE EUROPA.
 
                 
 
 
El país que hoy llamamos Hungría fue una de las más importantes provincias del imperio, la clave del arco de los territorios por Roma dominados, y sitio de paso entre las provincias orientales y occidentales bajo el cetro de  los césares. Se llamaba la Dacia Oriental y la Panonia, cuna de nacimiento de grandes santos y mártires como San Martín, que era húngaro y un vélite de las legiones del Norte.  A orillas del Danubio tuvo lugar el famoso milagro de San Mauricio y la Legión Tebana. Todos los soldados y oficiales abrazaron la fe de Cristo y, renunciando a tributar culto a los ídolos, fueron en masa pasados a cuchillo. Esta hecatombe quizá fuera un anticipo de las convulsiones y matanzas masivas que habían de tener por campo de Agramante este lugar de centro Europa al correr de los años.
A partir del 316, cuando una serie de pueblos procedentes del norte descendieron hacia el sur desde las hiperbóreas regiones de Carelia y del Circulo Polar Ártico, lo que era llamado por los historiadores Salustio y Tito Livio “oficina gentium”, arrasando cuanto encontraban a su paso, en Hungría se establecieron los hunos. Por eso la lengua magiar no tiene ningún parecido con las de los pueblos vecinos. Ni es eslava, ni latina. Se parece al finés.


Su incorporación al cristianismo fue lenta y tardía. El año 997 San Esteban recibe las aguas del bautismo y hace bautizarse en tropel a todos los súbditos de su marca. El papa Silvestre II en la Navidad del año 1000 lo corona rey. Aquellas rudas tribus dejaron de adorar a la rueda del sol o esvástica y pospusieron su culto a Wottan, a Thor y a Odín para abrazar las enseñanzas del Evangelio. La estirpe germánica infundirá savia nueva a la decadencia del bajo imperio, incorporando un sentido de la solidaridad y de respeto a la mujer frente al individualista y corrompido mundo romano.
Diecinueve reinados después del de San Esteban y de las predicaciones de Cirilo y Metodio, que redundaron en pro de la conversación de los pueblos bárbaros aparece Andrés II, al que llamaban El Hierosolimitano, puesto que en la Cruzada de 1217 conquistó Jerusalén de las manos del Turco. Estaba casado con Gertrudis de Merania, la cual descendía por línea directa de Carlomagno. Fruto de estos amores regios nacería en 1207 una princesa que recibiría el nombre de Isabel. El hábito no hace al monje - se viene a decir-, sin embargo, a veces los nombres predeterminan el carácter y el modo de ser de quien lo lleva. La etimología hebraica quiere significar por Isabel “ la llena de Dios, la cuajada en el Señor”. Isabel de Hungría, es junto a san Martín de Tours el epítome de la piedad y de la caridad cristianas. Estuvo colmada del espíritu de Dios, que no es otra cosa que amor.
En Tubinga, al norte de Alemania, había un rey que se llamaba Hermann. Sus mensajeros le advierten del nacimiento de una princesa cuya venida al mundo había sido marcada por milagros y por prodigios. Pronto sus heraldos cruzan el Elba y llegan a Budapest. El objeto de la embajada no era otro que el pedir la mano de la niña Isabel, que tan sólo contaba cuatro años de edad para el heredero de la corona del landgrave, el príncipe Luis. La fiesta de esponsales duró tres días. Al cabo los “ prometidos” partieron hacia Eisenach, donde fueron educados y estuvieron a la espera de poder consumar su matrimonio. Eran vestigios de las viejas costumbres bárbaras de los germanos, donde, junto a un profundo concepto de la dignidad femenina y la fuerza del clan o de la Sippe[24]en sus vínculos indisolubles (lo que cristalizaría más tarde entre nosotros con sentimientos tan atávicos como la honra, la ejecutoria de hidalguía, el espíritu de cuerpo, el sentido de clase, y esa vana noción de la alcurnia, que se hereda al recibir unos genes determinados y no por el amor al esfuerzo y al trabajo) podían ser cometidas estas torpezas de los matrimonios morganáticos. Va a ser una de las lacras de la Monarquía europea en sus diferentes ramas: la visión de los casamientos hasta el abuso como razón de Estado. Esta endogamia daría paso a no pocas infelicidades e infidelidades conyugales, enfermedades degenerativas como la hemofilia y la sífilis, a las que uno se hace fácilmente a la idea con solo bajar a la cripta escurialense donde está el Pabellón de Infantes, poblado con los restos de seres humanos muertos en la flor de la edad.


En la corte de Eisenach hubo quien no miró con buenos ojos esta alianza con Budapest. Nadie se atrevió a murmurar durante el tiempo que viviera el landgrave Hermann, que era su valedor, y que consideraba a la princesa húngara como una verdadera hija, pero a la muerte de éste, su viuda, Sofía trató por todos los medios de anular los convenios sacramentales y buscar para el heredero, Luis, otro partido. Esta mujer no podía soportar la idea de que una niña extranjera, que pasaba la mayor parte del día en las iglesias, en vez de jugar con las otras niñas, fuese un día a ceñir sobre sus sienes la corona de Tubinga. Sus aptitudes eran más las de una fregona que los de una reina. Inés, la que habría de ser su cuñada, incomprensiblemente, compartía esa hostilidad hacia la princesita y no desperdiciaba ocasión para mostrarle su desafecto. A las afrentas y desconsideraciones respondía la interesada con la mansedumbre y el silencio. Con la muerte del señor de Tubinga, el buen marqués Hermann, la vida de Isabel de Hungría fue semejante a la de una “Cenicienta”, victima de los celos y de la envidia de la madrastra y de las hijas malvadas.
Era todavía demasiado joven para entender todas esas cuestiones que tanto significan  para el mundo (honores, dinero, fama, belleza) pero, que, para Dios, no son más que  escoria. Sin embargo, precoz en la virtud, aprendió temprano a dar de lado eso que reciben los hombres de tan buen grado, para abandonarse toda a Dios, gozando así de los placeres inefables de la  muerte mística. Aceptaba los reproches e injurias como una prueba más para ganar la confianza del  Señor. En su altar se rindió como una flor cansada, una rosa tronzada a los pies del Salvador. Había entendido bien cuales serían los designios de la Providencia para su corta vida de únicamente veinticuatro años: ser víctima impetratoria, petitoria, expiatoria y eucarística por los demás.
En esta semblanza de bienaventurados, que tratamos de pergeñar, huyendo en lo posible de los tópicos preconcebidos, que, a instancias de los bolandistas, aquellos jesuitas que expurgaron tanto los viejos textos que han contribuido a forjarnos una idea sandia y epicena de la santidad, observamos cómo se repite sin tregua esa muerte mística, el aniquilamiento de la voluntad, la “ kenosis”  a lo largo de la historia de la Iglesia, en las almas escogidas. Teresa de Lisieux quería ser un juguete, una pelota de trapo, que todos lanzaran contra la pared. Catalina de Siena quiere ser una rosa de pasión. Isabel, una flor tronzada.
Pese al sarcasmo y las pérfidas insinuaciones de su madre y su hermana contra la que había de ser su mujer, el heredero de la corona, Luis, seguía profesandola verdadero cariño. Los esponsales no fueron derogados y en la primavera de 1220 la lleva al altar. El esposo, que había sido armado caballero sólo recientemente y jurado la lealtad a la cruz y a la defensa de los valores cristianos (socorro de las viudas, caridad con el pobre, enemistad a la injusticia) contaba veinte años de edad. Isabel acababa de cumplir los trece.
Las fastuosas bodas tuvieron por marco el castillo de Wartburgo. El abad mitrado del monasterio de Reinharstbrunn bendijo las nupcias. Hubo torneos y luchas sobre el palenque. Juglares venidos de Polonia, Bohemia y de la Provenza entonaron epitalamios. Los “ Minnesinger” atacaban a la vihuela los viejos romances de las cruzadas y las canciones de gesta. Hubo mimos y partidas de ajedrez. Banderas y oriflamas ondeaban sobre el pabellón del bastión. La torre del homenaje empavesada lucía las mejores galas. Desde los altos ventanales los añafileros del rey hacían sonar las tradicionales murgas. A todas horas sonaban clarines y atabales  pregonando la unión en matrimonio del landgrave Don Luis IV de Thuringen con la reina de Hungría. En los banquetes, que duraron tres días, se sacrificó una novilla y tres terneros. Corrieron ríos de cerveza y de hidromiel. Los coperos de Palacio sirvieron  el mejor vino del Rin en honor de los invitados. Fue una boda por todo lo alto, un acontecimiento que merecería todos los honores épicos en la pluma de Victor Hugo, de Fernández y González, o de Sir Walter Scott.


Los memoriales harían pensar en la primera sentencia con que empieza el Fausto: “ Había una vez un rey en Tule...”.  Estamos en los tiempos gloriosos de la caballería andante y el duque Luis era un espejo de caballeros feudales. La Orden de la Caballería no tenía otro proposito que fundir la fe cristiana con el valor guerrero. Se recibía la acolada o el toque de varas después de una preparación o catarsis. Los aspirantes a la investidura tenían que velar las armas una noche entera, haber hecho penitencia y confesado y comulgado. En el acto iniciático los neófitos se comprometían no sólo a proteger loas intereses de la religión con la propia vida incluso sino también a dar la cara por el pobre y el desvalido, y partirsela a todo aquel que maltratase a una dama de obra o de palabra. Un caballero andante tenía que ser socorro de viudas y doncellas desvalidas, paciente y afable con el débil, altanero, con el encumbrado y engreído. Tenía en una palabra que administrar justicia en el nombre de Jesucristo.
Este concepto de justicia, hoy tan pordioseado y manoseado, fue la cuna donde dio su primer vagido la unidad europea, a la sombra de la Cruz. No fue el dinero ni el comercio el germen de esta visión de futuro. Fue la búsqueda y de un ideal conjunto de índole altruista y caballeresca. No otra cosa puede ser Europa, que no se concibe sin esa aspiración que brota de las páginas del Evangelio como ideal de tolerancia, perdón y una vida mejor. Por eso sería un sacrilegio paganizarla enteramente o hacer que abjure de su religión, convirtiendola en mora o en judía,  en atea o en hereje, como pretenden algunos. La Cruz ciertamente en un tiempo tuvo que estar al lado de la espada. No cabía otra  alternativa. Tuvo que ser defendida contra la Media Luna a punta de lanza y con sangre. En la mentalidad germánica se pensaba en los términos  de “ Blut und Boden”[25], que sirvió de diorama al mundo feudal. Así se explican las conversiones en masa o los bautismos multitudinarios de pueblos enteros de los francos con Clodoveo, de los eslavos tras las predicaciones de San Cirilo y San Metodio. El siervo de la gleba tenía que imitar al amo en todo, inclusive las creencias religiosas. Al grito de “ Dios lo quiere “, fueron proclamadas las cruzadas.  No había otro remedio que aceptar la voluntad de Dios, manifestada a través del jefe. Este componente jerárquico es imprescindible cuando se aborda la cuestión de la rápida propagación del cristianismo entre los bárbaros.
 Por desgracia, si la religión es la poesía de todos los pueblos, la política nos enseña su cara más prosaica y detestable. Cuando fracasa la política, según decía Metternich, se recurre a la guerra. Es lo más probable.
Amala como Cristo amó a su iglesia
 No hay sociedad más íntima y sagrada, ni cosa más perfecta que el matrimonio cristiano. El de Santa Isabel de Hungría y el landgrave fue un dechado de virtudes caballerescas y de perfección. Así como cada día trae su afán, cada etapa de la historia posee sus santos. Ellos vienen a ser depositarios de la voluntad de Dios en sus designios para el hombre en un tiempo concreto. Ellos representan la cumbre de estos valores de la familia, que no ha de ser un mero acuerdo contractual, a tenor con los paganos, ni una simple ceremonia ritual, de acuerdo con el sentir de los judíos, quienes no se distinguieron precisamente por su trato de consideración a la mujer. Ella está lacrada por el sello de un sacramento que confiere la gracia de Cristo para la santificación de dos almas, del hombre y la mujer. Es un símbolo de la encarnación del Verbo y del consorcio de Cristo con su Iglesia, con la que forma una sola carne. Si Cristo se hace cabeza de su Iglesia, el hombre que voluntariamente se une a la mujer se constituye en cabeza de familia (un apelativo hoy harto degradado por voluntad de la Bestia y el Gran Embustero, muñidor de apostasías y de fantasías, que está confundiendo a las pobres gentes con la subversión de valores) o dirigente de una asamblea. Merece una autoridad y un respeto, tal cual. A la recíproca, y, como reza el oficio de velaciones “esposa te doy y no una esclava, guardala y amala como Cristo amó a su Iglesia”, contrae el esposo los deberes de respetar siempre a su mujer, no maltratarla, serla fiel y amable, de un amor condescendiente, valeroso y cristiano.


Se trata de una sociedad dual en la que ha de haber una cabeza, alguien que dirija y mande. Si es la mujer la que asume tal papel, se habrán contravenido las leyes divinas. Nos encontraremos ante una inversión de los valores no sólo cristianos sino éticos. Desintegrada la familia, si cada uno se permite en el seno del hogar lo que quiera, porque le apetezca, porque lo tengo asumido, porque es mi derecho, porque me da la real gana, entonces he aquí que nos encontraremos muy cerca de los días de la Bestia. La serpiente del paraíso empezó tentando a Eva. Todos estos desafueros que nos meten por los ojos las secciones de la crónica negra de los periódicos, las lágrimas, los insultos, las amenazas, los asesinatos, arrancan de un punto común:  la altanería de Eva, la inversión de roles, el quebranto de lo establecido por la naturaleza. La serpiente engañó a Eva:
- Si comes de esa fruta, serás una diosa.
La primera mujer pecó. Los habituales de la crónica negra omiten la segunda parte de esas historias de amores derrumbados y de vidas rotas. Porque toda historia tiene por lo común un prólogo y un epílogo. La generación espontanea es un anacronismo. Luego, el diablo se frota las manos ante esa falta de veracidad o la indolencia de ciertos comunicadores mediúmnicos sin entrañas que narran historias de lo más crudo con una sonrisa sardónica entre los labios, con morbo y hasta refitoleo. Es la acerada sonrisa de la Bestia. Todos y todas, maripavas y mariguerras, tienen más cara que el ex falangista Onega, gallego en ejercicio, que manda mucho en el consorcio del triángulo. Quiero decir Antena 3, la voz de Hermida, y de su amo, ellos han conseguido que a esta España de prevaricadores no la conozca la madre que la dio el ser.  Rostro amplío del cemento armado. Francmasonería legítima, enemigos de Cristo, amigos del papa - es lo que ellos se creen - y negociantes del Jacobeo 99. Muy peligrosa gentuza. No por ramplones y felones, mediocres, sino porque se han autoproclamado comisarios de cuanto ocurre. ¿ Gallegos o judíos? ¿Galgos o podencos? ¿Gigantes o molinos de viento? ¿ En qué quedamos?
Ellos hablan de pareja. Dios habla de matrimonio. Aluden ellos al sexo como una especie de purga de Benito y de la cosificación de la mujer como fuente de deseos y de apetitos. Dios habla de amor y de generación, de la guarda de la continencia de los esposos frente al instinto, que ha de ser siempre un medio nunca un fin en sí mismo. Ellos, creyendo exclusivamente en la “ mujer objeto”, la hacen desfilar por esas lujosas pasarelas, que recuerdan a la catasta donde los romanos exhibían a la venta a sus esclavos. El incesante desfile, retransmitido por los medios ópticos y que encuentra una buena acogida en la prensa de bulevar, recuerda a un mercado de carne selecta. ¿ Qué fue de la hermosa y noble virtud de la modestia? ¿ No vende?
Ellos han sustituido la caridad por la filantropía. Ya no se sabe quién es el prójimo. Hay que irlo a buscar a países lejanos. Y la alegría, por la tristeza y el aburrimiento. Y la bondad, por la iniquidad.  La justicia, por el enjuague de unos cuantos rábulas implacables con ansias e popularidad y de cabeceras de primeras paginas. Y la fe, por la desesperación. La dulzura, por el gesto bronco y la desconfianza. Se preocupan en exceso de las enfermedades pero han dejado de rogar a Dios, autor de la vida y de la salud, y de mirarle.
Santa Isabel de Hungría y su esposo se quisieron tanto que no sólo llegaron a parecerse físicamente sino que quienes trataban a la pareja sacaban la impresión de que, viviendo el uno para el otro,  respiraban al unísono haciendo válida aquella suposición de que el sacramento más grato a los ojos de Dios es el del matrimonio, porque comporta un mayor de entrega, de sacrificio, de comprensión y de tolerancia. Mediante él se accede a la santidad por partida doble. Al fin y al cabo, San José y María, al establecerse en sagrada familia,  fueron un caso único.
Limosna. Penitencia.


Muchas noches las pasaba en oración Isabel.  De madrugada, una de sus azafatas de compañía, por nombre Ysentrudis, tenía la obligación de ir a despertarla. Junto con el duque bajaban a la capilla a cantar maitines con los frailes. A esta gran capacidad para la oración y la penitencia - la joven reina se azotaba todos los viernes con unas disciplinas engastadas de piedras punzantes y bolas de acero - se unía su amor a la caridad. Fue santa limosnera donde las haya. Se quitaba ella de la boca para darselo a los mendigos, que formaban grandes colas ante las puertas del palacio. Cuando se desplazaban de Wartburgo  a Eisenach, o  Budapest, los dos esposos, les seguía, como una mesnada,  un ejercito de pordioseros. Aquélla, más que una corte medieval, parecía una peregrinación de mendicantes. Era la locura de la cruz, algo que nunca entenderá la sabiduría del siglo. Los “ expertos” y disertos en ambiciones terrenas se harán la pregunta eterna:
- ¿ A que vienen esas austeridades? ¿ Cuál es el objeto de esa caridad que se entrega al pobre que va de camino si se gastará la ofrenda en la primera tasca de la ruta?
La única respuesta está en las palabras del Redentor: “ Porque el que busque su vida la perderá”. Ser cristiano quiere decir permanecer crucificado con Jesús. Sólo los trabajos, las tribulaciones llevan al cielo. A él se accede por la ruta de la abnegación y del menosprecio, las incomodidades. La reina sentaba todos los días a su mesa a un buen golpe de vagabundos. No les entregaba las viandas por el torno. Literalmente, comía en su compañía que para la virtuosa señora resultaba más grata que la de los grandes príncipes y duquesas. El castillo de Wartburgo en la Baja Sajonia - allí donde se refugiaría Lutero en 1521 huyendo de sus perseguidores - es un bastión emplazado sobre una eminencia, de donde se domina el tránsito hacia Weimar. En tiempo de guerra resulta un lugar inexpugnable por hallarse en un sitio muy escarpado, rodeado de una mota o foso y de pasos de ronda. Para ganar su acceso, hay que salvar una considerable pendiente.
Al pie del castillo de Wartburgo pronto acampó una multitud de desposeídos que habían llegado al sitio atraídos por la fama de las grandes caridades que hacía la mujer de landgrave. Isabel bajaba todos los días a socorrer a sus pobres. Aquí hay que traer a colación un milagro, adscrito a la famosa Leyenda Áurea (puesto que lo comparte con otras santas compasivas como Santa Casilda de Toledo), y que uno de sus biógrafos M.de Montalambert asegura que se basa sobre hechos contrastados. Isabel, tan generosa había sido con los necesitados, que había puesto la hacienda familiar a merced de los acreedores. Las arcas ducales quedaron en bancarrota. Lo daba todo: la ropa, el ajuar, el menaje, las alhajas. Esto, a través de su suegra Sofía y de su cuñada Inés, llegó a los oídos del marido, el cual estaba acompañando al emperador que residía a la sazón en Cremona. Rápidamente, Don Luis emprende viaje de regreso a sus lares. Casi a las puertas del castillo se encuentra a su mujer que bajaba a toda prisa. Iba furtiva y como a la agachadiza. A la vista del esposo, sintió una cierta inquietud y turbación. Parecía esconder bajo el halda un bulto.
- ¿ Dónde vais, Catalina, tan azogada? ¿ Qué escondéis ahí bajo la ropa?
Portaba varios objetos y útiles que había añascado de alguna de las dependencias del castillo, alimentos y viandas, mantas, cerveza para matar el hambre o cubrir la desnudez de aquellos desvalidos, que la aguardaban abajo. Turbada, pero, llena de recursos, con esa facilidad que tienen las mujeres para el disimulo, se apresuró a decir:
- Nada, marido mío. Llevo rosas.


Efectivamente, abrió el regazo y cayeron al suelo una ramillete de rosas perfumadas. Era pleno mes de enero y  en Alemania, donde el invierno es tan frío. Había nevado, pero ello no fue óbice para que las rosas germinasen en el regazo de quien tanto amaba a sus semejantes.  Maravillado y sorprendido ante un hecho tan insólito, el duque, cayendo de rodillas, dio gracias a Dios por aquel milagro. Conservó una de aquellas fragantes rosas como reliquia.  Al  alzar los ojos, vio como un crucifijo resplandeciente se  posaba sobre la cabeza de la dulce Isabel.  Es uno de los más bellos fragmentos de la Leyenda Áurea, o mitología cristiano medieval, que se repite con frecuencia, como por ejemplo en la persona de Santa Casilda.
En el caso de Santa Casilda, una santa mozárabe,  hija del rey moro Miramamolín y convertida secretamente al cristianismo, también fueron flores las que se derramaron al suelo cuando fue sorprendida por su padre camino de la prisión con varias hogazas de pan para los cristianos que estaban amarrados en las mazmorras de su padre, quien, sospechoso de su fe cristiana, mandó degollarla, pero un día antes del ajusticiamiento, un ángel vino a rescatarla y, prendida por los cabellos, la trasladó a un lugar de la Bureba, donde Casilda llevaría vida de [26]anacoreta. Murió cumplidos los ciento cinco años.
Ambas historias parecen entrelazadas. En cualquier caso, son dos hermosos cuentos con moraleja: Dios intercede por el que ama. Sin la Leyenda Dorada no tendríamos este fabuloso cupo de santos míticos que pueblan los retablos de nuestros altares y constituyen la espina dorsal del catolicismo, adornos siempre señeros de la esperanza y de la fe. Para vivir hay que creer y para creer hay que volverse un poco niños. Si no os hacéis como niños, no entrareis en el Reino de los Cielos. Cristo bendito nos predispone con la mejor actitud para embarcarse en la lectura de los libros de santos. Sin Leyenda Áurea tampoco tendríamos caballería andante.  Sin fe no llegaremos a ninguna parte.  Sólo allí donde quieran llevarnos los Comisarios Informativos, los Heraldos mesiánicos.  La Constitución no es carta magna. Es carta chica. No podemos convertirla en un factótum, ni en las tablas de la Ley, pero esta sociedad sufre a causa de muchos que van por la vida creyendose que son el profeta Moisés. Debemos de volver a empezar a soñar. Tenemos todavía mucho que aprender.
Se acostó con un leproso. 
A los catorce años alumbra la dulce Isabel su primer vástago. Es el príncipe Hermann, el heredero del ducado de Tubinga. En años subsiguientes parió a otras dos criaturas, un niño y una niña. Sus tareas de esposa y madre las alterna con las de la caridad. Siempre fue solícita con los menesterosos y todos los días bajaba la empinada cuesta del castillo hasta el valle donde había mandado construir un asilo para peregrinos y un lazareto para los enfermos. Objeto especial de su predilección eran los leprosos, a los que curaba y atendía sin el menor asco. Esta enfermedad bíblica se había hecho endémica en Europa durante la Edad Media. El hacinamiento, la falta de higiene, la promiscuidad sexual, trajeron los flagelos de la lepra y la sífilis. Se trata de dos enfermedades cutáneas cuyos síntomas se confunden. Entonces no había dermatólogos, ni vacunas. Contraer la treponema sifilítico o el agente patógeno que desencadenaba la lepra era  la cosa más corriente del mundo.


Se llegaron a contar cerca de treinta mil leproserías en todo el continente.  Aquél que contraía la enfermedad, apenas aparecida la urticaria con manchas rojas, la picazón y las escoriaciones, tenía la obligación de presentarse a los sacerdotes. Se recluía al enfermo durante cuarenta y ocho horas en la capilla de una iglesia, se le vestía de una hábito negro. Un confesor acudía a leerle la recomendación del alma. El desdichado gafo [la lepra seguía considerándose igual que en los tiempos de Cristo como un castigo del Cielo] era obligado entonces a asistir a su propio funeral. En su presencia se cantaba una misa de réquiem. Al ofertorio el diácono le hacía entrega de una carraca o tablillas de San Lázaro para que cuando caminase por la calle al agitarlas todos se apartasen.  El sonido del tartavelo  advertía a los viandantes de la presencia de un apestado y todos se hiciesen a un lado, que llegaba el leproso.  Lo incensaban, se le leía el evangelio de la Resurrección de Lázaro. Los clérigos entonaban un ritual de largas letanías.  Luego, en andas, y porteado por cuatro palafreneros, lo llevaban a una cabaña apartada de la ciudad. Detrás venía una procesión de flagelante que salmodiaban el lúgubre responso del Miserere.  Allí quedaba recluido. El municipio le otorgaba una vaca, una punta de ovejas o cabras y algunos costales de trigo o de maíz para que durante su confinamiento no pereciera de hambre. Antes de dejarlo allí abandonado a su suerte, el sacerdote pronunciaba un exorcismo rogando a Dios por la curación del gafo que quedaba “ interdicto” de todo trato o comercio con gentes. Era la “ manda” o ritual de apestados que decía así:
Yo te absuelvo de tus pecados y te prohíbo que salgas de casa sin tu hábito de leproso. Que vayas descalzo. No habrás de pasar por callejones estrechos. Yo te prohíbo que hables con ninguno sin tapabocas o con el viento dando de cara. Yo te prohíbo, hermano, que vayas a ninguna iglesia, que entres en cualquier monasterio donde acogerte a sagrado. No pisarás ni feria ni mercado. Ni lugar donde se junten hombres cualesquiera. Así te mando que te abstengas de ayuntamiento carnal  con mujer que no esté leprosa. De ahora en adelante absténte de lavarte las manos o los pies en fontana pública o en arroyo o laguna. No habrás de tocar a  niño alguno, ni de besarlos. Hasta que quedes limpio. Amen.[27]
Pronunciadas estas palabras del “ Enquidrion” de enfermos, se cerraba la puerta de la cabaña. Y todos se apartaban. El miedo a la enfermedad era tan pavoroso que las ovejas y la vaca del rebaño que la villa entregaba al apestado para su mantenimiento no corrían peligro alguno por los ladrones. Nadie osaba poner los dedos sobre el ganado de un hombre excomulgado de la iglesia por impuro.  Eran los enfermos de lepra los parias de los parias en aquella sociedad jerarquizada y fuertemente dividida en castas y rangos.
Santa Isabel de Hungría no sólo no se apartaba de ellos, sino que les lavaba, les vestía y les cuidaba y hasta les metía en su lecho. Una tarde de Jueves Santo tuvo a bien lavarle los pies a doce leprosos. Uno de ellos, por nombre Elías, en cuyo organismo la lepra manifiestamente descubría sus zarpazos - le faltaba la mitad de la cara y sus piernas era tan sólo unos muñones- después de los oficios lo retuvo para atenderlo, porque estaba en un estado horripilante y lamentable. Se lo llevó a su casa y lo metió en el propio lecho.
Ese mismo día al caer la tarde, el duque de Tubinga, sin previo aviso regresó de Cremona, donde a la sazón estaba la corte del emperador. Volvía para celebrar la pascua con los suyos. Con la noticia de la llegada del amo hubo un gran revuelo entre los castellanos. La duquesa Luisa fue la primera que bajó a recibir a su hijo, al cual en tono sarcástico le dio el parte de las nuevas acaecidas en la corte durante su ausencia. Aún  pensaba que su nuera era poco partido para el landgrave. La consideraba indigna de ceñir sobre sus sienes la corona del ducado de Tubinga.


- Sabrás, hijo, que tu mujer es zafia y abandonada. Descuida de la tarea del hogar y de la educación de los niños. Está todo el día zascandileando por las iglesias de Eisenach y hasta se acuesta con un pobre diablo al que llaman Elías. Es un judío piojoso y está enfermo. Quiere pegarte la lepra.
Al escuchar tan graves nuevas, que comprometían su honra, el caballero se echó mano a la espada. Acto seguido subió corriendo a los aposentos donde Isabel le aguardaba cuidando a su enfermo. El duque, rojo de cólera, fue para la cama y de un manotazo deshizo el embozo y tiró de las sábanas. Consternado, comprobó que quien yacía en su lecho era Jesús Crucificado. Luis se abrazó a su esposa y, cayendo de hinojos, exclamó:
- Señor mío y Dios mío. Ten piedad de mí, pobre pecador. No soy digno de ver tales maravillas que haces en mi casa. Di una sola palabra y mi alma quedará sana.
Aquel guerrero medieval, curtido en mil batallas, lloraba como un niño, mientras recitaba la oración del Centurión. Fue así, según los panegiristas, como la calumnia quedaría desarbolada, y, el odio vencido,  la virtud de aquella esposa abnegada salió triunfante de la satánica embestida. El diablo suele con frecuencia de vecinos, parientes y allegados de las almas a las que prueba para inocular su veneno de áspid. Desde aquel día el duque Luis de Tubinga nunca volvió a dudar de la fidelidad de su mujer. A Isabel la llamaban la “ madre de los pobres “ por todo Alemania.
Muerte de un cruzado
El día de la Navidad de 1226 el papa Inocencio III, aquel gran papa que protegió a San Francisco de Asís y que pasó la mayor parte de su vida embarcado en cruzadas, o contra el Turco o contra los albigenses, (le llamaban el “ estupor de las gentes “), llamó a  capítulo a los príncipes cristianos otorgando una bula para la conquista de Jerusalén. El primero en acudir fue Federico II, emperador de Alemania. El duque de Tubinga decide unirse a la bandera del emperador. Tras las levas correspondientes, se hacen proclamas en todos los templos del sacro Imperio de la cruzada. Todo aquel que muera peleando por la cruz irá directamente al paraíso. A los soldados se les impone una cruz griega sobre el pecho y se les arma caballeros según el rito de San Juan de Jerusalén. Luis trata de ocultar el hecho de su alistamiento, escondiendo la cruz de los caballeros debajo del albornoz. Sin embargo, Isabel, que estaba a la sazón encinta de su cuarto hijo, adivina sus pensamientos. El día de la Natividad de San Juan Bautista, 24 de junio, cuando las mesnadas del duque emprenden la cabalgada hacia Roma tras la cruz alzada, que acaba de bendecir el abad de Rheinshartdunn, fray Conrado, tiene una revelación de Cristo que le dice: “ No lo volverás a ver más en esta vida, pero en el cielo estaréis siempre juntos”. La comitiva pasa los Alpes y en Milán se une a los cruzados franceses e ingleses. Embarcaría en el puerto de Brindisi, pero en alta mar se declara una epidemia que diezma a toda la escuadra. El duque de Tubinga es desembarcado en Lepanto donde fallece sin poder avistar los muros de Jerusalén. Sus últimas palabras fueron para su esposa y sus hijos. Al último de ellos no los llegó a conocer.


La muerte del duque hizo renacer el ambiente de intrigas en su corte manejadas por su madre y por su hermana contra el legítimo heredero del trono, que era su hijo Hermann. Sin embargo, la corona le fue usurpada por felonía. Dos hermanos, el uno segundogénito y el otro bastardo del difunto despojaron a Isabel de todos sus bienes, la desalojaron del castillo de Wartburgo. Una noche de invierno se la vio salir por una poterna y con sus cuatro hijos, el más pequeñito en brazos, descendió por la empinada cuesta que iba rodeando al roquedal. Tuvo que pedir limosna y vivir de la caridad. A tal respecto se cuenta una historia muy elocuente sobre estas mudanzas de la fortuna y de los afectos de los seres humanos. Estaba pasando un río la caritativa mujer por una vado en el que habían colocado unas piedras para servir de peana a los que intentaran cruzar sin mojarse. Cuando colocó su pie sobre una de las piedras llegó otra mendiga, a la que había socorrido la reina tiempo atrás con sus caridades y removiendo la piedra la lanzó a la corriente:
- Por zorra y por mala - gritó la energúmena.
Fue el único pretexto que dio la pordiosera por acción tan deleznable. Sin embargo, muy digna y sin perder la sonrisa, con una majestad augusta dibujada en el rostro, se levantó, plisó sus ropas, que ya eran harapos y sin murmurar una sola queja siguió su camino. La mejor arma para combatir las asechanzas del enemigo del género humano es la mansedumbre, verdadero crisol  de la caridad. Algo debe de haber en el rostro y en el continente de los santos que de esa forma atrae la rabia satánica de la carne, y que a los ojos del mundo les hace comparecer como perdedores. Se les llama locos, borrachos, infames. Ellos, ante la ignominia y la calumnia, asistidos por una fuerte ráfaga del viento del Espíritu, ni descomponen los gestos.
Y en esto sucedió que los cruzados, compañeros del duque Luis, volvieron desde Siria con sus restos. Habían enterrado el cadáver en Lepanto y al regreso los exhumaron para darles sepultura en el monasterio de Rheinhartsbrunn. Cuando supieron la noticia de la indigna conducta que habían tenido sus dos hermanastros, el landgrave Enrique y Conrado, para con Isabel de Hungría, se indignaron. Uno de ellos desafió a los nobles y les echó en cara su noticia, pero Isabel se interpuso y pidió clemencia para sus verdugos. Al fin y ante los despojos mortales del infortunado Luis, que fueron velados durante tres días en la iglesia del famoso convento, y con una misa de exequias que duró toda la noche, al destapar el féretro comprobaron los presentes que el cadáver incorrupto, que parecía tal que un hombre dormido, oyeron una voz que clamaba desde adentro del cenotafio:
- Por Isabel yo también perdono a mis hermanos,
Era la voz del propio duque que daba aquella albacea testamentaria de reconciliación. Confundidos por aquel extraordinario acontecimiento, el landgrave aleve y su hermanastro cayeron de rodillas y prometieron devolver lo que habían tomado por la fuerza. Isabel, de esta manera milagrosa reinstalada en sus derechos y prerrogativas, volvió a ser el ama de Wartburgo, aunque por poco tiempo. Cedió la corona ducal a sus cuñados e hizo dejación de sus bienes. Quería abrazar una vida de penitencia. Habiendo llegado la  fama de su santidad  a oídos del papa  Inocencio III, éste  le manda una bula dandole dispensa para ingresar en la orden tercera franciscana. El landgrave Enrique la había prometido una suma de quinientos marcos. Con ese dinero se compra una casita a las afueras de Marburgo. El resto lo distribuye entre los pobres. Este lugar, uno de los primeros conventos terciarios, en que se vivía con todo rigor bajo la regla y el cordón de San Francisco, se convertiría en casa de pobres, donde se practicaba la caridad cristiana en su más alto grado. Allí la dueña atendía con especial solicitud a sus queridos leprosos.
Para unos el caso de esta ilustre dama es un caso patológico. Otros la consideran simplemente una santa. El obispo de Bamberg piensa que lo que está haciendo es una locura y encauza una serie de trámites para que Isabel vuelva a contraer matrimonio. Querían casarla con el propio emperador, Federico II.  Ella declina la proposición. Siente que su camino de santificación es el de la viudedad. Está fuertemente unida al Esposo que nunca muere ni defrauda. Ha escogido el cordón de la orden terciaria. Se da la casualidad de que ella había nacido el  mismo año en el cual el Pobre de Asís se durmió en el Señor.  Entre las dos almas se crea un vínculo de espiritualidad que nos hace preguntarnos si Isabel de Hungría no fue en verdad un alma gemela de las de Clara y Francisco.


Sus hijos iban ya siendo mayores. Al heredero Hermann lo envía al castillo de Kreuzberg. Sofía, la segunda, estaba prometida al duque de Brabante que estaba emparentado con otra santa famosa del Medievo, Genoveva de Brabante, la santa que liberó París. María entró monja benedictina en Witzigen. En cuanto a Gertrudis, la pequeñita, la que nació al poco de la muerte de su padre camino de la Cruzada, la donó de oblata al convento de premonstratenses de Aldenberg.
Su confesor, fray Conrado de Marburgo ¿ abogado del diablo?
Abrazada a la vida de mortificación, habiendo entregado todos sus bienes a los pobres, y habiendose desprendido de lo que más amaba, que eran sus cuatro hijos, fruto del matrimonio con el hombre que había amado con locura en este mundo, y a cuya memoria deseó permanecer fiel hasta el sepulcro, no le quedaba sino hacer ofrenda de sí misma: morir enteramente al egoísmo. No le faltaron pruebas a este respecto. Su confesor, una tal fray Conrado, la sometió a toda clase de pruebas, poniendo de manifiesto una sevicia y una crueldad fría fuera de todo orden. Este religioso prohibió a Isabel que hiciera más limosnas, y llegó a golpearla con una estaca porque en cierta ocasión había penetrado en la clausura de un convento de benedictinas de la localidad. So pretexto de que estaba muy pagada del cariño que la profesaban sus dos camareras, Yseltrudis y Guta, que habían seguido a su dueña a lo largo de persecuciones y exilios, hizo que éstas fueran despedidas. En sustitución vinieron dos mujeres de aspecto monstruoso, gruñonas y poco fiables. Isabel acató las órdenes de Conrado de Marburgo, que andando el tiempo moriría asesinado. La virtud de la obediencia la practicó en grado extremo. Era la obediencia de cadáver que decía Ignacio de Loyola. Sin embargo, no cabe la menor duda de que, vista al trasluz de la historia, los caprichos y arbitrariedades del clérigo suscitan verdadera repulsión. Pero, como el que obedece nunca se equivoca, Santa Isabel, puesta a recaudo por el divino Hacedor, se libró de las aviesas intenciones de su director espiritual. Tales instancias vuelven a repetirse en otras grandes santas, como Teresa de Avila o Teresita de Lisieux. Almas selectas hubieron de pechar con la falta de tacto de confesores de conducta moral dudosa, impertinentes, tontos, o, simplemente sádicos. De ellos se sirve el Señor para acrisolar la virtud de quienes escoge.
La fama de santidad de la hija del rey Andrés de Hungría pasó los Alpes. El papa Gregorio IX la envió un regalo: el manto que había pertenecido a Francisco de Asís, al cual acababa de canonizar en Peruggia. Esta prenda fue para ella un verdadero don llovido del cielo. Los peregrinos que llegaban del Oriente de Europa a Aquisgrán y otros santuarios emplazados a la vera del Rin propalaban por todos los rincones las maravillas y milagros que hace la Madre de los Pobres, a la que empezaron a llamar Isabel la Dichosa. Resulta un hecho por más misterioso, pues pertenece a los designios inescrutables de la Trinidad, el ver cómo en tan cortos años de vida pudo obrarse tanto. La reina, la esposa del landgrave Luis IV, tenía tan sólo veinticuatro años el día que su alma voló al cielo en la noche del 19 de noviembre de 1231. Cuentan que momentos antes de expirar vieron posarse algunos de los circunstantes sobre el alero de la cama a una paloma blanca, que empezó a cantar con voz humana y dulcísima unos himnos nunca escuchados en este mundo. La celda de su convento choza de Marburgo se inundó de claridad y un aroma embriagador colmó el lugar. Todos querían tocar el cuerpo de la santa viuda que se fue al paraíso pero cuyo halo sagrado quedaba en la tierra para socorrer al desvalido, para curar al enfermo y arrojar los demonios. Es el carisma, la lluvia de rosas, de la cual hemos hablado y vendremos hablando a lo largo de los diferentes trancos de este libro. La lluvia de rosas no pertenece en sí a un hermoso capítulo de la leyenda áurea. Es algo verdadero y real.


Durante cinco días los restos mortales de Isabel de Hungría quedaron expuestos a la veneración popular. Gentes llegadas del corazón de Alemania, del Tirol y de los Cárpatos llegaron a ofrecerle sus últimos respetos. Su tumba se convirtió en centro de peregrinaciones. Cuatro años después, el día de Pentecostés de 1235 subía a los altares y su nombre inscrito por Gregorio IX en el catálogo de los santos, al cabo de un proceso de canonización rápida, haciendose caso omiso de que uno de los postulantes de la causa, el propio Conrado de Marburgo, que fungió como confesor, cayera asesinado en el verano de 1233. Un hecho inexplicable y hasta la fecha no esclarecido. Tuvo, sin embargo, una incoación inapelable. Fue la deposición que el propio landgrave, Enrique, el usurpador de los derechos de su cuñada sobre el territorio de Tubinga, que hizo en Roma ante el Santo Padre. El duque, cubierto de ceniza, peregrinó a la Ciudad Eterna y confesó ante el papa todos sus pecados. El testimonio del duque fue suficiente para demostrar que la virtud de Isabel de Hungría había alcanzado alturas heroicas.
La sepultura de la santa se conservó intacta en una cripta de la catedral de Marburgo hasta 1531, cuando el elector de Sajonia, Felipe de Hesse y Contramaestre de la Orden Teutónica, se a sí mismo se proclamase protector de Lutero. Las guerras de religión y la furia antipapista hicieron que las iglesias fueran saqueadas y que ardiesen abadías y conventos por los cuatro costados. Es entonces cuando se pierde el rastro de los huesos de la santa, aunque se dice que para evitar su profanación por los impíos el cuerpo fue serrado y esparcidas las reliquias por toda la cristiandad. El cráneo lo conservan las carmelitas de Bruselas; una tibia está Colonia y en Wroclaw, antigua capital de Prusia, a orillas del Oder, se conserva el bastón de caminante con el que salió la viuda el día que sus cuñados la mandaron al exilio en compañía de sus cuatro hijos de corta edad.
Es sin duda la gran santa de Europa.  La Madre de los pobres. La víctima suprema de la caridad. Ejemplos como el suyo nos consuelan y son un seguro de referencia para caminar en el ámbito de las tinieblas y el ambiente de odios y de guerras que nos subyugan. Bendita seas, Isabel, llena de Dios, traspasada por la locura inefable del Cristo. Ruega por nosotros. Amén.
 
12 de diciembre de 1998
             
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Capítulo VI:                RADEGUNDA DE POITIERS                             
- Esta santa es un vivo testimonio del respeto que siempre tuvo la SRI por los derechos de la mujer.
- En tiempos de Carlomagno se permitió el acceso de mujeres al estamento sacerdotal. Pero no podían pasar del  diaconato.
- Los bellos ritos de la liturgia visigótica.
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Ave cruz santa, esperanza única; tus brazos abiertos en lazo amoroso dominan a la Humanidad en marcha. Estos versículos de uno de los más hermosos cantos a la cruz, el Vexilla Regis, que figura en los viejos evangeliarios hispano visigóticos definen la silueta y el hondo de la personalidad de Radegunda de Poitiers (521-587), una flor alemana transplantada a Francia, que a lo largo del tiempo no ha dejado de producir frutos de virtud, milagros y conversiones. Su fiesta el 13 de agosto fue celebrada durante más de trece siglos en el Mediodía  francés con gran devoción. Son incontables los santuarios y estatuas a ella dedicadas en Oxford, en Francfort, en Viena, en Milán y en España. Fue una personalidad muy querida y celebrada como milagrera en los siglos medios. Santa Radegunda fue santa y fue reina y una mujer muy entera que hace honor a su nombre que en el viejo lenguaje de los Varegos quiere decir “ alegre “. Radegunda fue sede de la sabiduría, almena del coraje, jardín de la belleza, protectora y mecenas de poetas y trovadores medievales, enemiga de la tiranía y amante de la libertad de Cristo. Ella marca el punto de inflexión del espíritu femenino a la búsqueda de un ideal.
Manumitida la antigua esclavitud del gineceo pagano, Radegunda y sus compañeras buscaron su libertad en el convento medieval. Fue una pionera de la vida monástica. Tanto le apasionaba el silencio como la ciencia, porque en sus cartas - se conservan algunas a Venancio Fortunato - refleja un gusto fuera de lo común por la literatura latina. Era muy elegante en latín. Esta santa representa el punto de convergencia de la iniciativa de la emancipación femenina en Cristo, como amor que no defrauda. Es un amor que no está reñido con la cortesía del mundo provenzal. Buscó el ideal monástico no como ofrenda de vida sino como vehículo de comunicación con sus semejantes.
Dejemos a los escépticos y a los seguidores de ese gran reprimido que se llamó Segismundo Freud que se explayen en sus contumelias y diatribas contra la modestia y la castidad y digan que éstas no son virtudes sino tabúes aberrantes. Permitamos que se desahoguen haciendo chanza y chacota de lo más sagrado y hablan de histerias, hiperestesias, alucinaciones y delirios, que tanto se dieron en el Viejo Testamento pero que han dejado de producirse en el mundo judío, aunque sospechamos que la negación de lo preternatural excluye la posibilidad de la revelación. Como ellos son librepensadores a ultranza (libres para lo suyo que para los otros muestran una gran cerrazón; les hablan de milagros y saltan como un resorte, llevandose la mano al cinto en busca de la pistola) nunca consentirán que haya santos a su alcance. Faltara más. ¡Qué palo a su soberbia circunspecta y democrática atrincherada en los derechos humanos! El culto de hiperdulía le parece demasiado y se retuercen igual que rabos de lagartijas cuando escuchan hablar de una aparición sin que esto sea óbice para que luego se gasten un dinero llamando al Mago Rappel o a cualquier otro cretino para que les haga la guija. Estos librepensadores de probidad democrática más que probada llevan en su sangre gotas de Torquemada. Durante mucho tiempo fueron los que mandaron a la hoguera y los que fusilan. Muchos de los males hoy de la Iglesia española dimanan de  que, desentendiéndose muchos de su pasado, quisieron forjar una religión a su medida. Si alguien les lleva la contraria, colocarán su nombre en la lista negra y ellos buscarán subterfugios y de huidas hacia delante. He ahí un pueblo en marcha hacia el año 2000. Caminando. Pues caminemos. Y permitásenos esta larga digresión de la tristeza que nos produce el panorama a nuestro alrededor. Todos quieren estar en misa y repicando, pero la Cruz no la desea nadie. Todos la rechazan. Ellos quieren descubrir el cristianismo dandole la vuelta a algunos santos del martirologio.


Lo tienen arduo. Esta es una religión muy vieja. Su monograma se contiene en ese lábaro del espíritu cristiano que es el “Vexilla Regis”, la loa más gloriosa, una verdadera saeta dirigida a la Vera Cruz compuesto al alimón por Radegunda y su amado discípulo Venancio Fortunato. La historia empezó cuando la emperatriz Irene de Constantinopla regaló al rey Sigberto de Estricia un trozo del madero donde fue clavado el Redentor. Éste a su vez lo transportó en triunfo por toda la Galia al monasterio que presidía ella como abadesa en Poitiers, una comunidad integrada por tres centenares de pupilas. Era un convento de origen sajón - aun la reforma benedictina no se había extendido por muchos puntos del Continente - con un régimen de comunidad abierto, de rito bizantino (iglesias con iconostasio y cripta y una piscina para los ritos de la purificación y del bautismo) en el que se cantaban los salmos y se recitaba el oficio divino, se transcribían manuscritos y se hilaba en la rueca. La cultura se refugia en los monasterios en estos tiempos llamados de la Edad de Hierro, un tiempo que va desde la irrupción en Roma de los caballos del hérulo Alarico, a sangre y fuego el año 415 hasta el año 1000, más conocido por el Terror del Milenario. La cristiandad vivía consternada por la creencia de que el mundo terminaría en el 999.

La corte merovingia, llamada la de los Reyes Holgazanes, también vivía bajo ese temor. La destrucción de Roma por los bárbaros del Norte trajo aparejada la creencia de que la caída del imperio había sido el resultado de un juicio de Dios, de una ordalía. San Gregorio de Tours, contemporáneo de Radegunda, y que escribió una historia del mundo desde sus orígenes hasta Clodoveo, dejó de redactar ese trabajo ante la suposición de que el año 666 sería el año de la llegada de la Bestia. Formuló esta conclusión después de verter al latín desde el griego esa enigmática alegoría, donde las profecías se superponen con las imágenes del más brillante fuego, que se llama el Libro del Apocalipsis. Era el texto sagrado que más se estudiaba en los monasterios. A partir del mismo se elaboraría toda una mitología. El arte románico encontraría en la clarividente composición de Juan Evangelista una fuente insoslayable de inspiración. Los capiteles románicos son explicaciones en piedra de ese mensaje profético formulado por el Discípulo Amado del Señor.

En el

 



[1] Nuncupatio: Los latinos antes de poner el nombre a una ciudad consultaban el vuelo de las aves, e invocaban a los dioses lémures, manes y penates. De esta consulta muy contrastada y meticulosa, analizando los aires y las aguas del sitio elegido, buscando casi siempre un alcor o la eminencia de un cerro, los sacerdotes de Júpiter se pronunciaban acerca del resultado. Si el lugar era fausto se hundían las estacas en el enclave, pero si por el contrario los arúspices daban un veredicto impropicio, el proyecto de fundación era abandonado, como se puede leer en “Ab Urbe condita” de Tito Livio.
[2] Étnico: sólo quiere decir extranjero
[3] Una talla de la Señora, virgen sedente, de madera policromada, que según la tradición oral era una figuración hecha por el imaginero tosco y piadoso del s. XII la alcancé yo a ver en casa de uno de Fuentesoto, que se llamaba Tomás Parra. Era algo pariente mío. Era la virgen de Cardaba, la que se apareció al único santo que tenemos los sotohontaneros en el registro, el Beato Juan de Paniagua. Fue vendida a un anticuario. La primera mitad del siglo XX fue tan deletérea o más que la de la francesada. Si el diabólico corso encarnado en la hueste napoleónica pasó una vez como un devastador huracán del arte patrio a comienzo de la pasada centuria, los años del desarrollo industrial, a partir del 56 hasta el 79 dejaron nuestros pueblos limpios de sus joyas ancestrales y vacíos de gente. el expolio ha durado demasiado tiempo. Lo verdaderamente milagroso es que, a pesar del esquilmo sistemático y la agraz rapiña, todavía quede algo.
[4] “La vida del Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades” Edición de Gil Benumeya, Madrid. Editorial Iberoamericana. Pag. 187
[5] Continua siendo una adivinanza fijar la identidad de esta gran obra. Se ha hablado de Hurtado de Mendoza, pero no pudo ser demostrad. Pero sin duda se trata de un judío converso, familiarizado con el movimiento erasmista, y que conocía muy a conciencia la vida de las personas con sagradas puesto que seguramente, antes que escritor había sido fraile
[6] Calatañazor, la antigua Voluce romana, importante nudo de comunicaciones donde se dio la decisiva batalla puesta en duda por algunos cronistas
[7] Orígenes de la Nación Española. El Reino de Asturias, por Claudio Sñanchez Albornoz. SARPE, 1985, pag. 33
[8] Lo de pronunciar no es más que un eufemismo, porque lo tuve que iprovisar io acortar ya que al cura del pueblo le pareció excesivamente largo. Me cabreé lo mío, pero nadie es profeta en su tierra, que se le va hacer. Sin embargo, lo traigo a colación porque evidencia mi pasión por estas ruinas que han sido uno de los puntos claves de mi vivir.-
[9]EL EMPECINADO VISTO POR UN INGLÉS, Hardman, D.- prólogo de Gregorio Marañón. - ESPASA CALPE.- Madrid, 1958, pag. 139
[10] “Böse Menschen haben keine Liëder” Niezssche, Federíco.
[11] El asno tratando de tocar la flauta. Se representa con frecuencia en los capiteles de Chartres y de Burgos
[12]Ojalá que se detengan las sombras de la noche. Que la luz rutilante de la aurora vuelva a fulgir sobre nosotros. Se lo pedimos al Señor súplices con voz canora para que tenga de nosotros piedad el autor de toda misericordia, y echando fuera de nuestras vidas todo síntoma de angustia nos mantenga en su salud. Que Él nos retribuya con el bien eterno de la paz que nunca se acaba.
[13]Vida de Santa Catalina de Siena por San Francisco Capua. Edit. Austral, 1947. pp.55
[14] (Hechos, V. 29)
[15]VIDA DE SANTA CATALINA DE SIENA pot R. De Capúa. pp. 107
[16]Weltanschauung: visión del mundo (alemán), ideario, sistema de valores filosóficos
[17] Carta de Santiago, I. 4
[18] IV Libro de los Reyes. XII. 8
[19]Creó las Hermanas de la Penitencia, de la Orden Tercera de Santo Domingo
[20]Audi, filia. Escucha, hija. Es la forma tierna con que el Esposo Místico se dirige a las almas escogidas.
[21]Ver LLUVIA DE ROSAS. UNA BIOGRAFÍA DE TERESA DE LISIEUX por Millán Sacramenia Artedo. Madrid, 1997
[22] IMITACIÓN DE CRISTO, cap. I. 4.5
[23]Los Terciarios de la Hermandad de la Penitencia Dominica, como no estaban sometidos al régimen monacal, aunque tenían la obligación de rezar el Oficio Divino en la iglesia que les pillase más cerca, eran mirados de través por los claustrales, que los consideraban religiosos de segunda fila. Se conducían atropelladamente. Vagaban por pueblos y ciudades pidiendo por las calles. Los menos virtuosos caían en los excesos de la bohemia. Sin embargo, el Maestro siempre les rescataba inopinadamente de todos los peligros. Su presencia en aquella Roma disoluta y estragada por el ambiente de guerra civil movía a la piedad cristiana, porque se comportaban como auténticos herederos de los apóstoles, fundamentalista, en el ambiente corrupto de la curia, pero también era objeto de la burla y del desprecio.
Entre los “ caterinati”los había de todo pelaje y condición: veteranos de la guerra de Alemania y lansquenetes, viudas aburridas o simplemente desconsoladas y antigua gente del bronce que, tocadas del rayo de la gracia, se proponían vivir como el Nazareno, por el que dejaron todo: familias, hogar, mujeres, maridos o hijos. A los frailes menores no se les pedían ejecutorias de hidalguía ni probanzas de linaje. Tampoco les hacían demasiadas preguntas acerca de su pasado, igual que en los banderines de enganche de la vieja Legión. Es por esto por lo que franciscanos en un principio y luego los dominicos fueron muy populares con el pueblo. Estaban en contacto con la calle. Provenían del arroyo. Muchos eran bautizados recientes de origen moro o judío.
[24]Sippe: parentela, estirpe, alcurnia, raza
[25] Blut und Boden: sangre y patria. Era una idea sagrada en el mundo de Sigfredo y del Canto de los nibelungos. Son dos entes inseparables que unen al hombre a la patria y a la estirpe. Sobrepuja al concepto de “ gens” latino. Es algo más visceral e íntimo.
[26] SANTA CASILDA por Nicolás López Martínez. Aldecoa. Burgos. 1960
[27]V. Mandil, Histoire des Français des divers etats

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