LA PURÍSIMA
Antonio Parra
Todo el mundo en
general a voces, reina escogida, dice fuiste concebida sin pecado original.
Este verso lo cantaba Sevilla y fue un jesuita de allí por nombre Maldonado el
que luchó por la noble causa de la virginidad de la Teotokos. La cosa viene de
largo.
El lábaro de la
Purísima ya flameaba en los espontones de las picas de los tercios viejos de
Flandes. El catolicismo español tan sui generis siempre pugnó por esta causa
durante el medioevo, la edad moderna y parte de la contemporánea, en contra de
los bolandistas franceses. Un sector de la Iglesia lo consideró creencia que
arranca de los griegos, nunca dogma de fe. Pero Sevilla se salió con la suya y
un tal día como ayer de 1854 Pío IX lo define como artículo de la fe para
alegría de los defensores de la Simpecado. Sevilla se salió con la suya. Por
eso llaman desde entonces y desde mucho antes a Andalucía la Tierra de María
Santísima.
Su color el blanco
y el azul. Y esos eran los colores de los vándalos. Y los vándalos eran pueblos
góticos no semitas. Lo de la bandera verde vino después por concesión de Blas
Infantes a los pendones almohades. En Madrid como en Linares veinte mulas son
diez pares. Esa es la fija. Luego llegan los mixtificadores y tergiversan los
hechos a conveniencia. Al Andalus eran como llamaban los invasores mahometanos
a esta región colonizada por estos pueblos de la antigua Germania, originarios
de a orillas del Báltico, una zona temida por los romanos, puesto que allá
estaban las partes infidelium y la oficina gentium (fábrica de gentes porque en
contra de la esterilidad de las matronas imperiales las mujeres bárbaras no
dejaban de parir) que descendieron hacia el sur, en compañía de suevos y
alanos, destruyendo todo cuanto encontraron a su paso.
Así vinieron las
hordas de Atila. Desde Andalucía pasaron a Numidia y al norte de África. No
dejaron un monumento a su paso. Eran famosos por su respeto a la mujer, su
castidad, y su clastomanía. De ahí ha quedado la palabra vandalismo. Los peores
no son gamberros que acaban con las marquesinas de la parada del autobús. El
vandalismo más temible lo practican los tergiversadores de nuestras páginas
sagradas y tienen voz y vopto en el parlamento y una silla en las tertulias
mediáticas.
Por un privilegio
especial la Sede Romana concedió el permiso a todos los curas españoles de
vestir en el Día de la Inmaculada de azul, un color que no es de rúbrica en la
liturgia latina y sí lo era en la griega y en la mozárabe.
Así que las misas
de esa fiesta se sacaban de los cajones casullas y ternos de color índigo y
zafíreo. Era el color de Nuestra Señora. Miro atrás y me embarga la nostalgia
al recordar aquellos días de la Purísima en los años seminaristas. La campana
nos levantaba una hora más tarde. Había quiete en la huerta y vino y pasteles
en el refectorio. Estábamos dispensados del pensum y cuando pasaba el prefecto
no teníamos que alzar el bonete de cuatro puntas pues era un día en que se
relajaba la disciplina, un gran día en España, coincidente desde la edad media
con las “Fiestas del obispillo”.
Sacaban al latino más renacuajo y le ponían en la cabeza una mitra, en la mano
un báculo y sobre el pecho una cruz pectoral; en el dedo un anillo sigilar y
hala a pontificar, esto es: mandar.
Los del seminario mayor tenían que servirle a la mesa
y hacer sus mandados a los del seminario menor. Obediencia de cadáver. Con el
obispillo - dejad que los niños se acerquen a mí- los párvulos tenían toda la
autoridad y potestad. Eran obispos y príncipes por un día, de igual manera que
por Santa Águeda mandan las mujeres en Zamarramala. Los últimos serán los
primeros. Al soldado raso le convertían en coronel y al general en cabo
primera. El mundo para que vaya como dios manda a veces hay que ponerlo patas arriba
alguna vez, siquiera a título de excepción.
Ha sido un bello
jornada invernal con el sol flojo calentando las bardas del hastial de mi m
orada. El vecino me arrebató una porción de mi jardín y tuve que arrancar mis
árboles. No importa. Madrid sin gente era un paraíso. Se podía circular sin
agobios y la gente parecía de buen talante. Estos interregnos o treguas de Dios
en medio del frenético y caliente otoño que llevamos vienen bien al personal
que se lanza a la carretera tratando de huir en viaje a ninguna parte en las
desbandadas fin de semana. Todos buscamos un poco la huida. ¡Qué mala sombra!
Hasta de nosotros mismos nos espantamos. Y mañana otra vez a la brega tras el
lapsus.
Sus horas invitaban
al recuerdo reflexivo. Para todos los españoles son entrañables estas fiestas
de la Purísima cuatro días antes de las de Santa Lucía cuando las noches son
más largas que los días, y empiezan a decrecer ya, en la antesala navideña
descendiendo por la cuesta pina que nos conduce hasta el tope de San Silvestre.
La fiel infantería
honró ayer a su Patrona. Se ha vaciado de su contenido religioso esta
solemnidad. Sin embargo, gracias a Dios, no nos la quitaron del calendario
laboral. Los milagros del Señor ocurren a cencerros tapados y el numen divino
que mueve a todo un pueblo puede sumergirse y emerger al cabo de un trecho como
un Guadiana solitario.
Un gran signo
apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y calzada de luna y su testa
coronada de las doce estrellas. Todo un símbolo de la que aplastará al dragón.
Esto es de la Escritura de una forma inapelable precisamente cuando reaparece
la media luna, cada vez con más fuerza sobre el horizonte, que Ella hollará
bajo sus pies. La liturgia de este día parece que se dispara hasta la locura en
los ditirambos de la hiperdulía o culto a la Virgen que quiere decir: “too much” pero también dice la
Patrística: “de María numquam satis”
contradiciendo aquel “ne quid nimis” estoico. Su oficio es como una borrachera
de piropos. El salmista no se reprime y se entrega a una incontinencia verbal.
La Deipara es un enloquecimiento de hipérbole y de felicidad porque simboliza a
la mujer la que depara la vida desde el hospicio de su vientre y la triunfadora
del amor. María mar amargo insondable, creado para amar. La vida nació del agua
de su útero. Ella ostenta primacía sobre
los cuatro elementos. La mariología es una de las ramas de la teología más
enrevesados e inasequibles. Nos acerca a arcanos tan impenetrables y profundos
como el de la procesión trinitaria.
Grandiosa e inefable
es la semántica. Entre las denominaciones con que se la determina, huerto
cerrado, fuente signada, paraíso de delicias, hermana y esposa mía, genitriz y
paridora del Verbo. Too much. Nos perdemos. Sin embargo, este pueblo no se ha
cansado de pregonar estas alabanzas que nos revierten a un culto ancestral a
Cibeles, a Rhea, Diana, Visnú. María- y que nos perdonen los teólogos si
decimos alguna burrada- es la bisagra de conexión entre el sincretismo pagano y
la Revelación neotestamentaria. “El Señor me poseyó en el principio de sus
caminos. Desde la eternidad fui ordenada y desde la antigüedad antes de que
fuera hecha la tierra. Todavía no existían los abismos y yo ya había sido
concedida”(Prov. VIII-22-24).
De cualquier manera, insondable y entrañable es
este galimatías marial, tan complicado como la manera de ser de los españoles.
Apenas queda aldea por remota e insignificante que no se dirija a ella bajo una
advocación local cuya llamada se confunde con el grito telúrico de la tierra.
Es algo telúrico, ilógico, visceral. Porque sí.
Cuento y no acabo.
Pues es mucho lo que sería capaz de contar. Pero me pierdo en este refugium
Christianorum, Dulcinea de los caballeros andantes que andan un poco perdidos y
huérfanos por la vida. Es el venero que
subyace sobre todo este andamiaje. Aquí idealizamos a la mujer y sin embargo
los que de niños fuimos maltratados o sentimos el abandono e inconsistencia de
las que amamos -Eva fue fraguada en el barro pero Ella suplió esa merma-
acudimos a su amparo. Sub tuum praesidium confugimus, sancta Dei Genitrix. Y lo
mismo ante nuestros descalabros conyugales o ante las improcedencias,
arbitrariedades y despotismo de nuestras compañeras de trabajo. Ella es
depositaria del amor eterno. Las otras, no.
Esa obsesión con la virginidad y con la
transmisión de la especie la tienen todos los pueblos aunque sea un atavismo
romano. Vértice y ápice de todas estas aspiraciones y zozobras humanas, María
las congrega en su figura. Como una versión de la pura deidad transformada en
mujer. Y nada digamos de toda esa imaginería barroca dedicada a exaltar su
concepción inmaculada. Sin este misterio no hubiera habido arte religioso en el
que tan prodigo y profuso son la pintura y la escultura españolas. Estamos
seguros en contra del feminismo reduccionista imperante con sus despotismos y
desvaríos Ella conculcará la cabeza del dragón de la apostasía. Otrosí, la
Media Luna bajo sus pies es de una actualidad preocupante.
He pasado una dulce
y ociosa tarde repasando papeles y hojeando mi viejo breviario. La iglesia
católica en el oficio divino, en los himnos y oraciones en esta festividad
dúplice de primera clase con octava común, se suelta el pelo y gracias a España
es una de los fiestas más solemnes del calendario cristiano.
Entretanto, tenía
enchufada la onda corta. La Deutsche Welle hablaba de los problemas del Islam
en Alemania y Radio Kiev hacía llamados para combatir la intolerancia y el
antisemitismo. Dejemos bien sentado que algún viejo códice mozárabe ya llamaba
a María “aljama de los judíos” y Berceo pedía para este pueblo la protección
marial: “eya velar”. Ojalá.
Este Día de la
Purísima fue para quien suscribe una jornada de paz en medio del hermoso
Adviento.
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