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jueves, 29 de agosto de 2019

VILLON TESTAMENTO

 
El Testamento de François Villon

 

He aquí otro de los enigmas que aparecen de vez en cuando en literatura; un caso extraordinario de acucia periodística y de penetración psicológica transformado en arte desgarrado de cantar y de contar haciendo alarde de una perfección formal exquisita, que fija las reglas de la lengua francesa. François de Montcorbier era huérfano de padre y madre. Un sacerdote por nombre Villon lo acoge en su casa y le da los apellidos.

 

Este literato que vivió en escritor perseguido, sin conseguir nunca escapar a los sobresaltos de la vida infame, es uno de los grandes monstruos de la edad media, junto a Chaucer, Bocacho y el Arcipreste de Hita. Sin duda el más complejo de toda esa saga, representa sin duda su poesía la épica y la lírica en sus esencias primordiales. Sin que los estragos, cárceles, latrocinios y cuestiones con la justicia y toda la malandanza de su vida personal lleguen a empañar el esplendor de su arte.

 

 

Quizás Villon sea una demostración del dicho de que los buenos sentimientos no hacen buen escritor; tampoco una existencia cómoda y regalada supone la aparición de un genio. Villon vivió con el infortunio royéndole los calcaños, huyendo de corchetes, en broncas, riñas, barajas, golpes de mano, que la necesidad y el vagabundaje le llevaron a latrocinios y otros lances de poco decoro. Su estragada existencia transcurrió en medio de sobresaltos, camino de la horca, de la cual siempre acaba librándose por los pelos. Adoptado por un canónigo de la iglesia de san Benito, estudió en La Sorbona donde no llegaría a obtener el grado de maestro en Artes, aunque es posible que estuviese ordenado de Menores, algunos le suponen sacerdote, el dato no consta en su expediente.

 

De su vida y andanzas conocemos sólo a través de los archivos judiciales por diversos procesos. Estuvo encausado por homicidio y por robo. Condenado a ser colgado en La Bastilla, salvó en el instante cabero. Bajo la bipenna del verdugo y cuando ya reclinaba el reo la cabeza en la toza del degüello un heraldo trajo el indulto de amnistía firmado por Su Majestad Luis XI. Fue como un lance de película de Hollywood, pasó en la vida real.

 

 

Con la clemencia regia vuelve a abandonar París y se le pierde la pista. Había escalado los peldaños de la guillotina, su fama estuvo en la picota y vivió en la ignominia. Su obra, todo un prodigio grande del arte eximio, nada tiene que ver con las flaquezas de una azarosa existencia individual.

 

François Villon debió de ser clérigo pues refleja en sus escritos las miserias de la jerarquía y de la sociedad parisina de la mitad del quingentésimo a la que fustiga con estro acerbo "ex nuce et in cute", por dentro y por fuera, por delante y por detrás, por arriba y por abajo. Si Chaucer, cien años antes, dirigió su crítica contra la Iglesia y los estamentos burgueses de Londres desde la alegría de vivir y la inconsciencia de un cockney que viaja en la compañía de toda una cuadrilla de vividores y devotos cabalgando hacia Cantorbery para obtener el perdón y la indulgencia de sus pecados, armados de reliquias y exvotos de extracción dudosa y que al final del día se reúnen a contar historias, casi siempre verdes, en un mesón del camino ante una jarra de cerveza, y si el Arcipreste de Hita tira por el mismo camino de ligereza y de euforia amorosa, Villon es mucho más profundo.

 

 

Sus versos expiden angustia vital y acedía, acaso justificadas por la dureza de su vida y las amargas experiencias en las que estuvo implicado, pero este mismo aporte lo coloca en un sorprendente podio de modernidad. Villon recuerda a los existencialistas de la margen izquierda del Sena. La cuestión social, las injusticias y atropellos del poderoso, las poco ejemplares conductas de abates y obispos, el veleidoso amor causante de tanta amargura y fastidio, no representan más que un problema periférico a su filosofía obsesionada por la muerte y el más allá. Le abruma el absurdo y la sordidez del ser abocado a la nada. Villon es más trascendente que Chaucer, más universal que Juan Ruiz, escribe en argot y es un poeta urbano, y, más místico que Bocacho, lanza un grito de desesperación desde el foramen del pozo de la Samaritana. Le pide a Xto que le dé de beber, pero éste no le contesta, porque no hay pozo, ni agua, ni brocal. Sólo el gran silencio de la noche de la fe. Viene a decir que el silencio de Dios refrenda el argumento de su inexistencia.

 

 

No habla porque se siente culpable de haber puesto en planta un mundo tan injusto y caótico. Si se presentase a uno de los entonces consuetudinarios debates de la Sorbona, a lo mejor perdería la puja y se quedaría sin razones que esgrimir entre sus manos contra aquellos que desde el comienzo del mundo lo increpan, rebaten y dudan de su existencia. En una de las sesiones de paraninfo con silogismos, ergos, y corolarios de et nego minorem subsumptam, el buen Dios saldría derrotado de su disertación con cualquier domine de poca monta, incluso con un bachiller bisoño en teología. ¿Por eso se va, se oculta? ¿Es que no quiere discutir?

 

Pocos se atrevieron a decir tanto.

 

El concepto de divinidad obsesiona a Villon, el mundo que le rodea trae de cabeza a este padre de la canción protesta. Su nombre lo invocaban los cantautores del 68 de voz desgarrada, flores en las orejas, una guitarra entre las rodillas y en la boca alguna de sus famosas cuartetas en adaptación de Jacques Brel, sus canciones animaron las algaradas del Mayo Francés. Se interpretaron el Pedo del Diablo, La Vesse. Desengáñate, hombre engreído, no eres más que mierda, vienes al mundo entre sudores, heces y emanaciones vaginales, pasas la vida creyéndote importante, porque metes ruido, haces pedorretas a través de los ocho orificios somáticos de tu cuerpo. Viento anal y bomba fétida es lo que eres tú, y después ceniza.

 

 

Hay algo en su estilo que anticipa a Quevedo. Villon fue un precursor del género picaresco, por más que su poesía esté aureolada de esa seriedad tan sonora y tan francesa. Los tiempos medios cerraban página. París en el Quince era una fiesta. De genio vehemente e inclinado, al vino ("un rouge messieurs, dames") y a la frecuentación del amor mercenario, una tarde del Corpus de 1455, a la salida de los oficios fue con otros seminaristas a celebrar la institución del Sacramento por Inocencio IV en 1265, a una de las cantinas que se empotraban sobre los adarves de la antigua muralla de la Cité.

 

 

Tras algunas libaciones a la salida de una taberna se produjo una algazara. El reloj del convento de san Benito marcaba las diez de la noche pero no era aun anochecido. Después hubo una reyerta. Los que se insultaban era el presbítero Gil y un tal Chernoise, que hacía poco tiempo había sido ordenado de cura. Entre vayas y veras este último, que estaba bebido, se puso a insultar a Villon, se acaloraron, salieron a relucir los aceros. Charnoise largó un tajo a Villon al cuello, el filo de la espada le pasa sólo rozando las narices y por la boca. Alarmado a la vista de la sangre, el herido tira también de sable. En acto de legítima defensa alcanzó a su agresor en la ingle. Villon despeja el campo pero Charnoise le sigue en su carrera. El fugitivo coge un canto del suelo y lo lanza contra el presbítero que viene bramando maldiciones. Recibe un impacto en la cabeza y cae para no levantarse más. Villon también está herido, busca refugio en la casa de un barbero, pero antes de que llegase la Justicia a prenderlo, abandonó el aposento saltando por una ventana. La cosa tuvo mal final.

 

 

Una travesura de estudiantes en un alegre día de primavera por culpa de la bebida había terminado en tragedia. Cuando se celebra el juicio, Villon que es condenado a muerte en ausencia se encuentra a muchas leguas de Paris. Sus amigos interceden a su favor (es curioso siempre tuvo la suerte de pro y de bruces sobre el abismo encuentra intercesión en una mano que lo saca) y la máxima pena es sustituida por diez años de destierro. Aquel invierno vaga por los caminos de Francia infestado de ladrones, mozas de partido, lansquenetes licenciados, curas giróvagos, monjes y monjas, huidos del monasterio, toda una cohorte de mendigos y harapientos. El peregrinaje estrecha la mano al vagabundaje, el asilo llama a la puerta de la cárcel, el bordón se convierte en garrote, la venera en daga. Muchos devotos no daban cumplimiento a sus deseos de avistar el Monte del Gozo acabando en forajidos.

 

Nivel alto de morbilidad trajeron las guerras y pandemias, las malas cosechas, siervos de la gleba se sienten desplazados al venir otro noción de la propiedad de bienes raíces y un pavoroso problema social es el que determina que el s. XV transcurra entre estridores revolucionarios y banderías, movimientos espontáneos de penitencia en los burgos, procesiones de disciplinantes, por doquier, el pavor de la muerte que arrasa y nivela blandiendo el dalle de lo alto; crece el descontento contra las ordenes mendicantes y la jerarquía y en particular contra el papado a consecuencia del Cisma de Aviñón que dejó abierta una brecha de rivalidades entre la Casa de Anjou y los poderosos gremios venecianos y florentinos, en Italia a su vez aun remanecían las disquisiciones entre trono y altar que tuvieron en pie de guerra a la cristiandad durante buena parte de los tiempos medios y desembocan en las tensiones de güelfos y gibelinos. La lucha por las Investiduras arrecia hasta la alborada casi del Renacimiento.

 

 

 

La primacía de la Llaves del Reino sale tocada a causa de los malos ejemplos de algunos individuos que se alzaron sobre la silla gestatoria a la que ultrajaron merced a sus costumbres torpes, no eran precisamente un ejemplo vivo de la humildad, pobreza y mansedumbre del Salvador, sino hombres de su época, con toda la carga de virtudes y defectos de la sociedad medieval. Eran producto de su tiempo, de la nación en su natío, la clara y turbulenta Italia, ya sujeta a las menudencias mafiosas en aquel tiempo [y sigue la racha]. Bosquejaron el ambiente de rencillas y de disconformidad a los abusos de los obispos y cardenales sujetos del bajo clero como Villon, Juan Ruiz, el propio Chaucer. No se trataba de desafectos a la fe, no cuestionan nada del dogma ni de la tradición, aún no había sonado la hora de los heresiarcas ni de los iluminados integristas, sino de conocedores del ambiente intramuros de los prioratos, las aulas, los monasterios relajados. Surgen ad rem y en virtud de esa capacidad crítica que ha tenido el cristianismo, que hasta que no llega la Contrarreforma presentaba una faz amable, humana y hasta festiva, los poetas goliardos, depravados en sus costumbres pero intachables en las partes del dogma. Paris era una fiesta. Se gozaba y se sufría con arreglo a los bandazos y caprichos de la fortuna. Villon, retozón y un superdotado en cuanto a poderes expresivos, con una lengua acerada como la de berbiquí, canta los locos ramalazos e intercadencias del libro de la vida en sus chanzonetas y lais que rezuman jocosidad atrabiliaria e ingenio. Escribe el epitafio para una civilización que se desploma y saluda el alborecer de otra.



 

Su poder de contraste consigue aquilatar ore rotundo la lengua francesa, la cual, volando entre las plumas de su estro, alcanza techos de perfección . Villon le da un lauro de concinidad, viveza, elegancia, aticismo. Pone un juego un idioma ubérrimo y libérrimo que causa asombro por su frescura y por la disposición contrapeada de las rimas y las codas, garbo y excelencia, donde guarda turno esa musicalidad vertiginosa que ha tenido siempre el lenguaje urbano puesto a cotejo con el rural del arcipreste o del Bocacho, de inclinaciones más sosegadas. Esa dualidad campo ciudad que habría de marcar las dos sendas de la literatura europea en Villon empieza a bifurcarse. Es un hombre culto de París, al que arrastra la fuerza de la vida con sus peligros.

 

 

Feudatario de la briba, cae en los bajos fondos. Al igual que haría Zola siglos adelante, él tiene una sensibilidad exquisita para encontrar la margarita creciendo en el estercolero. La cárcel como a otros genios de la literatura universal (Quevedo, Cervantes, Rabelais. Mena, Dostoievski, el Arcipreste, Wilde, Gorki) le sentará las costuras de su horóscopo. Sería consuetudinario inquilino de las ergástulas eclesiásticas. Oficio de escritura y presidio por desgracia entreveran sus compases, acaso porque la literatura tiene un latir encarcelado que la acrisola dotándola de una aureola de redención. Muchas son las obras, entre ellas el Quijote o Los Hermanos Karamazov que se compusieron tras los barrotes celulares. Es el castigo con que se venga el destino contra los que tratan de robarle el fuego a los dioses. Prometeo o Tántalo son algo más que un símbolo que avisa cuidado a los que se afanan por transgredir la frontera de lo prohibido, confiando al papel sus sueños, el mundo de las pesadillas, los delirios. El brete, las cadenas, un estridor de cerrojos y de rastrillos les aguardan.

 

 

Al escritor le compele la fuerza de la gravedad del gulag, las estrellas lo arrastran al presidio. Unas veces el penal está situado en una isla inaccesible, otras, es la torre de marfil en que pretende aislarse del mundo pero por lo común el Alcatraz de un escritor se lo da el tedio de su vida diaria, la incomprensión de los que rodean, el desamor o la envidia de aquellos a los que aprecia. Taedium vitae. Cadenas. Si es verdad lo que se dice que al hombre lo examinarán de amor el último día, aquí pocos se salvan; sin embargo, ya la escritura de por sí es un acto de amor, una jaculatoria de buenos deseos con la que se declara la guerra al enemigo de la humana estirpe, que todo emplasta las veredas del mundo con sus pezuñas ensangrentadas, las circunstancias que provocan las guerras infames, los homicidios, las perversiones, las felonías. Hay equipolencia entre poesía y dolor. Traficar con los sueños e indagar con los sinos del corazón humano se paga abondo, con la muerte, el destierro, el auto de fe. Todos, desde nacer, estamos condenados a muerte y arrastramos condena, somos forzados con el traje cutí bajo la vigilancia del gran cofrade, el cabo de varas, exponente de nuestra invalidez y limitación, que nos trata a patadas y a golpes de látigo, estamos a expensas de ese ojo de visión panóptica que todo lo ve y cualquier cosa circuye.

 

 

El super cofrade nunca baja la guardia, andamos bajo su bota y su almejía. La capa de los dictadores es demasiado larga. Pero no hay peor tiranía que la de los compadres del Contubernio. Nunca fue el mundo tan encadenado que cuando estuvo encadenado a la voluntad de la mayoría. Urnas, dadnos urnas para los hornos crematorios y todas las papeletas que se os antoje para camuflar el "veredicto inapelable" de las masas, os lo pido en nombre de los anticristos demócratas, habituales de la reconducción y el pucherazo, sombra de Caín que larga alocuciones por los micrófonos de la bibisi y la sienén, voz que resuene por los ámbitos como el silbo de la serpiente.

 

 

Vivimos sometidos al qué dirán, constreñidos en la vida vulgar, retenidos en un cajón sin horizontes y el alma quiere volar. Somos víctimas y verdugos de nosotros mismos. El carcelero que nos vigila puede ser el vecino de al lado, la mujer y nuestros hijos, capaces de denunciarnos a la policía. El ara sagrada del hogar ha sido violada por los poderosos órganos de difusión electrónica encendidos las veinticuatro horas del día en nuestro cuarto de estar. Ya no se puede huir a ningún lado. Por supuesto, hay zaguanetes de retén y mil ojos apostados en las esquinas, sayones superdotados y con don de bilocación y multiplicación se hicieron ubicuos para aflicción de los justos y prosperidad de los pecadores. El impío gana. Los rabadanes del rebaño de condenados y en entredicho, que apacientan las ovejas del mundo, forman una cuadrilla de canallas, pero ellos solos con sus implacables cachavas van arreando el hato de una masa hebetada y embrutecida. ¿Malos tratos? ¿Vejámenes? ¿Moros en la costa? Ahora vas y lo cascas. ¡Pobre raza adámica bajo la férula de los perversos pastores!

 

 

Sus mastines azupan una rehala de travestidos y las arpías fabulosas de pico nefasto y haldas en remango para que veamos sus nalgas, azafates de rosas del mal en corimbo, instan a la revolución. Descienden de las milicianas y de los vestiglos que perpetraron las mayores barbaridades de la guerra civil española bajo el arbitrio de la Gran Bretaña empeñada a estas horas en convertirse en la meretriz apocalíptica con aires de mala de película de gángsteres. La "auntie" de los demócratas que los desdeña e ignora de forma olímpica atándolos al carro de Baodicea, palafrén de esclavitud. Nunca aprenderás, España patria mía a taparte los oídos a los cantos de sirena, a esos loores de enemigo que te llevan al desastre. Has de seguir tu propio rumbo, impertérrita a los editoriales del "Times" cuyos lectores, algo sádicos y trogloditas, pese al aire de civilización que los embala, tenían aviesas inclinaciones antropófagas: mermelada de naranja amarga de Sevilla, carne de los quemaderos de la inquisición, y de los marinos españoles de la carrera de Cuba pingados de la verga mayor por sir Francis, y la sangre de todas las guerras civiles y broncas que conmovieron a Iberia a lo largo de la decimonona costeadas con capital inglés. Esas malas costumbres de la injerencia llega hasta el mismo treinta seis. Auntie, un personaje asesino de las novelas de doña Agueda, desplegó a sus espías por todo el territorio y le dio una comisión: ahora vais a saber lo que vale un peine, mira Europa cómo los españoles se despanzurran unos a otros.

-Hay que ver, qué horror, con qué perfidia se expresa la tía.

-Los ingleses son muy suyos.

-Y siempre tan flemáticos, pero no hay cosa que más les regocije que un cadáver en la bañera.

-O un crimen a la hora del té.

-¡Oh, is that so, my dear?!

-Yes.

 

 

El cerdo detrás de las pantallas nos muestra su inmensa lengua cogollada. Languidez en vuestra esperanza. El infierno acaba de abrir sus puertas, es un gran estadio al que afluyen las masas ávidas de espectáculo, tolle tolle tele mía, bazofia espiritual que no falte día y noche. Se deterge la herida, estamos en situación desventaja, se agravan los males del enfermo. De videntes o contempladores (θερoyσiv) de la belleza divina hemos pasado a ser consumidores, habituales de las grandes superficies.
-Do you watch telly every night?



-Off course, and I sing the blues.

 

Pago la contribución sobre la renta de las personas físicas. Vivo en el exilio de mi país. Llevo como puedo las cárceles del alma. Sufro tus coces, amor, mi yegua que te encabritas, escucho tus discursos parenéticos, mula Francisca.
-¿Y no te aburres?

-A morir. No puedo aguantar a tanta gente del bronce tan desangelada. Las jáquimas que en mi juventud eran mucho menos vastas se presentan todas las mañanas y la tarde que parece que han almorzado limones con pica pica.

- Freud las sentó en el diván y abrió la puerta a las masas irredentas y desclasadas.

- Pan y circo, decían los romanos.

-El Insufrible Big Brother ha traído un cargamento de chicas Bond desde Nueva York. Fue el primer gran negrero de nuestra democracia.

- Mírale, parece Mefistófeles, esboza un rictus de sonrisa. Delgado y pícnico y nacido en Huelva pero con algo en su rostro de sacamantecas encampanado a los triángulos. Ha desplegado por toda la red su cohorte de chicas bond.

 

Se ha acabado el argumento de la novela porque las tramas todos los días se repiten. Las campanas doblan a muerto por una sociedad en el marasmo, sin argumentos plausibles, aunque abunden las obsesiones. La modernidad es seguir la senda del más de lo mismo. Ideas fijas a escote, y, no quieres caldo, pues tres tazas.

 

 

Hay que volver a ponerse de uniforme, cuadrarse a la prusiana, desfilar al paso de la oca orwelliana, seguir un curso de terrorista bombas lapa en una academia de explosivos de Dakota del Norte que se especialice en la colocación de artefactos mortíferos en los bajos de la buena gente de España, los hijos de Prieto y de Pablo Iglesias sobre quienes se consumó la traición de Albión y en los asesinatos por la espalda, escupir sapos y culebra por la vagina en las matinees televisivas que tutela la gran madama, esa miliciana del odio que insta a la lucha de géneros porque la de clases ya es acabada. Colocarse la gorra de plato del pensamiento sin sustancia. No hay hombres sino rebaños. Sexo sin amor. Deja que el ojo se recree por sí solo sin rendir cuentas al entendimiento. Y no se ocurra pronunciar la palabra España, que suena a maldición. A una sociedad caótica le cumple un arte del revés. Chupa del frasco. Otra de Picasso. Mi conciencia histórica se columpia de las ramas del árbol de Guernica. Las mañas de la Bestia son las responsables de tales involuciones. Lo que estuvo arriba ahora está abajo. El Peñón para el inglés y las Vascongadas para los hijos fornecinos de Arzalluz y de Sabino Arana. Altos hornos crematorios también manejados por el inglés

 

¿Os casasteis con la sota ? Cesad en vuestros argumentos. Lo que os cumple ahora es recibir el excrex, que tal haya el que tal fizo. Os habéis transfigurado en esto. A columpiarse en las coordenadas de la desinformación, las mentiras, el secretismo, la bulla noticiosa. Por todas las partes levanta la Amarilla su segote. Villon, viltrotea al Paris de su tiempo. Su obra es una prosoposcopia, una cuadro de costumbres del París de poco antes del Renacimiento. Debajo de su abolla de estudiante revoltoso y díscolo, sorbónico, se escondía un pensador profundo. Hay un trajín de libertad que se compagina con el deseo de una vida sedentaria y virtuosa. El desencanto que devana en sus versos ha llegado a nuestros días.

 

 

Sus "Respuestas francas" plantean la interrogante del escritor proscrito al que los vientos de la vida lo llevan a galeras, a presidio y en suma al patíbulo, pero mucho peor, viene a decir, que los suplicios físicos y los destierros son las cárceles del alma. Unos amigos mediante gestiones en el arzobispado consiguieron la remisión de un delito penado con la horca (asesinar a un sacerdote), del que parece que no resulta culpable formal, por haber actuado en legítima defensa. Al año siguiente regresa a París, allí se enamora, contrae deudas, la vorágine lo arrastra hacia el inframundo. De nuevo su nombre aparece envuelto en un robo y François tiene que buscar refugio en la campiña para evitar a la Justicia. Se une a los peregrinos (coquillards) que bajo la concha y las veneras se acogen a sagrado. Se alimenta de la misma gallofa del camino. Emprende la peregrinación pero la abandona fascinado por la vida alegre de Burdeos.

 

 

Además, piensa al igual que Chaucer que eso de las perdonanzas de Compostela no son más que una farsa. A su colega español, Juan Ruiz, también le parece el sayal, la calabaza y el bordón un recurso de truhanería, disfraz de libertinaje y de vagancia. Es posible que muchos iniciasen la ruta con fe pero la mayor parte iba al merodeo y volvía cofrade de la garrocha, la ganzúa y la tenaza. Es así como el misticismo europeo tiene un componente de picaresca y de debacle inherente a la trashumancia. La mujer de Bath, el inmortal personaje creado por Chaucer, es el epítome de este ir y venir incansable en que la devoción se entrevera con los devaneos, la curiosidad turística y el hambre de sensaciones nuevas para una dueña de mediana edad, había estado en Jerusalén tres veces, una fue Roma, otra, a Colonia y a Santiago de Galicia sin que las andanzas piadosas mudasen sus costumbres o determinasen una conversión. Seguía igual de lenguaraz y frescachona, enterrando maridos. Y con los huesos fervorosos de sus santos a cuestas. De la misma opinión a favor del sedentarismo apacible es Tomás de Kempis que condena la bordonería como uno de los grandes males de la época.

 

 

 

De aquellas romerías, estas veneras. La ruta jacobea, tan mitificada hoy, no debió de tener muy buena fama a la sazón, porque era reclamo de la delincuencia europea, punto de cinta de desharrapados y de meretrices. Toda Francia era hervidero de esta población flotante y errante y Paris de noche con sus dieciséis barrios y arrabales, mal iluminada y con un elevado índice de criminalidad, cerraba las poternas. Casi a diario por la Rue de Caire pasaba el cortejo fatídico de los ajusticiados que llevaban camino del Faubourg Saint Martín o de Montfaucon a colgar por algún delito.

 

El reo, que cabalgaba en una pollina blanca con las manos a la espalda atadas y la cabeza cubierta por el clásico chapirón de la ignominia, era apeado por uno de los alguacilillos, besaba la cruz a la entrada del monasterio, una religiosa de las llamadas Celestinas salía de la portería y le daba por viático tres trozos de pan y un vaso de vino cargado con especias antes de subir al patíbulo. A este lugar se le denominaba en la capital el de las Hijas Devotas y era centro de acogida a las arrepentidas. Un verdadero enjambre de prostitutas se abatía sobre la corte de San Luis. Operaban cerca de la Rue du Fouarre, vigiladas por escuadrones de goliardos, proxenetas cuyas filas estaban representadas todas las provincias, desde la Auvernia al Languedoc. Los estudiantes se divertían en tabernas que se llamaban Heaume - uno de los poemas más expresivos del escritor está dedicado a la bella Heaumiere - en la Crosse de la Rue Saint Antoine, el Caballo Blanco, la Linterna, la Mula, el Carnero, les Trumillers, la Pomme de pin, cerca de la judería.

 

Los pobres iban a pedir la famosa sopa boba a los Maturines donde los frailes de san Juan de Mata se encargaban de cuidar de los apestados, vestir al desnudo y alimentar al hambriento. Un carácter clerical y levítico daba aires a la ciudad. La Sorbona había sido fundada dos siglos antes por el capellán y confesor de san Luis, Roberto Sorbo para la formación de clérigos pobres y bachilleres en teología. Estaba cerca de la Port Rouge, que era una pasadizo excusado que conectaba la catedral de Notre Dame con las canonjías. Allí vivía Guillermo Villon, padre adoptivo de nuestro poeta que llegó a ser deán del capítulo.

 

 

 

En el verano de 1460 había regresado del destierro pero al poco tiempo lo encontramos de nuevo preso en la cárcel del Duque de Orleans; el motivo del auto de procesamiento se desconoce, sería éste el primer eslabón de una cadena de incesantes prisiones y cuestiones con la Ley. Poco más tarde fue llevado al castillo de Meung sur Loire, un centro de detención para sacerdotes y ordenados de Menores. Dio la orden de detención el obispo de Poitiers Teobaldo de Aussigny. Es ignorado el motivo de la privación de libertad. Solicita el reo la intercesión real. Luis XI accede al indulto. Arrepentido de momento, el propósito de la enmienda no dura mucho. Habitual del hambre y de la pobreza, su necesidad le a lleva a verse envuelto en un robo en el Colegio de los Navarros. Tenía buena influencias, el cabildo catedralicio interviene a su favor y consigue evadir la cárcel, pero en noviembre de 1462 ocurre un incidente en un aula. Un alumno insulta a un profesor y lo escupe en pleno rostro, se produce un alboroto, luego un altercado. Uno de los promotores del motín había sido el impertinente Villon, se le agota la buena estrella y su fama de díscolo crece. Lo prenden y lo llevaban a la prevención. Quince días bajo el castigo de la gota de agua en la nuca, demasiado fuerte es la tortura, acaba confesando y es condenado a muerte. Recluido a una mazmorra de la Cárcel de los Tres Lises piensa en su destino y escribe las páginas más sombrías de su Testamento. Esta vez, piensa, no habrá salvación. Ve llegar el fin de sus días, la suerte le ha vuelto la espalda, "zonam perdidit" pierde la cincha y los papeles. Sin embargo, de nuevo se ponen los resortes de un extraño deus ex machina sin el cual no se puede entender la agitada biografía de este hombre, evita ser ajusticiado casi milagrosamente in extremis por un decreto que aprueba el Parlamento absolviendo a Villon y conmutando en 1463 la pena capital por la de proscripción. Aquí ya los historiadores lo pierden de vista.

 

Abandona París. Probablemente volvería a las andadas y su vida no sería muy larga. La personalidad eximia de François Villon es una contradanza de misticismo y de libertinaje, de buenos propósitos y estrepitosas caídas. Su obra responde a esa visión catastrófica y nada epicúrea del hombre medieval, esa sed de sensaciones y de apurar el cáliz hasta las heces. Quería ser bueno pero peca y cuanto más grande es su contrición y sus miras y resoluciones de volver al cauce verdadero más rotundos son sus fracasos. La ética no vale para nada en el código de valores de un artista. Los mejores libros han podido escribirse con los peores sentimientos. Este binomio plantea un problema teológico irresoluble. He aquí uno de los mejores vates que haya dado Francia y era un perdulario. Remató su escritura en medio de las circunstancias más adversas: el presidio, las incómodas posadas, la intemperie, el frío y el hambre. ¿Cuándo tuvo tiempo para sentarse a escribir?

 

 

 

Aristóteles recomienda a todos aquellos que quieran dedicarse al oficio de pensar que hagan gimnasia mental activando las potencias cognoscitivas, opinantes, y que no olvidan la recta estimativa, la prospectiva y la emulativa. Se aprende siempre por analogía, o por asociación de ideas. Luego las palabras se encargan de ir tasando que surgen como cerezas de la banasta de las imágenes. Todo eso es un hermoso castillo de naipes, una teoría irrefutable, pero ¿en la práctica qué? Belleza y moral no se compadecen. Villon fue un artista que llevó vida de forajido. La suerte le zurra lo suyo, él se venga cantando a la verdad, el amor, la bondad y la belleza bajo el régimen de sus lais y otros metros de una sonoridad moderna que llama la atención. Sigue siendo una enigma. ¿Cómo, cuando, dónde y en qué circunstancias de su azacaneo, con los alguaciles regios royéndole los calcaños - fue su sino: la continúa persecución por la Justicia, Villon llegó a capitanear una facción de salteadores de caminos- se puso a escribir una obra tan cavilada como la suya, que pasa por una de las más densas y cabales de la lírica medieval? La única interpretación es que en la gestación y alumbramiento de cualquier producto literario existe un quid divinum, allende de las humanas previsiones, algo que se nos escapa. El donaire lo dan los dioses a capricho y al que les parece. Insanabile scribendi cacoethes et dulce laborum lenimen, es la definición que dan los antiguos a este vértigo de la escritura, que la postmodernidad tasa con el nombre de grafomanía. El oficio literario es algo contingente y redundante. Las sociedades podrían funcionar perfectamente y pasarse sin el lujo de la literatura, que en la antiguada tenía algo de mágico conjuro a las divinidades subrepticias. El escritor, el rapsoda, hacía las veces de pontífice entre la divinidad y los hombres. Paradójicamente algo tan fútil y supererogatorio como es la epopeya sirve para cuadrar el destino de un pueblo. El talante de los españoles quedó ya definido casi en su totalidad en el Cantar de Mío Cid.

 

Ciertamente, la potencia creadora, esa desazón de trasladar al papel las impresiones de cuanto nos rodea, cuando la literatura ha dejado de ser coral para transformarse en algo íntimo, pertenece a los arcanos misteriosos. Un amanuense compulsivo siempre garabateará palabras, aunque el resultado sea el absurdo de la escritura automática, pero es una guija personal, reverbero de los sueños. Dentro queda el meollo del alma dolorida u obsesionada, que es lo principal.

 

 

El hambre, la cárcel, los pasmos, las piruetas e inconsistencias de la rueda voltaria, hoy aquí mañana allá, a uña de caballo o bamboleándose dentro de los cuévanos que lleva al lagar una carreta del país, no representan obstáculo material para aquel que tiene en verdad algo que decir. Un poeta español, Alonso de Ercilla, escribió su Araucana, la Iliada de la conquista americana en la corteza de matas coníferas y hasta en la propia suela de los fracasos. Labor omnia vincit. Y el hecho de escribir, más que un trabajo, o una pesada carga, es amor para el que siente latir en el pecho el fuego sagrado, que requiere una cierta capacidad de distanciamiento de aquello que está pasando, o la peripecia que se narra, una organización ordenada del material de trabajo y el desdoblamiento auténtico del romancero, del estilista.

 

 

Se emula al poder de los dioses pero sobre todo se criba a través del harnero de la imaginación los elementos que se cantan o se cuentan, realzando unos, soslayando otros. La narrativa es manera de selección, al igual que la poesía es arte de condensación y de síntesis. Bullan las palabras en el horno y salgan todas por orden sin atropellarse. Se abrirán las cortinas de un escenario que dejarán entrever un panorama onírico, reflexión de las cosas en hervidero, pero a diferencia de la vida, siempre en constante trajín y cambio, lo que confiere la palabra aquí es algo estanco, con una complexión y entidad fija. El artista de la palabra asuma, pues, su parte de actor y de testigo a la vez, de demiurgo inspirado y de sastre o de pastelero artesano, porque la literatura también se parece al corte y confección, sin olvidar que es también oficio de malabarista, con una habilidad para realizar juegos de manos, sacar conejos de debajo del sombrero, enseñar cartas escondidas bajo la manga. Hay que saber tender celadas al lector y sorprenderle cuando menos se lo espera para concitar su atención. Por supuesto, para una tarea de estas características que se lleva a cabo en la intimidad no existen fórmulas magistrales. Se puede enseñar a construir una carretera pero nunca a pintar un paisaje.

 

 

Tampoco le arredraron a Villon los pasmos de la intemperie, los bubones de la peste o la comezón de la sífilis, que se sospecha pudo padecer y que le llegaron temprano a la tumba, por todos los indicios debió de fallecer a la edad de treinta y tres años. Incontinenti, confiaba al pliego sus pensamientos expresados en un francés arcaico, pero contundente, y de una elegancia que sorprende incluso hoy a los filólogos. Fue un hijo de su tiempo. La obra guarda resonancias de la tradición oral juglaresca, de los poemas épicas, de las farsas, los virolays, los misterios de Pasión y Natividad en el que clérigos y curiales, pertenecientes a las fratrías y hermandades que se formaban bajo la advocación de la Madre del Dulce Mirar (son los puyes de la Virgen, asociaciones fundacionales de aquella Europa gremial llena de fervor y de fantasía) de un vez administraban fe y fantasía de los fablieux, mimos, farsas, soties provenzales de saber enciclopédico, y de las trovas juglarescas que amenizaban las veladas de los palacios. Ellos definen el semblante del hombre medieval y esbozan una galería de personajes del mundo rural. La gleba eleva los ojos al cielo e implora el perdón y la salvación a través de la Gloriosa Madre del Verbo.

 

 

La voz de los juglares cantaba todo aquello que atesoraba la memoria colectiva. A la sazón, la literatura desconocía el sesgo de libelo propagandístico publicitario con que se comporta hogaño (los libros sirven al mercado, apuntalan los valores publicitarios, velis nolis, de una forma explícita o sobreentendida entonan la palinodia del sistema capitalista) y se daba la mano con la música y la danza, el espectáculo y la religión, pro ese sello sagrado y onírico que tenía el rapsoda entre los celtas. Su voz recitadora llenaba las aulas de un perfume de sortilegios y letanías. El acto tenía una significación liturgia, de homenaje a los epónimos, recordatorio de su gesta. El hombre estaba vivo, no había sido engullido por la máquina ni estaba adscrito a una maquinaria densa y fungiforme de las masas irredentas controladas por los omnímodos poderes fácticos. Si algo tuvo grande el cristianismo es este sesgo redentor. Los cuerpos podrán estar encadenados pero el alma es libre.

 

 

 

Las gentes, aunque no supieran leer ni escribir, conservaban una gran retentiva. Las piezas se aprendían de memoria a falta de medios de comunicación visual interactiva, de traducción simultánea, de los boletines coincidiendo con las en punto de las señales horarias, de los suplementos dominicales y la cultura en fascículos que hacen del hombre del vigésimo primero un ser cumplidamente tan informado y enterado, aunque cada vez más confundido y dominador de todo menos de sí mismo. Entonces, el personal hablaba y el léxico, una auténtica gala. Desconocían la batología rutinaria, la pobreza expresiva de un vocabulario en mengua, jerga de patrones usados, muletillas que acodan el raquítico estilo periodístico, monsergas propaladas hasta el delirio, y un volumen de palabras que no pasa del millar. Todas ellas jerga coprológica, retruécanos anales o expresiones relacionadas con la coyunda común a todo mamífero. Lo hortera habita entre nosotros. No hay más diosa que la plebeyez; y su profeta es el amigo Freud, que ya va siendo hora de que el mundo lo active el instinto de supervivencia basado en dos únicas cosas, según el Arcipreste: jodienda y mantenencia. Olvidaos de vuestras cuitas, seres espirituales, almas delicadas, el mundo que viene aborrece de los selectos. Traigame el frasco de las sales anodinas, que aquí cuanto más bastos, mejor. La obsesión con el sexo os vuelve impotentes, pero no pasa nada, es la voluntad del supercofrade. Cultura urbana que no sabe diferenciar a un manzano de un roble, mientras que un campesino de Castilla un par de décadas atrás podría alardear de buen decir, en idioma de gala, pero sin calzarse el coturno, de hasta diez sinónimos por sustantivo. De la riqueza sintáctica mejor no hablar; non meneallo pues surgirían agravios comparativos entre los palurdos de Delibes, el último canto del cisne de Castilla la gentil, poniéndolo a cotejo con la jerga que fluye por nuestro éter y por nuestras calles, o si analizamos el lenguaje pedestre y peleón de nuestros periodistas, de nuestros puntales de la comunicación, de nuestros políticos, tan retóricos como siempre, pero para los que la belleza oratoria ha dejado de ser una aspiración para convertirse en antigualla. Bossuet, Castelar no tienen émulos ya en el banco azul ni en los púlpitos. No se hace otra cosa que fusilar malamente la jeringonza del inglés Webster, porque las influencias no vienen de Oxford sino de California, de allá donde unos cuantos bucaneros judíos, supuestamente prófugos de las persecuciones del Tercer Reich, aprendieron la lengua de Shakespeare en régimen de curso acelerado. Aún se notan los germanismo de su locución y con ese inglés tomado prestado, aprendido que no nativo, van a sentar las costuras de la vieja Europa. Los tiempos de venganza no han hecho sino empezar.

 

En los parlamentos hoy se siguen insultando más y a lo burro, antes se sabía hacer más finamente.

 

Sin necesidad de prontuarios ni de grabadoras, la tinta y la pasta de piel de becerro costaban lo suyo y no se había inventado el bolígrafo, ni la imprenta, el recurso era confiar a la memoria todo lo que otros decían. El libro cuenta con cinco siglos de antiguada, la literatura tiene más de cincuenta. Esto está naciendo como aquel que dice, pero el hombre de las cavernas evolucionó a través de la comunicación oral. No podía haber inclinación libresca ni pedantería. Los cantares de gesta iban de un lado para otro con acompañamiento de rabeles, zanfoñas y vihuelas y los textos entonados en los corros de las plazas y de los patios de armas. Las gentes se familiarizaban con los héroes y heroínas del romancero vis a vis.

 

Pobres de solemnidad los escolares de las primeras catedrales, alma mater del saber europeo, aprendían sin libros. Los pocos que se veían en los tránsitos de Oxford o Alcalá estaban amarrados como loro en alcanda a una argolla que disuadía cualquier intento de robo. A falta de manuales de texto memorizaban las lecciones por una técnica llamada pensum, utilizada en los tirocinios jesuíticos hasta hace poco.

 

 

A Homero y a Virgilio los conocemos a través de los ciegos que iban recitando sus composiciones por toda la latinidad. La palabra era entonces algo de conjuro mágico, conservaba derechos adquiridos y poderío, una cadencia adjunta a la gran riqueza léxica y a la capacidad de matización que hoy ya han dejado de sernos familiares. Estamos hablando de una época de verdaderos titanes de la fala: el mundo de las sagas vikingas, de bardos celtas, galloferos trotamundos en la corte de reyes holgazanes, todo el mester de juglaría. La población analfabeta y ágrafa reconocía como una señal de prestigio y de poder al que sabía silabar una salmodia o explanar un pasaje de la Escritura. Un mal pendolista podría llegar a ser príncipe y cualquier mediano versificador era agasajado con derechos de pernada o se iba a la cama con la hijas del rey. Por eso los clérigos de aquel entonces - y los de ahora - tenían tanto éxito.

 

 

La gleba era ágrafa, no sabían hacer la o con un canuto, pero podían sopar con honda a las cultas latiniparlas a las que hogaño, como si hubiese regresado Celestina a sus dominios de Talavera, por las cámaras y micrófonos nacionales, que garlan y garlan, y ejercitan la sin hueso en la barra fija, calistenia de comidilla y murmuración que no encuentran fin. En aquellos tiempos era otra cosa. La gente sólo abría la boca cuando tenía algo importante que decir y las conversaciones resultaban inspiradísimas. Se conservaba gracias a ello un sentido de adscripción al grupo, la conciencia de pertenecer a la fratría. Eso da optimismo y genera una cierta solidez social. La angustia que crea el desarraigo de las aglomeraciones metropolitanas estaba por venir.

 

Con este raudal libérrimo conecta Francisco Villon, el último de los grandes trovadores provenzales. Era un iniciado en los saberes herméticos y un campeón del buen decir. se decía que la fe llegaba a través del oído (fides ex auditu), el más noble de los cinco sentidos y el postrero en morir. los agonizantes primero pierden la visión, luego, el olfato, les entra hormiguillo por las piernas y las manos, se les embota el pulpejo, el gusto desaparece, las pituitarias ya no disciernen los olores, pero el oído sigue ahí aun cuando el corazón haya cesado de latir. Algunos de los que regresaron del túnel refieren cómo escuchaban las conversaciones de aquellos que les amortajaban. Creyéndolo difunto seguía a la escucha. Y es que la palabra salva y vivifica ¿Qué tendrá la palabra para que en ella encontremos el primero de los vestigios de nuestra racionalidad diferenciadora? ¿Es la audición el sentido más relacionado con las potencias del alma? De ser así, la edad media, donde el verbo registra una especie de apoteosis triunfal, fue el tiempo del alma de la humanidad. La estética de las sinfonías gregorianas y la arquitectura gótico-románica así lo avalan.

-Habla, señor, que tu siervo escucha.

 

Los metros de François Villon son una caja de resonancia de aquel ambiente de superdotados de elocuencia. En sus composiciones detectánse ecos de la magia de los rapsodas y de los predicadores multitudinarios, de un Francisco de Asís, un Savonarola, un Vicente Ferrer, un Bernardo de Claraval, así como de los polemistas ex cátedra o controversistas significados, maestros de Artes de la Sorbona, bachilleres en Teología por Oxford, dómines del Trivium y el Quadrivium por Salamanca. A veces parecen retumbar en los versos de Villon las deprecaciones platónicas y anti aristotélicas de Pedro Abelardo, que acabaron en un desgarrador grito de dolor animal. Le castraron al canónigo de Notre Dame los hermanos de su novia, mientras dormía y a ésta la encerraron en un convento de Paris.

 

 

Esa atmósfera de elevada tensión la captan los hemistiquios, dotados de un estilo conmovedor, a trechos sarcástico, hasta alcanzar un estadio álgido de livor escatológico. Al poeta le estremece la suerte del ser humano, abocado a la nada, que nace en medio de la casualidad, la mierda y el dolor y la desolación son sus pañales y es con las heces y con la sangre como lo amortajan. Se confiesa creyente pero la fe parece que le cuesta. Su preocupación es metafísica más que política o social aunque de rebote reflexione sobre el caótico panorama que han dejado en la Galia las guerras dinásticas con Inglaterra, que duraron cien años, de 1339 a 1353.

 

 

No hay que soslayar el hecho de que estuvo en capilla por lo menos en dos ocasiones. Ya convicto y confeso y cuando aguardaba ser ejecutado, ultima la redacción de su famoso "Testamento". La proximidad del más allá incentiva su inspiración, confiesa sus culpas, desnuda su alma y hace un defroque o desenclavo de todos los efectos personales. Estos los lega entre sarcástico y pirrónico a sus amigos y parientes. Aparece una lista de personajes de la época, pasa revista a la actualidad. A unos les pune con acrimonia, a otros les exalta hasta el paroxismo. Se ve en la hora de la muerte quien fue su enemigo y quien lo trató con benevolencia. Algunas de las sentencias en forma de aforismo, apotegmas y retraheres, guardan un sentido oculto, porque el lenguaje de Villon a la vez que popular sabe también guardar las distancias, de manera que las frases se despachan impregnadas de un halo misterioso y críptico. No se olvide que estamos ante uno de los grandes metafísicos de la Edad Media. En cabeza figura Guillermo Villon, el penitenciario de Notre Dame, sacerdote caritativo y tutor de expósito; el autor lo llama "padre verdadero" y hace la primera manda de agradecimiento.

 

 

A su amada Ither Marchant olvidando los agravios de su despecho le deja en heredad su corazón traspasado de olvido, la espada que llevó siempre y una mula roncera que, cualquiera fuese el camino, siempre tiraba hacia los abrevaderos de la Fuente de san Amado, lugar donde estaba ubicado desde su fundación en 1215 el Carmelo Calzado. El estilo donde se advierte gamas de matices, trufado de retruécanos y disgresiones cuando no equívocos, se mantiene orilla de un profundo océano alegórico que requiere por parte del lector contemporáneo esfuerzo para seguir el hilo de la narración y de las palabras de doble sentido. En conjunto, sin embargo, el idioma de Villon es rotundo, debelador, denso y cargado de modernidad porque proyecta el sufrimiento del alma humana de todos los tiempos. Se nota una cierta querencia hacia el misticismo iluminado. Es en aras de esta clarividencia de magnitudes proféticas que siente condolencia y piedad hacia las debilidades de la condición humana, impreca a las parcas o perora acerca del ser y de la nada en magnas perífrasis y antífrasis. Los poemas provocan una especie de trance etílico, corre por las venas del lector el flujo de una borrachera que no deja resaca.

 

 

Este aspecto dionisíaco es importante en el latir de la obra de este autor el cual reconoce "haberse bebido todas sus vergüenzas". El vino es un demonio que a veces nos acerca a los dioses, responsable de la catarsis y del aborrecimiento del bebedor. Rabelais, gran admirador de Villon y continuador de su obra, en "Pantagruel" fundaría la Abadía de san Theleme, donde se veneraba el Oracúlo de la Divina Botella, y cuya regla primera de la orden es hacer lo que a los frailes les de la gana con tan de un vivir dichoso. La cataplexia a la que conduce la ininterrumpida libación fuerza el ritmo con que se escancian los versos. A veces parece como si fuésemos cabalgando agarrados a las crines de un bridón a galope, que se pone de manos en la boca misma del precipicio, esquiva el obstáculo y acto seguido se entrega a un trotar reconfortante y plácido. Sabe conceder treguas al lector para que recupere el huelgo narrativo. Cada poema se convierte en una novela corta aunque sin pasar la marca de la lírica de los Minnesänger alemanes cantores del amor o de los trovadores cátaros. Eran trabajos para ser cantados con acompañamiento musical, tal como en la cuaderna vía con que nos halaga el Libro del Buen Amor, según la tradición del aedo helénico, que siempre se presenta en las justas poéticas con un arpa bajo el brazo.

 

 

 

Había que ser un maestro de la dicción y de la mímica para conseguir el interés del auditorio, mediante tretas del bufón o del "sot" patas de liebre que aparecía en escena tocado con un gorro a colores verde y amarillo, volantines de malabarista y haciendo alarde de un cúmulo de recursos, pero el lenguaje que utiliza es un francés vivo, de la calle, que nada tiene con la retórica venidera. El renacimiento con su esplendor galante y refinado y luego el Barroco destruiría ese candor travieso que empapa los escritos de Chaucer, de Juan Ruiz, de Bocacho, del Roman de La Rose. Nada de artificios ni sintaxis de rebotica. En los lais, baladas, estanzas, cruje la tristeza de las danzas de la muerte, el amor conquistado y en plenitud, nada de escarceos platónicos, o el sarcasmo de la burla. Los temas que trata tampoco son originales. Acude al procomún de la literatura clásica y de los saberes estudiados en las aulas humanísticas de Sorbona, pero los refunde y amaña con tanta originalidad y prosapia como pudiera haberlo ochenta años antes Juan Ruiz. Lo que pasa que la Castilla de los Trastámara era mucho más diáfana y rica que la Francia de Luis XI. Concejeramente, el tono ha de ser menos festivo y más elegíaco. Villon se distingue del Arcipreste porque en éste hay más desenfado, en aquél, más sarcasmo. En ambos casos la musicalidad es manifiesta, los motetes gregorianos de Villon se compaginan con las chanzonetas del Arcipreste y parece que al alimón cada uno desde su aventura temporal hacen burla de las demasías de una Iglesia corrupta y venal, el tráfico de indulgencias, los resabios demoníacos, las corruptelas de la sede de Pedro. Así se quejan de las felonías que cometen los pastores del rebaño. El obispo Aussigny observa un comportamiento análogo con el Cardenal de Albornoz. En el caso del español la sentencia fue más severa: trece años entre grilletes por cuestionar la norma del celibato ante la jerarquía. La verdad que a la luz de los anales al papado no hay por dónde cogerlo. Es una crónica continúa de daño tras daño, abusos sin correctivos. Qui custodiat custodes? El misionerismo y la prepotencia causaron estragos. Menos mal que hay clérigos alborozados que poniéndose el mundo por montera se atreven a denunciar los abusos del poderoso y a correr el gallo, aunque les toque también a ellos una parte de esa decapitación. Los dos al unísono, el díscolo preste alcalaíno y el novicio de la Sorbona festejaron damas, la suerte les sentó en el banquillo y acabaron amarrados en blanca, compartieron vivencias parecidas, los dos execran de la muerte en el mismo tono:
"Car a la mort tout s´assouvit"

Ello no es óbice para que la fe se mantenga firme en uno y otro, se santiguan cada dos por tres y comienzan sus retahílas con invocaciones trinitarias. Tanto Villon como Juan Ruiz celebran a la Gloriosa con versos eximios. Muy fuerte ha de ser la fe para no vacilar porque la esperanza de la resurrección entra en conflicto con el dictamen de la experiencia y lo que ven los ojos.
"Vivre aux humains est incertain/ et après la mort n´y a de relais"
 
 
 

La muerte hace correr el turno, el dolor sopla sus rachas, no hay treguas ni se concede cuartel en esta lucha. Tremendo es el precio que hay que pagar, mejor, no haber nacido; además, nadie regresó a contarnos qué hay detrás de la otra orilla. Procede entonces vivir sin pensar demasiado y pasarselo lo mejor posible. Villon es un vitalista que asume una actitud irreflexiva y resignada, se quejará pero no ultrajará a la vida como lo harían después Voltaire y Rousseau a los que el racionalismo les cerró los ojos. Ha apurado toda su honra en los jarros y jícaras de las tabernas de París. Su vida es un constante discurrir de sobresaltos y persecuciones pero no asume actitudes vicarias, su carácter nada tiene de tartufo. El elán vital oscila entre el arrepentimiento y la caída. Sus misereres tienen ese acento patético del canto de la sibila medieval. A veces su desolación es comparable a la de Job. Su cansancio revela una corriente existencialista. Adelantándose a Sartre, preconiza la existencia sobre la esencia y define a libertad no como una elección entre dos alternativas sino la condición misma del ser consciente que mediante esa capacidad de elección vuelve al ser, evoluciona y se realiza. Hay indicios de que está más próximo a los principios de la moral de situación del subconsciente ante la verdad tornadiza y que bascula a un lado o a otro a compás con un mundo en desarrollo que de los principios de un dogma inmutable. Por otra parte, en él encontramos al primer bohemio que se mofa de las peregrinaciones y del culto a las reliquias, adorador del grial eucarístico que expenden en los zaquizamíes, con ciertos parpadeos de un surrealismo precoz. Villon es un flautista, nada de torres de marfil ni compadrazgos. Hay que correr la sortija de Paris a Tours, de Burdeos a Orleans, sin hurtar el cuerpo a los navajazos ni el nombre a los horrores de la infamia, sumirse en la marea de la existencia, vivir con la soga al cuello entre dormir entre budiones y gorrones, chinches, moscas, y sanguijuelas, compartiendo techo con las mozas de partido, los desharrapados y malandrines del viejo camino real. Su escritura consigue un atabe para purgar la cañería, hace un registro de la gran cloaca, aunque no consiga relatar lo que presencia con la impavidez circunspecta de un Zola o de un Flaubert. Es cualidad de todo genio adelantarse a su tiempo. A veces la buena literatura se confunde con un descenso a los infiernos. El poeta comparte la tarea con el sacerdote que oficia un rito ancestral y con el chamán que lee los horóscopos o el sanador que hunde el dedo en la herida haciendo saltar la amarga ponzoña de la existencia humana. Lo importante es la garra lumínica de la tradición oral, pomo de las esencias que se vierte, a veces lirio sonoro que se deposita, un manojo de reflexiones al caer la tarde, cantos de vísperas que esparcen una melopea armoniosa sobre los trigos de la campiña. La voz de Villon hunde sus raíces en pasajes y perícopes de los sinópticos. La piedra al sumergirse en el estanque auditivo deja un rastro de alas cansadas que vuelan al infinito. Algo nos irradia. La poesía de Villon recuerda la estructura de un vaso sagrado que utiliza el santo beodo en sus libaciones. Se escancia vino amargo pero también malvasía. En él su autor bebe, vive y reza, pasa dejando una estela de salmos laicos. El zurrado por la adversidad y la incomprensión de sus semejantes convierte los versos en oración:
"Dieu, enveille ouir mon clameur"

Estamos ante un místico que vive la noche de su fe, llagado, cubierto de postemas, pero en medio del marasmo dando testimonio de su búsqueda, sufriendo con paciencia los embates de la crucifixión. Él es un producto de la erudición clásica, un temperamento muy francés, pero un poeta como éste no se podría generar en otra cultura que no fuese el cristianismo. Hijo de su siglo, asistía a los últimos arreboles del entrelubricán escolástico. La Edad Media tocaba a su fin.

 

Los ataques a la clerecía en todos los escritores cupulares que comparten trono en los cuatro grandes idiomas europeos son muy afilados. Ponen en la picota su lujuria, el apego a la riqueza, el "auri sacra fames" de los antiguos, las conductas deplorables y farisaicas de los curas y de las monjas. El cuadro que pintan no es amable: una iglesia simoníaca, metida de lleno en la política, los monasterios relajados.

 

 

Pero también cantan todos ellos al amor, fuerza perenne de la existencia, expresión del Xto vivo, y una señal de que el cristianismo guarda el secreto de la verdad y es fuerza perenne, pese a los malos ejemplos. Villon pinta con ternura el retrato de su adorada en la "Ballade du temps jadis", poema de corte manriqueño que gira en torno al "ubi sunt" horaciano. ¿Dónde están todos ellos, en qué acabó todo, dónde están las nieves de antaño?, se pregunta el poeta, para, al cabo, prorrumpir en una larga queja contra la muerte niveladora, "pallida mors aequo pulsat pede pauperorum tabernas regnumque turres", según el improperio contra ella del Mantuano, y la acusa de haberse llevado a Eloísa en la flor de la edad y a su amante Abelardo, aquel brillante canónigo de San Dionisio de París, al que por amar a la bella Eloísa castraron los cuñados; se interroga por el paradero de Blanca de Castilla, la esposa de san Luis (1.118-1.252), "hermosa como el lis, que cantaba con voz de sirena". ¿Qué se hizo de tanto frenesí ? ¿Dónde está ahora Juana de arco?
"Et Jeanne, la bonne Lorraine / qu' anglais brulerent a Rouenne / oú sont ils, oh Vierge souverainne/ mais oú sont ils les nèiges du temps jadis?"

Por los pareados desfilan a continuación el papa Calixto, Alfonso de Aragón, el rey Arturo y Carlomagno, Lancelot del Lago y el Delfín de auvernia, el conde de Alençon. Algunos ciñeron tiaras y mitras, coronas, fueron concebidos en vientres de reinas y consiguieron la fama y el poder. Hoy ya dellos nadie se acuerda. El mundo no es más que una estentórea carcajada. A todos, pobres y ricos, diadocos y emperadores, la púrpura y el arambel se darán cita en la triste fosa. A todos ellos les envuelve el refrán de "ou sont les neiges de jadis".

 

 

 

La vieja cortesana añora sus encantos de juventud ante el espejo, pasa revista al ayer preterido y se le vienen a las mientes todos aquellos que le gozaron y hace un repaso de los rostros de sus amantes: un cura, un escribano, un obispo, mercaderes, prebostes, insignes magistrados a cambio de un poco de oro. El amor sólo pasa una vez. Después se vuelve mercenario. Con lágrimas en los ojos la vieja marchita se acuerda de aquel hombre al que quiso y por el que sería más tarde abandonada. ¡Desengaño fatídico! Primero fui venternera loca del placer por uno que me gustó y luego por dar gusto a todos me convertí en ventanera de la profesión. La celestina de Villon se parece poco a la dicharachera comadre de Fernando Rojas, pero la sensualidad es parecida. Ella también se ve vieja e inservible para el trato torpe, los pechos resecos, el vientre caído, los brazos tiernos de ayer, hechos solamente para los amorosos lazos, hoy le caen péndulos, ya carecen de fuerza, la crija en barbecho, las nalgas, antes tiernas y ahora flácidas, y el pequeño jardín del monte de Venus antes rojizo y lozano, ahora cubierto de hebras de ceniza, un cornijal baldío. Hay en la descripción un perfecto conocimiento y hasta un regodeo con la anatomía de la femenina, sin echar mano del embozo ni del eufemismo. Los años pasaron implacables estampando sobre la carne lozana el sello de la vejez antesala de la muerte, que ante tanto estrago sigue la ex bella añorando sus afeites y donaires, aquellas ancas anchetas, los puntiagudos y prietos senos y aquella vagina (sardinet) dotada de labros retráctiles para no dejar escapar a lo que más quería, los muslos en sintonía con lo demás, por ser mujer de buenas partes, y aquel culo respingón para la navegación viento en popa; las caderas se han caído y aparecen moteadas sospechosamente. Fue así como la beldad se transforma en sota. La que antes moraba en los palacios se esconde en un ínfimo tabuco donde permanece arrebujada en su chal junto a un fuego de hebras de cáñamo, símbolo de la muerte que se peina sentada en las riberas del Leteo, su melena de esparto. Hijas de la vida y del amor, contemplad el destino que os aguarda, sacerdotisas de Afrodita, la vida pasa pronto, gozad de ella lo que os cumpla. Villon aconseja a todas las doncellas que no pierdan ripio y que se diviertan, que no se conformen con un hombre ni con dos. Pero está hablando con sarcasmo pues refiere que locos amores vuelven a los hombres bestias. Por una mujer perdió Sansón sus fuerzas y David de Dios ganó malquerencia, una gaita y una mujer destronaron a Orfeo. A causa de ellas el cancerbero anduvo a cuatro gatas y Narciso en un pozo hondo se ahogó, Amon forzó a Támara, una mujer hizo borracho a Lot. No hay fuerza igual cuando en el corazón del hombre se entromete. saltó por los aires la devanadera Herodías y rodó por los suelos la cabeza del precursor. "Y a mí, François Villon - confiesa- me urdieron a una viga de molar para moler el trigo en más de una ocasión por una bella cuyo nombre me resulta más dulce que la miel, Catalina de Vancelles, aunque sea amargo el recuerdo". El tropo del cura al que unos salteadores mandaron moler unciéndole a la rueda cuando le hallaron en coyunda con la molinera en la Noche de san Andrés se repite con frecuencia en la narrativa de tradición oral. Parece ser que Villon lo aprovecha y no le importa atribuírselo a sí mismo. Los recuerdos agridulce se repiten mientras pasa revista a todas las historias de amor, del que tuvo su lote asignado, como todos los hombres.

 

 

Sin embargo, la harina es ya sólo ceniza. La muerte, he aquí la moraleja, venga los desdenes del amante despechado. Al obispo que lo aherrojó nunca lo perdone y formula el deseo de que se pudra en los infiernos el tal Teobaldo de Aussigny, que pruebe de su misma medicina y conozca lo que son las mazmorras, el tormento de la gota en la cabeza, el ecúleo y los garfios y como mínimo le desea al inicuo prelado algunos de los malos tragos por los que él pasó.

 

Pero Paris bien vale un misa y de la panza sale la danza -son frases suyas-. Bebamos y que en salud nos tenga la Santa Trinidad y bajen de los cielos los nueve coros para acogernos bajo el ala de su protección. Tiene palabras tiernas para su padre biólogica y para la madre de cuyo vientre brotó y hace la consideración de dejar su cuerpo a la tierra de la que nació. Otorga albacea de sus versos, triste afán, que ecos serán de lo que en este mundo un hombre ha padecido. Al sepulcro torna desnudo como en la cuna. Quiere que sus libros, preciado tesoro, se los quede su amigo Guy Tabarie, así como sus cuadernos manuscritos que esconde en un cajón debajo de una mesa (le indica el lugar).

 

 

 

Y en medio del lodo, la perla. Después de estos consejos a las mozas de París, tan poco edificantes y sus transigencias con los placeres mundanos que pondera, surge la voz dolorida del reo humillado y escarnecido invocando la compasión y el perdón de la Mujer Fuerte, fuera de toda mácula y escarnio. La genealogía o árbol de costados de Villon se incardina en esa bendita devoción de las gentes de los siglos medios por la Señora, que hay que retrotraerla a las composiciones caballerescas de Jean de Meung en el "Roman de la Rose", del puy romántico y cofrade de las asociaciones creadas para honrar y servir a la Virgen, espejo de virtudes donde se miran cumplidamente todas las damas. El influjo cátaro de los que buscan la pureza se hace perceptible en esta balada a Notre Dame, uno de los más bellas loas que se conocen del sentir medieval. La implora como "regente, eterna, emperatriz, triunfadora de las fuerzas del averno y depositaria de la fe en que vivió y desea morir. Pondera su casi omnipotencia por haber conseguido deshacer el pacto del hombre con el demonio y le ruega, detalle galante, que tenga a buen recaudo el alma de su amada que yace en san Saturnino de Saucemes, para, a renglón continuo, cambiar el tono solemne por el jocos, y encomendar a "una damisela de nariz torcida, que en la tierra conoció y espera encontrar en el paraíso, la muy puta. Hasta rezando le brota a Villon el genio por las orejas, a medida que van saliendo de su plectro sonoro chispazos de frases felices. Errante, se queja de su mala suerte:
"Trotter m´en faut en fuisse et deshonneur"
 

en su planto se queja de la traición de una mala amiga, falsa belleza, cuyo goce siempre cuesta caro, era mujer dulce y taimada al mismo tiempo, un amor duro, martillo y yunque de sus tristezas. Pero llegará un día en que la balanza de los años- tempus edax rerum-, basculandolo todos con sus sistema de pesas y medidas implacables, pondrá el contrapunto, nivelará las cosas con su fiel implacable "yo seré viejo y tu fea y sin color, en llanto se convertirán tus carcajadas". La amada beberá el cáliz del desengaño mientras sus dedos, ya marchitos y tumefactos, acaricien las cuerdas del laúd para tocar el "De profundis". Le queda otros amores en el tintero "cuyo nombre no pronuncio porque el recuerdo de su rostro me punza los tuétanos a cada hora". Prorrumpe entonces en un apóstrofe patético contra la muerte. Es una de las reflexiones funerales más profundas que hayan podido salir de labios humanos. "Eramos dos y un solo corazón teníamos; la muerte nos separó. Desde su partida me habita su memoria, mirad cómo soy un cadáver ambulante". Ahora habla en serio, nada tiene que ver este Villon patético con el bufón ristolero de otras ocasiones, cuando golpea los compases de su danza macabra. No olvidemos que este su legado, el defroque de un poeta pobre y encarcelado, que está diciendo adiós a la luz del día. Le había tocado vivir tiempos apocalípticos. Las guerras habían diezmado castillos, villa y lugares y a causa de las epidemias por todos los caminos se acollaban montones de cadáveres, lo que no es obstáculo para esa sed de vida, el desenfado y el amor profundo a la naturaleza. Alterna la tina de maceración con el horno de las carcajadas. Así pensaban sus coetáneos y así lo hace constar en sus versos.

 

 

Al hincar hondo sus afilados caninos de moralizador sobre el entorno que le rodea hizo presa certera. Ridiculiza a aquel París poblado por escolantes que se divertían iniciándose en una falsa ciencia, por hidalgos de gotera, mujeres de la vida, prebostes cornudos y magistrados corruptos. Pero sobre todo afila sus críticas contra la Iglesia. El falso misticismo le subleva. Para Villon el cuerpo y el alma constituyen partes de un todo hasta tal punto que la santidad puede ser consorte de la bacanal. Esto es muy medieval: el espíritu está pronto, la carne, flaca; el hombre ora y peca. Se refiere a las orgías de los frailes y monjas iluminados de un conventículo, el de los Thulipin, que se hicieron famosos a raíz de la reforma franciscana, y que al final formaron secta. Siguiendo las enseñanzas evangélicas sobre el despego a los bienes seculares y a las prédicas del Santo de Asís acerca de los desposorios con la Hermana Pobreza, vagaban desnudos concejeramente desnudos. A sus misas asistía mucha gente. Terminaban en porno duro. El amor era para ellos ultima ratio.

 

 

Tampoco podían faltar en esta acerada crítica a los desmanes del clero las alusiones a los curas borrachos. Como aquel abate Clochart al que observa temulento y de andares vacilantes camino de coro a cantar vísperas. A él le dedica un bello epitafio. Esculpe los bajorrelieves de la vida parisina con cuadros costumbristas en los que se percibe a veces el trazo del delicado pincel y otras el brochazo de sal gorda. El zócalo que talla en esta visión de conjunto conserva la frescura del primer día. Los personajes que retrata parece que se mueven todavía por los aledaños de Pont Neuf. Todos ellos se expresan con el mismo despejo con que lo hacen las serranas del Arcipreste o los peregrinos de Chaucer, estos últimos no han perdido aún el acento cockney. Triquiñuelas de pícaro, besos y caricias a tanto por barba, garsinas y hurtos, que denotan la experiencia del hampa que tuvo su autor, cruzan las páginas. Los niños abandonados debieron de ser plaga, por lo que tuvieron que quedar abiertos en la capital tres hospicios. Su humor tiene también aires de expósito, utiliza un argot incisivo, aún reconocible en la germanía de los bajos fondos que son la elocuencia del francés de Montmartre y de Pigalle, jerga de la banlieu y de los burdeles, de los calabozos y del "trottoir", un trallazo de espontaneidad en pleno rostros que nos recuerdan al viejo coquard de maneras peregrinas que fue Villon.

 

 

Ítem más, prosigue la donación de los efectos personales de su Testamento, y deja a los frailes mendicantes, a devotas y beguinas una buena sopa jacobina "para después, tras las cortinas, hablar de contemplación". Hay una alusión a las consecuencias de tales reuniones de camaradería espiritual. Quedaban preñadas las monjas de estos conventos y nacían niños de padre no reconocido. "No haya hijos enechados de padres putativos que a los que procreó les done Dios su galardón". Una visión de abusos deshonestos en círculos consagrados que son tema de actualidad hoy. El estupro y la violación siguen siendo males endémicos en las diócesis africanas Ver los periódicos del día de la fecha, 23 de marzo de 2001 en la que escribo con las declaraciones de Navarro Valls, portavoz del Vaticano sobre la materia. El pulsar temas inherentes a la condición es una de las peculiaridades del escritor genial. Los problemas del celibato en el rito romano son más serios de lo que parece. Se le plantean a la Iglesia del siglo XXI como también se le plantearon a la del medievo. ¿No sería necesario un reconocimiento de mea culpa? También los hay, almas perdidas, que han convertido el cristianismo en un problema de bragueta; y eso tampoco es. Chataubriand, el envés de la moneda de ese descoco tan francés, ya advirtió que ninguna otra religión hizo tanto por la dignificación de la persona, la libertad, el arte y la literatura. Vaya lo uno por lo otro. La irreligiosidad impía siempre ha batido el muro por su flanco más débil, el de la carne humana vaciada en el molde del pecado y la flaqueza, el mal ejemplo de los pastores de la grey. El estigma puede ser la clave para entender el misterio de que, a pesar de los cismas y herejías, los prelados indignos, la Barca de Tiberiades no haya dado de través, por más que parezca que a veces navega sin rumbo viento en popa hacia los escollos.

 

 

A medida que avanza el poema se va convirtiendo en una gran morality con resabios de danza macabra. Pasa revista a los hombres provectos, barrigudos, avinagrados y sin simiente que añoran el tiempo que pasó. Lucha generacional, la descolocación moral e intelectual que tantos padecemos. Su delito es no atenerse a la máxima del "tempori parendum" (acomodo a los tiempos) del clásico. "Y por culpa de una puerta yo perdí una huerta y diez halcones", dice. "Y hubo una mujer que me puso en traza de caminante". Catorce puds de vino pellejero le quedó a deber a un mercader de Saint Denis. "No se los pago. Así pierda la razón y me atragante". Sin embargo, con su visión profética, no deja de lamentarse por las muchas casas que se pierden por el vino. Así el pobre Clotart, a causa de su afición al tinto, se bebió su colación de Notre Dame, murió prematuramente. Cien sueldas dejó éste de su beneficio a un tal Clotart. Pero el viento hace la pluma, no es cosa de lamentarse. Unos vienen y otros van. Unos bajan y otros suben.

 

Menos convincentes parecen sus conocimientos alquimistas, aunque no es improbable que también practicara la quiromancia, pues, como no podía faltar en cualquier centón medieval, mienta a la piedra rejalgar, el oropimienta, y el oro obrizo con que se fabrica la piedra filosofal. Al erebo se vayan todos los magos.

 

 

 

Al amor de un brasero sentado en un sillón de pluma flojel bebía hipocrás (vino con miel) un afincado del buen pasar y socio de la buena vida. A su vera estaba Sidonia. Ambos cantaban y reían, jugaban a las cartas, tocaban el arpa, y, cuando cansaban, se hundían en los brazos del amor, "que yo les espié por el cancel haciendo marranadas y supe entonces que no hay cosa mejor en esta vida que retozar hombre y mujer a cualquier hora del día bajo el agavanzo o detrás del rosal". Es la sátira de Frank Gautier en la que ridiculiza la norma de la apartada vida que preconizara Horacio en su "Beatus Ille". Pero Villon pone de manifiesto las contradicciones en esta huida del mundo y las enseñanzas de Jesús. También escarnece el relajamiento de la vida monástica. Es el tema eterno. El abad come de lo que canta y mi olla, mi misa y mi María Luisa. Aquí lo mejor es hacer lo que uno le dé la gana. "El "Panurge" de Rabelais, protagonista de "Pantagruel" y, que según la crítica, está inspirado en Villon, va a dar la misma tasa. Ambos autores inician la corriente anticlerical que va a desembocar en la pluma mojada en ira del inclemente Voltaire, epítome de ese descreimiento, rezumando el veneno de una irreligiosidad inveterada, tan francés. Francia es la génesis de la Iglesia romana, al tender el puente bisagra entre los cultos sincretistas a los dioscuros bárbaros o las creencias gimnosofista con una religión que tuvo al crecal hebreo como árbol padre pero que dejó de ser totalmente judía. Se alcanzó la síntesis entre la paganía y la soteriología mesiánica. El genio francés siempre se decantó hacia la síntesis. Por eso Francia fue de antiguo la hija predilecta de la Iglesia romana. A veces se ha comportado, sin embargo, como la suegra respondona.

 

Malos ejemplos, escándalos, miserias. De poco sirve que madame Bruyères vaya predicando por las esquinas de Saint Denis predicando la vuelta a la pobreza con una biblia en la mano intimando a las mujeres descarriadas la necesidad de la conversación a Jesucristo. Ellas le respondían:

-Andad, que ya estamos perdidas. No queremos que nos encierren en un convento para solazar a los frailes carnívoros. Dejanos en paz, vieja bruja. Somos mujeres decentes, aunque nos llamen de la vida. A otra parte con tus sermones contra la salacidad. Que primero se conviertan ellos, que adquieran buenas costumbres, empezando por el papa y los cardenales.

 

 

Pese a las exhortaciones a la morigeración, a la continencia y una vida austera, Paris siempre tuvo esa tradición de ciudad alegre y confiada, punto de recalada de la buena meretriz. Tenían por costumbre batir la calzada en las dehesas pasado el Sena; las tapias del cementerio de San Medardo eran su lugar de trabajo favorito. Precisamente allí al correr de dos siglos un diácono jansenista haría milagros. Decían que levitaba, que resucitaba a los muertos, que curaba las enfermedades, que adivinaba el porvenir. Todo resultó obra del maligno, pero París es desde entonces la Meca de las ciencias ocultas y del esoterismo, polo de atracción de saludadores, videntes, astrólogos, ensalmadoras, etc. El osario de San Medardo pilla cerca de las aulas de Sorbona, que comandó desde un principio no sólo la enseñanza de las artes liberales sino los saberes herméticos, que tuvieron, como dan los autores por sabido, orígen en la Orden de los Templarios.

 

Es la metropoli de la ciencia del amor y en el ámbito de la prostitución el rompeolas de la vida alegre. En sus burgos se fundaron los primeros hospitales de venéreo, los primeros hospicios y los centros de arrecogidas. Venían de los más remotos lugares de la tierra. A todas ellas las cantó Villon en sus versos: españolas, catalanas, valencianas, flamencas, griegas, turcas, romanas, piamontesas, borgoñonas, irlandesas, inglesas, alemanas, saboyanas, sicilianas, griegas, bretonas, húngaras, danesas, de la Lorena y del País de Oc.

 

 

El chancro del fementido mal gálico tuvo a la Ciudad Luz como centro de contagio, porque de París partían todos los caminos, incluso el jacobeo, y, para putas por buenas que las haya en Roma, las mejores, las de París. Ya que no hay mal que por bien no venga, la atención a los apestados sentó las bases del encauzamiento de la Medicina práctica. Es para atajar la epidemia que se abren los primeros lazaretos; asimismo, las casas cuna para niños abandonados. La demografía cubría los efectos desastrosos de las guerras de los Plantagenet y los Anjou merced a estos nacimientos sin pasar por la vicaría. Pero no extrapolemos tampoco las cosas.

 

De modo que para yacer y holgar, París y también para sanar de las pegadizas miserias. Esto es lo que han creído al menos los ingleses que inventaron nada menos que el preservativo acorazado, en precaución contra el azote gálico, cuando pasaban el Canal en son de merodeo amoroso, y lo bautizaron con el nombre de "French letter" (carta francesa). A contramano, los francés llamaron de siempre al cordón "lettre anglaise" (carta francesa). Un epíteto y un antítodo cabe en la figura. Y donde las dan las toman.

 

 

Las monjas dominicas de san Jacobo tenían la piadosa costumbre de abrir las puertas de su monasterio a las muchachas vagabundos y a sus hijos fornecinos, pero, atención, no todo era caridad en esta práctica, sobre todo cuando frailes licenciosos se injerían y hacían valer sus derechos de pernadas. Andaba en lenguas que este centro conectaba por pasadizos subterráneos con dos conventos de la Regla de san Bruno y la de san Celestino. Los cartujos, monjes blancos y los celestinos de hábito negro, a veces haciendo caso omiso del edificante ejemplo de san Antonio, que superó este tipo de acosos, caían en la fragilidad de la carne, máxime, cuando la tenían tan cerca, al cabo de un túnel de pocos metros. So capa de patronazgo espiritual y de llevar al camino recto a las pobres inclusas a veces se descarriaban ellos. Cuando parían arrojaban el fruto de sus amores al Sena o eran obligadas a abortar, ya fuesen beguinas, ya monjas espesas. ¡Ay si hablaran las aguas de este gran río de París!

 

Lo malo es que el monasterio de san Jacobo era el primer jalón de salida de las peregrinaciones a Compostela en la Francia medieval.

 

 

Viene a la conclusión el autor de la "Balada de los Ahorcados" y del "Testamento" que la vida misma semeja como a una gran mancebía, de la cual pocos escapan. La soga del vicio tira del cuello del hombre hasta las aguas del pozo de los bajos fondos; así con un pie ya en el estribo pasa revista a los momentos de disipación, al tiempo perdido en devaneos, a sus estragos de crápula. Aquí sus versículos alcanzan un alto grado de sinceridad y de emoción.

 

Es la melancolía humana puesta a trabajar y darle vueltas a la cabeza, la tristura postcoital de la que hablan los psicólogos, pues la búsqueda del placer no depara la dicha, a decir de los moralistas:
Je suis paillard, la paillar me suite/Ordure aimons, ordure nos suite/ nous defuillons honneur, il nous defuite./ En ces bordeux oú tenons notre état.


 

 

A gente menuda, pequeña moneda. A los bulderos, nunca. Sin solución de continuidad cambia el tono y el tema, en la mejor tradición de los compositores del "sermon joyeux" de los provenzales, parodia de las homilías, que tuvo tan alta raigambre en la literatura cristiana y que recorre todos los cromos del espectro hasta llegar a bien entrado el Barroco. En España el "Fray Gerundio" del P. Isla es un ejemplo. Tunde las costillas de los simoníacos y de aquellos predicadores especialistas en la recaudación de dineros para obras pías - equivalentes a las o.n.g. del momento que encubren tan turbios manejos- y que iban a parar a bolsillos poco escrupulosos. Por tales calendas Sixto IV estaba embargado en la campaña de reconstrucción de la Basílica de Letrán, sobre la cual el Vaticano afianzaría sus cimientos. Con la limosna de los fieles fue erigida la Capilla Sixtina. ¿Arquitectura simpar a cambio de los fondos reservados? Los papas también recursos sutiles y poderosos para meter mano al cajón con bulas a cambio del dinero de la corbona. Villon protesta ante el escándalo de las indulgencias que permitían comprar el paraíso a trueque de unas pocas monedas. El vidrioso asunto de comprar salvación centra también la línea melódica del "Pardoner´s Tale" chauceriano y es el tema aquí de la "Balada de la Buena Doctrina" librada en traza alegórica: los lobos de Gargantua apacientan la candidez del rebaño místico. Bien es cierto que balan un poco pero sólo saben decir be. También los ruiseñores acaban en la olla. Paz por territorios, el oro y el moro por la vida eterna. Él no se muerde la lengua. A los curas y a los frailes les tacha de monederos falsos. Ojalá ardáis todos en la flama eterna, por falsos, perjuros, ladrones de nuestra fe. ¿Adónde van a parar el fruto de vuestra rapiña? A la cantina y a la burdel. ¿Y de lo que te dí? Con putas y rufianes me lo comí. Invoca para estos farsantes el castigo de Sodoma y Gomorra.

"Tout aux tavernes e aux filles", reza el refrán de la última estanza.

 

 

El tono chancero de "sermón alborozado" o chanza parenética del principio se convierte en fúnebre lamento cuando hace manda de sus quevedos leguleyos al hospital de ciegos de Paris en la confianza de que este efecto personal les sirva de algún provecho, porque aquí los invidentes columbran la verdad mejor que los que alardean de buena visión y recuerda el pasaje evangélico de que los cojos andarán algún día y que el ciego que nada ve recupera esta facultad. Su visita al cementerio de la Ile de la Cité es uno de los pasajes lastimeros. Ve una danza macabra en el osario. Calaveras y tibias se han puesto de pie para marcarse una pavana. Se oye el estridor, mediante la onomatopeya, de los esqueletos. Miradas macabras, cantos tenebrosos, y un avanzar en procesión penitencial de la estantigua. Caronte aguarda. San Miguel afila sus armas y se dispone a hacer funcionar la romana en que serán pesadas las almas. Al fondo, el movimiento espectral de las olas del profundo lago. Allí la virtud será recompensada y el vicio castigado. Los pecados infinitos hacen inclinarse del lado izquierdo las pesas de la báscula.

 

Los esclavos de Satán oirán el sortilegio de los réprobos: id malditos. Mientras, la hueste de la derecha comenzará un canto de alabanza que durará la eternidad. Serán conducidos al cielo mientras los préditos se hundirán en los abismos del tártago infernal. Ya los diablos les acogen. Vanidad de las cosas del mundo, fugacidad del placer, inanidad de las riquezas; eso es todo. El dalle de la muerte cortará a todos por un único rasero. Entonces sólo valdrán las buenas obras. En las vueltas de peonza del rodillo igualitario se confundirá el rico y el menesteroso. A todos aguarda el mismo fin. Es la democracia sin más hasta sus últimas consecuencias.

 

 

Que fue clérigo y que estuvo ordenado de menores lo demuestra la copla 172 en la lega su beneficio de simple tonsura con facultad para decir misas secas, que no llevan mucho aparato ni preparación intelectual, a un tal Chappelain, sobre el que resigna su curato, pero no le da facultad para que uso de cura de almas -otro nuevo retruecanos- ya que él sólo tuvo por costumbre "confesar únicamente a azafatas y damas camareras". De paso le dice a Juan de Calais, que heredará sus versos que podrá castigar el texto, cortar, podar, añadir, pulir a su placer. Debía de ser una costumbre juglaresca porque Juan Ruiz dice lo mismo de sus cantigas. No le importan demasiado los derechos de autor. El mester de juglaría siempre será patrimonio del pueblo.

 

Pedirá descansar en Santa Avoie (el cementerio del mosto), la casa postrera de vagabundos y borrachos, pero que antes se le haga un retrato de cuerpo entero, las dimensiones no le preocupan. Quiere que la memoria sea: "aquí descansa un retozón" con el siguiente epitafio:

 
"Descanso eterno dale a él, señor/ y claridad perpetua/ aunque no valiera lo que un plato y escudilla ni brizna de perejil/ Le desplumaron bien, jefe, en esta vida perra/ igual que a oveja lo esquilaron/ Rigor extremo lo envió al exilio/ le cutieron bien del culo la piel/ a pesar de haber dicho que apela./ No hay palabra más sutil/ Mas descanso eterno dale a él."


 

Que Dios le coja confesado. Suplica a Dios una hora corta y al verdugo maña certera, limpieza y rapidez para que en la toza no le haga padecer. Estaba en todo, a lo que se ve, hasta el punto de ponderar quien puede ser su mejor esbirro. Cita al respecto los nombres de Martin Bellefaye, al señor de Colombel. En caso de que estos dos se excusasen, da la comisión al maestro Jacques James o al propio Philip Brunel, que, aunque brutales, son todos ellos temerosos de "Dieu, Notre Seigneur". Ningún rencor los guarda. A todos los quiere bien y que el cura que le asista en los últimos momentos sea Thomas Tricot, que oficiaba en la diócesis de Meaux, compañero de fatigas y de aula y que mucho bebió a su costa, y que por lo visto era un buen echador de cartas. por último que se encargue de los blandones y el sudario a Guillermo de Rue, su compadre y que era experto en vinos. Yo les doy a todos las gracias que se va acabando este loco frenesí. A los cartujos y celestinos, a los mendicantes y a las devotas, a los que viven de gorra y a los claque patines ( los de la clac teatral), a las chiques pizpiretas, a las que llevan la justa corta (picos partos) y a los cuidadores del amor transidos y a los que sin dolor calzan las botas gualdas (cornudos). A todos les digo "merci". A las púberes muchachitas que muestran sus teticas, muy hospitalarias ellas de por sí. A los ladrones y camorristas, a los bateleros del Sena, tocados de su marmota. A los locos y a las locas. A los zotes y a las sotas que muestran su arlequín. Se los ve y la gente empieza a silbar

 

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