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miércoles, 24 de agosto de 2016


EL LIBRERO DE AREVALO

 

El librero de Arévalo tenía madera de perdedor pero no habléis de esto a la Jesusa que consideraba a su vástago una eminencia siendo ella misma como su hijo juguete de sus pasiones e inclinaciones. Las cosas en el mundo se habían puesto del revés. El estafermo de las procesiones miraba con ojos fijos un poco como el padre Cucurcho el exorcista nacido en un pueblo levantino que se llamaba Lamprea y cuando se ponía pesado con esto de echar diablos del cuerpo de la gente los chicos del barrio organizaban dreas y resolvían sus diferencias con Satanás a cantazo limpio nada de hisopos ni de crucifijos sino a lo zamarro. Gritaban:

 —El cura de Lamprea con una mano bendice y con la otra se la menea.

Y otros aseguraban:

—Detrás de la cruz está el diablo.

Gumersindo al quedar cesante con motivo de que se murieron los suyos y entró otro gobierno pensó ganarse la vida en el menester que mejor conocía: la literatura; fundó una biblioteca virtual y quiso dedicarse a la venta ambulante de libros viejos que eran una de las riquezas de la Casa Común pero también su patria quedó cesante y, cada quisque excedente de cupo, arribaron los nuevos bárbaros del norte que creían que era sospechoso leer y un pecado la cultura. La  tan traída y tan llevada Hora Occidua, amen de hacer ricos a muchos, que ricos millonarios, clases privilegiadas de castas, repartiéndose el bacalao y los puestos oficiales, a la mayor parte dejó en cueros vivos.

Éramos todos más pobres pese a la apariencia de ricos, dejamos los campos en barbecho, vendimos las vacas, todos querían vivir de algún momio, cierto enchufe, a costa del erario público, renunciamos a muestra cultura, los periódicos, las editoriales, pignoramos nuestras fábricas nuestros humildes negocios y se lo dimos todo a los marchantes ginoveses.

He aquí el resultado de treinta años de Mercado Común. Recordad: siempre se dijo del Porfío la maula. A muchos los estafaron. A él no. Porque bien los conocía. Eran de su misma raza. Conocia bien a sus porvidas y porfíos

Fracasó. El pueblo querría suicidarse renunciando a su pasado ahorcando los libros persiguiendo a la inteligencia y llevando a los tribunales o a la trena a cualquiera que acreditase una idea feliz un hallazgo. Ya me dirás tú los libros que vendía Gumersindo —muchos martes ni se estrenaba— cuando extendía el tenderete aparejaba el caballo bueno lo del caballo es un decir porque ya toda España se había motorizado por entonces y el librero gastaba coche que eran sus mejores zapatos y no había que darle pienso ni llevarle a herrar. Gozaba de la vita bona del sol castellano y conversaba con otro purgado que se llamaba Empeltre. Bebía en las tabernas, visitaba el camarín de la Virgen de las Angustias, buscaba el rastro de un mundo perdido que proclamó en aquella villa el tanto monta, monta tanto, y percibía las huellas santas e imperiales de la reina Isabel la Católica que pasó su infancia en el castillo arevaco. A pocos metros de donde él tendía en la plaza el Arrabal.

Aquellos días Sindo tuvo una crisis mística y creía en milagros y apariciones. Le pareció contemplando algún arrobamiento viendo una puesta del sol camino de vuelta a Madrid poco antes de llegar al Alto los Leones. ¿Espejismos o un aviso celeste de lo que había de venir. Era seguramente un regalo que dios le enviaba por haber sido fiel a sus principios. Estas cosas marcan bastante a los perseguidos e injuriados. Estaba renunciando al mundo a su manera alzándose en rebelión contra aquel estado de cosas.

¡Mira que vender libros en un pueblo de analfabetos! Veían un libro y se descojonaban de risa. Pero él iba en demanda de sus principios tras las pisadas de la Reina Santa.Vigilavi et factus sum Sicut passer in tecto” le gustaba aquel salmo que repetía con frecuencia porque  encerraban sus palabras algo de su vida, siempre en guardia para percibir las ráfagas del Espíritu  Santo que llegan en ventoleras de huracán donde se atisba la verdad y la belleza.

Pero su mujer y sus hijos pensaban que estaba como una chota. En su fuero interno él encontraba alguna razón para semejantes y descabelladas excursiones de bibliografías de apóstol de la cultura en medio de una sociedad ágrafa y un pueblo de incultos. Se sentía un poco misionero pero cansado de que sus predicas cayeran en baldío buscaba consuelos en los besos al jarro en aquel buen vinillo de la tierra. Gumersindo era dipsómano.

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