Las nubes se
habían aborregado aquella mañana como de costumbre sobre el cielo de Londres,
pronóstico seguro de lluvia. Pero iba a pasar algo importante en su vida: venía
el embajador. Fue pitando desde su casa de South Kensignton hasta el aeropuerto
Heathrow en su mini color guinda, lleno de abolladuras, con el que había
realizado bajadas y subidas a España así
como el trecho de doscientas millas que separaban Hornchurch de Doncaster
arriba y debajo de la A1. Entraba el
otoño. Era limpia y fresca la mañana qué
queréis que os diga. Primer cigarrillo que es el que mejor sabe. Los robles de
Hyde Park le saludaron. Buenos días. Good
morning. Hoy llega el embajador. Pisó el acelerador. No vayas tan deprisa,
Remigio, que no vas a ninguna verbena, le dijo la voz alternativa de su
subconsciente. Camina despacio. Esto no es el fin del mundo, saborea un
poco más tu vida, sé tú mismo. Estaba nervioso. Tenía la sensación de que
algo iba a cambiar en su vida y su vida en aquel entonces era su corresponsalía,
un trabajo que había conseguido milagrosamente. Era el miembro más joven del
grupo de cronistas. No se sentía capacitado para tal tarea. No había
escrito ningún libro. Apenas se bandeaba en la escritura de las crónicas con
sus diccionarios. Era un primavera que arropaba su bisoñez con la máscara de la
audacia y la ingenuidad propias de la edad. Había que pisar fuerte para
desplazar a los viejos.
¿Cómo
codearse con aquellas plumas galanas del régimen, los monstruos
sagrados tiburones de la profesión, ídolos del sistema con retorcidos
colmillos? Imposible ponerse a la altura de Alfonso Barra, Luis Foix, Augusto
Assia, Carrascal, José Luis Balbín, Jesus Hermida, Cirilo Rodriguez, o, ya
en otra escala de valores más anglosajones, con Walter Lippman, Walter
Conkrite o la Bárbara Walters. Eso, si hubiera sido mujer, le hubiera gustado
ser de mayor Bárbara Walters. Flotaba en una nube arrastrada por el vórtice del
huracán. Se había acostado tarde la noche antes y tenía el cuerpo como
extenuado y algo dolorido aunque se trataba de una sensación agradable. Doris
tuvo la culpa. Le llamó por teléfono diciendo que se acercaba a la hura, y
él le pagó el taxi desde el barrio del Elefante y el Castillo. Le costó la
broma diez libras y un par de botellas de vino añejo que fue a adquirir a toda
la carrera al pub de la esquina. Se había decidido a cruzar el Támesis.
Cruzó el rubicón. Noche de juerga. Noche de amor. La cosa compensó. El sexo le
relajaba. Doris llenaba su vida con sus complacientes visitaciones algunas
inesperadas. “I have been entertaining”
pero entretener tiene en inglés un sentido mucho más divertido que en
castellano. Arribaba a su sotabanco con sus trajes de noche de seda sus
despampanantes muslos, sus labios carnosos. Se parecía un poco a Marilyn.
Oronda real moza. Ella le sacaba de sus inhibiciones de iluminado. Sus abrazos
en la bodega donde estaba instalado el télex le rescataban del expediente
rutinario de las crónicas con sus constantes temas: la huelga minera, los
debates parlamentarios entre Wilson y Heath, o sir Alec en la cámara de los
Lores y aquel lema de en todas partes cuecen habas que recibió de consigna en
la redacción antes de incorporarse a la corresponsalía. Le abstraía también la
dulce Doris de las llamadas desde Madrid, las broncas del redactor jefe,
(algo vale que subían por el télex o teniendo que cruzar las borrascosas ondas
del Canal de la Mancha, ¡oh Britania rule
de waves!) las tramas y el vértigo en general de la vida política española
donde todo parece a punto de estallar.
Sin embargo en
Inglaterra todo parecía como más amable y pactado. Los Comunes eran un teatro
donde no había inhibiciones ni miedo escénico a diferencia de las Cortes, un
perpetuo gallinero. Los bailes en la embajada, las conferencias de
Cela, los cociditos madrileños que daba aquel diplomático de Guadalajara
laureado en la guerra contra los moros, eran un acicate a la disipación y a la
preocupación pues de lo que se trataba era de vivir cada uno su vida, cosa
imposible en el viejo país. Ser español imprime carácter pero con frecuencia
resultaba una verdadera patología psicológica. El Samets, uno de Cuenca, que
siempre vestía abrigos Loden barba progre y aires importantes, aunque no se
comera una rosca, le telefoneaba y su pregunta inevitable era: “¿Cómo está el
país?”. “Si me preguntas por el periódico tu señorito está ganando muchos duros
y si es por la patria o la nación, un avispero, los anglicismos todo ya lo
invaden y no se dice España sino Spain o “the Country”. ¡Qué país
Miquelarena, qué país!”. Con tales respuestas irritaba a aquel inútil ex
seminarista algo envidioso muy dado a la adulación del poderoso y al escarnio
del humillado, un auténtico miembro de la tribu a la cual Leguineche ese vasco
cronista de guerra había catalogado superiormente.
La maldición
del conde de Romamones seguía vigente: pasen los periodistas y
coman. Samets seguía fundando tabaco negro. Había que pasar humo. En el
país antes llamado España también había –y lo seguirá habiendo por los siglos
de los siglos porque la nación más antigua de Europa siempre se
está cayendo y nunca se derrumba a la que no pueden destruir sus hijos
naturales, es casi un milagro- arriba y abajo y no todos podemos vivir en la
plaza. Sus compañeros periodistas eran casi todos algo autistas y neuróticos
con abundancia de prepotentes y majaras que se creían ombligos del mundo. La
ardua convivencia entre españoles era
todo un dogma, hijo de nuestros prejuicios históricos y nuestra mala educación
sentimental. Seguía echando lava el volcán. Doris venía a horas intempestivas
en sus visitaciones cockneys.
Ella era
Baodicea, esa diosa a la que pintan con los pechos al descubierto, conduciendo
un carro que surca la mar tirado por leones empuñando en su diestra un broquel
donde estamparon las cruces de la bandera británica con el lema Oh Britania
rule the waves, o la heroína de la servidumbre humana “Of Human Bondage” una novela la mejor
novela del siglo XX de don Somerset Maugham, libro ecléctico, inmenso, donde
palpitaba la vida del todo Londres en sus altos y bajos fondos, aquel Londres
finisecular de la guerra de los Boers, que Remigio Bermejo tanto amaba. Don
William Somerset Maugham se consideraba uno de los pocos autores
británicos enamorados de España que entendían un poco el laberinto celtibérico.
Por lo menos hablaba bien de nosotros sin gesto despectivo o con la
displicencia de muchos de sus colegas que nos consideraban sus enemigos
eternos. Algunos de sus personajes sueñan con el Greco, o en las
torres de Segovia, de León, de Toledo.
Había Remigio
Bermejo leído mucho y estaba empapado de novelas inglesas. Tal vez creyera que
la vida es como una novela. Y, más bien no. Ahí estaba tal vez su gran fallo,
origen de muchas de sus inconsistencias. Un libro ayudaba a triunfar era el
lema de antaño, pero a él no le ayudó a triunfar, sino a vivir, que no es poco.
Doris tenía ojos garzos color aguamarina. Parecíase un poco a Marilyn Monroe o
a Mildred la protagonista de Servidumbre Humana, como va dicho. No
era algo supositicio sino una mujer de cuerpo entero. Hay algo que siempre
nos ligará a la humanidad al pecado al vicio los bajos fondos que acaba en el
arroyo. Las gentes a duras penas se redimen. Todo sigue igual. Representaba con
todo y eso aquella moza una abstracción de la carne que a Remigio Bermejo le
sacaba de sus filias y fobias ingénitas de su educación católica y ese pesimismo histórico, ese un ojo en el
cielo y otro en el suelo que propugnaban los jesuitas. Ya se sabe: todo lo que
vino tras el desastre del 98 la guerra civil, los moros de Abdelkrim, la
sarracina del Barranco del Lobo donde hay un manantial que alumbra sangre en
vez de agua, dice la canción, es la sangre de los soldaditos que murieron por
España. Sois unos idealistas. Unos masoquistas. No hay quien pueda con
nosotros. Invocábamos a la Madre del Verbo divino. Grandes palabras. En su hura
vivía enganchado a sus soliloquios unas veces místicos y otras, lascivos. Unas
veces un lupanar y a veces un convento. Así se resarcía, se sacaba la espina
que tenía en el alma, mediante venganzas contra el bello sexo. Le había
abandonado Olga le quitó la hija usurpándole del derecho de ver a su hija. El
drama de su vida. Los ojos de garza de Doris fueron un lenitivo a tanto dolor
de la hipocondría machadiana. Todos los poetas muertos. Algo vale que siempre a
los españoles nos queda el romancero. Vino la rebelión de las masas y produjo
la gran derrota. No es esto, no es esto, clamaba el gran filósofo y al
ciudadano de pie se la traía floja. Siempre hay que pagar la renta y son los de
abajo los que sufren las consecuencias de ambiciones y dislates económicos de
todas las guerras que guardan en el fondo un sustrato económico aunque vengan
disfrazadas de dogmas religiosos o de furias patrióticas. The paying of the rent. Y los gabrieles, la factura del gas y del
teléfono. Paga, apoquina, serás libre. En eso consistía la vida moderna.
Buscaba la salvación a todo el victimismo y a su mala educación sentimental,
centinela de sus propios sueños, en aquel camastro de Winston Place. Horas de
amor memorables sobre el catre del sotabanco lleno de humedad y de cucarachas
que le costaba la hijuela porque el casero pedía montes y morenas. El casero un
tal Frederick Weil le cobraba 200 libras
al mes, casi la mitad de su salario. Weil hablaba con ese acento alemán de
resonancias inciertamente yiddish de los judíos germanos que cuando lo escucha
un ciudadano de Dresde le parece que en el mismo idioma están exprimiendo
conceptos extraños en una lengua extranjera.
Aquel
bondadoso rabino era un dulce emigrado y superviviente de los horrores de
Auschwitz, buen creyente en su ley y amante del oro que él decía que era el
salvoconducto por tierras ajenas hasta el regreso a la tierra de promesas. El
genio de su raza. Los hebreos son listos. Weil mostrábase implacable
en cuestiones de seguridad y del vil metal; sin embargo, acabó encariñándose
con su persona. Cuando subía a pagarle la renta, le hacía lavarse al principio
las manos veinte veces observándole con cierta prevención, como si estuviese
marcado por la culpa, la eterna culpa freudiana y los complejos. Creía estar
hablando con un goim (infiel) pero,
cuando Bermejo le habló de sus antecedentes familiares, cambió la cosa y una
vez le dijo "Ah Sefarad, la tierra de nuestros padres, la tierra a la que
tanto amamos y tanto odiamos de la que nos echaron unos cristianos infames”.
Los judíos son la sal de la tierra.
Aquella mañana se sentía algo
cansado tras una noche intensa de pasión pero pletórico. También la tristeza
poscoital de la que habla Ovidio en sus "Pónticas". En su
adolescencia se empapó de los yámbicos latinos. Traducía a Cesar a Cicerón a
Tito Livio y Salustio. Todo es lo mismo.
Cualquier esfuerzo que hagas ya lo hicieron otros antes que tú, que nacieron,
vivieron, gozaron, se encamaron, murieron y no eran ya más que un nombre en las
esquelas. Una piedra en el cascajar una letra minúscula en el inmenso libro de
la historia. Desaparecieron sin dejar rastro. Ser para la nada mira tú no te
digo. Nada concluye en este mundo loco y sin lógica. La existencia no tiene que
ver con las súmulas y silogismos que aprendió de memoria en latín cuando era
filósofo. ¿Qué diablo pintamos acá? ¿Para qué nos engendraron?
Había bastante tráfico en road West y el calendario marcaba un día
cualquiera de octubre de 1973. Pasaban esos camiones Leyland chatos de morro y
ruidosos reyes de la carretera levantando polvareda y un ruido terrible,
conducidos por mocetones rubios de largas patillas y rostros indiferentes e
indiferenciados que fumaban tabaco rubio en paquetes de diez marca Woodbine o
Number Six. Cien años de era industrial habían proletarizado a las masas y el
país seguía siendo un compartimento estanco de arriba y abajo. Upstair y
Downstairs era el título de un serial que seguía con interés por la BBC
contando las intrigas y alegres momentos de una casa ducal del exclusivo barrio
de Mayfair poco antes de la Gran Guerra. Rosa la sirvienta que servía la sopa,
Mrs. Bridge, Hudson el impecable mayordomo de los Bellamy. Tanto él como su amo
registraban maneras de señor aunque a Hudson de vez en cuando se le escapaba
alguna andanada barriobajera en el que su cólera dejaba traslucir su
procedencia escocesa habiendo de reñir a las sirvientas negligentes. Los de arriba iban a Oxford y los de abajo a
la rúa, búscate la vida, perdedor; se conformaban con su destino menestral. “Do
you have a fag, mate?” “Sure”. Venga, tira millas y en medio de estas prisas y
consideraciones arribó Remigio Bermejo al aparcamiento del aeropuerto
internacional. La historia pasaba página, el mundo iba a cambiar. Llegaba el
embajador el heredero del sistema. No queremos otra guerra civil. Un cambio
violento ni se nos pasa por la imaginación. Es necesario urdir pactos. Tiene
que haber consenso. Eso el consenso. Un vocablo que a sus oídos sonaba cual
grito soez, el tambor de guerra con que los demócratas de toda la vida se
cagaban en dios. Había que preguntarse si miraban para arriba. De ser así,
sería un pecado gordísimo. De lo contrario, meramente una interjección
exclamativa. El camionero le hizo al pasar un signo de victoria quitando la
mano del volante y erigiendo el pulgar hacia arriba. "Thumps up" (dedos arriba) "I am
in the pink" (estoy como una rosa.
DESCENSO A LA HURA
Cuando regresó a la hura Remigio
Bermejo sabía cual era su destino: vida de topo y un tragaluz. Se había estado
dando un paseo por la historia de Inglaterra. Tuvo ciertas aprehensiones de
machacar en hierro frío, quiero y no puedo. Escuchaba voces interiores que
aludían a la vanidad elusiva de sus
intenciones. Olga no le escribiría. No la volvería a ver. La buscaría por todo
Londres. La buscaría por todo el mundo. Toda una vida. Estaba amando a una
mujer que no existía. Inglaterra era etérea. Su reloj se había parado en el
tiempo de los Tudor. La vida seguía. Aspiraba a la utopía, tan engañosa y
escurridiza que se le escapaba de las manos cuando estaba a punto de atraparla.
Las catedrales normandas se habían convertido en salas de concierto. Allí
moraban hombres extraños que se decían ministros y saludaban a la clientela al
final de los servicios estola sobre los hombros roquete hasta por bajo las
rodillas la raya en medio, misal en mano y una sonrisa. Puro formalismo, y ya
no entonaban los canónigos el oficio de vísperas transformado en evening song
con los himnos que mandó establecer Cromwell y entonar puritanamente de pie por
el odio que sentía hacia los papistas. Era una religión a palo seco y aquellos
himnos congregantes sonaban a marchas militares.
—You soldier on.
Los cantorales y los libros
becerro sustituidos por un libro de oraciones en inglés eran más bien sucintos.
El nacionalismo movió la rueda del cisma y ya no parecía todo lo mismo. Estaba
Remigio abrazado a una noción errónea de las cosas. El mundo es muy grande y
diferente a la noción que él había recibido en los años de formación eclesial.
Al haber admitido una educación silogística trufada de dogmas, corolarios,
silogismos y conclusiones irreversibles, tuvo que darse cuenta de que los
herejes eran culpables pero el papado tenía también parte de culpa. ¡Cuántos
trompazos, qué de retóricas costaladas! Su destino era la hura. Le condenaron a
leer y a leer. “Por ese cabo ya estoy cumplido y ojala los costales fueran
tales” pensaba. Pero ¿para qué tantos libros? Te equivocaste de papel. Aquí el
papel no es aquel que tú veneras sino el papel moneda. Viviría rodeado de liviandad y de ignorancia caminando en
medio de analfabetos que desconfiaban de la santidad de la literatura.
Tenía los pies hinchados de
caminar la tarde entera subiendo y bajando a los autobuses que iban al
extrarradio. Varias veces se equivocó de línea. El metro de Londres era un
galimatías. Si lo sacaban de la Línea Circular acababa extraviándose. Y no
sería cuestión de regar de piedrecitas en el camino para regresar a casa. Fue
desde Hounslow hasta Mile End. No encontró la casa. Se hallaba en un estado de
enervación. Había fumado hartos. El tabaco le ayudaba a vivir. Le parecía que
coartaba sus inseguridades, le daba el empujón, sacándole del pozo de su indecisión
y de sus complejos. Desde muy joven gastaba dentadura postiza lo cual era
motivos de su acojonamiento y aunque los dentistas hoy hacen maravillas siempre
odió a aquel sacamuelas que le extrajo el primer colmillo cuando sólo contaba
catorce años. Era un médico militar la bata blanca impregnada de sangre ¡ay qué daño cuando le clavó la aguja en la
encía! y aquella estrella amarilla de ocho puntas ostentando su graduación de
comandante sobre la escarcela cuadrada de color rojo. Las panatelas, aquellos
puritos suaves pero que raspaban la garganta que adquiría en la tienda de aquel
judío mr. Simons en la tienda de la esquina de Fulham Road frente al cine Odeón
paliaba sus complejos y le infundía una cierta euforia para escribir la
crónica. Había sido condenado a la maldición del humo y eso en cierto modo no
dejaba de ser una bendición. Bienaventurado los limpios de porque entre vedijas
de tabaco verán con ojos puros la llegada de la utopía y en una nube subirán al
cielo. Aquella Inglaterra una tarde de primavera de 1973 poco tenía que ver con
aquella otra de las descripciones que impartía Jack Tressey White en sus clases
maravillosa de inglés que eran verdaderas lecciones magistrales tuvieran poco
que ver con la que él describía entusiasmando al alumnado. A mr. White lo dimos
tierra una tarde de san Antón del año 92. Fue su mejor profesor de inglés
Al descender por las escaleras de
su habitáculo del bajo que habitaba volvió a ver a los espectros. ¿El conde
Kelly? Éste era un monje templario que había participado en las Cruzadas.
Algunas noches lo sentía trastear en la cocina cantando canciones en griego y
en latín. Llevaba en la cabeza un casco de acero y una cota de malla. A la
espalda una cruz roja. Tintineaban sus espuelas de oro al pasar por las habitaciones.
Le sonreía y sus ojos azules parecían contar historias inefables de la toma de
Jerusalén. Nunca llegó a oír su voz sólo sus gestos. Adivinaba su presencia. Era
un mudo fantasma. Remigio qué cosas te pasan mucho tienes en la cabeza y no
paras de darle al magín. Pegas palos de ciego te estrellas contra un frontón
invisible no hay red a tus pies pero eres el espejo de la estupidez y de la
mansedumbre. Tú eres tu mismo rival “you are your own enemy” se lo había dicho
la Suzi una de sus amantes. “Telarañas en la cabeza. Sí, muchas telarás en la
cabeza”. La Suzi no se podía comparar con Olga ni con Diana Percival aquella
judía irania era fuego en la cama. Cada mujer es diferente. No hay dos vaginas
iguales. Diana Percival vivía en Golders Green y había nacido en Persia y
Remigio Bermejo moro celoso en parte la despreciaba porque años atrás había
tenido amoríos con un santanderino fruto de cuya relación fue Ximena. Y en
Santander en un hotel cerca del Piquío tú fuiste hecha, Allqueen. Allí yo te
engendré. No digas eso. Tienes demasiadas cosas en la cabeza. A Bermejo le
dolían los recuerdos de pensar en aquel tiempo que se fue. Asesinaste a Cupido
de un botellazo, cerraste la puerta al amor. Sin embargo la hura de South
Kensington era su jardín de las Hespérides.
—No eres más que un esperpento.
Soñabas en amores con una virgen que te diera de mamar cerveza negra en el pub.
Tu vida han sido tabernas, francachelas y vino. Tus manos están vacías. Hiciste
mucho mal. Tiraste por la borda tu futuro.
Quedó amostazado en su refugio. Todo estaba en orden. En el
espejo de las cornucopias ya no se reflejaba el rostro amable de su otro
inquilino el fantasma del conde Kelly. El sofá de cómodos brazos donde tanto le
gustaba leer el Times mientras se fumaba su pipa le aguardaba solícito pero
notaba una presencia. Allí acababa de haberse sentado alguien. Pero sólo fueran
quizá tan solo exhumaciones de su mente en ebullición. Tenía que echar balones
fuera, disculparse. En cambio el dolor de atrición le resultaba difícil.
—Vamos a ver; tú la mataste, tú
fuiste el asesino. No tienes derecho a quejarte, atente a las consecuencias.
El Numen le decía que había
matado a Olga pero el uxoricidio ocurrió de manera virtual. Homicidio en efigie
sin muerte real. Ella fue la victima de todo aquel afán destructivo intolerante
celoso católico feo y sentimental de la educación recibida.
—La vida no es un tema de buenos
y malos o de estratificaciones jerárquicas sino de intermediarios. No estabas
en tus cabales. Eras el pasagonzalo, el go-between, un golpe de atención en la
nariz o un tirón de orejas. Te
comportaste como un terrorista del amor.
—Creo que te equivocas. No estamos en una
jerarquía sino en una anarquía y acá el que más chifla, capador.
—Eres un iluso no vales nada
El aguijón de su conciencia a
través de estos denuestos o soliloquios entre su mente y el Numen lo lancinaba
de reproches. Tardaría bastante en comprenderlos. En menudo lío se metió por
actuar de manera irresponsable. La bajada a su hura tan confortable refugio le
parecía un descenso a los infiernos y estuvo a punto de huir. Tenía el alma
incendiada. Hubiera podido inmolarse a lo bonzo.
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