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domingo, 8 de marzo de 2015

LA HURA DE WINSTON PLACE


 

 

Las nubes se habían aborregado aquella mañana como de costumbre sobre el cielo de Londres, pronóstico seguro de lluvia. Pero iba a pasar algo importante en su vida: venía el embajador. Fue pitando desde su casa de South Kensignton hasta el aeropuerto Heathrow en su mini color guinda, lleno de abolladuras, con el que había realizado  bajadas y subidas a España así como el trecho de doscientas millas que separaban Hornchurch de Doncaster arriba y debajo de la A1. Entraba  el otoño. Era limpia y fresca la  mañana qué queréis que os diga. Primer cigarrillo que es el que mejor sabe. Los robles de Hyde Park le saludaron. Buenos días. Good morning. Hoy llega el embajador. Pisó el acelerador. No vayas tan deprisa, Remigio, que no vas a ninguna verbena, le dijo la voz alternativa de su subconsciente. Camina despacio. Esto no es el fin del mundo, saborea un poco más tu vida, sé tú mismo. Estaba nervioso. Tenía la sensación de que algo iba a cambiar en su vida y su vida en aquel entonces era su corresponsalía, un trabajo que había conseguido milagrosamente. Era el miembro más joven del grupo de cronistas. No se sentía capacitado para tal tarea. No había escrito ningún libro. Apenas se bandeaba en la escritura de las crónicas con sus diccionarios. Era un primavera que arropaba su bisoñez con la máscara de la audacia y la ingenuidad propias de la edad. Había que pisar fuerte para desplazar a los viejos. 

¿Cómo codearse con aquellas plumas galanas del régimen, los monstruos sagrados tiburones de la profesión, ídolos del sistema con retorcidos colmillos? Imposible ponerse a la altura de Alfonso Barra, Luis Foix, Augusto Assia, Carrascal, José Luis Balbín, Jesus Hermida, Cirilo Rodriguez, o, ya en otra escala de valores más anglosajones, con Walter Lippman, Walter Conkrite o la Bárbara Walters. Eso, si hubiera sido mujer, le hubiera gustado ser de mayor Bárbara Walters. Flotaba en una nube arrastrada por el vórtice del huracán. Se había acostado tarde la noche antes y tenía el cuerpo como extenuado y algo dolorido aunque se trataba de una sensación agradable. Doris tuvo la culpa. Le llamó por teléfono diciendo que se acercaba a la hura, y él le pagó el taxi desde el barrio del Elefante y el Castillo. Le costó la broma diez libras y un par de botellas de vino añejo que fue a adquirir a toda la carrera al pub de la esquina. Se había decidido a cruzar el Támesis. Cruzó el rubicón. Noche de juerga. Noche de amor. La cosa compensó. El sexo le relajaba. Doris llenaba su vida con sus complacientes visitaciones algunas inesperadas. “I have been entertaining” pero entretener tiene en inglés un sentido mucho más divertido que en castellano. Arribaba a su sotabanco con sus trajes de noche de seda sus despampanantes muslos, sus labios carnosos. Se parecía un poco a Marilyn. Oronda real moza. Ella le sacaba de sus inhibiciones de iluminado. Sus abrazos en la bodega donde estaba instalado el télex le rescataban del expediente rutinario de las crónicas con sus constantes temas: la huelga minera, los debates parlamentarios entre Wilson y Heath, o sir Alec en la cámara de los Lores y aquel lema de en todas partes cuecen habas que recibió de consigna en la redacción antes de incorporarse a la corresponsalía. Le abstraía también la dulce Doris de las llamadas desde Madrid, las broncas del redactor jefe, (algo vale que subían por el télex o teniendo que cruzar las borrascosas ondas del Canal de la Mancha, ¡oh Britania rule de waves!) las tramas y el vértigo en general de la vida política española donde todo parece a punto de estallar.

Sin embargo en Inglaterra todo parecía como más amable y pactado. Los Comunes eran un teatro donde no había inhibiciones ni miedo escénico a diferencia de las Cortes, un perpetuo gallinero. Los bailes en la embajada, las conferencias de Cela, los cociditos madrileños que daba aquel diplomático de Guadalajara laureado en la guerra contra los moros, eran un acicate a la disipación y a la preocupación pues de lo que se trataba era de vivir cada uno su vida, cosa imposible en el viejo país. Ser español imprime carácter pero con frecuencia resultaba una verdadera patología psicológica. El Samets, uno de Cuenca, que siempre vestía abrigos Loden barba progre y aires importantes, aunque no se comera una rosca, le telefoneaba y su pregunta inevitable era: “¿Cómo está el país?”. “Si me preguntas por el periódico tu señorito está ganando muchos duros y si es por la patria o la nación, un avispero, los anglicismos todo ya lo invaden y no se dice España sino Spain o “the Country”. ¡Qué país Miquelarena, qué país!”. Con tales respuestas irritaba a aquel inútil ex seminarista algo envidioso muy dado a la adulación del poderoso y al escarnio del humillado, un auténtico miembro de la tribu a la cual Leguineche ese vasco cronista de guerra había catalogado superiormente.

La maldición del conde de Romamones seguía vigente: pasen los periodistas y coman. Samets seguía fundando tabaco negro. Había que pasar humo. En el país antes llamado España también había –y lo seguirá habiendo por los siglos de los siglos porque la nación más antigua de Europa siempre se está cayendo y nunca se derrumba a la que no pueden destruir sus hijos naturales, es casi un milagro- arriba y abajo y no todos podemos vivir en la plaza. Sus compañeros periodistas eran casi todos algo autistas y neuróticos con abundancia de prepotentes y majaras que se creían ombligos del mundo. La ardua convivencia  entre españoles era todo un dogma, hijo de nuestros prejuicios históricos y nuestra mala educación sentimental. Seguía echando lava el volcán. Doris venía a horas intempestivas en sus visitaciones cockneys.

Ella era Baodicea, esa diosa a la que pintan con los pechos al descubierto, conduciendo un carro que surca la mar tirado por leones empuñando en su diestra un broquel donde estamparon las cruces de la bandera británica con el lema Oh Britania rule the waves, o la heroína de la servidumbre humana “Of Human Bondage” una novela la mejor novela del siglo XX de don Somerset Maugham, libro ecléctico, inmenso, donde palpitaba la vida del todo Londres en sus altos y bajos fondos, aquel Londres finisecular de la guerra de los Boers, que Remigio Bermejo tanto amaba. Don William Somerset Maugham se consideraba uno de los pocos autores británicos enamorados de España que entendían un poco el laberinto celtibérico. Por lo menos hablaba bien de nosotros sin gesto despectivo o con la displicencia de muchos de sus colegas que nos consideraban sus enemigos eternos. Algunos de sus personajes sueñan  con el Greco, o en las torres de Segovia, de León, de Toledo.

Había Remigio Bermejo leído mucho y estaba empapado de novelas inglesas. Tal vez creyera que la vida es como una novela. Y, más bien no. Ahí estaba tal vez su gran fallo, origen de muchas de sus inconsistencias. Un libro ayudaba a triunfar era el lema de antaño, pero a él no le ayudó a triunfar, sino a vivir, que no es poco. Doris tenía ojos garzos color aguamarina. Parecíase un poco a Marilyn Monroe o a Mildred la protagonista de Servidumbre Humana, como va dicho. No era algo supositicio sino una mujer de cuerpo entero. Hay algo que siempre nos ligará a la humanidad al pecado al vicio los bajos fondos que acaba en el arroyo. Las gentes a duras penas se redimen. Todo sigue igual. Representaba con todo y eso aquella moza una abstracción de la carne que a Remigio Bermejo le sacaba de sus filias y fobias ingénitas de su educación católica  y ese pesimismo histórico, ese un ojo en el cielo y otro en el suelo que propugnaban los jesuitas. Ya se sabe: todo lo que vino tras el desastre del 98 la guerra civil, los moros de Abdelkrim, la sarracina del Barranco del Lobo donde hay un manantial que alumbra sangre en vez de agua, dice la canción, es la sangre de los soldaditos que murieron por España. Sois unos idealistas. Unos masoquistas. No hay quien pueda con nosotros. Invocábamos a la Madre del Verbo divino. Grandes palabras. En su hura vivía enganchado a sus soliloquios unas veces místicos y otras, lascivos. Unas veces un lupanar y a veces un convento. Así se resarcía, se sacaba la espina que tenía en el alma, mediante venganzas contra el bello sexo. Le había abandonado Olga le quitó la hija usurpándole del derecho de ver a su hija. El drama de su vida. Los ojos de garza de Doris fueron un lenitivo a tanto dolor de la hipocondría machadiana. Todos los poetas muertos. Algo vale que siempre a los españoles nos queda el romancero. Vino la rebelión de las masas y produjo la gran derrota. No es esto, no es esto, clamaba el gran filósofo y al ciudadano de pie se la traía floja. Siempre hay que pagar la renta y son los de abajo los que sufren las consecuencias de ambiciones y dislates económicos de todas las guerras que guardan en el fondo un sustrato económico aunque vengan disfrazadas de dogmas religiosos o de furias patrióticas. The paying of the rent. Y los gabrieles, la factura del gas y del teléfono. Paga, apoquina, serás libre. En eso consistía la vida moderna. Buscaba la salvación a todo el victimismo y a su mala educación sentimental, centinela de sus propios sueños, en aquel camastro de Winston Place. Horas de amor memorables sobre el catre del sotabanco lleno de humedad y de cucarachas que le costaba la hijuela porque el casero pedía montes y morenas. El casero un tal Frederick Weil  le cobraba 200 libras al mes, casi la mitad de su salario. Weil hablaba con ese acento alemán de resonancias inciertamente yiddish de los judíos germanos que cuando lo escucha un ciudadano de Dresde le parece que en el mismo idioma están exprimiendo conceptos extraños en una lengua extranjera.

Aquel bondadoso rabino era un dulce emigrado y superviviente de los horrores de Auschwitz, buen creyente en su ley y amante del oro que él decía que era el salvoconducto por tierras ajenas hasta el regreso a la tierra de promesas. El genio de su raza. Los hebreos son listos. Weil mostrábase implacable en cuestiones de seguridad y del vil metal; sin embargo, acabó encariñándose con su persona. Cuando subía a pagarle la renta, le hacía lavarse al principio las manos veinte veces observándole con cierta prevención, como si estuviese marcado por la culpa, la eterna culpa freudiana y los complejos. Creía estar hablando con un goim (infiel) pero, cuando Bermejo le habló de sus antecedentes familiares, cambió la cosa y una vez le dijo "Ah Sefarad, la tierra de nuestros padres, la tierra a la que tanto amamos y tanto odiamos de la que nos echaron unos cristianos infames”. Los judíos son la sal de la tierra.

 

Aquella mañana se sentía algo cansado tras una noche intensa de pasión pero pletórico. También la tristeza poscoital de la que habla Ovidio en sus "Pónticas". En su adolescencia se empapó de los yámbicos latinos. Traducía a Cesar a Cicerón a Tito Livio y Salustio.  Todo es lo mismo. Cualquier esfuerzo que hagas ya lo hicieron otros antes que tú, que nacieron, vivieron, gozaron, se encamaron, murieron y no eran ya más que un nombre en las esquelas. Una piedra en el cascajar una letra minúscula en el inmenso libro de la historia. Desaparecieron sin dejar rastro. Ser para la nada mira tú no te digo. Nada concluye en este mundo loco y sin lógica. La existencia no tiene que ver con las súmulas y silogismos que aprendió de memoria en latín cuando era filósofo. ¿Qué diablo pintamos acá? ¿Para qué nos engendraron?

Había bastante tráfico en  road West y el calendario marcaba un día cualquiera de octubre de 1973. Pasaban esos camiones Leyland chatos de morro y ruidosos reyes de la carretera levantando polvareda y un ruido terrible, conducidos por mocetones rubios de largas patillas y rostros indiferentes e indiferenciados que fumaban tabaco rubio en paquetes de diez marca Woodbine o Number Six. Cien años de era industrial habían proletarizado a las masas y el país seguía siendo un compartimento estanco de arriba y abajo. Upstair y Downstairs era el título de un serial que seguía con interés por la BBC contando las intrigas y alegres momentos de una casa ducal del exclusivo barrio de Mayfair poco antes de la Gran Guerra. Rosa la sirvienta que servía la sopa, Mrs. Bridge, Hudson el impecable mayordomo de los Bellamy. Tanto él como su amo registraban maneras de señor aunque a Hudson de vez en cuando se le escapaba alguna andanada barriobajera en el que su cólera dejaba traslucir su procedencia escocesa habiendo de reñir a las sirvientas negligentes.  Los de arriba iban a Oxford y los de abajo a la rúa, búscate la vida, perdedor; se conformaban con su destino menestral. “Do you have a fag, mate?” “Sure”. Venga, tira millas y en medio de estas prisas y consideraciones arribó Remigio Bermejo al aparcamiento del aeropuerto internacional. La historia pasaba página, el mundo iba a cambiar. Llegaba el embajador el heredero del sistema. No queremos otra guerra civil. Un cambio violento ni se nos pasa por la imaginación. Es necesario urdir pactos. Tiene que haber consenso. Eso el consenso. Un vocablo que a sus oídos sonaba cual grito soez, el tambor de guerra con que los demócratas de toda la vida se cagaban en dios. Había que preguntarse si miraban para arriba. De ser así, sería un pecado gordísimo. De lo contrario, meramente una interjección exclamativa. El camionero le hizo al pasar un signo de victoria quitando la mano del volante y erigiendo el pulgar hacia arriba. "Thumps up" (dedos arriba) "I am in the pink" (estoy como una rosa.

 

DESCENSO A LA HURA

 

Cuando regresó a la hura Remigio Bermejo sabía cual era su destino: vida de topo y un tragaluz. Se había estado dando un paseo por la historia de Inglaterra. Tuvo ciertas aprehensiones de machacar en hierro frío, quiero y no puedo. Escuchaba voces interiores que aludían a la vanidad  elusiva de sus intenciones. Olga no le escribiría. No la volvería a ver. La buscaría por todo Londres. La buscaría por todo el mundo. Toda una vida. Estaba amando a una mujer que no existía. Inglaterra era etérea. Su reloj se había parado en el tiempo de los Tudor. La vida seguía. Aspiraba a la utopía, tan engañosa y escurridiza que se le escapaba de las manos cuando estaba a punto de atraparla. Las catedrales normandas se habían convertido en salas de concierto. Allí moraban hombres extraños que se decían ministros y saludaban a la clientela al final de los servicios estola sobre los hombros roquete hasta por bajo las rodillas la raya en medio, misal en mano y una sonrisa. Puro formalismo, y ya no entonaban los canónigos el oficio de vísperas transformado en evening song con los himnos que mandó establecer Cromwell y entonar puritanamente de pie por el odio que sentía hacia los papistas. Era una religión a palo seco y aquellos himnos congregantes sonaban a marchas militares.

—You soldier on.

Los cantorales y los libros becerro sustituidos por un libro de oraciones en inglés eran más bien sucintos. El nacionalismo movió la rueda del cisma y ya no parecía todo lo mismo. Estaba Remigio abrazado a una noción errónea de las cosas. El mundo es muy grande y diferente a la noción que él había recibido en los años de formación eclesial. Al haber admitido una educación silogística trufada de dogmas, corolarios, silogismos y conclusiones irreversibles, tuvo que darse cuenta de que los herejes eran culpables pero el papado tenía también parte de culpa. ¡Cuántos trompazos, qué de retóricas costaladas! Su destino era la hura. Le condenaron a leer y a leer. “Por ese cabo ya estoy cumplido y ojala los costales fueran tales” pensaba. Pero ¿para qué tantos libros? Te equivocaste de papel. Aquí el papel no es aquel que tú veneras sino el papel moneda. Viviría rodeado  de liviandad y de ignorancia caminando en medio de analfabetos que desconfiaban de la santidad de la literatura.

Tenía los pies hinchados de caminar la tarde entera subiendo y bajando a los autobuses que iban al extrarradio. Varias veces se equivocó de línea. El metro de Londres era un galimatías. Si lo sacaban de la Línea Circular acababa extraviándose. Y no sería cuestión de regar de piedrecitas en el camino para regresar a casa. Fue desde Hounslow hasta Mile End. No encontró la casa. Se hallaba en un estado de enervación. Había fumado hartos. El tabaco le ayudaba a vivir. Le parecía que coartaba sus inseguridades, le daba el empujón, sacándole del pozo de su indecisión y de sus complejos. Desde muy joven gastaba dentadura postiza lo cual era motivos de su acojonamiento y aunque los dentistas hoy hacen maravillas siempre odió a aquel sacamuelas que le extrajo el primer colmillo cuando sólo contaba catorce años. Era un médico militar la bata blanca impregnada de sangre  ¡ay qué daño cuando le clavó la aguja en la encía! y aquella estrella amarilla de ocho puntas ostentando su graduación de comandante sobre la escarcela cuadrada de color rojo. Las panatelas, aquellos puritos suaves pero que raspaban la garganta que adquiría en la tienda de aquel judío mr. Simons en la tienda de la esquina de Fulham Road frente al cine Odeón paliaba sus complejos y le infundía una cierta euforia para escribir la crónica. Había sido condenado a la maldición del humo y eso en cierto modo no dejaba de ser una bendición. Bienaventurado los limpios de porque entre vedijas de tabaco verán con ojos puros la llegada de la utopía y en una nube subirán al cielo. Aquella Inglaterra una tarde de primavera de 1973 poco tenía que ver con aquella otra de las descripciones que impartía Jack Tressey White en sus clases maravillosa de inglés que eran verdaderas lecciones magistrales tuvieran poco que ver con la que él describía entusiasmando al alumnado. A mr. White lo dimos tierra una tarde de san Antón del año 92. Fue su mejor profesor de inglés

Al descender por las escaleras de su habitáculo del bajo que habitaba volvió a ver a los espectros. ¿El conde Kelly? Éste era un monje templario que había participado en las Cruzadas. Algunas noches lo sentía trastear en la cocina cantando canciones en griego y en latín. Llevaba en la cabeza un casco de acero y una cota de malla. A la espalda una cruz roja. Tintineaban sus espuelas de oro al pasar por las habitaciones. Le sonreía y sus ojos azules parecían contar historias inefables de la toma de Jerusalén. Nunca llegó a oír su voz sólo sus gestos. Adivinaba su presencia. Era un mudo fantasma. Remigio qué cosas te pasan mucho tienes en la cabeza y no paras de darle al magín. Pegas palos de ciego te estrellas contra un frontón invisible no hay red a tus pies pero eres el espejo de la estupidez y de la mansedumbre. Tú eres tu mismo rival “you are your own enemy” se lo había dicho la Suzi una de sus amantes. “Telarañas en la cabeza. Sí, muchas telarás en la cabeza”. La Suzi no se podía comparar con Olga ni con Diana Percival aquella judía irania era fuego en la cama. Cada mujer es diferente. No hay dos vaginas iguales. Diana Percival vivía en Golders Green y había nacido en Persia y Remigio Bermejo moro celoso en parte la despreciaba porque años atrás había tenido amoríos con un santanderino fruto de cuya relación fue Ximena. Y en Santander en un hotel cerca del Piquío tú fuiste hecha, Allqueen. Allí yo te engendré. No digas eso. Tienes demasiadas cosas en la cabeza. A Bermejo le dolían los recuerdos de pensar en aquel tiempo que se fue. Asesinaste a Cupido de un botellazo, cerraste la puerta al amor. Sin embargo la hura de South Kensington era su jardín de las Hespérides.

—No eres más que un esperpento. Soñabas en amores con una virgen que te diera de mamar cerveza negra en el pub. Tu vida han sido tabernas, francachelas y vino. Tus manos están vacías. Hiciste mucho mal. Tiraste por la borda tu futuro.

Quedó amostazado en  su refugio. Todo estaba en orden. En el espejo de las cornucopias ya no se reflejaba el rostro amable de su otro inquilino el fantasma del conde Kelly. El sofá de cómodos brazos donde tanto le gustaba leer el Times mientras se fumaba su pipa le aguardaba solícito pero notaba una presencia. Allí acababa de haberse sentado alguien. Pero sólo fueran quizá tan solo exhumaciones de su mente en ebullición. Tenía que echar balones fuera, disculparse. En cambio el dolor de atrición le resultaba difícil.

—Vamos a ver; tú la mataste, tú fuiste el asesino. No tienes derecho a quejarte, atente a las consecuencias.

El Numen le decía que había matado a Olga pero el uxoricidio ocurrió de manera virtual. Homicidio en efigie sin muerte real. Ella fue la victima de todo aquel afán destructivo intolerante celoso católico feo y sentimental de la educación recibida.

—La vida no es un tema de buenos y malos o de estratificaciones jerárquicas sino de intermediarios. No estabas en tus cabales. Eras el pasagonzalo, el go-between, un golpe de atención en la nariz  o un tirón de orejas. Te comportaste como un terrorista del amor.

 —Creo que te equivocas. No estamos en una jerarquía sino en una anarquía y acá el que más chifla, capador.

—Eres un iluso no vales nada

El aguijón de su conciencia a través de estos denuestos o soliloquios entre su mente y el Numen lo lancinaba de reproches. Tardaría bastante en comprenderlos. En menudo lío se metió por actuar de manera irresponsable. La bajada a su hura tan confortable refugio le parecía un descenso a los infiernos y estuvo a punto de huir. Tenía el alma incendiada. Hubiera podido inmolarse a lo bonzo.

 

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