SAN
JOSÉ EN SUS SIETE DOMINGOS
Es
el santo del silencio dicen que nunca desoye las súplicas de los necesitados. Tú
Tirso Artedo mucho hablas. Cantábamos el "iste confessor" los siete domingos
días frios del invierno. Algunos se arremangaban la sotana y usaban la beca
roja de los filósofos a manera de bufanda buen tababocas el bonete de cuatro
picos el viento se lo llevaba y en las aguas del Eresma se escuchaba la canción
profética de tú serás cura. Pecho descubierto a los c cierzos, hermano, cara
siempre al viento. Eran solemnes los aires de posguerra. Sentíamos en el pecho
la ilusión de crecer pasando las hojas del Raimundo de Miguel. Vivimos entregados
a la liturgia de los latines y a las cláusulas del reglamento. Sentíamos la
llamada del deseo y nos masturbábamos en el silencio de la noche y la soledad
de nuestra camarilla. Aquello se nos empinaba. Cuando ibamos en la terna
avanzsandfo con el balón de reglamento mirábamos para otro lado cuando pasaban
las muchachas. Circulando por las
callejas medievales tres en fondo cuando pasaba un cura saludábamos quitándonos
el bonete. En el ventanal gótico eñl espectro de una mujer asesinada cantaba el
dies irae del palacio del marqués de Buitrago y regresábamos a la gran
iglesia jesuítica a cantar vísperas. Eran los siete domingos de san José. Al volver
al estudio por los largos corredores en silencio la Mujer Muerta nevado manto
con el niño a su vera nos saludaba con un salutem plurimam. A la sombra de la
aguja de la Aceitera sentíamos una cierta protección. Para merendar en el
refectorio lonchas de queso americano. Valdesimonte leía el martirologio cuando
terminaba la relación de los santos del día daba carpetazo... y en otras partes
otros muchos santos mártires confesores viudas y santas vírgenes. Yo tenía una
estampa en mi camarilla de san Pichaque. Siete domingos de san José oficios
largos y un cierto cansancio curial. De aquellos domingos invernales conservo
el picor de los sabañones.
Hagiografía
maravillosa. Vivir en Capadocia. Cabalgar con el llanero solitario por los
campos abiertos de Kentucky invocar a santa Barbara Bendita cantando el himno
final de los siete domingos
Apóstol
de la iglesia
Préstanos
tu favor
A
la lucha catando marchemos
Expansivo
el corazón
Entonces
vi sonreír a san Francisco de Borja sonriéndonos desde la hornacina del cuadro
donde aparecía destapando en granada el féretro de la emperatriz Isabel. Desde entonces
el duque de Gandía optó por no servir a un señor que pudiera corromperse como
el cadáver de aquella mujer que había sido la más bella dama de Europa. El eco
de nuestras voces se perdía en la gran bóveda de la iglesia del seminario. Una paloma
se asomaba por el ventanario y volaba del caño al coro por las bóvedas de
luneto. Dentro de mil años aquellas voces juveniles serían recogidas por la gran
antena parabólica que ausculta y registra los cantos los hechos las mentiras y
las verdades de los que habitaron este planeta. San José el silencioso. ¿Quien era
el casto José? Es mencionado sólo un par
de veces en la Biblia.
Con el
se identifican los artesanos carpinteros los maridos sufridores y los padres
putativos que se preguntan sobre si serán o no serán por nosotros engendrados
los hijos nuestros. Nos garantiza siempre una buena agonía. Que no nos ahogue
entre sus criminales arillas de los celos y sospechas la serpiente maligna. Él oyó
el silbo de la culebra que le advertía que diese a María libelo de repudio pero
al escuchar la voz del ángel se quedó en lo putativo. Las dudas del varón
siempre las carga el diablo. Fue un santo oscuro. Su culto cunde gracias a los
jesuitas en el siglo XVI. Aquellos fríos domingos del invierno segoviano oramos
al santo del silencio. Al que le crecía una vara de nardo en las estatuas. En los
apócrifos se nos cuenta que san José no era carpintero sino albañil y se ganó
la vida en Egipto poniendo ladrillos. Allí le pintan no con un serrucho sino
con una paleta y una hilada. El evangelio de la infancia cuenta que tuvo en el Cairo
un maestro que se llamaba Gamaliel quien le enseño el Aleph pero el abecedario
hebreo ya se lo sabía nuestro Señor que como hijo de Dios gozaba del don de la
ciencia infusa. El tal maestro tenía malas pulgas y un día utilizó la vara
contra Jesús. Adonai castigó aquella acción y un mañana cayó muerto. En la
sinagoga acusaron a José de ser padre de un muchacho que tenía tratos con el diablo.
Muy afligido el santo varón pidió al niño
que devolviera a la vida al iracundo maestro. Jesús obedeció. Impuso las
manos sobre el difunto y éste resucitó. Bonita historia apócrifa pero yo creo...
quia absurdum
5 de
marzo de 1996
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