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domingo, 7 de junio de 2020





















SAN JOSÉ EN SUS SIETE DOMINGOS

Es el santo del silencio dicen que nunca desoye las súplicas de los necesitados. Tú Tirso Artedo mucho hablas. Cantábamos el "iste confessor" los siete domingos días frios del invierno. Algunos se arremangaban la sotana y usaban la beca roja de los filósofos a manera de bufanda buen tababocas el bonete de cuatro picos el viento se lo llevaba y en las aguas del Eresma se escuchaba la canción profética de tú serás cura. Pecho descubierto a los c cierzos, hermano, cara siempre al viento. Eran solemnes los aires de posguerra. Sentíamos en el pecho la ilusión de crecer pasando las hojas del Raimundo de Miguel. Vivimos entregados a la liturgia de los latines y a las cláusulas del reglamento. Sentíamos la llamada del deseo y nos masturbábamos en el silencio de la noche y la soledad de nuestra camarilla. Aquello se nos empinaba. Cuando ibamos en la terna avanzsandfo con el balón de reglamento mirábamos para otro lado cuando pasaban las muchachas.  Circulando por las callejas medievales tres en fondo cuando pasaba un cura saludábamos quitándonos el bonete. En el ventanal gótico eñl espectro de una mujer asesinada cantaba el dies irae del palacio del marqués de Buitrago y regresábamos a la gran iglesia jesuítica a cantar vísperas. Eran los siete domingos de san José. Al volver al estudio por los largos corredores en silencio la Mujer Muerta nevado manto con el niño a su vera nos saludaba con un salutem plurimam. A la sombra de la aguja de la Aceitera sentíamos una cierta protección. Para merendar en el refectorio lonchas de queso americano. Valdesimonte leía el martirologio cuando terminaba la relación de los santos del día daba carpetazo... y en otras partes otros muchos santos mártires confesores viudas y santas vírgenes. Yo tenía una estampa en mi camarilla de san Pichaque. Siete domingos de san José oficios largos y un cierto cansancio curial. De aquellos domingos invernales conservo el picor de los sabañones.
Hagiografía maravillosa. Vivir en Capadocia. Cabalgar con el llanero solitario por los campos abiertos de Kentucky invocar a santa Barbara Bendita cantando el himno final de los siete domingos
Apóstol de la iglesia
Préstanos tu favor
A la lucha catando marchemos
Expansivo el corazón
Entonces vi sonreír a san Francisco de Borja sonriéndonos desde la hornacina del cuadro donde aparecía destapando en granada el féretro de la emperatriz Isabel. Desde entonces el duque de Gandía optó por no servir a un señor que pudiera corromperse como el cadáver de aquella mujer que había sido la más bella dama de Europa. El eco de nuestras voces se perdía en la gran bóveda de la iglesia del seminario. Una paloma se asomaba por el ventanario y volaba del caño al coro por las bóvedas de luneto. Dentro de mil años aquellas voces juveniles serían recogidas por la gran antena parabólica que ausculta y registra los cantos los hechos las mentiras y las verdades de los que habitaron este planeta. San José el silencioso. ¿Quien era el casto José?  Es mencionado sólo un par de veces en la Biblia.
Con el se identifican los artesanos carpinteros los maridos sufridores y los padres putativos que se preguntan sobre si serán o no serán por nosotros engendrados los hijos nuestros. Nos garantiza siempre una buena agonía. Que no nos ahogue entre sus criminales arillas de los celos y sospechas la serpiente maligna. Él oyó el silbo de la culebra que le advertía que diese a María libelo de repudio pero al escuchar la voz del ángel se quedó en lo putativo. Las dudas del varón siempre las carga el diablo. Fue un santo oscuro. Su culto cunde gracias a los jesuitas en el siglo XVI. Aquellos fríos domingos del invierno segoviano oramos al santo del silencio. Al que le crecía una vara de nardo en las estatuas. En los apócrifos se nos cuenta que san José no era carpintero sino albañil y se ganó la vida en Egipto poniendo ladrillos. Allí le pintan no con un serrucho sino con una paleta y una hilada. El evangelio de la infancia cuenta que tuvo en el Cairo un maestro que se llamaba Gamaliel quien le enseño el Aleph pero el abecedario hebreo ya se lo sabía nuestro Señor que como hijo de Dios gozaba del don de la ciencia infusa. El tal maestro tenía malas pulgas y un día utilizó la vara contra Jesús. Adonai castigó aquella acción y un mañana cayó muerto. En la sinagoga acusaron a José de ser padre de un muchacho que tenía tratos con el diablo. Muy afligido el santo varón pidió al niño  que devolviera a la vida al iracundo maestro. Jesús obedeció. Impuso las manos sobre el difunto y éste resucitó. Bonita historia apócrifa pero yo creo... quia absurdum
5 de marzo de 1996

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