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viernes, 14 de noviembre de 2014


Mussorsky y el embeleso ruso

 

Escuchaba su música que llegaba lejana por el éter hasta mi celda de abajo, entre libros, rosarios y estampas, iconos. La obra de un perdedor se convierte en un canto de resurrección. Pulsó los registros musicales del alma rusa, las danzas eslavas, toda esa magnificencia de Bizancio que el país de los zares supo trasladar a la vigencia cristiana. Rusia es una visión del mundo en los parámetros de la exaltación y la esperanza y la melancolía ortodoxa que tengo para mí que es una añoranza del cielo al socaire de las mudanzas de la vida terrenal que termina en la cárcel, el hospital, el manicomio o la tumba.

 Mussorsky era un oficial de la guardia, integrante del famoso regimiento Preobrayenski, los alanos del Zar, y acabó alcohólico, difunto de taberna. Su gran opera Boris Godunov fracasó. Si la música es la lengua del espíritu, en el idioma de este gran compositor se alcanza el punto  exacto o conjunción de latitud y de longitud, lo perfecto. No puede dar más de sí lo que se escribe en un pentagrama. Porque interpreta la armonía, ese concento o disposición matemática, que, según los griegos permitía que el paso de las esferas fuese todo él una resonancia de la divinidad. Su música es viril y optimista. En ella la potencia se transforma en acto

Desgraciada fue su existencia. Peregrinó al fracaso pero en su propio hundimiento se percibe la grandeza del arte. En su música suena el mito del eterno retorno, las fuerzas en lucha del bien y del mal, de la luz y la sombra. En medio se encuentra el hombre abocado al misterio bajo la égida de esos poderes. Llamémoslos pasiones, el imperativo del destino inexorable que los rusos designan como sudba. Juegan las sombras al parchís. La muerte o la suerte. Tira porque te toca. Mueve el cubilete. Los dados están en el aire. De oca a oca. La muerte gana siempre la partida, mas entretanto...

El arte ha de reflejar esa tensión inexorable hacia la eterna belleza, el mundo ideal. Y el artista se siente abocado a la utopía pero muy ruines son los mimbres en los que nuestra cesta fraguaron.

Todos los místicos españoles en sus escritos se quejan de que el cuerpo pesa. Los instintos arrastran hacia abajo. El Señor está arriba y requiere el arrojo y fuerza de voluntad en que tanto hacen hincapié los autores católicos y protestantes que persiguen la divinización humana con los actos, como explica muy bien un autor inglés en su libro ascético the pilgrim progress … somos en verdad muy poca cosa, no te engrías, no eres más que polvo.

Es la ley de la gravedad opuesta a la ligereza del alma sutil que trata de volar. Sin embargo, en la ortodoxia Dios se manifiesta, no se alcanza. El proceso marca una trayectoria al revés. El dios de los rusos se humaniza y aletea en la mágica de la salmodia y de los cantos eclesiales. Hay que sentirlo, vivirlo, no explicarlo, como lo intenta la teología romana desde el Angélico hasta charles de Chardin y esta contemplación de Cristo Redentor se refleja en la grandes oberturas de los compositores rusos, transidos de deidad

Sin embargo esta unión divina, esta hipóstasis, más que los santones la alcanzan los artistas geniales como Mussorsky.

La belleza es amoral (no hay cuerpo, ni partes o compartes que acaban descomponiéndose a expensas de la nutrición, la generación, la enfermedad, el pecado de Adán), inmortal e inmaterial. Dios es espíritu alado, carece de cuerpo. Está ahí. Es el que es, según los judíos, que se resisten a llamarle por su nombre de pila, temerosos de pronunciar su apelativo y se andan con sinónimos... Yahvé, Jehová´, Adonai. Inaprensible, incomprensible, águila que planea por el abismo, y pasa volando por cima de sobrescobios y barrancos.

Se trata de un vuelo sin tiempo. La deidad desconoce el hic et nunc. Nadie lo ha visto porque si se apareciera moriríamos. Sólo se ha manifestado alguna vez detrás de una zarza ardiente pero donde mejor deja su huella es en la música. La gran música de los maestros rusos. ¡oh cristo del gran poder!

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