ISABELA (1)
Y vi a la reina en el obrador la tarde que la proclamaron emperatriz castellana. La coronación había tenido lugar después de una misa del Espíritu Santo en el atrio de la iglesia de san Miguel al pie de la olma, una fría y neblinosa mañana del 13 diciembre 1474.
Estaba serena y su rostro era todo majestad la señora y escuchaba la música de rabel que tañía un juglar montañés, mientras labraba y cosía. Tres azafatas tejían con ella la rueca mientras un paje entraba y salía de la estancia de altas techumbres portando en una jícara agua de miel caliente con mazapanes. Una comadre vigilaba las entradas y salidas de las mozas evitando el encuentro casual de las dondellas con los sirvientes o con algún paje por los largos pasillos del alcázar que tenían calles y plazas como un laberinto.
Tranquilidad en palacio, tarde de fiesta, noches largas de Santa Cecilia.
Se escuchaba a lo lejos la salmodia de los monjes. Por toda Castilla se elevaban preces de acción de gracias. Un tiempo nuevo se abría. España era por fin una grande y libre consumándose así el ideal gótico de los Trastamaras, la dinastía que restauraría la unidad nacional poniendo fin a la reconquista. Aquella apoteosis patria se vivía en la humildad de una joven reina que bordaba una camisa.
Todo el día y toda la noche se entonaron Tedeums;un fraile junto a la ventana del alcázar de rodillas sobre un reclinatorio con pereza y algo adormilado al cabo de un almuerzo copioso de carnero y morcillas regado con vino de la ribera y a los pies de un cristo de marfil rezaba por lo bajo el oficio.
Era bella y rubia doña Isabel algo carihonda y entrada en carnes los ojos muy azules y un griñón blanco proclamando su doncellez y ocultando su hermosa cabellera del color del trigo cubría su cabeza hasta el horizonte de la frente donde se perfilaban unas cejas altas y bien dibujadas los labios carnosos con un hoyuelo en la mejilla que se le notaba mucho al sonreír... qué bien cantan las zagalas ¿de do traerán el son? del pinar de Ávila son, entonaban los músicos. El rey don Fernando de Aragón después de haber jugado a la pelota en un frontón que había cerca de la puerta de San Martín se holgaba con los de su cuadrilla en la bodega. El obispo Diego Arias había invitado a una merendola al aragonés y su cohorte consistente en escabeche de cubillo y vino nuevo de Peñafiel.
Los niños jugaban al toro o a la palluca por los barrios. Los alcaides habían mandado que se encendieran hogueras desde el Terminillo has Zamarramala y desde el aduar de San Lorenzo de los moros y el alfoz del Socorro de los judíos hasta la puerta del Cristo del Mercado y Valdevilla habitado por soldados
Atardecía en el Real. en las torres de los conventos se escuchaba el toque de vísperas. Empezó a nevar y la ciudad de Segovia se cubrió de un manto blanco que anunciaba un tiempo de albricias en aquella tarde de tercer domingo de adviento, domingo laetare. Cuando los dinteles de las casas de Segovia se enramaron de laurel con una leyenda que decía:
Estaba serena y su rostro era todo majestad la señora y escuchaba la música de rabel que tañía un juglar montañés, mientras labraba y cosía. Tres azafatas tejían con ella la rueca mientras un paje entraba y salía de la estancia de altas techumbres portando en una jícara agua de miel caliente con mazapanes. Una comadre vigilaba las entradas y salidas de las mozas evitando el encuentro casual de las dondellas con los sirvientes o con algún paje por los largos pasillos del alcázar que tenían calles y plazas como un laberinto.
Tranquilidad en palacio, tarde de fiesta, noches largas de Santa Cecilia.
Se escuchaba a lo lejos la salmodia de los monjes. Por toda Castilla se elevaban preces de acción de gracias. Un tiempo nuevo se abría. España era por fin una grande y libre consumándose así el ideal gótico de los Trastamaras, la dinastía que restauraría la unidad nacional poniendo fin a la reconquista. Aquella apoteosis patria se vivía en la humildad de una joven reina que bordaba una camisa.
Todo el día y toda la noche se entonaron Tedeums;un fraile junto a la ventana del alcázar de rodillas sobre un reclinatorio con pereza y algo adormilado al cabo de un almuerzo copioso de carnero y morcillas regado con vino de la ribera y a los pies de un cristo de marfil rezaba por lo bajo el oficio.
Era bella y rubia doña Isabel algo carihonda y entrada en carnes los ojos muy azules y un griñón blanco proclamando su doncellez y ocultando su hermosa cabellera del color del trigo cubría su cabeza hasta el horizonte de la frente donde se perfilaban unas cejas altas y bien dibujadas los labios carnosos con un hoyuelo en la mejilla que se le notaba mucho al sonreír... qué bien cantan las zagalas ¿de do traerán el son? del pinar de Ávila son, entonaban los músicos. El rey don Fernando de Aragón después de haber jugado a la pelota en un frontón que había cerca de la puerta de San Martín se holgaba con los de su cuadrilla en la bodega. El obispo Diego Arias había invitado a una merendola al aragonés y su cohorte consistente en escabeche de cubillo y vino nuevo de Peñafiel.
Los niños jugaban al toro o a la palluca por los barrios. Los alcaides habían mandado que se encendieran hogueras desde el Terminillo has Zamarramala y desde el aduar de San Lorenzo de los moros y el alfoz del Socorro de los judíos hasta la puerta del Cristo del Mercado y Valdevilla habitado por soldados
Atardecía en el Real. en las torres de los conventos se escuchaba el toque de vísperas. Empezó a nevar y la ciudad de Segovia se cubrió de un manto blanco que anunciaba un tiempo de albricias en aquella tarde de tercer domingo de adviento, domingo laetare. Cuando los dinteles de las casas de Segovia se enramaron de laurel con una leyenda que decía:
-Tanto monta. Monta tanto. Isabel como Fernando
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