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viernes, 12 de julio de 2013

EMILIO ROMERO


LA PAZ EMPIEZA NUNCA. EMILIO ROMERO NOVELISTA y (II)

 

Antonio Parra

La paz empieza nunca es el título profético de una de las grandes novelas de la postguerra escrita por Emilio Romero poco después de haber sido rehabilitado en su cargo de director del diario Pueblo del que fue destituido en 1952 por sus desavenencias con la facción más encastillada y menos aperturista del Partido.

Se trata de una novela que tuvo casi veinte ediciones y fue un suceso literario en aquellos años. En ella el autor narra sus experiencias autobiográficas de combatiente en el bando nacional que se tuvo que pasar en un rocambolesco lance campo a través de San Rafael.

El protagonista se ve incurso en la campaña contra el maquis, o guerra sucia, “un tipo de guerra que no le agrada”.

El libro es un tour de force narrativo manejando con gran alarde los recursos estilísticos. Emilio Romero quiso ser Galdós y se parece algo a Galdós, tanto físicamente, en su senectud, como en la forma de redactar con prosa clara, objetiva, muy rica en matices  y sobre todo con desenfado. Ésta del desenfado fue una de sus cualidades más señaladas.

En las páginas de la obra nos da cuenta el autor de algunas de sus inclinaciones y rasgos de carácter. Por ejemplo, su astenia y su elegancia. Conocí en Arévalo  a su sastre quien me comunicó que a don Emilio le gustaba ir siempre de punta en blanco y que era muy aficionado a las corbatas, algunas de ellas aparatosas y chillonas, una rémora que debe de haber heredado Carrascal al que designó a cierra ojos y con sólo mandarle el interesado un par de artículos corresponsal en Alemania. Y es que entonces Madrid y no Nueva York era para los periodistas la tierra de las oportunidades.

 Emilio Romero puso en vanguardia a este menester que siempre fue un humilde oficio con sueldos de hambre y que él dignificó.

Creo que España está en deuda con él por ese cabo. Y ahora comprendo también el veredicto de José Luis Navas acerca del libro del querido Jesús María Amilibia, el cual me parece que por un exceso de recursos y por haber sido un especialista y casi un creador en este país de la prensa rosa, lo que decíamos antes los famosos, corre el riesgo de cierta deformación encauzando la historia por la trocha  que menos conviene y más se atisba.

Y son las hablillas de con quién me acuesto y con quien me levanto, a usted que le importa. Se ve que el bueno de Chusmari se ha trabado mucho a Jesús, el portero del número 24 de la calle O´Donell, donde precisamente tiene ahora el despacho el mejor abogado de Madrid que es mi hermano Luis Fernando. A mí me encanta darme una vuelta por allí a echar un vistazo. La finca sigue teniendo el mismo aire de dignidad que entonces y eso que los porteros ya no van de galones como antaño.

 El puertas u ostiario (los había en todas las mancebías y los llamabn cohén, que es palabra judía aunque la casa de don Emilio era del todo respetable y vedada a las visitadoras)  le debe de haber contado alguna historia para no dormir pues ya se sabe que en esto del sexo como en dineros, como en santidad, la mitad de la mitad.

Las hipérboles están a la orden del día pero sus enemigos bien que procuraron atacarle por esa flaqueza y fueron yendo y viniendo con chismes al Pardo pero el General, cocinero antes de fraile, que pudiera ser todo lo que fuera pero de gazmoño nada y que antes de general había sido legionario y sabía lo que era llevar el lastre de cantineras en retaguardia, no hacía ni caso. Camilo Alonso Vega, director de Gobernación, pertenecía al mismo bando de hacer la vista gorda. Si no puedes ser casto chiquito, por lo menos cauto.

-Nos ha jodío.

En ese campo España siempre fue más tolerante. Mucho más que Inglaterra y los países de la Reforma protestante.

-De nimis non curat praetor.

-¿Qué dices?

-Que pelillos a la mar.

Lo que no cuenta esta biografía aparte de sus aficiones sartoriales y a los trajes de chaqueta cruzada, a las corbatas de colorines. Iba siempre como un pincel y parece ser que sus gustos los imitaría Adolfo Suárez, aunque no se podían ver.

 También le privaban a los aftershave caros. Eran sus manías por acudir al Rastro los domingos por la mañana porque le encantaban las antiguallas y los libreros de lance. Gran lector, en eso compartía los gustos con Franco. “Si no hubiera sido periodista, me hubiera gustado ser chamarilero”

 A misa iba poco don Emilio que siempre se blasonó de sus ancestros judíos pero nadie más compasivo y tolerante aunque de anticlerical le quedaban viejos atavismos. Respetaba a los curas pero en su sitio sin demasiadas prosopopeyas como eran los falangistas de antaño.

Católicos sí pero tibios y en materia de fe nada más que lo preciso. Odiaba la superstición y en la novela “La paz empieza nunca” se mofa de esa afición de los hispanos por los fetiches. Una cruz de Caravaca que le colgó su madre al cuello antes de partir al frente le tuvo a cobro de los fregaos del Ebro. “Mamá. Puede ser- dice el protagonista- pero yo no estoy de eso tan seguro”.

A pocos periodistas les he visto escribir con tanta soltura y desparpajos sobre los curas ye-ye a los que ponía a caer de un burro. Pablo VI estuvo siempre en el punto de mira de sus acerados dardos.

Después de haber leído aquellos magistrales artículos de Emilio Romero, como por ejemplo, en el que contesta a la carta de protesta del papa Montini contra el general Franco. Le recomienda al Santo Padre que cuide su propio corral y no interfiera en cuestiones de tejas abajo, me di cuenta de que los romanos pontífices reciben una categoría y trato exagerado como representantes de la divinidad en la tierra, una aserción sobre la cual conviene entablar reservas.

Romero, que siempre estaba al verlas venir, intuiría la debacle que estaba a punto de desatarse en el seno de la Iglesia. Y eso lo dijo con mucha sorna. Entre claveles y flores su majestad es-coja. Con muchos arrequives y tocando muchos palillos.

La novela que más me gusta es El vagabundo pasa de largo donde plasma las tiernas memorias de su infancia en Arévalo.

Fue un niño feliz. Hay secuencias de esta gran novela que se me han quedado fijadas en la memoria. Tal la descripción de las costumbres arevalenses, el dramático descarrilamiento de aquel tren correo, las correrías por las tabernas del barrio húmedo, la magistral traza de algunos tipos de acusado carácter humano que llegó a conocer.  La topografía simpar e iluminada de las Morañas donde el trigo crece sin agraña como dijo el clásico. Las fiestas y romerías, el impresionante castillo o aquella tartana propiedad de uno de los hombres más ricos del pueblo y de los más calaveras, derecho de pernada con todas las criadas que entraban a su servicio, a la que veía aparcada en una ensenada que hay pasado el puente sobre el Arevalillo. Nadie a la vista y el carruaje se movía que para qué.

Los bastidores se balanceaban, la mula paciente enarcaba las orejas pues había oído algo. Aquello pegaba brincos de santibamqui. El toldo del carruaje se movía para arriba y abajo. De adentro del pescante llegaban resoplidos,  entre botes y vaivenes y no había baches, ayes y gemidos.

-Ese carro como siga así va a acabar haciendo molino. Parece cosa impropia de duendes y aparecidos.

-Ni mucho menos. Es don  Sisenando que estrena nueva maritornes.

-¡Jo qué tío!

Por esa zona que tan bien  describe el autor han puesto ahora un puticlub. Media Castilla es casi un lupanar rodante. Pero no nos escandalicemos. Eso es más viejo que el “andao pa lante” y nuestros abuelos también sabían cómo divertirse.

Emilio Romero se define aquí como un andarríos, un vagabundo  de la noticia, un escritor de muy sólidos principios al que le gustaba hacer la rabona de niño. No terminó ninguna carrera. Lo convirtió en  periodista estampillado Juan  Aparicio que lo mandó con el carné en el bolsillo   a dirigir La Mañana de Lérida. Allí tuvo sus choques con las fuerzas vivas y es enviado a Alicante al mando de otro periódico de la  Cadena del Movimiento. Sus ideas revolucionarias provocan reacción en el clero y es detenido y llevado a comisaría. Por esas fechas publica La conquista de la libertad  y Los pobres del mundo desunidos.

Su sombra protectora , el que le libra de todos los líos fue Dionisio Ridruejo. En 1952 es llamado a dirigir el Diario Pueblo. La tirada sube de veinte mil a doscientos mil ejemplares. Pero es destituido  por uno de esos líos de familia entre falangistas. Emilio había sacado la cara por un compañero. 

Juan Pujol le oferta un sitio en el Diario Madrid. Aquel niño al que sacaron de la Arcadia feliz de Arévalo conoce las arideces y traiciones de la España cotidiana. Fue toda su vida un soñador, un gran idealista con los pies en el suelo. Hizo una larga carrera habiendo sido el hijo de un humilde telegrafista de la capital de las Morañas. Pero creo que nacer en Arévalo, el que a Castilla ha de vencer de su parte Arévalo y Medina ha de tener, marca impronta; y he aquí que el chico llegó lejos. Era apuesto, simpático y tenía un don especial para las mujeres. Las más importantes fueron su madre, Mercedes y su mujer María José, aparte de sus hjas, Mariví y Amparo y sus nueras. Después de la “catedral”hubo bastantes “ermitas”, entre ellas Rosana que le dio un hijo, pero menos de las que se dicen.

Emilio Romero en sus prosas y en sus artículos plasma esa alegría de vivir que contagia y entusiasma, el recochineo algo lipendi y desenfadado de años felices. Suelo ir a las fiestas de Arévalo donde se rifa todos los años por las Angustias el 9 de febrero un gallo en su honor. Arévalo es el pueblo de la Arcadia feliz. Siempre que voy camino de Asturias paro allí. Me recuerda los buenos tiempos, los de Emilio Romero, que son los nuestros. Ah, y en la “Pinilla” el restaurante de la rinconada se come opíparamente. Hago la robla en honor del viejo maestro, un escritor, un compañero, un novelista que merece todos mis respetos. No conviene ajustar cuentas. Las nuestras ya están todas saldas. Hemos pagado el reato y el alboroque. Vale de maulas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

          

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