CELA LA COLMENA
A Cela le entusiasmaban los
factores de Renfe, los poetas fracasados, los vendedores de molinillos de
papel, las señoras gordas, los vendedores de globos, los funcionarios de
aduanas y los opositores. Con ellos no suele ser excesivamente riguroso. En
cambio maltrata a las putas, a los ministros, a los estraperlistas que se
echaban mozas de rumbo como queridas, y fustiga a los seminaristas como aquel
de León que sacó a una muchacha para adelante en unas vacaciones y luego si
tararí que te vi. Son personajes que aparecen y desaparecen como estrellas
fugaces en la Colmena,
suben y bajan por el tobogán de Madrid. Se los tragó la historia pero aquí en
este libro queda constancia de su paso por el tiempo y su vivir o malvivir a lo
largo de una novela de situación, que no crea caracteres, los pinta y recrea su
forma de hablar con una exactitud de pentagrama musical. El libro publicado en
Buenos Aires es todo él un sketch en el que describe a personajes inolvidables
como los dos mariquitas El Espinita y la Fotógrafa que subían cogiditos de la mano calle
del Prado arriba y la gente volvía la cabeza un poco. Se presentan situaciones
que no se resuelven del todo bien y al final la novela va decayendo en interés
y se vuelve algo triste y aburrida. La chispa y el donaire del dialogo no
decae. Ahora me explico por qué don Antonio Magariños el catedrático del Ramiro
de Maeztu, un falangista con baste mala leche, decía que CJC no era novelista y
la verdad es que en este libro a diferencia del Pascual no pretende atenerse a
una trama sino dibujar un cuadro de costumbres de la España entre 1941 y 1945
donde el primer personaje es el hambre, el desarraigo, el desastre moral de la
posguerra cuando las muchachas se vendían por una combinación o unas medias de
cristal. El otro héroe es el frío. Los ciento y pico personajes que desfilan
por la pasarela parecen todos acatarrados o están tísicos. La Colmena tiene un arranque
magnífico en el Café de doña Rosa que es el Café Gijón y luego se diluye en el
devenir de vidas a la deriva. He aquí un fastuoso cuadro de costumbres aunque
el lector llegue a pensar que en aquel entonces todo era fornicio. No hay
hondura psicológica. Sólo apariencias y “Great expectations”. Afortunadamente
Cela no es nada aburrido a diferencia de Dickens.
Es el todo huye en esta colmena
o cucaña, tempus fugit, nada importa, no pasa nada. Tampoco es tan presuntuoso
como para hacer crítica social o meterse a redentorista a sabiendas de que lo
podrían crucificar. De los pecadores de vereda a lo fray Gerundio –hoy hay
bastantes que largan por la tele sus espiches… siempre las mismas prédicas y
los mismos barandas- líbrenos Dios. Él plasma lo que ve: el vivir de las pobres
gentes a lo Dostoievski. Con frecuencia le sale el contrapunto, da el do de
pecho. La octava baja la clava. Le sale una verdadera coral en la cual se
estampa nuestra posguerra y aquel Madrid ya fenecido por cuyas venas corría
sangre municipal y espesa. Que hablaba de otra forma, se expresaba en otra
cadencia. Donde vivir no era tan complicado ni había que tocar tantos palillos
y guardar tanto las apariencias como en la actualidad. Cela se pasó siempre el
look por los mismísimos hasta que llegó Marina Castaño y queriendo cambiarlo,
le puso a dieta, transformándolo en otro
CJC que no era él. Aquel Madrid que no hablaba tanto de política como en la
actualidad (esta función se queda claro está para los tertuliaros y viven del
rollo) pero que se está volviendo reservón como entonces. Era un Madrid más
pobre, más cachondo y menos infeliz que el de ahora. Mudaronse los decorados
pero los personajes en sus grandezas y en sus miserias como corresponde a la
condición humana permanecen invariables. Contra lo que pudiera creerse, la Colmena no es un avispero
sino la celda octogonal de las abejas donde cada una se mete e introduce a su
agujero guardando las distancias del poliedro, marcando territorio, aunque teniendo en cuenta que en el panal hay zánganos y obreras. Doña Rosa
hace las veces de abeja maesa y a cada instante se escucha junto con sus reprimendas
a lo camareros el bordoneo del café, ese rumor de vasos y de voces lejanas,
pregonero del ir y venir, anuncio de vida que pudiera ser más o menos dichosa
pero hay que resistir. De vez en cuando entra un abejorro por la ventana, bate
sus artejos, contrae las alas, se echa mano a la cartera y nota que no lleva un
céntimo y no comió en todo el día el pobre Martín quien vive a costa de
sablazos. Doña Rosa la dueña llama al echador y de un mosconazo lo planta en la
calle. Hombre hasta ahí podíamos llegar. Hoy no se fía, mañana sí. En el Gijón
con tantos camareros a la mira resultaba difícil hacerte un “sinpa” aunque
todos alguna vez nos hayamos ido sin pagar. Algunos de los clientes no tienen
ni para uno con leche ni un bollo pero el lugar donde se bordonea, se barzonea
porque el ideal de todo español es subsistir de las rentas y sin pegar golpe,
se rumorea, se critica y hubo tiempos en los que se conspiraba (ahora ya no).
Uno se desmaya y lo tienen que llevar al retrete. El colmenero divino es Cela
que mueve los conjuntos de este gran guiñol como un demiurgo, sin demasiadas
contemplaciones. Las marionetas del destino suben y bajan porque esta colmena
es también una cucaña.
Hace un cabal retrato de la
vida en la Villa
y Corte c. 1945 aquel enero durísimo cuando los rusos a las puertas de Berlín
hacen temer a doña Rosa que el destino de su establecimiento corra la misma
suerte que la de los soldados de la Wehrmacht.
El lenguaje es crudo pero cuajado de misericordia hacia los
perdedores y de aticismo, con frases disparadas como desde el tubo de un cañón
recortado. Aquí CJC se supera a sí mismo escribiendo una prosa poderosa llena
de bríos, pungente y casi tremendista consiguiendo esa difícil facilidad
(porque castigaba y corregía los textos como nadie a base de tesón y de
paciencia.)
Volví a este enjambre literario
al cabo de más de medio siglo después de mi primera lectura allá por la
primavera de 1960 en el marco incomparable del paisaje paraíso de Santillana
del Mar. Los tupidos tamarindos de la Cardosa ostentaban su exuberante polisón bajo
cuya sombra pasearon notables príncipes de la Iglesia, obispos,
arzobispos, algún que otro apóstata, y más de algún eminente hombre del foro
que después de colgar los hábitos y de decir que no le probaba como el duque de
Alba, y de que también se puede ser un santo y servir a Dios en el matrimonio,
alcanzaron notoriedad en el mundo de la música, la literatura o el periodismo,
las finanzas. El seminario de Comillas fundado por aquel Marqués don Antonio
López, el de las navieras, el que trajo de Cuba a nuestros soldaditos enfermos
tras la derrota del 98, fue un vivero de eminentes curas, de hombres de negocio
y al llegar la desbandada que yo viví del 68, escuela de graduación política de
clérigos de la rebelión etarra. Un tercio del alumnado era navarro, vascongado
o provenía del atestado seminario de Vitoria, el más numeroso de España en la
época franquista.
José Luis Castillo Puche no era
vasco. Provenía de la diócesis de Orihuela o de Cartagena (ya no me acuerdo
bien) y es quien narra la problemática y la tortura de muchos aspirantes a las
órdenes sagradas en una novela enorme “Sin Camino” que estuvo prohibida por la censura.
Los jesuitas le compraron la edición como sucedió con el A.M.G.D de Pérez de
Ayala. Castillo Puche llega a decir en Sin
Camino el ex seminarista será un hombre marcado de por vida, nunca podrá
echar de sí al aspirante al sacerdocio que un día fue. Esto supone a la vez una
tortura y un trauma. Siempre será atormentado por su cobardía. No dio un paso
al frente; la sociedad le señalar con el dedo. Y en parte es una gran verdad.
Esta especie de remordimiento alcanza a otros novelistas que fueron formados en
seminarios y en conventos como Vidal Cadellans, Gironella, Jesús Torbado y el
propio Manuel Azaña discípulo de los agustinos del Escorial.
Disto mucho, perdida mi
inocencia, claro está, de aquel alevín ingenuo adolescente al que el prefecto
de estudios Eguillor aquel jesuita vasco una verdadera mala bestia me dijo que
yo no tenía categoría para pertenecer a un seminario de elite, que me volviese
a Segovia o que hiciese lo que quisiera.
Pasé dos noches enteras, cuando me llamó a su despacho para darme la noticia,
llorando en mi camarilla y como ya nos daba igual otro que estaba en una
situación parecida un tal Bedoya (a este lo largaron por comunista) y otro de
Burgos que no tenía la edad reglamentaria pues decidimos aprovechar las tardes
de paseo, muchos de nuestros compañeros nos miraban como ovejas negras y nos
segregaron, para irnos a sentarnos entre unas rocas sobre el acantilado de
Peñacastillo. Allí leíamos en voz alta y alternando las páginas la famosa
Colmena así como el Viaje a la alcarria y algunos de aquellos cuentos
ferroviarios que publicaba, ilustrados por Goñi, en ABC o en Blanco y Negro. A
nosotros estas historias nos parecían maravillosas y reíamos a carcajadas
mientras escuchábamos el rumor de las olas golpeando el arrecife o el canto de la Salve en que prorrumpían a
media tarde los novicios del Máximo al final del rosario que rezaban recorriendo
el Stella Maris.
Cela nuestro padre literario
siempre fue un burladero, el hospitalero que lava tus pies o te un poco de
cenar o un poco de vino y una sonrisa en algún albergue perdido del Camino de
Santiago. Nos mandaban para casa. Bedoya, el de Burgos, que se llamaba Marcos,
ahora que recapitulo cuando se me olvidan los nombres pero los rostros y
pareceres no se me esconden en el cajón de la memoria, habíamos suspendido
todas las asignaturas menos la literatura. Bedoya que era de Potes luego ocuparía
un puesto destacado en el periodismo. Fue corresponsal religioso de un diario
nacional. Me dio la impresión que no podía ver aquella iglesia que yo sigo
amando tanto aunque deteste sus defectos y me quede con sus virtudes. Del de
Burgos nunca supe más pero una tarde en el Gijón me encontré con otro compañero
del curso que hizo toda la carrera en Comillas y acabó de corresponsal en Roma
de Antena 3 (uno de los mejores vaticanólogos) Antonio Pelayo quien me dijo que
de los ciento y pico que entraron sólo cantaron misa dos. Un vasco que se
llamaba Aramburu y él, quedando él solo pues Aramburu creo que abandonó el
sacerdocio y se fue a Suramérica. No es un buen palmarés que digamos para el
padre Eguillor, aunque ahora en parte lo exculpo porque la crudeza y brutalidad
del religioso obedecía a las normas de la regla ignaciana, a la temible
“probatio” en la cual permite tácticas incluso de tortura psicológica para
sondear la presencia de ánimo y la fortaleza mental de los novicios antes de
emitir los votos. Lenin, la CIA,
la KGB o la GESTAPO seleccionaban a su
personal con los “Ejercicios Espirituales” del fundador a mano. Yo me derrumbé
y cobré un odio a aquel Padre así como ciertas prevenciones contra los vascos
en general que en la actualidad me parecen incalificables.
A mí me acometí la sensación de
que todo iba a pegar un vuelco y un poco de tolerancia y de bondad no vendría
mal. El padre Eguillor, profesor de latín junto con el P. Rábago, practicaba lo
que en las public schools británicas se llama el streaming o la selección a
cara de perro. Puede que dicho procedimiento restrictivo puede abocar a las
mejores candidaturas pero se corre el riesgo de una mala educación sentimental
con la que se falta a la caridad y se puede echar a perder a un niño que crecerá
con muchos complejos y será un hombre marcado. Cela me libra aun hoy de los
penosos recuerdos que tengo de Comillas. Aun conservo alguna que otra cicatriz.
Sin embargo entre los Padres
los había malos malísimos como el mencionado vasco al que recuerdo con sus
pelos de punta como si fuese una brocha y buenos buenísimos como el padre Heras
un arandino que a mí me recordaba al cura de Ars. Pasaba de noche con la
linterna por nuestro dormitorio corrido y como me viese llorando me decía que
no me preocupara que todo se arreglará. Este maestrillo o novicio jesuita que
estaba haciendo la probatura fue el que ejerciendo de bibliotecario nos sacaba
de la biblioteca del Seminario Mayor los relatos de Cela y nos los prestaba
bajo cuerda. Los superiores si no habían puesto toda la obra de Cela en el
Índice de prohibidos al menos los habían marcado con un “caveat” esto es “ojo”.
Por mal hablado y obsceno (Cela de morboso tiene muy poco, se mofa del sexo).
Padre Heras al que le caían los réspices de Eguillor pues más de una vez sacó
la cara por nosotros para mí fue un santo varón y un hombre integro como sólo
pueden albergar las casas de la Compañía donde también hay buenos y malos.
Nunca olvidaré el momento de
arribada. La primera vez que subí la
Cardosa fue también la primera vez que vi el mar. Era como embarcarse
en una nave alta de castillos que guiarían pilotos de altura. ¿La nave de la Iglesia? Había sido una
noche larga de casi doce de horas de tren en el expreso de Santander. Saldría a
recibirnos el padre Heras con otro maestrillo de León y allí estábamos nosotros
con nuestros baúles y colchones tomando el coche de línea San Vicente de la Barquera-Torrelavega.
Yo traía una sotanilla que me regaló un canónigo amigo de mis
padres y un traje gris marengo que había heredado de mi tío Ponciano. Tenía
catorce años y aquel 1959 pegué el estirón. Ambas prendas me quedaban cortas
pero sabiendo que en casa había poco dinero no me atreví a mandar a decir que
me encargasen otra sotana y pantalones y camisas de mi talla. La preparación
del ajuar había sido todo un acontecimiento. Me habían admitido en Comillas un
centro de gran prestigio. Mi madre hizo llegar del pueblo a la tía Dominica que
era costurera. Ella me bordó en las camisetas, en los calzoncillos el número
que me fue asignado en la comunidad para la lavandería. Era el 288 no se me
olvidará jamás.
Lo impresionante del enclave en
un cerro casi sobre las crestas de las olas del Cantábrico, la gente con que me
traté que era de mucho dinero sobre todo los industriales vascos y los
catalanes que venían muchos jueves a visitar a sus hijos en elegantes haigas,
me azararon desde el principio y me cohibí. Sentí complejos. No me atrevía a
hablar con nadie. Curiosamente, mi mejor amigo fue un vasco: Aramburu del que hablé
arriba y fue uno de los dos que alcanzaron la cúspide del sacerdocio junto con
Antonio Pelayo.
Aramburu era un vascongado
típico, muy rubiales y estirado, simpático, plagaba su castellano de
concordancias vizcaínas y nada adusto era como buen aldeano; ostentaba siempre
una sonrisa, larguirucho y el mejor jugador de pala de los cursos de Retórica.
Nada más que llegamos vino a hablarme:
-¿Eres nuevo?
-Sí
-Aquí lo pasarás bien.
-Bueno, gracias.
Pero me parece que el nivel que tenéis aquí.
-Te voy a presentar
a nuestro maestro de griego. Tú no te preocupes. Poco a poco irás cogiendo el
tranquillo, o así.
El Padre Mayor estaba leyendo
el breviario sentado a la sombra de un eucalipto. Era un hombrecillo de rostro
amable y arrugado con el pelo en escarpia al igual que Eguillor con unas gafas
de gruesos cristales como culos de vaso al fondo de los cuales espiaban dos
ojos saltarines y chiquititos.
-Seas bienvenido, hijo. ¿De qué diócesis?
-De Segovia.
-¡Ah! Allí enseñó
Teología el Padre Lainez. Nuestro segundo Prepósito General
Mayor cuya antología de
composición griega dábamos en el tercero de Humanidades era el primer escritor
de carne y hueso que me presentaban. Dados mis respetos casi religiosos hacia
la letra impresa, siempre he sentido hacia esta clase de gente que desde su
estudio trata de explicar un poco las cosas buenas que existen en el mundo
haciendo que éste sea un poquito mejor. Además, se parecía un poco a san
Ignacio dada su frágil figura, el aspecto risueño –eso decían- físicamente.
También era un poco cojo y vascuence. Llevado de mi admiración, me mostré algo
confuso. La bomba de mi propia inseguridad me estaba estallando entre las
manos. Las clases de aquel humilde sacerdote que no era exigente con los
alumnos, dada su sencillez y timidez y que conocía a Homero, Esquilo y Herodoto
como si fuesen de su cuadrilla, resultaban lecciones magistrales. Había un
retórico de un par de cursos más arriba (su nombre no lo recuerdo pero su cara
no se me despinta: bajito, moreno, carihondo, el pelo echado hacia atrás y la
voz muy clara) que por las fiestas de san Juan Crisóstomo subía al púlpito del
refectorio y durante la comida nos regalaba con una filípica de Demóstenes que
se sabía de memoria zarzeando con los aoristos, los tiempos de los verbos
fuertes, los nominativos ergomáticos, la voz media, los imperfectos conativos o
yusivos y esas partículas misteriosas que suelen volver locos a los
traductores, y que en los exámenes nos hacían sudar la gota gorda como (ge) que
puestas al principio o al fin de una cláusula hacen que cambie de sentido la
frase. ¡Cuánto nivel! En la preparación intelectual de los educandos no había
quien les pusiera un pie delante a aquellos buenos hijos de san Ignacio,
disciplinados, serios, competentes y que tanto hicieron por elevar el estándar
de comportamiento de curas y frailes siendo por ello tan denostados y
perseguidos. De España fueron expulsados dos veces. Siempre vigilantes y de
servicio. Sus moradas no se llaman conventos sino cuarteles. No hay que pasar
por alto ese espíritu castrense de lansquenetes de Jesús que les vuelve rígidos
y a la vez flexibles. Sin ellos el Vaticano se hubiera acabado hace ya más de
un siglo. Cierto que ahora se encuentran en crisis pero no menos cierto es que
sirven al Papa al que profieren el cuarto de obediencia inquebrantable,
obediencia de cadáver, decía el Fundador, desde una perspectiva mesiánica.
Cuando se disuelva la
Compañía se acabará el cristianismo. He ahí mi persuasión y
también mi miedo. No creo que ni en Oxford ni en Cambridge ni en USA haya intelectuales
de su categoría. Arduos, duros, impenetrables, sagaces, con frecuencia secos y
hasta antipáticos, como serpientes y cándidos como palomas, pero también
tiernos y a veces santos aunque los papas habida cuenta de que todo se queda en
casa sean refractarios tanto a nombrarlos obispos o a canonizarlos. Bergoglio
es una excepción a la regla. Alcanzó la tiara aunque por las trazas el papa
Francisco tiene más de seráfico que de ignaciano. Por aquellas fechas cundió
por todo Santander la fama de milagrero que tenía el Padre Nieto, un jesuita
con la cabeza deforme, el pecho algo hundido, muy feo y desfigurado pero que al
acercarse a hablar con él se exhalaba en el entorno una quintaesencia como de
rosas. Moriría en los sesenta en olor de santidad… ge… ge (que en griego quiere
decir ciertamente.)
El gran conocimiento psicológico
de los rectores permitía no poner zancadillas al que valiese, dejándolo a su
aire; eso sí, a la noche tenía que dar
cuenta al superior de todo lo que aconteció durante el día. Fue un prurito en la Compañía darle salida a
la excelencia. La mística ignaciana posee como timbre de gloria la norma
agustiniana de ama obra con rectitud de intención y haz lo que te apetezca pero
a la noche te pediré cuentas y ante mí harás examen de conciencia. Y todo en
tanto en cuanto. Ya sabes la historia de las dos banderas, el rey temporal y el
rey celestial. Los jesuitas se decantaron por el segundo de los reinados aunque
el fin justifica los medios. No te arredres, no te rindas, sé audaz. No andes con
miramiento ni cures de qué dirán. El cuarto voto les facultaba para estar bajo
la norma del Papa nunca de los ordinarios de cada diócesis y en esta
independencia frente al clero secular estuvo la clave de su eficacia. Se les
criticaba por andar siempre del halda de los ricos pero en mi vida vi gente más
pobre ni desinteresada- el despego a las cosas del mundo lo llevaban a
rajatabla-. Ni podían tomarse un café sin el permiso del superior. No tenían la
obligación de cantar coro pero algunas tardes era un espectáculo ver a cerca de
cien tíos, la sotana sin botones, el negro fajín y el bonete bisunto rezar el
breviario mientras paseaban en silencio por el Stella Maris bisbiseando en voz
baja pero sin cantar las Horas Canónicas. Unos avanzando hacia delante y otros
para atrás. Era la oración peripatética durante la quiete o recreo vespertino.
Mucho nivel. El listón estaba
demasiado alto para aquel niño que vino de Segovia que quería saltar como un
atleta de xto. la valla de la santidad. Me pesaban demasiado las carnes. Sufrí
lo mío. ¿Adónde voy? ¿Qué hago yo aquí? Me estallaba en la conciencia la bomba
de mi propia inseguridad. Esa indecisión que tantos estragos me causó en mi
vida. Nosce te ipsum, decía el P. Mayor
cuando explicaba a los filósofos del ágora pero esa excesivamente
preocupación por lo de uno conduce a los muros del solipsismo, a la ciudadela
interior y uno acaba dándose importancia. Al correr de los años descubrí la
espiritualidad oriental y encontré un cristianismo más coral menos
disciplinario donde la relación con Dios se efectúa de abajo arriba y no de
arriba abajo como sucede en la ascética católica. No estaba maduro en aquel
entonces. ¿Cómo entrar en ese aro y en aquel sic ad Astra que nos proponían los
maestros del alma cuando se tienen quince años y desconoce el mundo, sus
pompas, sus vanidades, su dulce y venenosa mentira? Tendría que atravesar el
desierto de otra prueba más larga, bufar por las celdas como escaques de la Colmena, conocer ese
Madrid sórdido y tierno que cuenta Cela, acodarme en la barra del Café Gijón o
esconderme detrás de la tabla del burladero. Con todo y eso, cuantas veces me
cogió el toro y allí no estaba al quite el padre Heras para echarme un capote
como aquella tarde de junio en que nos fuimos a bañar a la playa de Oyambre,
una playa abierta y peligrosa. Todos los
años se ahogaba allí alguien. Aramburu y yo nos tiramos desde una de las dunas
a la ría de cabeza. Al poco tiempo sentimos que la corriente nos arrastraba mar
adentro. El vasco que nadaba como una anguila y era de tradición marinera salió
a flote y alcanzaba la orilla. Mucha gente hacía corrillos en la playa pero sin
hacer nada. Entonces nuestro prefecto que era arandino y se había bañado muchas
veces en el Duero despojándose de la sotana se lanzó a la mar y en una zancada
me alcanzó por los pelos tirando de mí. Había resaca. Pudimos ahogarnos los dos
pero aquel jesuita castellano era un héroe. Perdí el conocimiento y me hicieron
el boca a boca. Al despertar me vi tendido en la arena al lado de una junquera.
En la operación de rescate había perdido el bañador. Me había quedado in
puribis ¡qué vergüenza! Un alma caritativa me cubrió mis miserias con la
esclavina y otro me tapó con el fajín azul, como aquel bergante al que le cogió
el toro en los encierros de Cuellar y un mozo le cubrió las pudendas con su
sombrero. Rompí a llorar y empecé a llamar a mi madre.
-Mamá. Mamá
-Salvaste, Arije.
Salvaste. En acción de gracias, diremos una misa. Hoy hizo otro milagro la Virgen María
-Gracias a usted,
padre Heras. Es su paternidad todo un campeón.
-Fui nadador
olímpico y estuve en la selección. Cuando se ahogó un compañero decidí ingresar
en el noviciado.
-Que Dios lo
bendiga
-Y a ti, Arije
El incidente se comentó durante
algunos días en el seminario. Era época de exámenes. Mi salvador, el que me
rescató de las olas bravías del Cantábrico dijo la misa de Nuestra Señora, la
que empieza en su introito con el “Salve Sancta Parens”. Hasta Eguillor me
trató con cierta deferencia. Mala hierba nunca muere, dijo en el aula. ¡Qué cabrón!
Sin embargo, el P. Penagos, nuestro profesor de Gramática, al día siguiente del
percance puso un letrero en la pizarra que eran las palabras del ángel a las
mujeres anunciando la resurrección.
-Resurrexit Sicut dixit
Mientras el P. Rábago que nos daba
química y hablaba el inglés correctamente pues había actuado como intérprete
durante el encuentro de Franco con Eisenhower hizo lo propio pero en inglés:
ley aunque me aseguraba que tendría que aquilatar y matizar más en mis
composiciones y no andar subiéndome a la parra. No pegar saltos. Pero la vida,
mi reverendo Padre, es un salto mortal sin red. Hay que tener el cuerpo de
atleta como Heras. Mírele. Alto, cenceño, trabado de hombros, un lansquenete,
un buen soldado de Xto. Por su parte al P. Cabezas que explicaba matemáticas
debía de gustarle el circo. Nos ponía problemas tomando como referencia los
saltos en metros de Pinito de Oro, acróbata muy señalada en aquellos tiempos…si
Pinito cubre en un minuto una distancia de tantos metros en un segundo ¿Cuántos
kilómetros saltará en media hora? Yo suspendía las matemáticas y en química
cero pero como digo Penagos me tenía buen concepto. Era buen latinista y como
discípulo de Errandonea había publicado varios libros de comentarios de textos
y una gramática en la lengua del Lacio. Pinito de oro hacía maravillas en el
trapecio y nuestra caída iría unida al arrinconamiento del latín y de las
Humanidades. Perdería vigor a mi parecer y entre la eterna disputa entre Pedro
el apóstol de la Circuncisión
y Pablo el apóstol de los gentiles que predicaba la resurrección Saulo perdería
la partida hasta la llegada de los cabalistas. Eso de las humanidades es
vanidad de vanidades. Y ahora venga economía, especulación, agio. Nosce te
ipsum pero te participo de antemano que no eres más que una puta mierda.
Los vascos en aquel curso
tenían preferencia. Todos eran altos, venían de casa rica, bien plantados y muy
inteligentes. No niego que se notaba una cierta superioridad étnica sobre
nosotros los de Zamora, los castellanos canijos, los andaluces dicharacheros,
los de Toledo como bolos y los gallegos a los que había que echar de comer
aparte. Hacían corrillo parlando en su chapurreo y había uno un tal Lois que se
gloriaba de ser hijo de un canónigo poco más o menos que Rosalía de Castro.
Entre los catalanes ya asomaba la oreja el independentismo qué quiere que les
diga. Entre los vascos había un tal Aburto que era el primero de la clase
(según tengo entendido llegaría a convertirse en uno de los mejores dentistas
de Oviedo, un lince en ciencias exactas) y Arriaga y Arriola que formaban parte
de la schola cantorum del Padre Prieto. Todos ellos no sé si tendrían madera de
santos. Lo que sí sé que yo estaba seguro de que habrían de ser algo en la vida
y yo sería un bohemio un poco como Martín el de la Colmena. Quizás llevara razón
Penagos cuando desde la tarima empezaba a disparar palabras como una
ametralladora. Parecía que iba en una moto proponiéndonos textos del P. Llanos
extractos a ciclostil de los artículos de fondo del YA. Tan concisos que no
abarcando más de seis o siete líneas ahorcaban la hermosura de la lengua
castellana.
-Tú déjate de floripondios, Arije. Ve al grano
-Si yo voy al
grano, padre Penagos. Lo que pasa es que tanta concisión me aburre
Quizás el P. Penagos un santanderino
que siempre se estaba riendo, se reía de su propia sombra, estuviera en lo
cierto. La ampulosidad ya no se lleva en literatura. Impera el lenguaje corto y
ceñido, todo pipo, nada de cáscara, plagado de insultos y de mala uva de las
redes sociales. Llanos no sé si tendría mala uva pero a mí nunca me han gustado
los chaqueteros y no comprendía cómo un capellán de la Legión y falangista pudiera
haberse hecho del PC yéndose a vivir al Pozo del Tío Raimundo. Era algo
excéntrico como buen jesuita. Tanto a él como al P. Penagos que Dios los tenga
en su gloria.
El último día que pasé en el
recinto nadie fue a despedirme. Recogí mis bártulos y en el coche de línea de la Económica que me llevé
hasta Torrelavega cargué en la baca mi baúl con la ropa que me marcara Tía
Dominica con el número 288 y el colchón de borras. Allí embarqué en el correo
de Santander. Me embargaba una sensación de derrota y a la vez de vergüenza.
Era un ex y un fracasado. En Madrid hacía un mes de julio caluroso. Cuando
todos pensaban en su veraneo en el norte yo volvía a la Colmena, al horno.
Recuerdo que la capital estaba llena de banderas argentinas para recibir al
presidente Onganía que iba a ser recibido en el Pardo. Encontré a mi madre
llorando. Había perdido la pobre sus esperanzas de un hijo sacerdote y con
posibilidades económicas. Comillas por aquel entonces era una fábrica de
obispos. En mi entorno todo se derrumbaba. Otro fracaso.
-¿Por qué te han echado, hijo?
-No me echaron,
mamá. Lo que ocurre es que no me probaba. Yo carecía del nivel necesario. El P.
Eguillor me echó en cara que cuando me admitieron no se fijaron en mis notas,
que “te nos colaste”
-Pues ya podía habérnoslo
dicho antes ese buen padre. Hemos tenido que hacer un esfuerzo muy grande para
darte carrera.
-Me pondré a
trabajar aunque sea de picapedrero.
-Tú tampoco vales
para eso.
Aquello fue como el despertar
de un sueño. Me había fraguado castillos en el aire y ahora volvía a la
realidad, a la colmena, a la lucha por la existencia, a la carrera de ratas,
algo mucho más duro que ser cura o fraile. Conseguí unas clases de latín en un
colegio de la calle presidente Carmona que dirigía un cura muy putero
castellonense que se llamaba don Severino y por las noches hice el bachillerato
nocturno en el Ramiro. Lo mío era el periodismo y la literatura. Mi madre me
daba la pobre diez duros los sábados con los que compraba un paquete de celtas
largos y mercaba algún libro en Moyano o en la Librería Espasa Calpe. No había
llegado mi hora en el Café Gijón pero me gustaba pasear por Recoletos allá
donde estaba el famoso convento del paño pardo como llamaban a los agustinos y
me fijaba en los ventanales. Allí algunos escritores de fama como Pedro de
Lorenzo, Castillo Puche, Eugenia Serrano parecían budas puestos en escaparate.
La hora de Umbral no había llegado aun pero yo pensaba para mi capote “me
gustaría algún día ser como ellos” a sabiendas de las dificultades de mi
elección. Hay grandes escritores a los que no conoce ni dios.