PEREZ
DE AYALA AMDG
Ramón Pérez de Ayala inmortalizó a
Oviedo con el topónimo de Pilares y a Xixon lo llamó Regium.
En Regium se desarrolla una de las diez
mejores novelas del siglo XX editada en Madrid en 1910, no se parece en nada a
“Tigre Juan”.
Es una de las particularidades del
genio (renovarse en cada libre y mostrarse diferente). Ambas obras creo que
deberían proclamar inmortal a este gigante de la literatura europea. “Ad
Maiorem Dei Gloriam” refleja las vivencias del autor en un colegio de jesuitas
gijonés. Estuvo prohibida y la Compañía de Jesús adquirió todos los ejemplares
de la primera edición de 1910 para destruirlos en la creencia de que la novela
era un ataque a los jesuitas. Con todo y eso, los que nos educamos durante el
franquismo en restablecimientos regidos por los hijos de san Ignacio pensamos
que acaso no sea para tanto. Don Ramón aprendió de los jesuitas a amar las
lenguas clásicas y a dominarlas — es el literato que escribe un castellano más
elegante sin caer en pedantería, fue un maestro de lo que se llamaba propiedad
del lenguaje porque siempre colocaba en sus frases la palabra exacta—
librándose del tremendismo desmelenado.
En sus libros late un humorismo típicamente
astur, un talante sardónico que se transforma en alegría de vivir.
En concreto A.M.G.D considero que
aborda un tema muy actual como es el sexo en los seminarios y centros
religiosos regidos por curas durante décadas pasadas. Haciendo gala de una gran ironía y de una
gran compasión hacia las flaquezas de la humana naturaleza. Libro de juventud que
redacta pasados los años. Es su mejor novela pero don Ramón no lo quiso
reeditar. Le trajo bastantes disgustos.
Uno de los pasajes más divertidos es
cuando Bertuco el protagonista cae malo y es llevado a la enfermería donde un
enfermero, el Hermano Echeverría, de
inclinaciones pedófilas, le ausculta la barriga, sigue palpando más para abajo.
¿Duele ahí? No. ¿Es ahí? “El buen fámulo en sus aficciones táctiles sobre la
organografía comparada, escribe Pérez de Ayala, quiso empuñar el cetro del niño
y Bertuco pegó un salto, al grito de a mí, maricones...”
No se puede definir de forma más
elegante aquel escabroso ambiente de los confesores pegajosos y de las
inclinaciones homofílicas de aquellos alumnos que vivían en un ambiente
cerrado, aquejados de las células rampantes de la pubertad que se sublevaban y
pedían guerra. Y los cocineros para nuestro mal no echaban bromuro al café con
leche del desayuno.
En mi opinión el novelista pasa sobre
estos temas con benevolencia y hasta con cierto regocijo pero no oculta, sin
embargo, la crueldad del prefecto el padre Mur que arrea una paliza al
protagonista o se refiere a las penas del infierno creando el terror en el alma
de aquellas almas inocentes. Describe a algunos padres que son unos benditos como
Ustegi o el jorobado padre Landazabal que anda pidiendo por los pasillos un
cigarro a los pupilos. Había estado de misionero en Cuba y decía que el tabaco
es una de las cosas mejores que hay en el mundo. una aserción que se la
agradecemos los fumadores de toda la vida. El pobre jesuita con su chepa y todo
hizo un canto a la venganza de los indios que hoy causarían pavor en las
conciencias de aquellos que ven en la hoja de esta planta solanácea el terror
del milenario.
En este pobre jesuita al que nadie hace
caso he querido ver yo al padre Nieto tambien deforme en mis años de Comillas y
al cual en la comunidad se le tenía por santo.
Así Mur, el cruel Mur, un catalán algo
atravesado, vino representado por el P. Eguillor un vasco que me hizo llorar
tantas veces. Ahogaba mis penas leyendo a Gustavo Adolfo Bécquer en el silencio
de mi camarilla.
Otro jesuita bueno fue para mi el padre
Heras, arandino, que me ayudó en las crisis. No puedo hablar de aquellos buenos
religiosos como crueles pero hay que reconocer que la Compañía se pisoteaban en
aquel entonces los derechos humanos con métodos tan drásticos como la probatio,
la suspensio mentis y la obediencia de cadáver.
El plato fuerte es el capitulo dedicado
al intento de estupro de una bella inglesa casada con un ingeniero, Ruth, a la
cual el padre Sotero que la preparaba para convertirse al catolicismo (era
anglicana) trata de meter mano en su celda, y ella despavorida escapa escaleras
abajo. El marido que se entera del incidente se suicida.
Si el colillero Echeverría
“empuñando el cetro “ cuando trata de agarrar a Bertuco por el cipote es uno de
los pasajes más cómicos de AMGD, la solicitación del maestrillo Soteros, al que
se tenía por místico y un modélico hijo de san Ignacio, resulta el más trágico.
La habilidad de Ayala consigue evitar las truculencias inherentes al caso.
En Comillas era tal gazmoñería y la
obsesión por cuestiones relativas a cualquier actividad evacuatoria que no se
podía pronunciar la palabra water ni retrete. Al prefecto había que pedirle
permiso “para ir a lugares”. Ocurrió también en los tiempos victorianos cuando
no se podía pronunciar la palabra calzoncillos. Estaba prohibido referirse a
cuñas. Patas. Rendijas, palos etc. por sus equivalencias fálicas.
En algunos cuadros se colgaba en la
pared el cuadro de Pantoja que retrató a san Ignacio escribiendo los Ejercicios
Espirituales con su teoría sobre las dos banderas, la composición de lugar y
las normas para dar aquellas terribles charlas sobre el infierno.
Recuerdo en octubre de 1959 recién
llegados del tren de Torrelavega nos llevaron en un camión que aparcó
directamente en la capilla, allí nos esperaba el padre que daba los ejercicios
un jesuita rechoncho con el pelo cortado a cepillo, se apagó la luz y desde una
tarima donde aquel hombre se sentaba encendió una vela que iluminaba una
calavera y empezó a dar voces… Pecadores.
Yo pensé pues ahora sí que estamos
buenos. En buen sitio me he metido.
En esta novela se cuentan todas estas
vivencias que tuvimos los del alumnado jesuítico.
Creo que en mi dejaron huella.
Menos mal que conseguí zafarme de tales
imposturas y buscar el verdadero rostro de Xto que era tan diferente al que nos
mostraba aquel predicador vocinglero y algo subnormal pero terriblemente
contundente, amenazando con el fuego eterno a unos pobres adolescentes que
acababan de llegar de vacaciones para iniciar un nuevo curso.
Había que guardar la lengua y el oído,
ir por los pasillos con modestia para que a través de cualquiera de los
sentidos no entrase el maligno.
Nos dieron un cuentapecados y cada vez
que faltábamos a alguna cláusula del reglamento anotar nuestros pecadillos en
una de las sartas de aquel ábaco o prontuario de imperfecciones y pecadillos.
Nos enseñaron a pronunciar jaculatorias constantemente para mantener a
raya a Satanás. Una de ellos decía así que yo me acuerdo bien:
—Señor ante morir que pecar
Y cantábamos: “Perdón oh Dios perdón e
indulgencia, perdón y clemencia, perdón y piedad”.
El director de los ejercicios con su
cara de hogaza se entregaba a los delirios de la meditación de la muerte entre
interpelaciones y gritos. La palabra eternidad retumbaba por las paredes de la
capilla. “Vive memor leti. Habrás de vivir pensando que morirás”.
Mira que te mira Dios mira que te está
mirando mira que has de morir mira que no sabes cuando.
Parece que estoy escuchando todavía los
alaridos de aquel jesuita mal encarado y los sordos sollozos que se esparcían
por las bancadas del seminario de compañeros aterrorizados y arrepentidos.
Era el gemido penitente de nosotros que
nos sentíamos pecadores pero ¿qué pecados Dios mío se pueden tener a los once
años. ¿No exageraba un poco san Ignacio o estaba tronera con sus
obsesiones? Se escucharon entonces en
aquella capilla las carcajadas del diablo. El gran dragón meneaba el rabo. Too
much…
Y de qué te sirve ganar todo el mundo
si pierdes tu alma; san Ignacio repetía machaconamente las palabras de su
fundador. ¿Era un santo o un tarado? Y veíamos al santo ir por las calles de
Roma recogiendo a las putas, para ellas fundó la Casa de las Arrepentidas. En
el siglo XVI el siglo del amor ya lo digo yo en mi libro sobre el Lazarillo la
Ciudad Eterna era un emporio de la prostitución. Putas y judíos y a los judíos
san Ignacio se arrimó. Le dieron el dinero para abrir casas por toda la tierra.
Entonces en aquella máxima que predicaba el desasimiento y la santa
indiferencia había una contradicción. Conseguiría erigir en pocos años la orden
religiosa más afluyente del mundo.
La semana de ejercicios acababa un
domingo con misa cantada, acababa nuestra agonía pero muchos ejercitantes se
veían compungidos, les daban soponcios y se les veía rezar en la capilla medrosos,
tras aquel impresionante lavado de cerebro, por las penas del infierno y la
muerte que llega sin sentir antes de arrodillarse ante el altar de la
penitencia para hacer confesión general.
Con certera pluma maestra sabe Ayala reflejar
este ambiente que muchos españoles vivimos por aquellos días. Todo hay que
decirlo; después de descargar el saco y confesarnos nos sentíamos aliviados y
en paz don Dios y con nosotros mismos.